Necesito leer tus libros: Capítulo 36.

Capítulo 36.- 

Jacinto perdió a su hijo.

Ahora lo echa de menos. Antes no.

Un día su hijo llegó a casa de madrugada. Su madre se levantó de la cama asustada por el estruendo que hizo al entrar.

Miguel tenía veintidós. Jacinto no sabía discernir cuando se torció. No estuvieron atentos. Al menos lo suficiente. Echaban la culpa a las malas compañías. Problemas en casa no había tenido nunca. O eso pensaban su madre y él. Pero empezó a beber, primero. Luego pasó a la hierba. Y luego acabó con heroína. O cocaína, no sabía. No quiso saber. No pudo saber.

Esa mañana, como otras, su madre se levantó al sentir que llegaba. Por si quería cenar algo o desayunar o no se encontraba bien. Ese día no lo podía obviar. Su marido le decía que no era su esclava. Pero era tal el escándalo que había montado…

Lo encontró tirado en la cocina, debajo de toda la pila de platos y de uno de los armarios de la cocina. Lo había tirado y todo había caído encima de él. Su madre intentó ayudarlo. Pero él la rechazó. La empujó. La dio un manotazo con tan mala suerte que le dio en la cara. Cayó al suelo con tan mala suerte, de nuevo, que se cortó. Gritó. Y eso sí, a pesar de la pastilla, despertó a Jacinto.

No estaba muy lúcido todavía cuando llegó a la cocina. Tardó en comprender lo que veían sus ojos. Su hijo sudando a mares, con los ojos enrojecidos, y con un gesto de furia en ellos. Su mujer en el suelo, sangrando, con la cara que empezaba a hincharse. Y el chico que se levantaba y quería pegar a su madre de nuevo, porque todo era culpa de ella. Le había puesto una trampa, decía.

-Dame el dinero. Dame el dinero – repetía.

Luego la cosa se calmó. Pidió perdón, se trató en un centro. Luego otra vez ocurrió, y volvieron al “No lo volveré a hacer”…

Pero siempre volvían al punto de partida. A esa madrugada, a la furia incontenible. Luego perdón, perdón.

Jacinto se plantó. Un día cualquiera. Podía haber sido el anterior, o haber esperado dos más o tres. Fue ese día. Dijo no. No, inapelable, incontestable, rotundo, definitivo.

No, cuando su mujer le dijo que esta vez iba a ser la buena.

No, cuando su hijo pidió perdón por enésima vez.

No.

-No quiero volverte a ver, Miguel.

A Jacinto le rompió algo por dentro decir esas palabras. Su hijo se había convertido en un peligro para el resto de la familia. Nunca se había propuesto de verdad dejarlo. Y su madre

-Ya has oído a tu padre: fuera de aquí. – dijo la madre apoyando a su marido, a la vez resignada y rota.

No volvieron a verse. Las fiestas familiares eran de cuatro. Ninguno lo echaba de menos, al principio. Pero Jacinto, siempre tenía un momento para quedarse abstraído y recordar cuando el joven Miguel era como un apéndice de su padre. Y entonces, a veces mirando por la ventana, a veces con la mirada perdida en la pared, sentía un dolor inmenso a la altura del corazón. Era como si se lo hubieran extirpado el mismo día que su hijo salió por última vez de la casa.

Pere Pujol.

-Pere. – dijo Jorge nada más escuchar que su interlocutor contestaba al teléfono.

-Hombre Jorge. Aquí estoy dándole al ordenador y jurando en hebreo, como tú. Joder, he estado mejorando el relato que te gustó, el de Jacinto. Y creo que…

-Déjalo de momento. – le interrumpió el escritor – Sal de casa.

-Pero estoy inspirado. He escrito a parte de éste, dos relatos muy bonitos.

-Seguro. Luego los leo. Ahora deja todo como está y vete a tu casa. Y no te asomes a la ventana.

-¿He hecho algo mal?

-No, pero cabe la posibilidad de que alguien te confunda conmigo, y te intente hacer daño.

-Pues que vengan, que les daré su merecido. Y de eso se trataba, de que pensaran que estabas en casa.

-Hazme caso, Pere, por favor. Aquello era distinto. Esto no es un juego. Deja todo como está, y sal de casa.

-Vale, vale. Espero que se guarden…

-Por favor, sal. Esto va en serio. No te entretengas, por favor. Ya escribirás otros relatos esta tarde.

-Ya me voy. Me estoy levantando de la silla. – se quejó el vecino. No le gustaba que le atosigaran. Desde que se jubiló, se prometió que nadie le iba a meter prisa ni a levantar la voz. Pero el escritor, por la urgencia y la tensión, lo había hecho. Y con él siempre había sido muy educado.

De repente se escucharon a través del teléfono, como unos impactos sordos y unos cristales que se rompían. Se oyeron unos juramentos provenientes de Pere y un ruido fuerte seguramente producido por el vecino cayendo al suelo.

-Pere – requirió Jorge intentando en vano conservar la calma. – ¡¡La hostia puta!! ¡¡¡¡Eso han sido disparos!!!! ¡¡¡¡Hugo!!!! ¡¡La hostia de mi puta madre!!

Jorge apartó un momento el terminal del oído para coger un poco de resuello. No quería pensar siquiera en la posibilidad de que a su vecino le hubieran herido.

-¡¡Pere!! – gritó fuera de sí.

-Hugo, llama a Juliana. Que no entre. Es la hora en la que suelen almorzar. ¡¡Joder, rápido!! ¡¡Llama de una puta vez!! – apremió a su escolta – ¡¡Pere!! – gritó de nuevo Jorge a través de su teléfono.

-Estoy bien. ¡La hostia puta! Están friendo a tiros. Parece una peli del oeste. Me he tirado al suelo. Casi me rompo la crisma. El espejo está hecho añicos como los cristales de la puerta de la terraza. Joder, joder. Te juro que yo no he hecho nada…

-Arrástrate hacia la salida, Pere – le pidió Jorge en tono pausado. – No levantes la cabeza.

-No soy un chaval, joder. Tengo setenta años. Joder vuelven a disparar.

Jorge volvió a escuchar esos sonidos sordos y el posterior ruido de algo que se rompía hecho añicos. Cada vez estaba más nervioso. Y de nuevo ese sonido. Efectivamente había podido escuchar dos nuevos disparos. Más cristales rotos y otro ruido como si se hubiera caído un mueble. Quizás unas baldas que tenía colgadas de la pared de enfrente a la puerta de la terraza.

-Y me he hecho daño en la rodilla. La siento húmeda, joder, no puedo llegar a ella. ¡La hostia puta! ¡Joder! Me duele la hostia. Todo el suelo está lleno de cristales. Me he debido cortar. ¡¡¡Agggg!!! ¡¡¡Joder!!! ¡¡¡Duele!!! Ser viejo es una mierda. La ostia puta, ese hijo de puta podía dejar de disparar. No me atrevo a levantar la cabeza, joder. Tiene que estar en el edificio de enfrente. Hijo de la gran puta.

-Sal, por Dios. Y no tienes más que sesenta y nueve. No te hagas la víctima – bromeó Jorge para intentar quitarle el miedo a Pere. Él mismo intentaba respirar despacio y profundo para evitar que el ataque de ansiedad que le estaba rondando, se hiciera con su cuerpo – Haz un esfuerzo. Haz palanca con tus brazos, agárrate a las patas de la mesa, a la alfombra… avanza poco a poco.

-Flor y Juan están subiendo. Estaban de guardia. Ya se habían dado cuenta. Van refuerzos. – le anunció Hugo todo excitado. – En dos minutos estará allí media plantilla de la Policía y de la Guardia Civil.

-El edifico en obras de enfrente. Seguro. – afirmó Jorge. – No hay otra posibilidad.

-Ya van para allá más unidades – insistió Hugo. – Media plantilla de la Policía – repitió sin darse cuenta. Él mismo se había puesto nervioso.

-Si me agarro a las patas de la mesa, a lo mejor la tiro y me cae encima. Ya te dije que era muy moderna y que no aguantaría mucho peso. El ordenador…

-Que le den por culo al ordenador, Pere, hostias. Agárrate a lo que puedas y tira hacia fuera, joder. Y esa mesa es más fuerte de lo que aparenta. ¡Sal de ahí, cojones!

-Juliana, no entres en casa de Jorge – Hugo había logrado contactar con la vecina.

-¿Pero que pasa?

-No te acerques.

-Pere está ahí. Llevo el almuerzo. He quedado. – dijo una Juliana resuelta a no faltar a su cita. No entendía nada. – Y además, he oído ruidos. Me parece que el espejo del baño se ha acabado por caer. Ya se lo dije al escritor, que había que asegurarlo. A lo mejor Pere necesita mi ayuda.

-Ahora suben Flor y Juan. Sacarán a Pere.

-¿Sacar a Pere? ¿De qué Juan me hablas? Flor es muy maja, la conozco. ¿Se ha enfadado por algo el escritor? Si es por lo del espejo del baño, ya estaba… se lo avisé… que no piense que Pere el pobre lo ha tirado…

Hugo colgó el teléfono sin contestar a la vecina.

-Vamos yendo al notario – dijo Jorge en tono perentorio.

-¿Pero esto de que va? No acabo de entender que reacciones con esas prisas solo porque te lo haya dicho ese chico. Esto no puede tener relación con …

-Es que me lo ha dicho, pero recuerda que tu jefe, me preguntó por los beneficiarios de mi testamento. ¿No recuerdas?

-Joder. – Hugo no recordaba ese detalle.

-Muy sencillo. Muero yo, hereda Jorgito. Clara y Nadia, no lo olvidemos. Y podrán acceder a todo mi porfolio inédito.

-Y muere Jorgito … y heredan sus padres.

-Da igual. También está Nadia. Esto es delirante. Tampoco tengo tanto dinero.

-Pero al chico le pueden dominar sin matarlo. No necesitan acabar con él. Y sobre todo a la chica.

-El chico se ha rebelado. No quiere traicionar a sus padres, todavía. Pero tampoco quiere traicionarme a mí. Por eso está donde está. Todo ha sido una trampa. Seguido vamos a ver a Rubén, a ver que cuenta. Si no le han matado. O a lo mejor es todo más elaborado y fingen una trampa y el chico finge estar de mi lado para luego, quitarme la pasta una vez muerto.

-Se te ha ido un poco el argumento. No vale para tu próxima novela. Y Rubén, pues poco va a contar. Me dice Carmen Polana que se ha sumido en una depresión de caballo. Que ni habla, ni come ni nada. Ha debido acercarse a charlar con él y se ha encontrado ese panorama.

-Nadie me ha avisado. Dije en el hospital…

-Me da que es algo raro. Lo están investigando. Si te sirve de consuelo, a nosotros tampoco nos han avisado. Creo que Carmen se ha enfadado un poco.

-Pues no, no me sirve de consuelo. Quedé con el personal del hospital en que me llamaban con cualquier novedad. Me van a oír. Es una falta de… respeto, de… todo joder.

Jorge no hacía más que pasarse la mano por el pelo. Parecía que peinarse era su forma preferida de relajarse en ese momento. Ahora se arrepentía de haberse dejado arrastrar por toda esa actividad y no haber parado un rato para acercarse al hospital.

-Esto es exagerado por unos derechos de novelas. Puede ser dinero, pero… ¿Tanto como para todo este follón?

-¿Y si en China han hecho series de tus libros? ¿O han contratado a otro escritor para que escriba una secuela, como hicieron los herederos de ese escritor sueco que murió? Puede ser mucho dinero. Y muchos delitos. Robo, suplantación de identidad, propiedad intelectual. Y yo al menos no tengo ni idea de lo que puede vender un escritor que tenga éxito en China. O en Corea. Puede que hablemos de muchos millones de euros. No subestimes lo que vendes. Y sinceramente, me extraña que no valores el dinero que tienes y tu patrimonio y digas que eso no vale la pena. Y sobre todo que no tengas conciencia de lo que valen los derechos de tu obra. La que has publicado y la que tienes pendiente. Recuerda también que en alguna de tus novelas, alguien ha matado por mil euros. Lo has escrito tú. Y te diría más: han matado hasta por veinte en la vida real. O por una botella de vino peleón. Y tú lo sabes, escritor. Claro que tu patrimonio y los derechos futuros de tu obra vale todo este follón. Y ésto no ha hecho más que empezar.

-Pero aún así. Me parece mucha movida para eso. Si es esa sicaria profesional, cobrará una pasta. Y ya es el segundo intento de matar, que conozcamos.

-Lo raro es que esté fallando. Esa mujer no suele fallar. Si es ella, claro. La del parque lo era. Pero hoy…

-Puede ser suerte. Pere a lo mejor se ha agachado de repente al avisarle nosotros. O le han fallado las rodillas al incorporarse, a veces le pasa. Y en el parque, aparecisteis de repente. No se esperaba que me diera cuenta que me seguía.

-O ha fallado a posta.

-¿Y eso que escenario nos deja?

-Ni idea. No se me ocurre nada. Ponte este chaleco. Si te lo pones debajo de la camisa casi no se nota. Es el último modelo. Seguro y fino.

-Será mejor que lo lleves tú.

-No discutas, póntelo. Yo llevo el mío.

Le hizo caso. Era cierto, apenas se notaba debajo de la camisa. Era como si llevara una camiseta de invierno debajo. El teléfono sonó. Era Cape.

-Que estoy viendo tu casa en las noticias. ¿Estás bien?

-No estoy allí. Ni Carmelo tampoco. En todo caso un vecino, estoy esperando novedades. Me voy al notario a firmar un testamento nuevo.

-¿Vas a quitar a los chicos?

-Sí. No quiero que a Jorgito le pase algo. Está acojonado, ya te contaré. Y vosotros al loro. Mi suegra es mi primera heredera. Luego estáis vosotros. Y si pasa algo, a tu Fundación. Pero al loro por si acaso.

-Luego hablamos. En el pueblo te quedas en casa. Laín y Mártins se quedan en la Hermida 3. Va Paula también. Felipe y Eduardo nuestros vecinos se están ocupando de prepararlo todo. Mártins y Carmelo deben estar lúcidos y van a acabar antes de lo previsto el rodaje.

-Menudos dos.

-Cierto. Y así van a tener libre un día más la semana que viene. Así que sin problemas el viaje. Lo único es que no podré estar con vosotros todo el tiempo.

-¿Y eso?

-Tengo mis propias batallas. Se me ha complicado. Tengo que volver a Amsterdam y desde allí me iré a Sidney.

-Viaje largo de narices. Bueno. Me debes una entonces.

-¿Cómo que te debo una? Tú te sacas esas deudas… que esto no es uno de tus relatos. Tenemos que echar cuentas, capullo.

-Te pones de una forma… si es que … ains.

-No te hagas la víctima.

-Salgo del coche, hemos llegado al notario.

-Espera a que te diga Hugo.

-Hay prisa.

-Oigo disparos. – Cape iba a colgar pero justo entonces los escuchó.

-No es aquí. Los oigo también. Aunque Hugo ha desenfundado la pistola.

-Vamos. – conminó Hugo – Hay que entrar deprisa en la notaría. Los disparos son dos calles arriba. El tipo se ha escapado.

-¿Es casualidad? – preguntó un Jorge cada vez más superado por la situación.

-No. Han pillado a uno que venía hacia aquí a toda leche. Va armado hasta los dientes. Al pararle para identificarlo, ha empezado a disparar. Nos movemos – gritó por el intercomunicador a sus compañeros.

Hugo abrió la puerta del coche y al momento cuatro escoltas rodearon a Jorge. Se movieron deprisa hasta el portal en donde se encontraba la notaría. El secretario de la misma estaba esperando en la puerta.

-Por aquí, la Notaria le espera.

Caminaron por un pasillo. Al pasar por las distintas dependencias a las que daba distribución, vio como en muchas de ellas había hombres y mujeres que parecían policías de paisano y policías uniformados. Seguía creyendo que ese despliegue era excesivo, aunque los disparos que había escuchado en la calle provenientes de un individuo al que habían interceptado camino de la notaría, le hacían creer que a lo mejor, todo eso no era una exageración. No dejaba de incomodarle. Se estaba volviendo loco. Era demasiada gente para proteger a alguien que al fin y al cabo, solo era un escritor.

Llegaron a una habitación con una amplia mesa y varias sillas a su alrededor. Allí también había dos policías, además de Hugo.

Una mujer entró por la misma puerta que había utilizado Jorge.

-Soy Julia Martínez, notaria. Encantado de conocerlo – le tendió el puño que Jorge chocó. – Óliver me ha mandado los datos para su nuevo testamento. Hemos estado hablando de la mejor opción para blindarlo como usted quiere. Creemos que ha quedado perfecto. Ahora mismo en cuanto lo firmemos, lo mandaremos al registro de últimas voluntades. Compruebe los datos suyos y de los beneficiarios. Faltarían los DNI de Daniel Morán y Daniel Gutiérrez. Imagino que son los nombres reales.

-Hugo, teléfono seguro. – Jorge extendió la mano hacia el policía. Éste le acercó su móvil.

-Dani, necesito tu DNI y el de Cape.

Se los dio y la notaria los fue apuntando en el borrador y se lo pasó a uno de sus colaboradores para que emitiera el documento definitivo.

El primer disparo que escucharon que venía del exterior, hizo que todos dieran un salto en las sillas que ocupaban. Había sonado muy cerca, no como la vez anterior. Jorge miró preocupado a Hugo. Esta vez parecían estar al lado de la notaría. Jorge pensó que había sido incluso en la puerta.

-Fuera de las ventanas. – gritó uno de los policías.

Hugo y sus dos compañeros presentes en la sala lo agarraron y lo obligaron a meterse debajo de la mesa, a la vez que indicaban a la notaria que hiciera lo mismo. Jorge volvió a notar como sudaba a mares, como en el parque. No quiso ni pensar en si olería a sudor o no. Le costaba respirar. La notaria tenía la mano en el pecho. Estaba aguantando la respiración. Jorge pensó que estaba rezando. Volvieron a sonar disparos. De varios tipos. Estaba claro que todo estaba ocurriendo en la puerta de la notaría. Alguien les había seguido. O quizás, alguien les informaba de sus movimientos.

Volvieron a escuchar varios disparos. Eran ruidos distintos. Jorge pensó que había un tiroteo. Quiso pensar que la policía estaba intentando controlar al asaltante. Pero era solo un pensamiento. ¿Y si eran más los asaltantes y eran sus propios escoltas que se habían quedado en la puerta los que habían sido abatidos? O Una patrulla de la Ciudadana que hubiera acudido en ayuda. Eso le estaba poniendo histérico. Apartó esa posibilidad de su cabeza. Aunque no pudo evitar que se le erizaran los vellos del cuerpo y que volviera a sudar a mares.

Jorge cada vez estaba más nervioso. Notaba como sus tripas parecían revolverse. Miró a la notaria y comprobó que a ella le pasaba algo parecido, aunque más avanzado. Le llegó un olor inconfundible. La hizo un gesto para que no se preocupara. Ella lo miraba con vergüenza.

Volvieron a escucharse algunos disparos. A Jorge le pareció oír también gritos de varias personas dando el alto. Creyó escuchar también lo de “manos arriba”, “de rodillas”… aunque también pensó que se lo estaba inventando.

-Asaltante abatido – pudieron escuchar todos por el intercomunicador de Hugo, tras unos segundos de un silencio agobiante. – Perímetro seguro.

Jorge se relajó de inmediato. Hasta ese momento se había mantenido de rodillas, pero al escuchar esas palabras, se tiró al suelo de costado. Sin darse cuenta llevaba un rato aguantando la respiración. Respiró profundo unas cuantas veces. La Notaria hizo lo mismo. El asunto no debía haber durado más de cuatro o cinco minutos, pero a Jorge se le hizo eterno. Se incorporaron e instintivamente empezaron todos a colocarse la ropa. Apenas se miraban a la cara. La notaria se disculpó y corrió fuera de la sala. Jorge se sentó en una silla. Su aspecto era de un hombre derrotado. Las piernas le temblaban y estaba empapado de sudor. No quiso olerse los sobacos por si acaso. Quería preguntar a sus escoltas pero… no se atrevía a hacerlo. Hugo miraba por la ventana a la vez que hablaba por su sistema de comunicación y por el teléfono. Los otros escoltas estaban en tensión. Se habían colocado al lado de Jorge. Por la abertura de la puerta comprobó que habían subido un numeroso grupo de policías uniformados. Algunos de ellos se pusieron a interrogar al personal de la notaría.

Una secretaría entró decidida y se dirigió a Jorge.

-Me dice la notaria que si le apetece, le acompaño a los baños privados para que pueda refrescarse.

Jorge suspiró.

-Gracias. Se lo agradecería. De verdad.

La mujer le tendió una botella de agua mineral, que Jorge agradeció con una sonrisa, y le guió hacia unos baños exclusivos para el personal. Sus escoltas le acompañaban casi pegados a él. Y tres uniformados que se unieron a la comitiva. Tres armarios de casi dos metros, que sin duda eran de una Unidad de Intervención. Jorge entró en el servicio. Lo primero que hizo fue meterse en un reservado y sentarse. Sin poder evitarlo, se echó a llorar. Se sentía como un inútil. Ojala tuviera el temperamento de Carmelo. Cada vez que le contaba el momento en que les asaltaron en la Hermida y Carmen le dio una pistola y de repente se convirtió en su compañero, actuando como un policía, le carcomía la envidia. Él no era así.

Otro tema que no alcanzaba a entender era como en la embajada había sido capaz de enfrentarse a esos hombres, sin red, sin escoltas, sin nada, y ahora, parecía un pelele. Un enclenque, como decían los padres de Jorgito a punto de cagarse encima. Sudando a mares. Recitando el título de los capítulos de “La Casa Monforte” para intentar controlar su ataque de ansiedad. No entendía esa dualidad a la hora de enfrentarse a hechos en los que su integridad física estaba en peligro. Si tenía que elegir, claro, prefería comportarse como ese hombre dispuesto a machacar la cabeza del que se pusiera por delante.

Se decidió y se llevó la nariz a los sobacos. Parecía que al menos esta vez, no notaba olor a sudor.

Jorge escuchó un ruido inequívoco de alguien que entraba en los baños.

-Jorge soy Helga ¿Estás bien?

El escritor suspiró. Se le acababa el respiro. Aunque al menos era una persona en la que confiaba y que le había demostrado su afecto y fidelidad en numerosas ocasiones.

-No hay prisa – le dijo la policía. – Solo quiero saber si estás bien o si te puedo ayudar.

-Tranquila, estoy bien. Hasta he evitado cagarme encima. Cosa que hace un rato, me parecía imposible.

-No te preocupes. Si necesitas cambiarte, te subo algo de ropa. Si necesitas un agua o un chocolate, voy a por ello.

-No, de verdad. No hace falta. Ahora salgo. Aunque… si me consigues una camisa que no esté empapada de sudor…

-Dos minutos. Va un compañero. Yo estoy aquí fuera. Si necesitas, me dices. Con confianza. Que no te de apuro. No hay prisa. Tómate el tiempo que necesites, como si es hasta las ocho de la tarde. Aquí estoy para lo que necesites. A tu aire. Quédate ahí el tiempo que precises.

-Gracias Helga. Gracias por todo. El otro día se me olvidó…

-¡Que dices! Solo con la forma en que nos miras a todos, sentimos tu cariño y agradecimiento.

-De todas formas, gracias. – reiteró Jorge.

-De nada. Ya llega mi compañero con una camisa. Mira, es Raúl.

-Salgo.

Jorge abrió la puerta del reservado. Solo estaban Raúl y Helga. A los dos les conocía de sobra. Debían de haberse incorporado en el asalto. No les tocaba estar con él. Los que llevaba ese día, salvo Hugo, era la primera vez que los veía. Raúl le ayudó a quitarse la americana.

-Te he subido otro chaleco. Me imagino… sí, está empapado.

-Que vergüenza.

-Que sepas que yo en mi primera operación me cagué – le dijo Raúl. – Literalmente. Tiré toda la ropa que llevaba.

-Lo mismo puedes hacer con esa camisa. No quiero ni verla de nuevo – le dijo Jorge.

Helga le tendió una toalla. Jorge se secó con fuerza. Ya estaba seco, pero seguía frotándose. Helga le puso la mano sobre la suya. Y le miró sonriendo. Jorge volvió a respirar. Sin darse cuenta había vuelto a aguantar la respiración. Los dos policías le ayudaron a vestirse de nuevo. Jorge se desabrochó los pantalones para meterse la camisa. Helga le peinó con los dedos y le colocó bien el cuello.

-¿No te pones la americana?

-Tírala también.

Raúl rápidamente se quitó la suya y se la tendió.

-Póntela. Es de tu talla. Yo me quedo con la tuya.

-No quiero…

-Por favor – le dijo el policía – es mi sueño, tener algún recuerdo tuyo – dijo poniendo cara de pillo. – Y que tu lleves la mía.

-Eres fan y yo sin enterarme. Seguro que en el coche llevas veinte libros míos para que te los firme. Nunca me has dicho nada.

Raúl fue el que sintió vergüenza ahora.

-Es tímido el hombre – dijo Helga con un gesto de cariño hacia su compañero.

-Hacemos una cosa. Un día que libres, te acercas a casa con ellos y te invito a un café. Y te los firmo mientras charlamos. Además, ahora que pienso, te debo un café, por el que nos preparaste el otro día.

-No quiero molestar… y eso fue una bobada. No me costó nada.

-Dijo el que me ha dejado su ropa para cambiarme. Y el que el otro día se preocupó de que no saliera de casa sin nada en el estómago después de mi brusco despertar.

Jorge se miró al espejo. No le gustaba lo que veía, pero reconocía que no era buen juez de si mismo en ese momento. Al menos la ropa de Raúl le sentaba bien. Y tenía buen gusto eligiéndola. Le gustaba.

-¿Cómo estoy?

-Estupendo – dijeron a coro los dos escoltas.

-Pues volvamos. Acabemos con lo que veníamos a hacer.

Cuando Jorge salió de los baños, se encontró con los tres armarios uniformados que le habían seguido antes. No se habían movido de la puerta. Helga y Raúl caminaban a su lado. Fueron a otra sala distinta, esta interior y sin ventanas. No parecía que nadie quisiera correr el más mínimo riesgo. La notaria le esperaba ya.

-Perdóneme, Sra. Notaria. La hemos invadido y la hemos puesto en peligro, y la hemos hecho sentir incómoda. Y encima ahora la hago esperar.

-No es su culpa, D. Jorge. Me compensa la próxima vez que venga firmándome uno de sus libros.

La mujer ya había recobrado el aplomo. También se había cambiado de ropa. Y se había retocado el maquillaje. Jorge estaba seguro que hasta se había duchado.

-Eso está hecho. Y al resto de su personal.

-Alguno de mis compañeros sé que lo agradecerán. Le leen con pasión.

-Aquí tiene Dña. Julia.

Leyó el documento que le tendía su colaboradora y le pareció ajustado a lo hablado.

-Tenga, échele un vistazo.

La notaria se levantó de la silla y se puso detrás de él. Le puso un documento delante y otro al lado. Parecían dos copias del mismo, pero no lo eran. Jorge se giró para mirarla y darle las gracias en silencio.

-¿Donde firmo?

-Deme antes su DNI, si no le importa.

Sacó su carnet. La Notaria lo comprobó.

-No es la primera persona conocida que viene y resulta que ha dado el nombre con el que es conocido, no su filiación legal. Ya puede firmar al pie.

Una vez que estampó su firma, la Notaria hizo lo propio.

-Ahora le preparamos el original y un par de copias simples. Y lo enviamos por medios digitales al Registro de últimas voluntades. Y con esto ya estaría.

-Óliver se encargará de recogerlo todo. – le dijo Jorge.

Se despidieron de D. Julia, la Notaria. Jorge se hizo alguna foto con alguno de los empleados que se lo pidieron. Con la misma rapidez que invadieron las oficinas, las abandonaron. Aunque la excitación que produjo su visita, tardaría horas en disiparse.

En la calle se encontraron con un escenario en ebullición. La zona estaba cortada, los miembros de las Unidades de Intervención controlaban un gran perímetro alrededor de la notaría. Pudo ver a muchos policías preguntando a los viandantes. Y otros, salían y entraban de los portales. Yeray le saludó con la mano en la distancia. Se lo pensó, y le hizo una seña para que se acercara. Jorge fue, aunque no le apetecía demasiado. Yeray estaba a los pies de lo que parecía ser un cadáver. Pero a ese hombre, en la vida le podría negar nada. Chocaron los puños y luego Yeray chocó su pecho con el del escritor. Éste no se esperaba ese gesto y le salió un poco de aquella forma. Sonrió levantando las cejas a modo de disculpa.

-La próxima vez, prometo hacerlo mejor.

-Te lo recordaré, escritor. Me gustaría que le echaras un vistazo. He pensado que a lo mejor te suena de haberlo visto cerca de ti. ¿Te importa?

Jorge levantó de nuevo las cejas y se pasó la mano por el pelo varias veces. No es que fuera algo que le hiciera muchas gracia, pero era Yeray el que se lo pedía. Así que negó con la cabeza y se dispuso a mirar al fallecido.

-Lo que quieras – dijo al final.

Yeray se agachó y quitó la manta térmica que cubría el cuerpo. Jorge se quedó de nuevo sin respiración. Helga levantó las cejas y miró al escritor.

-Yeray, llama a Carmen. – le dijo Helga.

-Ya sé lo de la embajada. – les dijo sonriendo.

-Pues ya sabes quien es ese. Uno de los cinco.

-A ese le diste bien – dijo Helga a Jorge, sonriendo ligeramente.

Yeray volvió a tapar el cadáver. Jorge se encogió de hombros. Volvió a pasarse la mano por su pelo. Parecía uno de esos jóvenes siempre pendiente de su peinado. No sabía que decir. Había sido una verdadera sorpresa.

-Yo no creo que tenga nada que ver con ese suceso – le aclaró Yeray. – Más bien tiene que ver con tu testamento.

-Ya os o olíais. Javier …

-Era solo una posibilidad. Lo de Jorgito cojea por todos lados. Y cada vez que descubrimos algo, cojea más. Había que buscar alternativas – explicó Yeray. – No todos compartían estas alternativas…

-Seguro que el Quiñones ese no las compartía – soltó Jorge de repente.

Yeray se lo quedó mirando con una sonrisa en los labios. Prefirió callarse pero Jorge supo que había acertado.

-Kevin te espera en tu casa. Cuando acabes con tu ronda de visitas, allí seguirá. Tiene para rato. Espero reunirme con él luego.

-Como disfrutas viéndome sufrir – bromeó Jorge.

Yeray soltó una carcajada que frenó rápidamente. No era una actitud apropiada para estar delante de un cadáver. Jorge le tendió la mano para despedirse. Y esta vez sí, chocaron el pecho como si Jorge hubiera saludado así toda la vida.

-Guay escritor.

-¿Nos vamos? – preguntó Hugo acercándose.

-Va a ser que sí. – respondió Jorge emprendiendo el camino hacia los coches.

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