La increible historia de como vivieron su primera crisis, Ramiro el millonetis y Jorge el camarero. Capítulo 2.

Jorge y Ramiro llegaron a las oficinas de éste. Loca les acompañó al final, que no le apetecía volver, que sabía que tendría que limpiar el baño después de haber visto por el rabillo del ojo, como el subdirector corría hacia él agarrándose el culo.

Óscar el secretario, que estaba en recepción, no pudo contenerse y corrió hacia Loca, que para aliviar sus huevos, se había quitado los pantalones en el coche. Y como a cámara lenta, los dos galoparon con poca gallardía, todo sea dicho, hasta encontrarse y fundirse en un abrazo apretado, pero muy apretado, y sus bocas emprendían una lucha por la supremacía.

– Que bonita historia de amor, ¿Verdad Jorgito?

– Sí Ramirito, pero eso va a ser otra historia, que ésta es la nuestra.

– ¡Ah!

– Nosotros a lo nuestro.

– ¡Ah! ¿Y qué es lo nuestro, maridito? – preguntó picarón Ramirito a su amado Jorgito. En su mente siempre dispuesta aparecieron posibilidades de encerrarse en alguno de los baños de las oficinas y dar rienda suelta a sus ganas de piel, de besos y algarabía ¡Viva el sexo! ¡Yepa! Aunque tuvo un momento fugaz en que pensó en encerrarse en uno de los ascensores y subiendo y bajando, subiendo y bajando en bucle, hasta que los gritos de pasión inundaran cada rincón de la empresa.

Jorgito lo miró muy serio. Movió la cabeza como el joven responsable en que se había convertido después de la boda y, contundente, respondió:

– ¡A trabajar!

– Pero…

– Nada – interrumpió, que ya sabía por dónde iba.

– Pero…

– Nada. ¡¡Óscar!! Deja a tu novio y trabaja. ¡La agenda de mi marido!

“Mi marido”, la leche, que bien le sonaba a Jorge el camarero. “Mi marido”, Mi marido, mi marido. Se repetía una y otra vez, como si fuera el eco. Mi marido, mi marido, mi marido…

– Pero – intentaron responder a tres voces el Loca, el Óscar y el Ramiro, el millonetis.

– ¡A trabajar! ¡La agenda del jefe!

– Pero mira al pobre Óscar y al pobre Loca, libre de sus pantalones. Mira que bultos en sus entrepiernas. A Loca se le escapa la pichula, liberada de las apreturas del pantalón del uniforme. ¡No les puedes dejar así! Déjales que den rienda suelta a su pasión.

– Claro que puedo. Ramiro – sin mirar los bultos citados por Ramiro el millonetis, sobre todo el de Óscar el secretario, que no sabía muy bien, le atraía, quizás por un ramalazo de celos, que enterarse que tuvieron un affaire inconcluso en el pasado, le producía sensaciones encontradas, aunque las guardaba muy dentro, pero muy dentro de su persona -. Debes llevar el sustento a casa y mantener las casas de todos tus empleados.

– Ya lo llevas tú.

– Óscar debe cumplir con sus tareas – abundó muy seguro de sí mismo y apartando ostentoriamente la vista de Loca Locatis y de Óscar el secretario y sus bultos respectivos.

– Ya cuesdffaplo. – dijo este último intentando sacar la lengua de Loca de su boca.

– Locatis, ponte unos pantalones, que se te escapa el miembro.

– Es querydf – no había sacado la lengua de la boca de Óscar. – Pues mira como se le marca a tu marido.

– No le mires el paquete a mi marido, capullo.

– Eso, el capullo le ha mirado – terció Manu que pasaba por allí y no perdió oportunidad de chinchar un rato. Tanto amor y pasión a su alrededor, le mareaba. Y él solo, sin hombro en el que llorar, sin miembro fijo que llevarse a la boca, sin boca que llenar con otra boca o con… puntos suspensivos.

– El Presidente de Estados Unidos – dijo contrito el ayudante del secretario del ayudante del secretario de Óscar.

– Que llame luego.

¡ RAMIRO !

Jorge había dado unos pasos alejándose de Ramiro y lo miraba como una Sargento de guardia cualquiera.

– Vale. Pero luego…

– Luego sigues trabajando y si has cumplido, y voy a investigar si has cumplido con tu agenda, esta noche habrá… – ahora era Jorge el camarero el que ponía ojos brillantes y voz insinuante – fuegos artificiales.

– ¿Con los calzoncillos rotos?

– Con los calzoncillos rotos. Miralos, aquí esperándote.

Y bajó un poco la cintura del pantalón y se los enseñó a distancia.

– Los llevo puestos para ti, para que sueñes conmigo y se te ponga dura.

– ¡Ya la tengo!

– Más dura.

– ¡Ya la tengo!

– Pues así hasta la noche.

– Está libre el ascensor. Podemos ir…

– El Presidente de USA espera – susurró el ayudante del secretario, del ayudante del secretario de Óscar.

– ¡Joder!

– Mr Presindent. How are you? And Miss President? Kiss her with passion and… Agggg!

Jorge se sonrió después de dar la patada a su marido y aprovechó para irse al ascensor. Dentro de él, aprovechó para colocarse el paquete, que lo tenía duro, duro, pero que no, “que no, que no podemos estar todo el día follando por las esquinas”. Hombre responsable Jorge el camarero.

Salió de las oficinas y se encaminó hacia el restaurante en el que había encontrado trabajo hacía un par de semanas. Su padre lo había despedido justo después de la boda, con la pretensión de que trabajara de gratis ahora que había dado el pelotazo. Pero Jorge miró a su padre con esa cara de hombre responsable que se le había quedado después de la entrevista con el Sr. Obispo el día de su boda y le espetó un poco enfadado.

– Me despides, no me pagas, el menda se va a buscar otro trabajo.

– No serás capaz. Además, si estás forrao…

El padre de Jorge el camarero se arrepintió de su afirmación nada más acabarla. Conocía a su hijo lo suficiente como para saber lo que significaba esa cara. Acababa de perder un camarero, el mejor de sus profesionales. El más simpático con la clientela, el único que en su familia sabía interpretar los deseos de sus clientes y cumplirlos.

– Pues debes dejar el uniforme…

Y ni corto ni perezoso, Jorge el camarero se desnudó allí mismo. Eso sí. No se quitó los calzoncillos rotos que tocaban ese día.

Así, en calzoncillos rotos, abandonó la empresa y a la vez casa de su padre, no sin antes gritarle a su progenitor.
– Mañana vendré a buscar la liquidación y mis cosas. Procura que no desaparezca nada, que te conozco.

“¡Que se joda!”, pensó para sus adentros.

Y así, vistiendo solo unos calzoncillos rotos, se encaminó por la calle en busca de trabajo.

No tardó en encontrarlo. El jefe del tercer establecimiento en que lo intentó, estuvo encantado al verlo entrar.

– ¿Y vas a trabajar así siempre? – lo miraba de arriba a abajo.

La boca se le hacía agua al jefe del local. Pero una sola mirada aclaratoria del aspirante Jorge el camarero, le quitó de la cabeza sus sueños húmedos.

– Vale, vale. No estás en el mercado, ya veo. Pásate por aquí al lado y te dan el uniforme. Si quieres empezar mañana…

– Ahora mismo.

– ¡Ah!

Y empezó “ahora mismo”. Eso sí, después de pasar por la tienda a por el uniforme. Que en el local había corrientes y no era conveniente trabajar en calzoncillos. Y rotos, además, que por los agujeros se corría el aire que era un primor.

Jorge el camarero se incorporaba a su puesto de trabajo. Subió al vestuario de trabajadores y se cambió. Allí, como todos los días, coincidió con el jefe que había ido a cambiarse de ropa. Misteriosamente siempre estaba allí cuando Jorge el camarero se cambiaba. Y curiosamente, el jefe de Jorge el camarero, siempre estaba medio desnudo o desnudo completo. Jorge el camarero lo saludaba con una sonrisa inocente y con un “Hola, jefe, tenga cuidado con las corrientes no me coja catarro”. Y el Jefe de Jorge el camarero sonreía cada vez con más confianza. Incluso algunos días saltaba y cantaba a pleno pulmón para atraer la atención hacia sí de Jorge el camarero. Pero éste, desde que conoció a Ramiro el millonetis, no se había fijado en otro hombre, era un hecho del que no era consciente, pero era. Salvo la excepción de Óscar el secretario pero por razones que tenían que ver con un pasado inconcluso, y tampoco era muy consciente de ese hecho. Y si hubiera sido consciente desde el momento uno de que no miraba a hombre alguno con deseos de follar hasta el amanecer, se habría evitado esos meses de tira y afloja con su corazón y con el de Ramiro el millonetis, a la sazón ahora su marido.

Se cambió rápidamente, como todos los días. Y cuando iba a salir, el jefe de Jorge el millonetis, se acordó de algo importante.

– Monta el comedor para el menú concertado nº 12378. Está todo el comedor reservado.

– ¡Huy que bien! ¿Y el menú del día?

– Lo dará Juanma en las mesitas de fuera.

Jorge el camarero salió raudo y veloz, feliz cual perdiz por el sesgo que iba tomando el trabajo en su nuevo empleo. Le gustaba que fueran bien las cosas. Y eso era buena señal. El comedor lleno con una comida concertada.

Preparó con mimo el comedor con todos sus platos y las copas correspondientes. No se olvidó del cubierto de pescado y puso el plato del pan con mimo. Revisó que las copas estuvieran bien alineadas y se puso la pajarita recta. Todo a punto para la comida concertada.

Era la hora de la comida concertada.

Jorge el camarero esperaba en la puerta del comedor, con cara circunspecta, con su pajarita recta y su chaleco reluciente. Miraba el reloj… que no llegaban los concertados. 20 minutos de retraso.

– ¡Ya llegan! – anunció el jefe entrando corriendo desde la calle.

Jorge suspiró aliviado.

Y Ramiro el millonetis hizo su entrada estelar seguido de Óscar el secretario, y de Locatis, el botones del banco, todavía en calzoncillos.

– No me entretengas – le dijo Jorge el camarero a su marido. – que tengo el comedor lleno con un menú concertado. Están en la puerta.

– Estoy caliente.

– Y yo, pero tengo trabajo.

– Estoy caliente – repitió inasequible al desaliento. – Vamos, uno corto en el baño, como el día de la boda.

– Tengo trabajo, Ramiro el millonetis.

– Yo soy el trabajo.

– Tú no eres ningún trabajo, maridito mío. – dijo conciliador Jorge el camarero posando un suave beso en los labios de su marido. – pero vete que llega la reserva.

– Ya reserva soy yo.

– ¿Eh?

Y Ramiro asintió repetidamente con la cabeza poniendo su mejor cara de pícaro.

Jorge pensó durante unos instantes si matarlo o matarlo.