Necesito leer tus libros: Capítulo 8.

Capítulo 8.-

Dónde nos encontramos cuando estamos inconscientes en una cama de hospital. Volando por el Universo, viajando a países lejanos y a los que nunca habíamos ido cuando estábamos conscientes. O quizás mantenemos grandes conversaciones con nosotros mismo, o con el que está en la cama de al lado, en el mismo estado que nosotros. Quién pudiera escuchar esas conversaciones y participar en ellas. Por un lado el contrario no se puede mover. Pero por otro, a lo mejor huye con más facilidad al no necesitar un cuerpo físico para moverse. El cuerpo nos lastra muchas veces. Aunque sea un gran cuerpo capaz de correr maratones o escalar las montañas más altas de la Tierra.”

¿Sueñan los que están en coma? Y si lo hacen ¿Qué sueñan? ¿Cosas alegres? ¿Sueña que se van a morir? ¿Sueñan con ese amor imposible?

Jorge Rios.

No le hubiera importado quedarse toda la noche en el hospital. Pero asumiría un papel que no le correspondía. La preocupación y el duelo debía ser de su tía y de Nadia, su amiga. No acababa de entender tampoco el papel de Nadia. Él desde luego, no pintaba nada allí. Él no podía aportar nada a nadie ni colaborar en la recuperación de Rubén. Quizás al revés, lo único que conseguía era estorbar. Aún así le dieron más de las cuatro de la madrugada.

La policía volvió y preguntaron. Volvió a responder nada. “¿Y de qué lo conocía?” “Escribo y le gustaban mis libros y hablábamos de vez en cuando de eso”. “¿Pero publica usted?” preguntó la policía. Era claro que no era una fan. “¿Y escribe con ese nombre?” Era claro que no leía ni los prospectos de las medicinas que le recetaba su médico. Perdón, que eso no lo lee nadie. No leía ni las recetas.

Apareció más tarde otra policía, Carmen Polana. Ésta iba de paisano y venía con un compañero, un tal Eduardo Quiñones, un hombre bastante mayor que su compañera, aunque ella parecía llevar la voz cantante. Era una mujer alta, decidida. Había sobrepasado los cuarenta, pero eso no había menguado para nada su atractivo. Era una mujer potente. Vestía unas botas con tacón medio, unos pantalones elásticos ceñidos a las piernas, unas piernas muy atractivas. Se sentían duras y trabajadas corriendo o en el gimnasio. Vestía una camiseta de color naranja con una chaqueta negra encima. Llevaba un anorak sobre el brazo. No iba maquillada, pero no lo necesitaba. Le pidió permiso para quitarse la mascarilla. Jorge se sonrió porque era claro que quería que él la sintiera cercana. Él hizo lo mismo, se quitó la suya y la sonrió con un toque de tristeza.

Ella si lo reconoció al instante. Aunque era en parte una trampa, porque Carmen y Quiñones pertenecían a una Unidad Especial a la que le daban casos complicados. Y ese caso se lo habían dado precisamente porque estaba implicado una celebridad. O eso le dijeron los de uniforme que hablaron los primeros con él. Luego supo que no era exactamente por eso por lo que se hicieron cargo del caso.

-Me encantó “Dejuan”. Pero sobre todo “La angustia del olvido”.

-Vaya. Creía que la policía no leía – y miró de reojo a sus compañeros de uniforme.

-Cada uno tiene sus aficiones.

-Cuéntenos. Ayúdenos a entender. – dijo el hombre.

Se volvió a encoger de hombros. Pensó en contar toda la verdad, pero no le correspondía a él. Y su tía no parecía por la labor y Nadia callaba también. Su tía había vuelto de donde fuera que hubiera ido, seguramente porque Nadia le había avisado de la aparición de la policía. Las dos parecían incómodas. Incluso la tía se fue al baño de nuevo pretextando una indisposición. Aunque bien mirado, tampoco había mucho que contar. Y no era nada malo.

-No sé mucho de él. Quedamos de vez en cuando. Quería leer nuevas cosas mías. Parecía que le iba la vida en ello.

Y bla, bla, bla.

-Quedábamos en cafeterías y leía mi nueva novela. Me servía para corregir algunas cosas. A veces al leerla en voz alta y por alguien distinto te da matices que no ves al escribir y corregir uno mismo. No parecía muy dispuesto a abrir su vida a mí, aunque fueran mis novelas las que le habían salvado la vida, según repetía él con frecuencia. Murió su hermana parece ser y entró en depresión.

-¿Y no le preguntó? Si quedaron varias veces… ¿Y por que no quedaban en su casa? – le preguntó el tal Eduardo.

-¿Y por qué le iba a llevar a mi casa? ¿Por qué no puedo quedar en una cafetería? ¿O en un gimnasio? ¿Eso indica algo?

-Si leían su nueva novela… da igual. Estábamos en lo de preguntarle por su vida.

-Lo hice. Pero no respondió. O lo hizo con mentiras tan evidentes que preferí obviarlas y no volver a obligarle a inventarse cosas. A parte, tampoco es que me interesara demasiado. Para inventar vidas, prefiero hacerlo yo, que las adapto a la historia que me apetece plasmar en el papel. Me aburren las vidas falsas.

-¿Sabe si salía con alguien?

-Sé que iba de juerga. Una vez coincidí con él en una fiesta. Él ni se enteró. Estaba completamente borracho. Pero borracho, borracho.

Les contó la historia de una de las noches. De la vomitona. No les dijo en dónde era ni qué noche exactamente. “Todas las fiestas me parecen iguales.” Y también les contó que le llevó a su casa.

-Le dejé en la cama. Cuando nos vimos no se acordaba de nada, y yo no quise hacerle recordar.

No les dijo toda la verdad, pero en realidad, si querían investigar, tenían de dónde tirar. Tampoco creía que eso tuviera mucho que ver con lo que le había pasado; en todo caso les daría una pauta de comportamiento. Rubén parecía a veces, en esas noches locas de bebida y sexo sin sentido, que buscara la autodestrucción. Lo de esa tarde podía haber sido un paso más en ese camino. No se lo dijo así, a la comisaria Polana y al inspector Quiñones. Pero de forma indirecta lo apuntó.

-Ese sería el personaje que le adjudicaría en una de mis novelas. – dejó deslizar con suavidad. La comisaria Polana lo captó a la perfección. Le miraba con atención. Le interesaba de verdad lo que pudiera pensar el escritor.

-Pero eso es ficción, y aquí, tenemos algo real – apuntó el inspector Quiñones, que quería que reconociera que estaba hablando de la realidad no de una posible ficción. Pero el escritor no quería decir nada más.

Una buena realidad, una buena verdad siempre supera a la mejor ficción. La cosas reales que pasan cada día a la gente que nos cruzamos por la calle, son tan increíbles que si alguien las plasmara en una novela o en un guion de cine, la gente que se enfrentara a ellas para decidir si se publica o se lleva a la pantalla, dirían sin dudar: “Se le ha ido la pinza al autor”. Parece mentira que los que están en contacto con el mundo real, con las bajas pasiones que afloran en las personas muchas de ellas tan normales aparentemente, piensen que la ficción es peor que la realidad. Solo salen a la luz una mínima parte de las inmundicias que se producen en muchas casas de nuestras ciudades y pueblos. La noche es un buen caldo de cultivo para ellas. La oscuridad da alas a las pasiones más oscuras, sacan a relucir los deseos más deleznables. Y algunos, animados por el anonimato, por el alcohol, por las drogas o por la desesperación, sacan a relucir sin que haya la mayor parte de las veces un detonante evidente.

Jorge Rios.

-Seguramente llevará ya unos años siendo policía – Comentó de forma seria dirigiéndose al inspector Quiñones. Ese hombre no le había caído bien. No sabía por qué exactamente, pero era así. Y a estas alturas de la vida, no le apetecía disimularlo. Tampoco resultar grosero. – Me ha informado antes que estaba especializado en menores. Ha tenido que ver cosas horrendas, que los que somos ajenos a su trabajo, no podríamos siquiera imaginar. Y afirma que esto es el mundo real, no una ficción. En la ficción no ocurren muchas cosas porque no se las creería nadie. O porque serían demasiado duras si las describimos pormenorizadamente. ¿No cree inspector Quiñones?

Los dos policías hicieron un gesto valorativo. No quisieron darle la razón en voz alta, pero se la dieron con su silencio.

-Solo espero que ese chico salga adelante – dijo el escritor en forma de despedida.

Se levantó de la silla del pasillo en el que se habían sentado a hablar.

-Si necesitan algo, saben dónde encontrarme.

La noche inspira a los duendes, a las musas. Pero hay inspiraciones que mejor no haberlas tenido. Aunque si eres un profesional las atenderás y las desarrollarás. Lo único que puede pasar es que luego aparques esa historia en una carpeta bien guardada en otra carpeta, que a su vez estará guardada en otra carpeta y así hasta el infinito. Podrías borrarlo, pero para alguien que escribe por pasión, destruir a uno de sus hijos, aunque le de asco, es superior a sus fuerzas.

Jorge Rios.

Son las 6 de la mañana. Acabo de terminar la novela. Es maravillosa. Jésica me dice lo mismo. Todo el equipo que trabaja en ella está de acuerdo.”

2 pensamientos en “Necesito leer tus libros: Capítulo 8.

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