Déjame tocarte.

Miró un momento por la ventana antes de sentarse en la butaca. Miró pero no vio nada. Cerró los ojos un momento para coger aire y suspiró.

Ya en la butaca, buscó una manta ligera para echársela por encima. La casa estaba fresca. Puso los pies sobre otra butaca que había puesto de medio lado y entrelazó sus dedos sobre su regazo.
Volvió a suspirar.
Miró un segundo el reloj: solo media hora de paz antes de volver al rugido de la vida, para escapar de las desdichas de un mundo que andaba cojo hacía años, y que no parecía recuperar el resuello. Cansado de luchar contra los elementos, cansado de bregar con las desdichas que asolaban una y otra vez su mente, cuando descansaba.
Volvió a suspirar.
Buscaba un sueño reparador. Corto, pero imprescindible para seguir la vida. Pero sin buscarlo, en su imaginario, aparecieron unas curvas turbadoras. Eran las de un cuerpo estimulante, pero sin cuerpo y sin alma. Sintió un escalofrío provocado por la turgencia de esa piel sin tacto. De ese calor sin temperatura. Sus dedos sentían, aunque seguían entrelazados en su regazo, quietos, apretados. Sintió el sabor de su boca, en la suya, cerrada, apretada. Sintió la humedad de su saliva en sus pezones. Sintió un mordisco en uno de sus muslos, sin saber a ciencia cierta cual de ellos.
Abrió los ojos y miró a su alrededor. Miró hacia la ventana que le había servido hacía unos minutos de mirador. No vio nada, salvo unas nubes negras que habían oscurecido el mediodía.
Quiso despegarse del desasosiego de ese cuerpo invisible, pero perceptible. Quiso pensar que lo había conseguido y cerró de nuevo sus ojos, buscando paz y serenidad. Pero apenas habían pasado unos segundos y volvió a advertir que sus manos recorrían de nuevo, las curvas de ese cuerpo inexistente: los muslos, los tobillos, los hombros, el pecho; los labios, la nariz, el culo, sus orejas. Volvió a sentir el calor de esa piel, su mirada posada en la suya, unos ojos azules, o verdes, o marrones, vete tú a saber, que lo taladraban con amor y deseo.
¿Deseo? ¿Amor?
Sintió su cuerpo palpitar. Desapareció la modorra y la desesperanza cubrió su ánimo.
– ¿Dónde estás? – preguntó.
– ¿Cómo te llamas? – preguntó.
– ¿Cómo es tu cuerpo? – preguntó.
– ¡Déjame verte! – pidió.
– Por favor – suplicó.
– ¡Déjame tocarte! – pidió.
– ¡Déjame besarte! – pidió.
– Por favor.
– ¿Dónde estás? – reiteró.
Estuvo atento, expectante, pero no recibió respuesta.
El tiempo había pasado. Se levantó cansinamente camino de sus zapatos, de su abrigo. Fue al servicio y cogió un peine. Lo utilizó sin mirarse, de memoria. Por no ver su amargura, su tristeza.
Suspiró.
Cogió su bandolera y salió de casa.
El cielo estaba negro. Las primeras gotas se estampaban contra el suelo. Se subió el cuello del abrigo, escondió la cabeza todo lo que pudo, y se lanzó a vivir. Esa tarde, la vida sería más llevadera que el imaginario que ese día le había tocado sentir.
Era un consuelo. O no. Era lo que había.

Sería interesante que nos dijeras algo. ¡Comenta!