Cuento: «El escritor y los cuentos de Navidad» (35).

Para ponerse al día con el relato.

—-

– ¿Bailamos?

Ernesto alargó la mano invitando a Irene.

– Por supuesto.

.

 

(Judy Garland – Over de rainbow)

 .

La ángela sonrió y apoyó su cabeza en el pecho de Ernesto. El brazo derecho de Ernesto rodeaba la cintura de Irene, y su mano izquierda estaba entrelazada con la derecha de la ángela, y las dos, sobre e corazón de Ernesto. Daban pasos muy pequeños, sin apenas moverse del sitio.

– Tienes un gran corazón, escritor. Lo siento al tocarlo.

– Tengo miedo, Irene.

– ¿Por qué? No lo has hecho tan mal.

– ¿Seré capaz de criar a esos chicos? Soy un desastre.

Irene aceleró el baile llevando en volandas a Ernesto.

– Fíjate, mira a tu alrededor, escritor.

– El cielo de color naranja, las nubes rosas y amarillas… tienes un gusto para los colores…

– No, eres tú el que ha creado todo esto. Mira, allí.

Irene señalaba a su derecha. Una casa con jardín. La casa era blanca inmaculada. Las cortinas rojas, y dentro sonaba una música. Se asomaron a la ventana y vieron a unos niños cantando. Las luces del árbol de Navidad parpadeaban en una esquina. Un chico en silla de ruedas reía entusiasmado viendo a sus hermanos y primos bailar la conga. Se tropezaban y caían al suelo, se volvían a levantar… Juani, su hermana mayor apoyó sus manos en los hombros del chico y le obligó a encabezar la conga. Un libro de Ernesto Ducas estaba en el regazo del chico.

– Mira allí – señaló.

Un edificio enorme. Era conocido. De hecho, Ernesto estaba en él. Era el hospital. Desde fuera podía ver una habitación: un joven dormía con una pequeña sonrisa dibujada en sus labios. Su abuela se levantó de la butaca, y le acarició la frente. También sonreía. Se la notaba feliz. Ese dibujo en la cara de su nieto era la causa. Y que por primera vez confiaba en que su nieto lucharía por vencer a pesar de las pocas facilidades que había encontrado. La soledad casi le destruye. Ella sola no podía llenar esos vacíos enormes que tenía el chico en su alma.

Irene y Ernesto seguían bailando. Ahora sin apenas moverse.

– No es lo mismo ilusionar en un libro, inventar historias que hacerlas en la realidad.

– No, no es lo mismo. ¿quién te ha convencido que solo vales para soñar y escribir?

– Nadie. Es que soy así. La realidad no… me asusta. Los problemas de todos los días, ir al supermercado, a comprar ropa… y ahora debo ir para mí y para Arturo y Tomás.

Hizo una pausa pero su gesto denotaba que quería seguir

– Que se estropee la lavadora, o que alguno de los niños tenga un problema…

– Vas arreglando los problemas muy bien, los de ellos. Anda que no han tenido problemas.

– Pero he tardado mucho y lo he hecho…

– ¿Con magia? ¿Con tu magia? – Irene se paró y se separó unos centímetros de él para poderlo mirar con mayor perspectiva – No todos pueden decir que han salvado a un chico de la muerte. Lo agarraste del pelo y no lo soltaste, aunque te empezaban a dar calambres en los brazos

– Qué metafórica.

– No te maltrates a ti mismo. Alguien te ha hecho creer que no vales para nada, y a pesar de tus momentos de orgullo, en el fondo te lo crees.

– No me hagas psicolo… estoy solo, joder, estoy solo con esos dos chicos y no quiero cagarla.

– Pero… Ernesto… no estás solo… has creado un ejército de personas que estarán deseosas de ayudarte. De… de colaborar contigo. Mira allí.

Otra vez, Irene señalaba el hospital. Otra habitación. Se vio a él mismo durmiendo apoyando la cabeza sobre la cama de Arturo. Y a Arturo que dormía.

– Me ha guiñado un ojo, el jodido. Lo he visto.

– Tienes una conexión con él única. Pocas personas consiguen eso. Tienes un amigo, un hijo, y un cómplice. Arturo es tu mejor aliado. Y él sabe que te debe la vida. No… desde aquella noche que él entró en coma le agarraste de la mano. Le subiste a ese ascensor y le mantuviste con vida. Solo eso le ha mantenido así. Sabes… aquella noche lo que le dio es un ataque de pánico. Escuchar a su tío le hundió… le produjo un ataque de ansiedad. Quiso llamarte, pero… no lo consiguió. Aunque de alguna forma lo hizo, porque te llamaron. Y tu luchaste contigo mismo y con tu miedo, y fuiste. Y por primera vez no tuviste miedo de luchar, de enfrentarte a la ira de Germán, y fuiste todas las noches. Le acunaste, le besaste, le relajaste, le inventaste un mundo para él, para que él se sintiera cómodo… y eso casi te cuesta la vida, porque eso de no dormir durante semanas, salvo en ratos aislados, escribir hasta perder la noción de lo que escribías… todo para hacer un colchón y que lo que tenías en mente fuera posible.

Ernesto iba a protestar… pero Irene le interrumpió antes de que dijera una sola sílaba.

– No digas nada. Lo escribiste. Escribiste la historia de Oier y Lleó. Era tu historia por anticipado. Lo que pensabas hacer. Escribiste la historia del Príncipe Arturo… era la historia de cómo Arturo había conquistado tu corazón y el de los demás y como lo entronizaron como Príncipe, porque él es especial. Escribiste la historia de Lorenzo mirando a su amigo Jorge de una forma distinta, como tú empezaste a mirar la vida, tu vida dando la vuelta al calcetín. Hiciste de Tomás un Presidente de una empresa, le has ido ofreciendo una seguridad en sí mismo que nunca ha tenido. Hiciste que María y Teodoro pudieran irse… los otros muertos del accidente, perdidos entre aquí y allá. Y escribiste la historia necesaria para que Kevin pudiera salir adelante, roto como estaba por la pérdida, y más por no poder llorarla. Le diste las respuestas y la oportunidad de patalear.

Irene levantó el mentón de Ernesto para verle los ojos.

– Y has hecho que dos personas perdidas, dolidas y culpables, se den apoyo, Kevin y Darío. Y les has preparado el camino para que se sientan miembros de algo, de tu mundo, de tu familia.

– Eso son historias, pero no puedo ir a comprar el pan…

– Has ido a hablar con ese profesor de Arturo.

– Pero cuatro meses tarde.

– Más a mi favor, más complicado era hacerlo. Y lo has hecho, y encima sabías, por la descripción que te había hecho Arturo, que era un punto pendiente de tu pasado, una herida que vino a supurar en tu sobrino. ¿O debería ya decir hijo?

– Los papeles tardarán…

– Hijos y padres es una cuestión de papeles, no lo niego, los humanos sois así, pero es más de sentimientos.

– Llámalos como quieras. Yo los quiero con todo el alma, se llamen como se llamen.

– ¿Lo ves? Está claro que lo vas a hacer bien.

– Me… siento…

– ¿Solo? Venga ya, si tienes en Mundo maravilloso decenas de personas deseosas de echarte una mano. Y en el mundo real tienes a Doris, a Rosa, a Pilar a tu hermano Roberto y a Estíbaliz, su mujer, que te van a dar un sobrino… dos en realidad, huy, se me ha escapado… hazte el tonto cuando te lo digan.

– Pero muchos están lejos, incluido mi hermano. Y no me gusta andar pidiendo, suplicando… A lo mejor a veces…

– Tienes a tu “secretario”.

– Bueno, eso…

– Dale una oportunidad. Escribe una bonita historia. Por ejemplo… podía ser algo así, como: Sergio (Álvaro), el chapero (Porque al final le vas a dejar como Álvaro… huy madre, que todavía me le vuelves a cambiar de nombre), pasó por delante del hospital. Tuvo un impulso y entró. Preguntó por la habitación de un chico que tenía un tío escritor, muy azorado, porque no se acordaba de más datos. Con todo lo lanzado que era para meterse en la cama con sus clientes, y ahora estaba avergonzado, como desnudo en el hall de entrada, lleno de gente. Pero tu historia es conocida en todo el hospital. Eres el más admirado. Todos creo que acabarán comprando un libro tuyo, te vas a hinchar a firmar ejemplares. Sergio (Álvaro) pasó por una tienda de flores que hay en la galería comercial del hospital, y te compró una margarita blanca, que sabe que te gustan: se lo dijiste aquella tarde que pasasteis juntos y que te ayudó con aquél libro. Sergio (Álvaro) llevaba semanas pensando en como volver a coincidir contigo, después de aquella pantomima que te inventaste para que Germán te dejara. Y no se decidía… otra vez desnudo frente a todos los hombres del mundo, pero al contrario que en su profesión, en este caso siente la necesidad de taparse sus… partes. ¿Entiendes la metáfora?

– Sí, coño, quieres decir que se tapa el corazón. Se lo esconde.

– Bien, lo has pillado.

– Sigue anda.

– Pues sabes… escritor… no quiero quitarte la profesión, así que… mejor la escribes tú. Mira allí – y señaló hacia delante.

Una mujer estaba sentada en una butaca sucia y desvencijada. Parecía derrotada por las circunstancias y por la desesperación. Dos niñas dormían en la misma cama a su lado. Estaba muy juntas para darse calor. Una niebla densa rodeaba a la mujer, solo a ella. Casi no podía ver a través de la bruma. Alargó la mano y cogió un libro que había en una mesa medio rota que le servía de mesilla, de mesa de comedor y de mesa de apoyo en la cocina. Lo abrió y empezó a leer. Por un momento se olvidó de todos sus problemas. Se olvidó del hambre, del frío, de la angustia por ver a sus hijas sin lo más necesario. Su imaginación empezó a despertar y a volar al ritmo de las frases del libro. La niebla que la rodeaba empezó a disiparse. Cerró el libro de un golpe y se acercó a sus hijas. Les dio un beso en la frente a cada una. El hambre seguía allí, la necesidad, pero al menos, había recuperado las ganas de luchar por ellas.

– No es mi libro. No entiendo.

– El libro está en blanco. Es tu próximo libro.

– Pero yo no puedo dar de comer a esas niñas. O a lo mejor sí, a esas niñas y su madre sí, pero no a otras cien mil como ellas.

– No tienes que arreglar tú solo los problemas del mundo.

Siguieron bailando en silencio durante un rato. Ernesto fue cogiendo fuerzas para preguntar las dudas que tenía.

– ¿Por qué Arturo decidió al final quedarse? Me dijo que…

– Tenía miedo de fracasar al volver. No es fácil. No quería que te ilusionaras y que luego saliera algo mal y… bueno… por eso te dijo que se iba.

– Será capullo… – pero se calló porque de repente se dio cuenta de que esa explicación no le convencía.

Irene chascó los dedos.

– Cambiemos de música.

 .

(Louis Amstrong – What a wonderfull world)

 .

Y volvieron a bailar.

– No se me olvida que me acabas de meter una enorme bola.

Nada más hacer esa afirmación Ernesto, la ángela puso cara de indignación contenida. Pero como la mirada del escritor seguía fija en ella, la fue cambiando por una cara de resignación.

– Le hiciste cambiar de opinión. Se sintió… querido – la ángela se paró para comprobar su reacción – no, no te enfades sabes que eso es algo que… bueno no sé, a veces puedes querer a alguien y demostrarlo pero esa persona no ser receptiva al cariño, o a lo mejor es una cuestión de “cantidad”. O de…

– Todo esto me suena a patraña, ángela. Me estás tomando el pelo, o me lo tomó Arturo.

Irene se soltó de Ernesto. Cerró los ojos y seguía la música con la cabeza. Ernesto la observaba fijamente. Cuando la canción acabó, Irene abrió los ojos y fue buscando la mirada de Ernesto. Sonrió levemente y puso todo el amor del que era capaz en su mirada.

– No hay una razón exacta. Única. Grande, enorme que abarque tal decisión. Hay miles de razones, por ejemplo, los miles de minutos que has pasado con él en estos meses. Otra razón es el ascensor. Otra razón es que consiguió al final sentir que no iba a ser una carga para ti, ni que le ibas a quitar tu atención a Tomás por él, o porque a lo mejor él, aunque quisiera, no podía recuperarse físicamente del todo. Unos gramitos del peso de la decisión, lo puede tener Tomás, que estaba enfadado con Arturo. O eso pensaba él. No lograba conectar con Tomás, y veía por tus escritos que tú sí. Que habías conseguido que se acercara a Mundo maravilloso. Sentía que sufría estando con Germán… pero a la vez tú no te decidías a llevarlo contigo. Pensó que si él no estaba, tú lo cuidarías más.

– Y medio kilo de la decisión a lo mejor lo has tenido tú… hablando con él y a lo mejor inventándote una historia, que tú eres muy de inventar historias…

– Cuando saliste del ascensor, hablé con él. No, solo lo escuché, hay que precisar, tú no eres como los demás, tú percibes cosas que otros no. No hice nada más. Posiblemente lo hubiera hecho consigo mismo… en realidad consigo mismo habló, porque no es consciente de que estaba con él.

– A veces me da miedo… es tan… maduro… tan… extraordinario…

– Lo es. Ten en cuenta que ha tenido que tomar las riendas en muchos momentos. De hacerse mayor. Primero cuando murió su padre, al poco de nacer la pequeña. La depresión de su madre después del parto y de lo de su padre. Esa dificultad de Tomás para… hablar con tranquilidad, para descansar. Su madre que siguió con su trabajo, tampoco tenía muchas opciones, y siguió pasando largas temporadas fuera. Germán que era un perfecto inútil con los niños. Mientras tuvieron a Cris, la asistenta que tenían, todo fue más o menos. Pero ella se cansó de aguantar a Germán en las ausencias cada vez más largas de la madre, y un día se largó. Luego apareciste. Al principio eras solo “la pareja del tío”, o sea equiparado con él. Pero te los ganaste enseguida…

– O ellos me ganaron a mí.

– No, sabes que no. Arturo puso todas las barreras posibles. Tú tuviste la habilidad de romperlas en un santiamén.

– Bueno. Y luego – añadió Ernesto – tuvo que cuidar de su tío postizo, el cual se perdía en sus ensoñaciones cada vez más, y fracasaba con sus nuevos libros, lo cual no ayudó a …

– … nada. Porque tu pareja solo te quería por eso, lo cual le distanció. Aunque en realidad seguía creyendo que lo conseguirías, tenía fe ciega en la opinión de su amiga Rosa.

– No entiendo como alguien puede querer a alguien, perdón, lo expreso mejor, puede estar con alguien solo porque sea un escritor famoso.

– Otros están con una mujer por sus piernas, porque son rubias, o con hombres porque tienen pelo en el pecho, o el miembro de un tamaño determinado. Unos solo buscan dinero en sus parejas, seguridad. Otros buscan hijos, otros compañía, otros… un orden en sus vidas. O incluso, tener un estatus en sus empresas que no adquieren si no están casados. Germán le gustaba que fueras escritor, presumir de estar con alguien… así.

– Pero pasar por cornudo…

– Más merito de cara a los demás. Tú corriste esa bola… cuando ni siquiera con el chapero… solo lo viste pasear desnudo por “su” casa. Y mira que él … es que te quiere con locura. Aunque te imaginaras acostándote con él y así se lo contaste incluso a Arturo.

– Pero ahora…

– Anda, anda, me vas a decir que no vas a ser capaz de querer a alguien por cuidar de tus hijos.

– “Mis hijos” – lo dijo saboreando las letras, cada una de ellas – mis hijos… mis hijos…

– Y cuidarás de Sergio y de su abuela, y de Kevin y de Darío, y de Teresa, y de Roberto, tu vigilante, y de todo Mundo maravilloso, aunque su vida cotidiana esté en el fin del mundo. Y lo harás sin darle importancia como lo has hecho hasta ahora. Lo harás en este mundo y en el imaginario.

La ángela cogió de las manos a Ernesto. Se separó un poco de él y sonrió.

– Debo irme.

– No, no puedes dejarme.

– Tengo derecho a mis vacaciones. Dos décadas tengo acumuladas y Gabriel y yo vamos a hacer un viaje.

– La gente hablará en el cielo.

– Qué les den. El cabrón de Miguel que no sabe reconocer cuando pierde.

– Es muy guapo.

– Pues le incluyes en tus historias como candidato a pillarte de él. Pero no te lo aconsejo… no le van mucho los tíos.

– Usaré su cuerpo y su rostro.

– ¡Allá tú! Pero te recuerdo que no tienes nada que hacer con él, confórmate con tu chapero-ascensorista. – sonreía de nuevo y lo observaba sin soltarle las manos.

– Ya veremos que sale de todo eso.

– Hagas lo que hagas estará bien.

– Germán…

– Te dará guerra un tiempo. Pero solo porque está rabioso por dejarse llevar por ese chico ¿como se llama?

– Tampoco me acuerdo yo ahora, lo siento.

– Arturo fue un cabrón esa tarde. Si no llega a ser por él que lo chantajeó… Germán no te hubiera dejado. Ni con la historia que urdiste con el chapero.

– Y la Jénifer esa me lo va a quitar.

Irene se rió con ganas.

– Vas a resultar un padre de lo más carca en ese aspecto… – y volvió a reírse al ver el gesto de Ernesto. – Es ley de vida. Si no es Jénifer, será otra. Todavía tiene que descubrir los mensajes que le has incluido en alguno de los relatos de Navidad.

– Espero que no lo descubra tarde, y que no sufra demasiado. – sonrió con tristeza –

– Podías habérselo dicho.

– ¿Crees que alguien escucha cuando le dices que su enamorada es una trampa… y que se la está dando con queso… y… ?

– Vale, vale, me rindo.

Irene cogió las manos de Ernesto y las apretaba mientras le sonreía.

– No te vayas.

– Debo hacerlo. Ya he estado mucho tiempo contigo. Dale recuerdos a Arturo.

– O sea que hablaste con Arturo.

Irene se mordió el labio pillada en falta. Aunque se recuperó rápidamente y puso su mejor sonrisa.

– Pero solo un poquito.

– ¿Ves? Si no hubiera sido por ti, Arturo no…

– Corta el rollo y no te des la vuelta enfurruñado. Lo has salvado, te pongas como te pongas. Lo has agarrado durante meses y has evitado que cayera en el abismo al que él mismo se veía abocado. No pienso repetir la misma conversación anterior.

Irene se acercó a Ernesto y le dio un suave beso en los labios. Sonrió de nuevo. Levantó la mano derecha e hizo unos giros en el aire, con el dedo apuntando al cielo.

– Lo vas a hacer muy bien.

Y ya solo quedó de ella unas pocas chispitas azuladas, color del que se le había puesto el pelo justo antes de partir.

Ernesto cerró los ojos echándola de menos casi inmediatamente. De pronto se acordó.

– Se me ha olvidado preguntarte como acabo la historia.

Pero solo vio como respuesta a la última chispita que desaparecía mientras subía.