Necesito leer tus libros: Capítulo 20.

Capítulo 20.-

 

Nunca lo había visto antes. No era de extrañar, era la primera vez que paraba allí a tomar un café y sentarse en la terraza. Era una panadería con cafetería, o una cafetería con panadería. Las dos partes estaban bien montadas. Y el dependiente-camarero, también estaba bien plantado. Era… era tocayo. Fue lo primero que le llamó la atención. Lo ponía la chapa del pecho. Parecía que era un piercing en el pezón. Estaba a la misma altura. Se lo imaginó sin la camisa y el delantal que llevaba como uniforme. Con el imperdible de la chapa pinchado en el pezón. Y por las mangas de la camisa asomaban algunos tatuajes. Como ya le había quitado el uniforme, se imaginó un enorme dragón cuya cola era uno de sus brazos y que la cabeza estaba en el otro brazo y el pecho era las alas y parte del cuello en dónde iba montado el Príncipe de Bel Air. No sabía que pintaba ese Príncipe ahí, pero estaba. Le daban morbo. Los tatuajes. Luego a lo mejor era el nombre de su novia o el de su madre. O un molino de viento, o esas letras chicas que te tienes que fiar del significado que te cuenten. A lo mejor dice “Tu puta madre, maricón” y tú te crees que llevas un pictograma que significa: “Paz y amor en el mundo”.

El hombre le sonrió y le miró fijamente. Quiso pensar que lo hacía con él, porque le había gustado. De repente el dependiente-camarero se había dado cuenta que ese cliente al que servía por primera vez, porque si hubiera venido antes lo hubiera recordado, porque se hubiera arrodillado y le hubiera pedido matrimonio sin más preámbulos, era el hombre con el que quería pasar el resto de su vida. Y le daba igual que no bajara la tapa del váter, o llegara tarde a desayunar, o se quedara por las noches viendo de tirón una serie de Movistar y por la mañana no hubiera hijo madre que lo levantara para que se fuera a trabajar. Pero en realidad era una técnica de ventas. Sí, porque cuando se iba a casa, fue a comprar una barra de pan y acabó con la barra, con una palmera de chocolate, con una trenza de naranja y chocolate y con un bollo de mantequilla.

Y con una sonrisa.

Otra.

Podría haberle dicho de quedar cuando acabara de trabajar. Dar un paseo, y tomar un chocolate o una cerveza sin alcohol, o con limón, o una cerveza negra, lo que él quisiera. Aunque a lo mejor prefería tomar un té con pastas, a las 5 de la tarde, como buen inglés. No era inglés, al menos no tenía acento aunque Leonor Watling tampoco lo tiene.

Y luego tras una charla larga, una tarde-noche llena de momentos mágicos, de conversación fluida y de sonrisas sin par, uno de los dos dice algo de ir a tu casa o a la mía. “No, la tuya”, “bien entonces”. Y fueron a tu casa, y allí, la magia cambió la palabra por los besos y las caricias.

Y esto, como en un buen cuento, acabaría en una boda en los Jardines del Palacio Real, con la presencia en sitio de honor del Presidente de los Estados Unidos, ahora que ya no es Trump.

-Son 5,80, por favor.

El Presidente de USA acababa de diluirse en su mente y lo sustituyó la tarjeta de crédito con la que pagó los pasteles. Y el pan. El café ya lo había pagado antes de sentarse en la terraza.

Jorge Rios.

Cerró el ordenador. Miró hacia la barra y vio al camarero del que acababa de escribir. Indudablemente era mejor la ficción que la realidad. Acababa de verle hacer un gesto de desprecio hacia una de sus compañeras de trabajo. Nunca le habían gustado los chulos y ese chico, cuanto más lo observaba, más se lo parecía.

Podía haber imaginado que era un policía de incógnito. Doble morbo. El delantal que llevaba como uniforme y uno de policía que llevaría debajo.

Pensó en llevarlo a los servicios. Empujarlo dentro de uno de los reservados y cerrar la puerta. Acorralarlo contra una esquina y pegar su boca a la de él.

-Muéstrame la pistola, querido.

Y le arrancó la camisa haciendo saltar los botones. Le desanudó el delantal y lo dejó caer. Y ahí estaba, el uniforme de policía tatuado en su pecho.

Jorge Rios.

Miró hacia la calle. Podía haberse sentado en la terraza, pero se lo habían desaconsejado. Era mejor dentro. Y casi mejor porque de repente se había nublado y amenazaba lluvia.

En la calle la gente corría a resguardarse. Las primeras gotas cayeron casi sin dar tiempo a nada. Cualquier sitio era bueno para buscar refugio. En pocos minutos la lluvia arreció y se convirtió en un verdadero diluvio. Aunque no parecía que fuera a durar mucho. Para algunos viandantes, eso había sido un problema. Jorge vio a varios empapados completamente. Un grupo de seis trajeados de ambos sexos entró en el establecimiento. Parecían niños pequeños riendo nervios y golpeando la ropa en un intento vano de secarla. Jorge se sonrió al verlo. Volvió su atención a la calle. Una pareja de hombres llamó su atención. Se daban un beso. Estaba refugiados bajo una pequeña tejavana. Uno de ellos le resultó conocido. Aguzó la vista. Era Aiden. El que estaba a su lado no era Finn. Sacó el móvil y les sacó una foto. Si fueran dos desconocidos pensaría que eran pareja. Y aunque fueran conocidos, tuvo claro que eran pareja.

Después de sacarles un par de fotos, tiró el móvil sobre la mesa. Estaba enfadado. Una vez más le habían tomado por tonto. Pero decidió dejar ese tema aparcado y volver al tema del día.

Ya pasaban quince minutos de las siete de la tarde. Si eso fuera una de sus citas con sus sobrinos, ya les hubiera llamado. Decidió esperar un poco más. Miraba a su alrededor y no vio nada que le llamara la atención. Ni de posibles agresores ni de policías. Si los había eran totalmente desconocidos para él.

El grupo de trajeados se había sentado en un rincón de la derecha, con un pequeño sofá y dos butacas. Los otros dos se habían sentado en unas sillas que habían acercado de otras mesas.

Su pierna empezó a moverse compulsivamente de arriba a abajo. Era como un terremoto incontrolado que aumentaba de intensidad cada pocos segundos. Puso sus manos sobre sus piernas para pararlas. No lo consiguió.

En los últimos minutos no había conseguido evitar preguntarse que demonios hacía allí. La espera le ponía nervioso. Una espera que no sabía que le iba a traer.

Decidió darse diez minutos más. Si no pasaba nada, se levantaría y no miraría atrás. Se iría de allí a paso ligero, en busca de otro sitio en donde estar tranquilo y ponerse a escribir.

Jorge Rios

Cogió el móvil por enésima vez. No había mensajes. Ni correos. Al menos los que en ese momento podían interesarle. De la editorial le escribían convocándole a una reunión para el día siguiente con Narcís Terragó. Le comunicarían el cambio en su editor. Podían haberle llamado. En circunstancias normales les hubiera devuelto la llamada inmediatamente.

De repente, tomó una decisión: iba a comportarse como le salía. Escribió rápidamente un mensaje contestando al de la cita de Clara.

Llevo 20 minutos esperando. ¿Vas a venir? ¿Ha pasado algo?”

Marcó el número de la editorial.

-Hola, soy Jorge Rios. Me habéis escrito un correo.

Pero la secretaria que le contestó, no supo darle razón de nada.

-¿No está el Sr. Terragó?

-No, salió para asistir a una reunión.

-¿Y el Sr. Nadiel?

-No se encuentra.

Se despidió de la secretaria. Parecía nueva. No sabía nada y no había nadie. Eso era un sin sentido. Su editorial empezaba a parecerse al camarote de los hermanos Marx. “Y también dos huevos duros. Trae tres”.

Estuvo jugueteando con el móvil un rato. No sabía que hacer. Llamó a Daniel “Cape”, el “marido” de Carmelo del Rio.

-Necesito tu consejo – le soltó nada más contestar.

-Te escucho – le respondió sin mostrar enfado por la brusquedad.

Le contó lo que había dicho su “sombra”, como decidió empezar a llamar a Hugo, su escolta. Los sucedidos en la editorial y el correo.

-Llama a Helena Martínez. Es la Secretaria de un bufete muy potente. Una vez traté con Óliver Sanquirián, me pareció serio y efectivo. Solo con él, con ningún otro abogado de ese bufete. De hecho posiblemente le llame dentro de unos días para que se ocupe de unos asuntos. Pero entre sus clientes estaban algunos escritores. Sabrá como tratar con la editorial en esta nueva tesitura. Pero pregunta por él. Si te ofrecen otro abogado, aunque sea del mismo bufete, insisto, rechaza la posibilidad de plano. No dudes por parecer educado.

Llamó nada más colgar.

-Pues es que el Sr. Sanquirián no trabaja aquí.

Jorge pensó que no era posible que todo le saliera al revés.

-Pues en algún sitio trabajará.

-Debo consultarlo. Le llamo en media hora.

Y colgó.

-En media hora. ¿Quién tiene media hora? – murmuró entre dientes enfadado.

Llamó a su “sombra”.

-Mira en el armario de mi despacho, el que está detrás de la silla donde escribo. En la balda de en medio están todos los contratos y correspondencia legal con mi editorial. Escanea todo, por favor. Ya te digo luego lo que hay que hacer.

-¿Ha pasado algo?

-Es por eso que has oído esta mañana en la editorial. De lo otro, no se ha presentado nadie.

-Camarero, pónme otro Moka doble. Y una de esas Muffins de arándanos.

El camarero que le había servido de inspiración se lo acercó a la mesa. Le había puesto su nombre en el vaso de plástico. Cuando le había pedido la primera vez le había dado otro nombre. Le había conocido.

-Tengo una curiosidad. Ese tatuaje que asoma por el puño de la camisa ¿Qué es?

El camarero se subió la manga y le enseñó la cola de un dragón. Y en el otro brazo tenía la cabeza y el cuello. Jorge se sonrió: había acertado.

-¿Y el resto del dragón?

-Lo iba a hacer en el pecho y la espalda. Pero mi novia me lo ha prohibido.

-La entiendo. A mí tampoco me gustaría tanto tatuaje en mi novio.

-No lo ha hecho por eso. Lo hace porque cuesta mucho dinero. Son muchas sesiones.

-Y dolerá.

-Sí.

-Estás mejor así. A mí al menos me gustas más. Te diría incluso que para mi gusto, te has hecho demasiados tatuajes.

-¿Se sacaría un selfie conmigo a pesar de los tatuajes?

El chico puso un gesto de broma que hasta con mascarilla le fue evidente a Jorge.

-Si me dices la novela que más te ha gustado.

Era una prueba que solía hacer para saber si efectivamente los que le pedían una foto eran fan de haberle leído o fan de “es un hombre que sale en la prensa”.

-“Tirso” – respuesta rápida, sin dudar.

-No te lo has pensado.

-El protagonista me encanta. Y lo imagino como Carmelo del Rio, sabe, ese actor…

Jorge se sonrió.

-Lo conozco de vista – dijo guasón.

Se levantó y se puso al lado del camarero.

-¿Le importa que nos quitemos la mascarilla?

Jorge se la quitó del todo y el chico le imitó. Estiró el brazo y puso el teléfono en alto. Se veía en la pantalla su imagen. Sonrieron y sacó la foto.

-Gracias.

Sonó su móvil.

-Soy Helena Martínez.

-Dígame.

-Apunte el teléfono. Le advierto que a lo mejor es reticente a encargarse de…

-Insistiré. Me ha dado referencias Daniel Gutiérrez.

-Ya lo imaginaba.

-¿Y por qué lo imaginaba?

-No nada, perdóneme. Me he hecho la lista.

Supo que era una retirada en toda regla. Pero no quiso insistir. Cuando Cape fuera a cenar a su casa lo hablaría con él. Esa Helena no tenía por qué asociarlo con Cape. No es que le molestara. Le mosqueaba.

-¿Dígame?

No había esperado nada para marcar. No quería que la abulia que le solía invadir en lo que hacía referencia a encarar sus problemas le invadiera y lo dejara en el olvido.

-Buenas tardes. Mi nombre es Jorge Rios. Y me ha hablado de usted Daniel Gutiérrez.

-Si es por un asunto legal, ya no trabajo en el bufete de Otilio…

-Pero usted es abogado.

-Sí, claro.

-Lo quiero como mi abogado.

-Pero no tengo ni despacho.

-Tendrá casa. Un ordenador. Un teléfono. Una mesa. Ya es suficiente.

-La de mis padres en el pueblo. Es lo que tiene la falta de ingresos.

-Mejor, así trabaja más tranquilo. Mañana voy a verlo. Dígame dónde está su casa.

-En Concejo del Prado.

-¿En Concejo del Prado?

-¿Lo conoce?

-De oídas. – dijo de manera evasiva – Mañana voy.

-Busque la farmacia. Cualquiera en el pueblo sabrá decirle. Le espero aquí. Pero no se haga ilusiones. Me han retirado.

-Pues yo le pongo de nuevo a trabajar. Y así solucionamos su falta de ingresos. Pero si quiere un consejo, no se mueva del pueblo. Me han hablado muy bien de ese en concreto.

Y colgó.

Se dio cuenta que no le había dicho una hora. Daba igual. Ya le mandaría un mensaje o lo llamaría cuando saliera. O seguro que en cuanto entrara en el pueblo, él se enteraba.

Clara seguía sin responder. Era lo esperado. Pero era su número. A lo mejor lo habían clonado. O le habían quitado el móvil. Llamó a su madre.

-Rosa.

-Jorge. Has estado con Clara.

-Sí, la fui a ver al cole.

-Gracias.

Le fue a decir que había pensado ir a ver a Jorgito, pero de eso todavía no estaba seguro. Todo se estaba complicando mucho. No se había dado cuenta al quedar con ese abogado por la mañana. Aunque podía llamarle y decirle que iba por la tarde. Además, debía buscar un coche. Él no tenía. Hugo lo llevaría. A lo mejor el policía tenía coche y lo podían usar. O alquilarían uno.

-O pido un taxi – murmuró. – O le digo a Carmelo.

-¿Clara? – preguntó ya en voz alta.

-Está en el ensayo. Irás a la obra, espero. Le hará mucha ilusión.

-Se lo he prometido. ¿Ha cambiado de número de teléfono?

-No ¿Por qué?

-No me contesta.

-Lo tendrá apagado.

-Claro, el ensayo.

No se entretuvo más hablando con Rosa. Estaba inquieto. Se acercaría al colegio a comprobarlo. Esa intuición famosa del comisario Javier Marcos. Ya le habían informado al respecto. Si todo un comisario jefe las tenía en cuenta, no iba a ser él menos.

Se levantó. Pagó el café al camarero del dragón. Y salió a la calle.

Caminó a paso vivo hacia su casa. Se dio cuenta de que lo seguían a una cierta distancia, salvo una chica que iba un par de pasos por detrás. Se giró para enfrentarla.

-Somos su equipo de escolta.

-Se me había olvidado. – se disculpó el escritor. – Mil perdones de verdad.

Volvió a su camino. Había sido muy desagradable con esa chica. Pero no estaba de humor. Ya la pediría perdón, como a todo el equipo.

Aquel hombre que le miraba desde el otro lado del salón de la casa en donde se celebraba la fiesta de esa noche, parecía que le conocía. Gorka no había ido esa noche. Eso le fastidiaba porque se había acostumbrado a no tener que preocuparse de los demás invitados. Era normal que se le acercaran para intentar ligárselo.

-Hola escritor.

-Un joven de unos veintitantos se había puesto a su lado. Le miraba sonriendo, con una copa en la mano.

-¿Te apetece un trago?

El joven le tendía su copa. Jorge, sin dudarlo, se lo cogió y le pegó un largo trago.

-Hacía tiempo que no tomaba Ron-Cola. Antes me gustaba.

-Te preparo uno.

-Me conformo con beberte el tuyo.

-Me llamo Jacob.

-Yo Jorge.

Jacob se acercó y le besó en los labios. Jorge pensó en apartarlo, pero no lo hizo. Ese joven sabía el terreno que pisaba. Y él hacía tanto tiempo que no besaba a nadie de verdad… no se había dado cuenta de lo que lo echaba de menos.

-Me gustaría que me acompañaras a una de las habitaciones.

-Hay gente más guapa en la fiesta.

-Para mí, ninguno tanto como tú.

-Luego no me acordaré de nada.

-Pero me tendrás en tus sueños.

Se quedaron en silencio unos segundos. Se miraban. Jorge dudaba. Le volvió a coger la copa y bebió de ella.

-Me gustas escritor. Y pienso hacer lo imposible para que no te olvides de esta noche.

-A ver si es cierto, Jacob.

Éste le cogió de la mano y tiró de él. De vez en cuando se giraba y lo sonreía. Jorge, para su sorpresa, empezaba a excitarse. No recordaba lo que era sentirse así. Seguramente empezaba a sentir las consecuencias de haber dejado esas “vitaminas”.

De repente, se detuvo. Jacob le miraba sin soltarlo. Jorge lo atrajo hacia sí y esta vez fue él el que lo besó.

-Tu boca sabe a sexo, Jacob.

-Pues ya verás cuando pruebes mi falo. Ese sí que sabe a sexo.

Jacob le sonrió y volvió a tirar de él.

Justo antes de perderse en las escaleras que conducían al piso de las habitaciones, Jorge volvió a mirar a ese hombre que seguía pendiente de él. Intentó acordarse de qué lo conocía, pero no lo consiguió. Solo pensó que en realidad no pegaba en esa fiesta. Era demasiado viejo y demasiado elegante.

Tropezó y casi se cae al suelo. Jacob le miró preocupado.

-Perdona, es que me he perdido en la visión de tu culo y me he olvidado de los escalones.

-Es todo tuyo, escritor.

Jorge Rios

Necesito leer tus libros: Capítulo 19.

Capítulo 19.-

 

Allí en el suelo, tirado en el parque, con el joven policía encima de él, protegiéndolo, obligándolo a mantener la cabeza pegada al suelo. El sueño de su vida. Un hombre joven abrazándolo. Lástima que por encima silbaran unas balas que estaban buscando destinatario. Se imaginaba a los misiles o a los torpedos que buscan sus víctimas estudiando las fuentes de calor de los alrededores. En su caso, en ese momento, lo tendrían fácil. Para alguien con buen humor y que no estuviera en esa situación y tuviera la ligera convicción de que el destinatario era él, podría decir que el calor provenía del rozamiento de dos cuerpos que se desean. En este caso, era mucho decir de esas dos personas. Pero en realidad, había una fuente de calor pero por razones diferentes: estaba aterrorizado. El miedo. El pánico. Nunca había amado la vida con pasión. De hecho, durante grandes períodos de tiempo, deseó morir. Era demasiado cobarde para intentarlo él mismo. Pero pensaba que si por alguna causa la vida le daba un zarpazo, lo asumiría con alegría. Ahora, esa tarde, con un chico agradable a la vista y al tacto manteniendo su cabeza hundida en el polvo, sudaba a mares de la calentura que le había producido el miedo. En un momento en que su protector bajó la presión de su mano, levantó ligeramente la cabeza y la vio irse entre la espesura. Eso sí, tocada por el disparo de su protector silencioso y a parte del sistema. Estaba lejos, pero estaba convencido que le miró durante un segundo. Y esa mirada era una amenaza en toda regla. Venía a decir que la siguiente vez, no fallaría.

Se levantó del suelo como si fuera un zombie. Miraba a todos lados sin ver nada. Durante un momento dudó incluso que todo lo que había pasado no fuera fruto de su imaginación. O que estuviera todavía en la cama, teniendo una pesadilla, como las que hacía años que no tenía. Se sacudió la ropa para quitarse el polvo del suelo. De repente notó el olor a sudor que desprendía su cuerpo. No era posible. Su protector le observó como se llevaba la nariz a la axila y gesticulaba expresando su incredulidad.

-Es normal. Ante situaciones así el cuerpo reacciona de manera excepcional.

Pero para él no era normal. Odiaba el olor a sudor. Ese policía no olía a sudor. Seguía oliendo a colonia fresca. Él en cambio no, se daba vergüenza a sí mismo. Por el olor y por el pánico. Era una sensación a la que no estaba acostumbrado. Era nuevo para él. ¿O no lo era?

Jorge Rios.

Para Jorge, la reunión con el jefe supremo de la policía, el jefe de la Unidad Especial, Javier Marcos, fue una absoluta pérdida de tiempo. Lo único que sacó fue un compromiso para comer un día de la semana siguiente, algo que le era completamente indiferente. Pero por una vez se guardó lo que pensaba al respecto y aceptó el compromiso. El comisario, no obstante, le había caído bien. Tenía el aspecto de un adolescente, pero mirándole a los ojos supo que tenía algunos años más de los que aparentaba y un mundo de sufrimientos vistos y vividos. Vio a un hombre inteligente pero que se dejaba llevar por las intuiciones y las sensaciones inexplicables. Pero sobre todo vio a una buena persona. Sin dobleces. Y vio en todos sus compañeros respeto y también cariño. Carmen era claro que lo adoraba y estaba orgullosa de él.

Que como estaba, que esa mujer era una asesina muy eficaz, que habían tenido suerte de que no hubiera heridos, Yeray y Kevin, bien gracias y Hugo había hecho el trabajo muy bien. Eso sí, será mejor que lo siga a todas partes.

-¿Hasta a mear?

-Hasta a cagar – le dijo contundente, aunque en tono distendido.

-Pues tendrás que ponerme más escoltas, el pobre si no va a acabar muerto de agotamiento. Tengo un horario cuando menos raro.

-Lo vamos a hacer. El día que os juntéis los Danis y tú, vais a tener casi treinta policías en la puerta a dónde vayáis.

-Como tengamos que invitarles a comer, va a ser una ruina.

-Míralo de otro modo: el restaurante se alegrará de vuestra visita.

-Me voy a poner a escribir para poder pagarlo – hizo un amago de abrir el portátil.

Jorge estaba que no sabía como estaba. Por un lado se sentía liberado. No había olvidado el consejo de Roger. No podía hacerlo además, al haberlo visto en el parque, pendiente de que todo saliera bien. Por otro, no le acababa de gustar la idea de ir con un ciento de policías a su alrededor. Estuvo tentado de contarles lo de Roger, pero se lo calló. No quería que se fijaran en él. Sabía que Roger tenía una carrera de delitos kilométrica, aunque nunca lo hubieran detenido. Pero sentía que le debía mucho. Quizás mucho más de lo que pudiera pensar. No podía traicionarlo. Y menos poner en peligro a su hijo. Debía buscar el momento de quedar con ellos y conocerlo.

-Creo que eso no será un problema. Por cierto, tenemos una duda. ¿Tiene testamento?

Javier interrumpió los pensamientos de Jorge.

-Si. Pero antiguo. Los chicos y Nadia eran beneficiarios. Son, vamos. Y si me vuelves a tratar de usted, me levanto y me largo y no me vuelves a ver el pelo.

-O sea que Jorgito y Clara. Y Nadia. – comentó Javier sonriendo por la apreciación del escritor.

-Son mis más cercanos. Juana mi suegra heredó lo de Nando. Le dije, pero no quiso nada. De hecho soy su beneficiario cuando muera. Al menos eso me ha dicho. No tengo más allegados. Carmelo y Cape no lo necesitan. Quiero decir, que pensé que Nadia y los chicos les vendría mejor mi dinero en caso de pasarme algo.

Javier Marcos pareció conforme con la respuesta. No la dio importancia ni hizo hincapié en la cuestión.

El comisario llevó la conversación hacia otro tema. Hablaron de sus novelas, del lanzamiento de la misma.

-¿Y no se va de gira? No sé como va eso. Como se organiza un lanzamiento, la promoción… firmas de libros… ahora todo ese tema será complicado.

Javier estaba expectante a ver como reaccionaba Jorge a que siguiera usando el voseo con él. Y que hubiera relajado la conversación hablando de otros temas.

-Otras veces sí me hubiera ido de gira, pero ahora es más difícil. – Jorge se hizo el loco. Le gustó ese juego de pique con Javier pero no quiso darse por enterado. – No he querido. Cuando esto pase, a lo mejor recorro algunas provincias, Burgos, Bilbao, Oviedo, Coruña, Pontevedra. Girona, Málaga, Murcia, Jaén, Alicante. Iré a Francia y a Alemania, allí vendo mucho. Y a Colombia y Argentina. Tengo muchos amigos allí. Y a Irlanda y Escocia. Dentro de unos días sí que iremos a París, Dublín y Edimburgo. Luego, posiblemente Londres. Veremos Alemania con lo del COVID. Pero entrevistas y poco más. Apenas un par de días en cada ciudad.

-Vende más que aquí – apuntó Hugo. – Las cifras de lo que vende en Alemania son astronómicas.

-Pues ya es vender.

-No me quejo. Esta última está yendo mejor que ninguna.

-Es muy buena – apuntó Carmen Polana que acababa de entrar. – Si no la has leído Javier, ponte con ella.

-Y ese chico Ignacio. ¿Que te parece?

Jorge no tenía una opinión de él. Siempre había parecido muy agradable con su ahijado. Parecían buenos amigos, aunque no muy cercanos. La verdad no supo decirles algún amigo íntimo de su ahijado. Los de clase, se llevaba bien. Pero no iban a casa. Y él no iba a la de ninguno. No se había dado cuenta de ese hecho hasta ese momento. “Definitivamente, Jorge, estás empanado”, pensó para él.

-No lo entiendo. – Jorge se aprestó a poner en voz alta sus pensamientos – No me había dado cuenta hasta ahora. Jorgito es sociable. Pero nunca vi a ningún amigo en su casa ni supe que él fuera a ninguna. Ni fiestas familiares en las que se unieran algunos de clase o del barrio. Ahora que lo pienso, si tuviera que citar a un amigo cercano sería Tomás. Tomás es negro. Y recuerdo a Igor, que es gay. Si es que eso de que fuera homófobo y racista, no me cuadra para nada. Que no.

-¿Vas a ir a visitar a tu ahijado?

-Pensaba ir esta tarde. Pero si quiero llegar a la cita a las siete, no me da tiempo. Mañana a lo mejor… la verdad es que me cuesta decidirme. Tampoco sé muy bien como tengo que hacer para verlo.

-Ya hemos puesto gente en el lugar de encuentro. Así no dan el cante si llegan a la misma hora. De lo de la cárcel, nos dices cuando piensas ir y lo preparamos nosotros.

-Una lástima que se escapara esa mujer – comentó Jorge. – Yo pensaba que era una detective.

-No. Se dio cuenta Yeray al sentarse. La conocía. Era una ex-vecina de Dani en el pueblo. De todas formas hay indicios de que fue herida. Lo que no sabemos es quién disparó. Allí no hay muchas cámaras.

-¡Ah! Maria Luisa o como se llamara.

-Rosa María – apuntó Carmen sonriendo. – Parece que se cuentan los secretos los Danis y usted.

-Somos buenos amigos. De hecho, Carmelo y yo tenemos pocos secretos, por no decir ninguno. Él tiene mis contraseñas del teléfono y yo tengo las suyas. De hace años. “Usted” – dijo marcando el pronombre – también les ha contado lo de Hugo.

-Para que no se sorprendiera al verlo. Se conocen, recuerde.

-Es cierto.

-¿Y desde cuando “se” conocen?¿De la época aquella? – Carmen también quiso jugar a marcar el voseo.

-Yo creo que un poco después. Conocí a Carmelo del Rio… tendría el 17 o 18 años. ¿19? En algún evento. Intentó ligarme, pero Nando andaba por allí. – No fue así exactamente pero tampoco le apetecía contarles la historia. Empezaba a estar cansado de esa reunión. De buena gana se hubiera levantado y se hubiera ido. Y eso que en el fondo, no le caían mal esos policías.

-Creía que su marido era de relaciones abiertas – apuntó Javier Marcos.

-Pero Carmelo del Rio era mucho Carmelo del Rio. Era famoso hasta decir basta. Ahora creo que tiene veintitrés millones de seguidores en redes. Si aquella época le pilla ahora, que todavía no era lo que es, tendría cincuenta millones. Y era un pibón del quince. Lo sigue siendo, pero de otra forma. En aquel entonces todos sus poros emitía feromonas sexuales. Era imposible resistirse. Y eso que en principio no era mi tipo.

-O sea que hubiera caído.

-No lo descarto. Y es que además, es inteligente. Culto. Escucha como pocos. Se acercó a mí y me empezó a hablar de mi última novela. Estuvimos casi hora y media hablando de ella en medio de una fiesta… – iba a decir que era una fiesta en la que la gente se despelotaba para follar, pero se arrepintió a tiempo – … loca. Música alta y bebida. – al final había contado más de lo que pensaba decir, porque “una fiesta loca” todos los de esa sala pensarían en droga también.

-Eso si es una fiesta.

-¿Y no conociste a nuestro Hugo? – preguntó interesado Javier.

-Sí. Me acabo de dar cuenta. Lo conocí. Además me lo presentó Carmelo. Ahora me acuerdo perfectamente.

Hugo apartó la mirada.

-Pero eso lo guardamos para nosotros – apuntó cauteloso Jorge. Su declaración había sido un arranque sin mucho sentido. Sabía que lo tenía que conocer, seguro, si había trabajado con Carmelo tanto tiempo como lo habían hecho. Y sentía que a parte, lo conocía de otra cosa. Pero no lo había recordado.

-Ese dispositivo que te metió el chico ese, Ignacio – entró el inspector Quiñones como una exhalación – es un sistema de seguimiento. No hemos podido localizar la base. Parece que la han desactivado.

-Hablemos de lo que vamos a hacer a las siete en el Starbucks de Arenal. Métete de momento la pastilla de Omeprazol en el bolsillo.

Le dijeron que se presentara como si nada en el sitio. De lo demás era mejor que no supiera, así no delataría a su gente.

-Y con estas, puedes volver a tu vida hasta las siete.

Javier sonrió. Era la primera vez que le tuteaba. Jorge puso cara de “ya era hora Javierito”.

Definitivamente le gustaba ese Javier. Lo que no quitó para que la reunión le hubiera parecido una patochada sin sentido y completamente intrascendente.

Así le despidió el comisario Marcos.

Decidió ir a su casa a ducharse. Estaba muy a disgusto con esa sensación de olor a sudor que no sabía si era real o era su subconsciente. Tiraría la ropa en cuanto se la quitara. No podría volver a ponérsela nunca.

Hugo lo acompañó. Debía seguir con su papel de asistente. Y siguiendo las órdenes del comisario, no se iba a separar de él en ningún momento. Al menos iba a intentarlo.

-Te puedes instalar en el despacho antiguo de Nando. Ya pediré mañana que te traigan un portátil nuevo. El ordenador es muy antiguo. Y lo que necesites. Haz una lista. O mejor, vas tu mismo a comprarlo. Te digo un par de tiendas en donde tengo cuenta abierta. Hay una habitación de invitados, por si quieres descansar.

Ninguno de los dos habló de lo que había pasado en el despacho de Javier Marcos. Y mucho menos de aquellos años en los que se encontraron por primera vez. Aunque los dos lo tenían en mente.

La pistolera los vio acercarse. Sabía que los dos policías no la reconocerían de lejos. Pero si se acercaban mucho, su disfraz no soportaría el escrutinio de unos ojos entrenados. Y los dos la tuvieron bien cerca, hacía no demasiado tiempo, cuando les disparó por sorpresa en aquella casa del pueblo.

Preparó su cuerpo para la acción. Pensó en atacar a Jorge Rios ya, ahora que todavía podía. Pero sus posibilidades de escapar serían nulas. Y estaba ese chico que se había sentado de repente con el escritor. Venía hablando por el teléfono con los auriculares.

Estaba tranquila. Su trabajo la gustaba. Ya rozaba los 50, pero no quería retirarse. No aguantaría una vida apacible, saliendo a correr por la mañana y luego darse un paseo tomando cafés por las terrazas de la ciudad que eligiera para vivir. Quizás Oporto, en la que nunca había trabajado. Había menos posibilidades de encontrarse con un antiguo compañero o con una antigua víctima. Pero su jubilación, debería esperar. Ese trabajo todavía tenía cuerda. Al menos dos años. O más.

Los dos policías se sentaron a su lado. No la habían reconocido. Uno de ellos se giró para pedir su documentación. Fue entonces cuando saltó y sacó su arma. Ellos reaccionaron de inmediato, eran buenos. No quiso matarlos, solo apuntó al torso para que el chaleco hiciera su trabajo. A uno de ellos era la segunda vez que no lo mataba. Pensó para sus adentros que no habría una tercera vez.

Miró al escritor antes de salir corriendo. Y sin pensarlo mucho, disparó cinco tiros. El chico que estaba con él lo empujó al suelo. Podía haberlo matado, pero prefirió meterle miedo. En un segundo se había metido entre los arbustos del parque. Lo tenía bien estudiado así que llegó en un par de minutos a la entrada de metro que estaba en uno de los laterales. Justo en ese momento, aparcaban dos coches de la policía que cerraron la salida del parque. Por cinco segundos, pensó.

-Me han sobrado cuatro, querido – murmuró feliz. Pese que para algunos ya era mayor para ese trabajo, estaba en plena forma. Ya tenía preparada la siguiente vez que dispararía contra Jorge Rios. Y esa vez, sería la definitiva

Jorge Rios”.

Necesito leer tus libros: Capítulo 16.

Capítulo 16.-

 

Cuando Ordoño le pidió que dejara su carrera por él, no lo pensó. Sus amigos y su familia le dijeron que era una locura, que no podía hacer eso. Que eso no se estilaba.

Eso les pasaba a algunas actrices al casarse. Sus maridos las retiraban para que criaran a sus hijos.

-Pero eso es otra época – le comentaban sus conocidos y amigos.

-Tampoco me gusta tanto el trabajo. – justificaba él.

Nadie le creyó. Era un buen actor. Había compartido escena con grandes intérpretes, mayores que él, y con todos se había desenvuelto con acierto y naturalidad. Y con los de su generación se había llevado bien. Con Carmelo del Rio hizo una serie en la que eran hermanos. Consiguieron que la serie estuviera tres temporadas y no hicieron más porque ellos tenían la agenda llena. Su último capítulo fue el más visto de la televisión hasta ese momento.

Ese mismo hombre que lo obligó a retirarse para casarse con él, le abandonó a los pocos meses. Resulta que su amor se basaba precisamente en eso, en que era deseado por muchos hombres y mujeres y eso le daba morbo. Tenerlo solo para él no le motivaba. Ya no lo reconocían por la calle, ya no producía esa envidia. Así que una noche del mes de enero, sin más le dijo:

-Lo nuestro se ha acabado Hugo.

Hugo no reaccionó en las siguientes semanas. Se encerró en casa, apenas comió. Hasta que llegó su madre desde el pueblo a darle dos sopapos por idiota.

-Vuelve al mundo, idiota. Eres listo, eres inteligente, eres guapo. No llores por ese viejo idiota que no supo valorar la suerte que tenía al estar contigo.

Los sopapos de su madre tuvieron su efecto. Aunque no todo fue como ella esperaba. En lugar de volver a su carrera de actor, pidió ingresar en la academia de policía.

-Policía no – dijo ella desesperada.

-Policía sí – contestó él.

-Ya tuve bastante con tu padre.

Y fue policía. Tuvo algo que ver también su amiga Lucía, que murió de una paliza de su marido. Pensaba que podría ayudar a gente como ella. Luego se enteró que Ovidio, su ex, le levantó la mano a Omar, su sustituto. Y eso acabó por decidirlo.

Jorge Rios.”

Rosa volvió a insistir al día siguiente. A media mañana después de diez intentos fallidos, Jorge Rios cogió el teléfono.

-Por favor, Jorge – suplicó una y otra vez.

Parecía angustiada. Le dijo que lo pensaría.

No sabía como enfrentarse a él. A la gente que uno quiere, aunque te hagan un ciento de perrerías, cuesta quitarles la etiqueta de personas a las que hay que perdonarlas todo. Por las que buscas justificaciones inverosímiles para no tenerles en cuenta sus puñetazos en el mentón. Más él, que no prodigaba cariños.

Tenía muchos conocidos, pero casi ningún amigo de verdad. A los únicos que los consideraba así, a parte de Nadia, aunque ahora estaba también un poco mosca con ella, eran Carmelo y Cape. Y Rosa, la madre de Jorge y Clara. Su suegra. Lo chicos, Martín y su hermano Quirce, Jorgito y Clara. Los demás no eran nada. Ninguna persona le provocaba ningún sentimiento de cariño. A veces había pensado que no era capaz de empatizar. Cuando le contaban de alguno alguna desgracia, él ponía su mejor cara compungida y exclamaba:

-¡Ay pobre! – poniendo una mirada pesarosa.

Pero lo hubiera dicho en el mismo tono que emplearía para comentar de un pino de aquella rotonda tan fea o de un pajarito cojo.

Llevaba un mes luchando contra la idea que seguía queriendo a ese chico. Que debía haber una explicación. El intuía que a lo mejor era un poco de celos. Y también que su padre le envenenó contra él, porque ese sí, estaba celoso. Dimas su editor era otro problema. No podría ser su editor si no quería hablar con él. Ahora Jorge tampoco tenía la más mínima intención de recuperar su relación con Dimas. Así que era inviable que fuera su editor en un futuro. Y eso tenía que solucionarlo ya. Tampoco quería enfrentarse a él. Sabía que su posición en la editorial dependía en gran medida del éxito de sus novelas. Llevaba unos años malos. Alguno de sus mejores autores lo habían dejado, cansados de su prepotencia y su mala gestión. Vivió mucho tiempo del prestigio que le daba ser el editor de Jorge Rios. Hacía tiempo que para muchas cosas hablaba con Esther Juárez. Y lo normal es que fuera ella la que tomara el relevo de Dimas. ¿Y si por fin se decidía y se cambiaba de editorial? Ahora sí que no había nada ni nadie que se lo impidiera.

Se debatía esa mañana entre ir a ver a Rubén al hospital o encararse con su ahijado. Llamó al hospital y le dijeron que estaban haciendo pruebas a Rubén. Así que eso lo aplazó. Lo de su ahijado le echaba para atrás. No sabía lo que se iba a encontrar ni como iba a reaccionar cuando lo tuviera frente a él. Tendría que hablar con Carmen, la comisaria. Seria buena idea que prepararan ellos la entrevista. Tampoco sabía como funcionaban esas cosas.

Al final pensó en algo intermedio: iría a ver a Clara, su hermana. Si se apresuraba, llegaba a la salida de clase al mediodía. Se decidió por ese plan. Llamó a un taxi y en veinte minutos estaba frente al colegio. Se plantó en la puerta, como siempre hacía cuando iba a buscarlos. Por un lateral salían los compañeros de Jorgito. Lo miraron y bajaron la vista. Hacía un mes lo hubieran saludado y le hubieran preguntado por el libro nuevo. Solo Ignacio no bajó la mirada y lo saludó decidido.

-Me alegra verlo de nuevo.

-Gracias Ignacio.

Bajó su mochila sin acabar de descolgarla del hombro y sacó un ejemplar de su último libro.

-¿Me lo dedica?

-Vaya, esto no me lo esperaba.

Ignacio se había parado a su lado, pero el resto de compañeros habían seguido andando.

-¿Les he hecho algo? – preguntó mientras sacaba un bolígrafo de la funda de su portátil, que llevaba colgada al hombro.

-No se lo tenga en cuenta. Con lo de Jorge, no saben como comportarse. Ha sido un palo.

-Es un palo sí. Aquí tienes tu dedicatoria.

-Gracias. ¿Cómo está Jorge, por cierto?

-No he ido a verlo. Su madre me dice que no muy bien.

-Es buen tío. Me cae bien. Somos colegas.

-Lo sé. Si le veo, le daré recuerdos tuyos.

-Gracias – dijo mientras levantaba su mochila una vez guardado el libro en ella.

Jorge volvió a apoyarse en la verja. Jugueteaba con las cosas que llevaba en los bolsillos del gabán. De repente le llamó la atención un objeto pequeño, que parecía una pastilla médica. La sacó y efectivamente, lo parecía. Pero no estaba ahí hacía un rato. No era suya, eso desde luego. Levantó la vista y siguió a Ignacio mientras se alejaba. Había alcanzado a sus compañeros e iban todos juntos. Alguno de ellos se giraba de vez en cuando para mirarlo. Pero al ver que él los estaba observando, volvían a mirar hacia delante.

Dejó de observarles mientras acariciaba el objeto en su bolsillo. Miraba ya hacia el otro lado, a la puerta por la que saldría Clara. Miró el reloj, ya era la hora. Empezaron a salir en ese momento. Reconoció a varios compañeros de Clara. Y casi al final, salió la joven. Iba sola, lo que extrañó a Jorge. Siempre solía ir con un grupo nutrido de chicos y chicas, de los que se separaba corriendo al verlo. Ahora también lo vio, pero no corrió. Iba hacia él pero sin cambiar el ritmo de su caminar. Escuchó el aviso del móvil de haber recibido un wasap. Por el tipo de sonido sabía que era de alguien cercano. Lo sacó y miró:

Clara – Tío, quedamos en dónde siempre. A las 19.”

Levantó la mirada. Su sobrina no llevaba el teléfono en la mano.

Volvió a mirar el mensaje antes de guardar el teléfono en el bolsillo.

-Tío – la joven había llegado a su altura y se había abrazado a él. Se echó a llorar desconsolada. Jorge la abrazó fuerte y ella respondió de la misma forma.

-¿Quieres que comamos juntos?

-No puedo. Tengo que ir a casa. Mi padre está tocapelotas. Y mi madre está callada.

-Andamos un poco entonces. ¿Qué haces hoy a las siete? – preguntó como por casualidad.

-Tengo ensayo. Como estrenamos dentro de un par de semanas, la profe nos ha puesto más ensayos. Y es una bobada, porque nos sale de vicio. Verás la obra de teatro que hemos montado. Va a ser genial.

-¿Y qué tal estás?

-Joder, mal. Jorgito en la cárcel. Y por darle una paliza a un colega tuyo. Es alucinante. La poli se ha equivocado, tío. Él no haría eso. Y menos a un amigo tuyo. Si te quiere con locura. Te lo juro, tío, te quiere con locura. Nos peleamos por ello a veces. Le digo que no te acapare tanto, que yo también tengo derecho. Y me sale siempre con lo de que “Yo soy el ahijado, no tú”. Y acabada la discusión.

-Pero sabes que te quiero igual. Eso solo es un título. El cariño se lleva aquí – y le tocó el pecho. – en el corazón. Y él lo dice para picarte, fijo.

Clara se paró.

-Tío, te vas a tener que ir. Papá estará en casa esperando y no quiero que te vea si mira por la ventana.

-Vaya. Está entonces irascible.

-Está inaguantable. No hace más que ponerte a parir. Dice que te va a destruir. Pero no le hagas caso. Eso se lo he oído desde pequeña. Tío, dame un beso.

Se lo dio. Y un abrazo.

-Vete, no se de cuenta tu padre. Otro día me acerco.

-¿Me lo prometes?

-Claro.

La siguió con la mirada. Clara no se dio la vuelta, porque ya estaba a la vista de las ventanas de su casa. Que triste. Dimas quería destruirlo. Siempre lo había buscado. ¿Y como quiere hacerlo? ¿Lo habría intentado antes? Debía preguntarse si era el responsable de toda esa movida. Pero por muy mala persona que fuera, por mucho odio que le profesara, no se creía que hubiera metido en eso a su hijo. A no ser que tuviera algo en contra del chico, a parte del cariño que profesaba a su padrino.

-Pero ¿Un padre normal puede odiar a su hijo hasta el punto de buscarle la ruina? – se preguntó en voz alta.

Y eso, Jorgito adoraba a su padrino. No le haría daño por nada. Sentía que eso era así. Era como lo de la intuición que habló el otro día con la inspectora Polana. Sacó el teléfono y llamó a su nuevo asistente.

-Ya era hora. Pensaba que me había despedido – contestó Hugo con tono de guasa. – Y eso que ayer perdí el culo por llegar a la Uni en cuanto me llamó.

-Perdona, me entretuve esta mañana con Carmelo.

-Vaya, o sea que ya sabe mi secreto. Carmelo seguro que le ha contado.

-Uno de tus secretos. Tendrás muchos más.

-No. Soy muy aburrido.

-Ya. No me creo nada. – pensó en decirle que entonces ficcionaría una vida para él, pero era muy pronto para tomarle el pelo de esa forma. – Te he mandado un guion al correo. Es de Cape y tu ex-compañero. Échale un vistazo. Te he mandado también las adendas de la novela. Son relatos escritos de algunos personajes secundarios para darles forma que luego no salen en la novela. A ver si eres capaz de organizarlo todo y ver como quedaría el guion. Pensé en mandártelo ayer pero no encontraba las Adendas.

-Eso es un trabajo largo.

-Así tienes algo que hacer. Oficialmente eres mi secretario ¿no? Te mandará un correo un hombre que me encontré ayer por la mañana o antes de ayer ya no sé ni en que día vivo, y que no llevaba el libro para dedicárselo. A ver que puedes hacer. Antes de eso, me ha pasado algo y necesito investigación.

Jorge, después de despedirse de Clara, había empezado a andar sin un rumbo definido. Iba entretenido pensando y observando a la gente con la que se cruzaba. Por un momento tuvo la impresión de vislumbrar tras unos setos a Roger. Pero cuando fijó la vista, solo vio a un hombre de mediana edad esperando al autobús.

Mientras hablaba con Hugo, entró en un parque. Se sentó en un banco y le explico detenidamente su entrevista con Clara y el wasap que había recibido. Le dijo el lugar dónde solía encontrarse con los chicos algunas tardes. Era secreto, pero parecía que había dejado de serlo.

-E investiga a Ignacio, un chico compañero de mi ahijado. No recuerdo el apellido. Pero ha metido en mi bolsillo, mientras le firmaba un libro, un pequeño objeto. Es del tamaño de una pastilla de omeprazol, por ejemplo. Y será por eso que desde hace un rato, me sigue una mujer de mediana edad. A lo mejor es una compañera tuya.

Tuvo la tentación de hablarle de Roger al que creía haber visto también, pero decidió mantenerle al margen de momento. Además, no estaba seguro de que fuera él. Y en todo caso, sabía que estaba de su lado.

-Era yo el que debía estar con usted. Dígame dónde está – el tono del policía había tomado un cierto grado de preocupación.

-Tienes razón. Estoy en el parque, cerca de casa, sentado en el banco ese que se ha hecho tan famoso por la boda que se celebró aquí hace unos meses.

-Mientras habla conmigo saque una foto a esa mujer y mándemela.

-La foto está sacada ya. Y te la acabo de enviar.

-Mejor es que no cuelgue por si acaso. Iremos hablando. Ya estoy en el coche.

-Vale. Pues cuéntame algo de ti, Hugo.

-En otro momento. No quiero que escriba tan pronto una novela sobre mí. En cambio puedo contarle que en la editorial ha habido movida. Del director con su editor. Ha habido voces. Creo que le han despedido.

-Vaya. Se me ha adelantado Narcís.

-Así no tiene que pelearse con él. Mejor ¿no?

-No conoces a Dimas. Verás como me busca. Es ahora cuando hay que tenerle miedo.

-Ya he llegado al parque. Siga hablando, yo voy con auriculares. Ya veo a la mujer. Mis compañeros Yeray y Kevin llegan por el otro lado. Se han sentado al lado de ella. Van a proceder a identificarla.

-Lo veo.

Jorge mantenía la calma. Luego pensó que en realidad no había sido consciente del todo de la situación que estaba viviendo. Le parecía todo una película. Como si de repente se metiera dentro de ella y asistiera a la acción como espectador privilegiado y de primera fila. Ahora sí, vio claramente a Roger. Estaba en un pequeño alto, protegido detrás de un pequeño muro que servía normalmente de asiento para cuadrillas de jóvenes. No lo veía, pero Jorge estaba seguro que Roger tenía su rifle de precisión a punto. Estaba atento a la mujer.

Hugo llegó corriendo al banco donde estaba sentado Jorge. Mientras, unos bancos más a la derecha, Yeray y Kevin pedían la documentación a la mujer. Ésta se levantó de un salto e intentó escapar. Cuando se vio acorralada, sacó de la espalda una pistola y disparó a ambos. Dio en los blancos, pero llevaban chalecos, aunque los impactos hicieron que ambos cayeran al suelo inconscientes. De repente, la tiradora se giró hacia el banco dónde estaban Jorge y Hugo. Levantó la pistola y disparó hasta cinco balas seguidas. Hugo se tiró en plancha sobre Jorge. Los dos cayeron al suelo. Hugo giró sobre sí mismo alejándose de Jorge y se incorporó con su arma, apuntando hacia la mujer. Fue a disparar pero ella ya no estaba. Había desaparecido. Aunque estaban llegando refuerzos y el parque prácticamente estaba rodeado, la mujer les dio esquinazo.

Jorge miró hacia donde había visto a Roger hacía unos instantes. Apenas vio como se alejaba. Se dio la vuelta antes de perderse entre el gentío de la calle y cruzaron sus miradas. Roger le hizo una mueca. Parecía estar enfadado con él mismo por no haber abatido a la mujer, o eso creyó interpretar Jorge. Mientras estaba protegido bajo el cuerpo de Hugo se fijó en que la mujer parecía haber recibido un disparo en el hombro. Pero no fue suficiente para tumbarla. Siguió corriendo en su huida.

-Creo que es mejor que nos vayamos de aquí – dijo Hugo ayudando a levantarse a Jorge y mirando a su alrededor.

Los dos caminaron a paso decidido hasta el coche de Hugo. Este iba con la pistola en la mano y mirando atentamente hacia todos los lados. Lo había dejado en la acera, en el borde del parque. Los miembros de una patrulla de seguridad ciudadana de uniforme se acercaron para identificarlos. Hugo enseñó sus credenciales y les pidió que les siguieran en su coche para prevenir posibles ataques.

-Vale, Carmen. Vamos a la Unidad. Nos sigue una patrulla de la ciudadana. – gritó Hugo al teléfono, mas que hablarlo.

-Javier Marcos nos espera en comisaría – le indicó a Jorge nada más colgar.

-Vaya, he subido de nivel.

-Para eso, lo mejor es que te siga una asesina y que abatan a disparos a dos de los ayudantes del comisario. Eso le suele molestar mucho.

Iba a decir una gracieta, pero pensó que no era adecuado. Pensaba que no habían sido heridos de gravedad, pero no estaba seguro. No quería meter la pata si eso no era así. Tampoco quería indicarle que la mujer estaba herida. Eso hubiera supuesto descubrir a Roger.

-A partir de ahora no me separaré de usted.

-No me gustaría que te pasara nada por mi culpa. Ya tengo a un chico en el hospital y a dos compañeros tuyos camino de él.

-Es nuestro trabajo.

Le daba igual que fuera su trabajo. No era una sensación que le gustara. No era alguien importante para tener a tanta gente dedicada a su seguridad. Le incomodaba toda esa situación. Y todavía quedaba esa cita misteriosa a las 19 horas. Quedaban casi 4 horas. Ya estaba agotado. Ahora entendía a Carmelo y a Cape.

Gorka había salido esa noche. Una más. Esta vez la casa de la fiesta estaba en la sierra de Madrid. Piscina climatizada, mucha gente guay. Música alta, muchas bebida y otras cosas. Cuando la furgoneta le dejó en la puerta con otros “invitados”, todavía el ambiente estaba frío. Las ropas seguían sobre casi todos los cuerpos, salvo en los de un grupo de chicos en la piscina que ya estaban en calzoncillos. Bailaban insinuantes en una esquina. Varios tipos los miraban con interés y algo de deseo. Uno de ellos, bien vestido y con un copazo en la mano de un color indeterminado, por la ginebra o por la tónica se acercó a uno de los bailarines. Le tocó en el hombro y este se giró. Le sonrió y empezó a bailar para él. El tipo le agarró del mentón y le besó. El chico no dijo nada, solo siguió bailando y contestó al beso.

Jorge Rios.

Necesito leer tus libros: Capítulo 9.

Capítulo 9.-

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A Jorge le resultaba extraño seguir con el proceso de la publicación del libro sin tener al lado uno de los motivos por los que se inició. No era tanto tener un motivo para publicar sino tener a alguien que le acompañara en el proceso. No, tampoco era eso. Sí, necesitaba un motivo. Carmelo le hubiera acompañado gustoso en ese proceso. No, no… sí, necesitaba un motivo. Que sonara el despertador y él se tuviera que levantar de la cama. El despertador fue Rubén y esa historia de que sus libros le daban la vida. Y resulta que él casi la pierde en el proceso.

Esa madrugada, sobre las 6, empezó a contestar a las dudas que le había ido enviando Jésica mientras repasaba la novela e iba maquetandola. Las características de la edición ya las sabían. Habían seguido en todas sus obras las mismas pautas. Mismo tipo de portada, misma estructura, mismo tipo de papel, márgenes, tamaño de letra.

Las indicaciones de Jésica estaban planteadas más en alguna incongruencia de la historia, algún fallo de racord, como lo llamaban ellos copiando la terminología cinematográfica. En algunas de las cosas que había detectado, se dio cuenta después que eran intencionadas que tenían un por qué. Pero sí hubo unas cuantas que eran pequeños fallos. Los fue repasando y los fueron corrigiendo. Le extrañó que Nadia no se diera cuenta, porque eran en la parte que Jorge no había cambiado. Aunque la verdad, en las últimas correcciones que le había hecho, el resultado no había sido el que él hubiera deseado. Tuvo que recorregir y volvérsela a mandar. Y así varias veces. Estas cosillas se he habían escapado a él también. Debería pensar en buscarse una persona que le ayudara. Una especie de secretario.

Debería buscar un día para hablar seriamente con Nadia. Y estaba el tema de ese comentario de Dimas. No había tenido tiempo de buscar esa entrevista en la que hablaba de Jorge y las novelas que tenía acabadas y aparcadas, en los relatos que también tenía acabados y que no quería publicar, pero lo haría. Y si de verdad había dicho eso, tendría que hablar con Nadia muy seriamente. Era la única que conocía lo que había escrito Jorge. Parte al menos. Esos números coincidían con las obras que había puesto al alcance de su amiga. Y el tema de la tía de Rubén, y su extraño comportamiento en la comida con Dimas…

Que tanto Dimas como Jésica y su gente hubieran pasado la noche preparando la edición era la prueba palpable de que su editor hablaba en serio cuando decía que quería publicar en una semana. Y Jorge empezaba a pensar que eso era posible. Y también pensaba en lo desesperado que debía estar Dimas. “Le han debido ir mal las cosas con el resto de sus autores”. “Jorgito tenía razón y yo no le hice ni caso”.

Esos días tuvo que romper sus costumbres. Hubo algunas reuniones a las que tuvo que asistir. No pudo dedicar al sueño sus horas habituales. En sus noches, volvió a triunfar el reino de los sueños, como en la mayoría de la gente. Dejó sus salidas nocturnas en busca de aire fresco, de luces de neón, de los monstruos de la noche, que aunque algunos pensaban que por la situación especial habían dejado de existir, eso era mentira. Ahí estaban, sorteando a la policía, a los vigilantes del visillo, dispuestos a vivir como siempre, porque no hacerlo supondría para ellos una muerte segura.

Pero no había tiempo, y él sabía mejor que nadie que estar descansado era un requisito esencial para disfrutar de la vida y para poder tomar decisiones. Una primera resolución lleva a muchas otras. Ya no había marcha atrás aunque la razón por la que tomó la primera, ahora había perdido su razón de ser.

Ya era viernes y debía ir a casa de Dimas su editor, a celebrar el cumpleaños de Jorge, su hijo. 18 años ya. No había muchos invitados. Los abuelos, un par de amigos de la familia muy cercanos, una de sus tías, la hermana de Rosa, y Jorge, el padrino.

No cumplían las normas vigentes en ese momento para reuniones privadas. No podían juntarse tantas personas en una casa. Pero nadie les veía. Eso sí, por si acaso, Dimas encargó pruebas para todos. No quería que Jorge Rios corriera ningún riesgo. Era mucho el dinero que se jugaba. Podía suponer, si le salía bien la jugada de esa rentrée, recuperar las pérdidas que había tenido el año anterior. Sus números llevaban ya años sin ser buenos. Y eso que las novelas y las recopilaciones de relatos de Jorge Ríos seguían vendiéndose. Pero esos dos últimos años habían sido nefastos. Veía peligrar su estatus en la editorial. Y lo que era peor, su estatus social.

En su despacho de casa había una caja con los primeros ejemplares de la novela. Ya estaba en la imprenta. Era todo un éxito. No se lo confesaría nunca al autor, pero ese despliegue estaba preparado y diseñado desde hacía siete años. El engranaje funcionó perfectamente.

Ahora Dimas dudaba entre sacar esos ejemplares y enseñárselos a su familia y allegados o dejarlo estar unos días. Con el autor no le quedó más remedio porque se coló en su despacho y lo vio. Le gustó la portada.

-Jésica tenía razón. Era la que mejor le iba.

-Cierto. Iván es un gran diseñador.

-Me gustan mucho sus cómics.

-Se lo diré. Le gustará saberlo.

-Dile que si quiere algún día podríamos colaborar, hacer algo juntos.

-No sería mala idea. Por cierto, te lo voy a pedir una vez más: me gustaría publicar aquellas novelas infantiles que les escribiste a mis hijos cuando eran pequeños.

-No insistas.

No quería publicarlas porque dejarían de ser algo especial para los chicos. Si todos lo podían comprar, ya no tendría gracia.

-Jorge ya tiene dieciocho. No le importará.

Jorge se llamaba Jorge por él. Rosa se empeñó. A Dimas en aquel momento no le hizo gracia. Dimas tardó en que Jorge Rios le cayera bien. Y eso que triunfó nada más llegar, cosa que no solía ocurrir con la mayor parte de los autores. Y si triunfabas, tenías más posibilidades de caerle bien. Era casi siempre una cuestión de réditos. En este caso, hasta cuatro años después de conocerse, de ser el padrino de su hijo y de convertirse en un buen amigo de su mujer, a Dimas no le quedó más remedio que reconocer que: “Pero qué majo es este Jorge Rios”. Eso sí, con la boca pequeña y de cara a la galería.

Quizás también influyó que en aquella época llegó un nuevo jefe a su editorial. Y en una reunión de todos los editores y agentes de la empresa, a Dimas se le ocurrió no ser muy considerado con una de sus estrellas emergentes, Jorge Ríos. Narcís Terragó, el nuevo jefe se lo quedó mirando.

-Tenía algunas sugerencias para hacerte respecto a ese autor – le dijo mirándolo fijamente y en tono muy cortante.

-Es bueno, pero no es para tanto. Veremos su tercera novela. Lleva retraso.

-No hemos pactado con él ningún plazo de entrega, si no me engaña la vista al leer el contrato. Ni ha querido ningún adelanto.

-No quiso. Es cierto.

-Entonces no lleva retraso.

-Le dije que me tenía que entregar un manuscrito hace un mes. Y no lo ha hecho.

-Creo que lo mejor sería que cambiáramos a ese joven autor de editor, ya que parece que tú no consigues conectar con él.

-No creo que quiera cambiar – dijo muy seguro de sí mismo.

-Voy a entrevistarme con él mañana. Se lo plantearé. También le plantearé si son ciertos los rumores de que se ha entrevistado con Ovidio Calatrava.

-¿Ese mafioso?

Algo en el tono del nuevo Jefe, le hizo no estar tan seguro de sus cartas. Él confiaba en Rosa para que se mantuviera fiel a él. Y en que era el padrino de su hijo. Y en Nando su marido. Con él había encontrado el feeling desde el principio que con Jorge no. Ninguna de las dos primeras cosas le gustaban, pero ya que se habían dado, se aprovecharía de ello. El tema era si quería jugársela a esas bazas, que por otro lado no eran muy profesionales. Sentía una antipatía visceral hacia él. No podía soportar su forma de vida. Ni ese aire de falsa modestia. No se creía nada de su pose de “me gusta escribir simplemente”. Le gustaba destacar, ser famoso, que otros autores le buscaran para hablar de libros, de historias. Todo lo que decía antes de publicar era mentira. No lo soportaba. Y no le gustaba tampoco que hubiera conectado tan bien con su mujer y con su hijo, que con apenas tres años ya tenía una devoción por su padrino Jorge que superaba con mucho el aprecio que demostraba por su padre. Pero tampoco podía jugársela a que el Jefe o el mismo Jorge cambiara de editor. Era la mitad de sus resultados. Y subiendo. Llevaba más de año y medio sin novela nueva ni se la esperaba hasta dentro de otro año. Pero sus relatos cortos publicados en El País y en alguna revista especializada, eran la delicia de la gente. Tenía un caché como relatista inigualable. Y si hubiera querido, El Mundo y el ABC le habrían ofrecido doblar su caché. Pero la fidelidad era uno de sus pilares.

Aquellos días fueron convulsos. Dimas intentó que esa reunión con su jefe no se produjera. Pero tuvo lugar. Y sin estar él presente. Y supo que se habían caído muy bien. A ella había asistido Esther, una compañera de Dimas. Con estrategias distintas a las que Dimas marcaba. Estrategias que por casualidad coincidían con las propuestas que le había hecho Jorge un ciento de veces y que él había descartado con altivez.

Tardó una semana en mover ficha. Y lo hizo obligado. Una mañana al llegar a la oficina, se encontró con un mensaje de Narcís Terragó para que fuera a su despacho. Allí lo esperaban Jorge, el citado Narcís y Esther. La reunión duró apenas diez minutos:

-Mira Dimas. En esta carpeta tienes las directrices que a partir de ahora seguirás en la gestión de la obra de Jorge Rios.

Él fue a protestar pero un gesto del Sr. Terragó le hizo desistir. En cambio abrió la carpeta y fue leyendo el informe escrito sin duda por Esther. Se le revolvieron las tripas. Miró a Jorge con todo el odio que pudo transmitir con la mirada. Para su sorpresa, Jorge le mantuvo la mirada sin pestañear.

-Si no te parecen adecuadas, a partir de que esta reunión acabe, Esther se encargará de gestionar su obra.

Los puñales atravesaron el espacio sin encontrar ninguna oposición. Cada mirada, cada gesto de la cara de los contendientes enviaba a su destinatario una daga directa al entrecejo, con la misión de matar. El odio de los contendientes se podía palpar claramente en el ambiente. Al principio no había cuartel, era a vida o muerte. Al poco de la batalla los contendientes entendieron que esa batalla no les haría ni mejores, ni más ricos ni más nada. Deberían aprender a vivir con las cosas del otro que no eran de su agrado. Eso en sí mismo no les haría más felices, posiblemente al contrario, les haría necesitar muchos anti-ácidos para la indigestión. La cuestión era que la guerra total y la rotura de los diques de la corrección y la educación les llevaría a la ruina. Así que por cuestiones prácticas, guardaron los puñales y los cambiaron por claveles multicolores de papel. Falsos, pero no había que cambiarles el agua.

Jorge Rios.

Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para romper la frialdad de su relación con Jorge Rios y cambiarla por una “sincera amistad”. Salió de esa reunión conservando a Jorge Rios entre su cartera de autores. Y con una novela nueva en un pen. Una novela, que según comprobó en el documento, la última corrección estaba hecha antes de la fecha en que se publicó su segunda novela.

-Que cabrón, la tenía escrita desde hacía tres años. Y no me la ha querido dar hasta ahora. Eso quiere decir que tiene a lo mejor otras dos novelas escritas.

Se puso furioso. Se fue de viaje ese fin de semana con Susana, una amiga especial con derecho a roce. Se perdió en una casa rural frente al mar en Cantabria. La furia la fue cambiando por momentos de reflexión. Y llegó a la conclusión de que era cierto, no le había dado la novela, pero tampoco le había dado la patada.

Con el tiempo supo que Jorge estuvo a punto de irse a otra editorial. La reunión con Ovidio Calatrava sí tuvo lugar. Su marido Nando se lo impidió en un primer momento. Y que Narcís Terragó se enteró de ello por una fuente que nunca pudo identificar. Y también se enteró que si él se hubiera emperrado en seguir en sus trece, no solo hubiera perdido a Jorge Rios, sino que hubiera perdido su trabajo. Porque el resto de su cartera de autores no valía nada.

-¿Qué habláis de mí? Me pitan los oídos – Jorgito apareció de repente entre ellos.

-Tu padre que me quiere convencer de publicar los cuentos que os escribí.

-Estaría guay. Siempre que pongas claramente que los escribiste para nosotros. ¡¡Clara!! ¡¡Ven!! que papá va a publicar nuestros cuentos.

-Guay. Así podré presumir.

Jorge el escritor se levantó y fue a la caja que contenían las copias de la novela. Sacó dos y se los tendió.

-Joder, padrino. ¡De puta madre! Tu nueva novela.

La abrió y fue pasando páginas. Y llegó a la dedicatoria.

-¡¡Mira, mira, Clara!!

Clara leyó la dedicatoria y abrió los ojos de la alegría.

-¡¡ Mamá mira!! – y salió disparada de la habitación buscando a su madre. – Mamá mira que regalo me ha hecho Jorge.

-Gracias tío – dijo Jorgito abriendo sus brazos y abrazando a Jorge. – Por nosotros puedes publicar los cuentos. Pero hazlo con aquel pseudónimo que te propuso el tío Nando, cuando empezabas a escribir: Blas Tudor.

-¿Y eso? – le preguntó asombrado de que se acordara de esa historia.

-Para diferenciar las dos facetas. – Jorgito se separó de su padrino y dejó de mirarlo – No hace falta que seas anónimo. La gente puede saberlo. Pero sin que salga tu nombre en la portada.

-Eso quitará ventas – dijo su padre muy serio.

-O las dará – opinó Jorge Rios – porque no inundará el mercado con mi nombre. Eso puede saturar a la gente. Y diferenciará los dos campos. Nadie comprará unos cuentos infantiles pensando que es otra de las novelas de Jorge Rios, llenas de personajes complejos y dolientes.

-Llaman al timbre. Id a abrir, que yo no puedo – gritó Rosa desde la cocina.

Dimas fue hacia la puerta con Jorge detrás comentando lo de los libros infantiles. Abrió la puerta y se encontró frente a los inspectores Ordóñez y Polana. Fue Jorge el que se quedó más sorprendido, porque al fin y al cabo, Dimas no los conocía de nada ni sabía nada de Rubén y su percance.

-Señor Rios nos habían dicho que le podríamos encontrar aquí. Pero en realidad no venimos a verlo a usted, sino a Jorge Nadiel, su ahijado. Aunque nos gustaría que estuviera presente. A lo mejor le interesa lo que vamos a hablar.

La cara de sorpresa de todos no podía llevar a malas interpretaciones. Jorge Rios no sabía de que iba el tema. Y Dimas Nadiel, era como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.

-Tenía razón, Sr. Rios – apuntó el inspector Ordóñez – la vida real a veces es más compleja que la expresada en las mejores novelas. Y de eso sabe usted un montón, porque tiene escritas unas cuantas muy buenas. Mi mujer se las leía todas.

Había quedado con su ahijado en ir a recogerlo a la salida del colegio y llevarlo a merendar. Era algo que hacían casi todas las semanas y muchas de ellas dos veces. Jorgito disfrutaba de la compañía de su padrino. Desde que era un retaco, en cuanto lo veía, corría a su encuentro y le echaba las manos para que le subiera en brazos. Le abrazaba y le besaba profusamente. Su madre sonreía, su padre se daba la vuelta y se metía en su despacho. El niño aprendió pronto que su padrino tenía una imaginación desbordante y era el mejor inventándose cuentos. Y él amaba los cuentos.

Esa relación se mantuvo inalterable hasta los dieciocho. Fueron cambiando las historias que Jorge se inventaba para él, nada más. No cambió ni la atención que le prestaba ni cariño que le demostraba. Y tampoco bajó la intensidad de las muestras de cariño que el niño le profesaba cada vez que se encontraban. Daba igual que estuvieran sus padres delante o que fueran sus compañeros del colegio los espectadores. Igual a los cinco años que a los dieciséis.

Jorge se divertía contándole esas historias. Y por qué no decirlo, sus abrazos y sus besos, pero sobre todo las miradas con las que atendía sus palabras, le daban la vida. Eran las únicas muestras de cariño que aceptaba de buen grado. Y las de Carmelo, pero esas eran de otro tipo.

-¿Y ahora qué? – pensó para sí Jorge, el día del cumpleaños número dieciocho, mientras se montaba en el taxi que le llevaría de vuelta a casa después de que Dimas le echara de la suya.

Jorge Rios.”

Necesito leer tus libros: Capítulo 4.

Capítulo 4.-

Jorge tenía una nueva historia que quería escribir. Dudaba como hacerlo. Dudaba porque a uno de los protagonistas lo conocía.

Todo hubiera sido más fácil si esa mañana de hacía unas semanas, Rubén no se hubiera plantado frente a él y le hubiera obligado a hablar. Aunque estuvo tentado de mandarlo a cagar con cajas destempladas, no lo hizo. Para sus adentros, la razón era la de investigar para su próxima historia. Tener una perspectiva distinta a sus otros personajes. Hasta ese momento, de todas las novelas que había escrito, las publicadas y las que no, sus protagonistas salían de su imaginación. Algunos estaban basados en algunas personas que había conocido fugazmente. Pero solo era una base. El carácter, los gestos, la forma de pensar o de vestir. O el aspecto físico. Aun que en ese último punto, no solía ser muy descriptivo. Prefería que cada lector le diera el aspecto que más le gustara. El resto de cada protagonista lo llenó él a su conveniencia. De hecho nadie se reconoció nunca en sus libros. Ni Nando, que posó para él en algunas ocasiones. Sí, lo llamaba posar. No sacaba su rostro, ni su cuerpo en una fotografía o en un cuadro. Sacaba su alma en un libro. Y a veces también sus facciones. Pero casi nadie acertaba a reconocerse cuando leía una descripción suya. Porque en realidad casi nadie sabe como se ve un rostro aquilino, por ejemplo.

Una vez cuando Nando acabó de corregir una de sus novelas, Jorge que estaba sentado en una butaca leyendo el último libro de Almudena Grandes, le preguntó por el protagonista. “¿Te ha gustado?” “Es que la última lectura que hice me pareció conocido”. “A ver si alguien se va a molestar”.

-Yo no he notado nada. Y además, si es así, que se joda. Pero tranquilo, no he reconocido a nadie en él.

-Que no es físicamente. – le advirtió Jorge.

-Ya lo sé, Jorge. Te conozco. Ya se a que te refieres. Lo hemos hablado muchas veces. Además, tus descripciones físicas de tus protagonistas son muy someras.

Él único que se reconoció fue Cape, un amigo empresario que estaba emparejado con Carmelo del Rio, un actor muy conocido y reconocido. Pero eso lo achacó a que ellos leían sus historias con una atención inusitada. Carmelo era uno de sus mayores fans. En la línea de Rubén, pero corregido y aumentado. Era capaz de recitar de memoria partes de los diálogos de algunas novelas.

Con Nando era distinto. Intercalarlo entre sus personajes era la forma de matar a los fantasmas. Era una forma de terapia. Nando no era perfecto, como Jorge tampoco lo era. Nando lo amaba, eso lo sabía, pero tampoco era fiel al cien. Ni siquiera lo era al diez. Él lo llamaba pareja abierta. Jorge en realidad lo llamaba “soy libre para follar con quién me apetezca, incluso ponerle un pisito con tu dinero, Jorge”. Y eso precisamente era lo que ponía en esos personajes que se basaban en él. Era terapia, como decía Nadia, que ya no era su vecina pero que seguía siendo su amiga. Y seguía leyendo todo lo que escribía. Y que desde que murió Nando se convirtió en su primera correctora.

Había quedado a comer con ella. Hacía tiempo que no lo hacían. “El Puerto del Norte” era el restaurante elegido.

-Voy a publicar. – anunció Jorge después de los entrantes, justo cuando les llevaron los platos principales.

Nadia levantó la cabeza con el tenedor a medio camino de su boca. Casi se le cae el trozo de lubina que se estaba llevando a la boca. Ya se había sorprendido bastante cuando Jorge le había llamado con insistencia para quedar a comer. Le había hecho repetir el lugar y la hora tres veces.

-El Puerto del Norte, dos y media.

Durante un momento Jorge pensó que su amiga se había asustado al oír la noticia. No era la respuesta que esperaba. Podía haber sido alegría, sorpresa, podía haber sido alivio “Por fin te decides amigo”. Lo atribuyó a la sorpresa. “Seguramente pensaba que nunca lo iba a hacer y ahora piense que a lo mejor estoy enfermo y por eso he decidido publicar.”

-Me alegra oírlo. Te abrazaría si no estuviéramos como estamos. Pero espera que lleguemos a casa y te como a besos. ¿Cual?

-Creo que la primera. “La vida que olvidé”.

Nadia masticaba despacio el pescado. Jorge la conocía lo suficiente como para saber que estaba pensando la forma de decirle que no estaba de acuerdo. No le miraba a los ojos, ni siquiera levantaba la vista de la mesa. Ella siempre gusta de fijarse en la gente, por darle ideas a Jorge respecto a personajes. “Ese parece que acaba de acabar un tratamiento de quimio”, ó “Mira esa, por lo menos es marquesa, aunque su traje sea de hace tres temporadas”. Todo eso no había ocurrido desde que se habían encontrado ese mediodía.

-¿Y si publicas mejor “La casa Monforte”? Es más alegre. La gente ahora necesita un poco de buena onda. – propuso en tono pausado, como si tuviera miedo de la reacción del escritor.

-Sabes, le daré a Dimas las dos. Que elija él.

Él prefería seguir el orden en las que las escribió, aunque reconocía que ella tenía un punto de razón. A él también se le había pasado esa idea por la cabeza.

-Si de repente le das dos novelas, a lo mejor le da un ataque. Después de siete años. Dale solo “La Casa Monforte”.

-Podría ser peor, podría darle las doce.

¿Doce? – preguntó sorprendida Nadia. – Son ocho.

-Ya, es que cuento las que tengo empezadas. – reculó Jorge. Se había dejado llevar por la euforia. Nadia solo sabía de ocho.

-Pero si apenas llevas veinte páginas.

-Ya, ya, es cierto. Es para darme importancia.

Jorge sonrió mirando a Nadia fijamente. Ella jugueteaba con el pescado sin prestarle demasiada atención. Tuvo la sensación de que su amiga no se había alegrado con la noticia. Al revés, parecía que le contrariaba. Estaba imbuida en sus pensamientos. Incluso le pareció en algún momento que estaba preocupada.

-Y los cuarenta y nueve relatos. – su amiga parecía haber vuelto a la mesa de repente – Por cierto, leí que estaban preparando una edición especial de los relatos.

-Me dijo algo Dimas, pero no le hice caso. Eso nunca pasará, al menos en la forma que él lo plantea. Esos relatos ya están en un recopilatorio. Se puede comprar todavía y se puede reimprimir.

-A lo mejor se refería a los relatos nuevos – sugirió suavemente Nadia.

-Tengo otros planes para esos relatos.

-¡Ah! ¿Y cual es ese plan? – preguntó Nadia con cautela.

-Ya te lo contaré cuando me decida. Tengo que hablar con mi hermano.

-Llámale ahora mismo y queda con él. Sí, llama a Dimas.

A Nadia se le escapó un suspiro.

-Tienes miedo que cambie de opinión. – A Jorge le empezaba a divertir el aparente mal rato que parecía estar pasando Nadia.

-Tengo miedo de que la razón por la que lo haces se evapore. Maldita la hora que te pedí ayuda.

-No he hecho nada.

Jorge había vuelto a ponerse serio.

-Si lo has hecho. Rubén parece que está mejor. Eso me dice su tía.

-No lo está. En todo caso es pasajero. El problema sigue. Te dije que no iba a intervenir activamente. Solo iba a observar. Y al presentarse en la cafetería dónde voy a escribir, he añadido al plan original, el hablar y pasar tiempo con él. Eso no estaba en lo que hablamos. Muy amiga debe ser tuya esa tía de Rubén.

-En realidad no lo es. Es una conocida de pilates. Me habló tan bien de tus novelas, de la obsesión que tenía su sobrino con ellas, que no pude por menos que ofrecer tus servicios. Como sé que sales a investigar a la fauna nocturna, como tú la llamas… pensé que te daría igual ir a un sitio que a otro.

Jorge se sintió un poco engañado. No se esperaba eso de Nadia. Si se lo hubiera contado así, no hubiera aceptado hacerle el favor. Nadia evitaba mirar a Jorge. Éste no hacía más que buscar sus ojos para ver lo que realmente pensaba, pero… no lo conseguía. Parecía que la lubina era la cosa más importante del mundo, o que se iba a volver al mar si no la vigilaba permanentemente. Y con las vueltas que le había dado, más parecía un puré de lubina. Desde que le había soltado la noticia, prácticamente no había comido nada más. Y lo de Rubén no había ayudado.

-Pero al menos ha vuelto a trabajar – siguió hablando Nadia, ajena a la decepción de su amigo. – Cumple con los encargos. Y no va de borrachera en borrachera.

Jorge se retiró un poco de la mesa. Dejó la servilleta sobre ella y puso sus manos detrás de la cabeza, como si estuviera recostado en su sillón de casa preferido. Todo lo que le decía Nadia le sonaba a chino. No sabía si cumplía con los encargos de su trabajo free lance, pero seguía yendo muchas noches a beber hasta perder el sentido.

Y Nadia seguía sin mirarle. Le estaba mintiendo. Pero ¿En que?

-No hagas eso, parece que estás en el salón de tu casa. La gente te mira.

-Soy un escritor, me permiten ciertas excentricidades. Es de lo poco bueno que tiene la fama.

Pero Jorge cambió su postura y puso las manos sobre su regazo y la miró sonriente. Decidió cambiar de estrategia con su amiga.

-Llámalo. Venga. – insistió Nadia, que seguía sin mirarlo directamente.

Jorge cogió el teléfono y marcó el número de Dimas.

-Iba a mandar a la policía a tu casa, no fuera a ser que hubieras muerto – contestó su editor sin siquiera saludar. Estaba enfadado con Jorge. Cuando le llamaba solo era para quejarse de algo.

-Estoy comiendo en el “La Puerta del Norte” con Nadia. ¿Te acuerdas de ella? A lo mejor tienes un rato para encontrarnos.

-Dame diez minutos y estoy ahí. Así saludo a Nadia que hace tiempo que no la veo. El café y la copa la pagas tú.

-Tú eres mi editor. Así que pagas tú los cafés y la comida. Que no se diga. No te quiero hacer de menos. Te he salido barato estos últimos años.

-En fin. Me callo. Voy.

Jorge se quedó en silencio un rato. Seguía pensando en Rubén. Y en el extraño comportamiento de Nadia. Era la primera vez que actuaba de esa forma. No era propio que presumiera de su influencia sobre él. Y se había acordado de ese comentario de Rubén respecto a lo que había dicho su editor en una entrevista sobre las novelas que tenía escritas pendientes de publicar. Ese dato solo lo debía conocer Nadia. Los números no eran reales, pero eso era porque Jorge no había puesto al alcance de Nadia toda su obra acabada. Ni relatos ni novelas. Pero esas cifras se correspondían con lo que Nadia sabía.

-No quería conocerlo – Nadia pareció despistada, no sabía a qué se refería Jorge. – Rubén digo. Pero se puso tan pesado, esa mirada suya tan insistente. Tan vacía. Que no le pude mandar a freír espárragos. – Nadia empezaba a mostrarse tensa.

-¿Pero sabe…?

-No, por Dios. Ni falta que hace. Pierde completamente el sentido cuando sale. No sabe ni como llega a casa.

-Ese chico te gusta, Jorge.

-No es gustarme. No al menos en ese sentido. Y mira que es guapo, y tiene un cuerpo estupendo, y eso que ahora, como no come, está demasiado delgado. Se le marcan todos los huesos. Parece un hombre de estos de los documentales sobre África y la hambruna. Me duele como está. Es una pérdida de talento, de juventud. No sé como sus padres son …

-Sus padres mejor no mentarlos. Eva ha cortado toda relación con su hermana. Dice que se ha creído una diosa o algo así. No sabe como acercarse a su sobrino. Por suerte es fan tuyo.

-¿Se llama Eva? Creía haberte entendido que se llama Pilar.

-¿Eh? No… se llama Eva.

-Y por suerte se ha encontrado contigo en pilates – Nadia cada vez parecía más nerviosa. Ya no podía juguetear con la lubina porque no quedaba ni rastro de ella en el plato. Ahora jugueteaba con la servilleta y miraba a la puerta esperando a Dimas.

-El éxito a veces tiene ese efecto en las personas. – comentó Nadia distraída.

-Y lo de acercarse a su sobrino, que haga como hizo él conmigo: presentarse enfrente y obligarle a hablar. O a escuchar. Es fácil. Son familia. Por cierto ¿A qué te referías con eso de que “El éxito a veces tiene ese efecto en las personas”. ¿Qué efecto?

Nadia sonrió incorporándose ligeramente. Jorge supo que Dimas, su editor, acababa de entrar en el restaurante.

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“Hosanna al señor, el salvador ha llegado. Hosanna al señor”.

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-He bajado corriendo, no cambiaras de opinión y te largaras.

Dimas estaba frente a él sonriendo. Dimas podría estar enfadado con él por no querer publicar nada de lo que tenía escrito. Podía querer darle un par de patadas en el trasero por no salir del hoyo después de la muerte de Nando. Pero todo se le pasaba al verlo bien. Necesitaba a ese hombre. Y lo echaba de menos. Era lo que decía a todo el que se parara a escucharle. A Jorge a veces le parecía que lo único que echaba de menos de él era el dinero que el representaba en su cuenta corriente.

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Cuando apareció su editor, supo lo mal que andaban las cosas. A veces quedaba con Jorgito, su ahijado, el hijo mayor de Dimas. Y este le contaba que las cosas en casa no iban bien. “Los autores de papá no venden y como tú no quieres publicar…” El escritor no hizo mucho caso de las apreciaciones de su ahijado. Siempre cambiaba de tema. No quería hablar de publicar, ni tampoco hablaba de sus libros, de lo que escribía en cada momento. Siempre le había parecido que Dimas sobreactuaba con él. No le tenía tanto cariño, ni era parte de su familia, aunque él y su mujer Rosa, no dejaban de decirlo a quien quisiera escucharles. Pero le necesitaba. Sus ventas le daban una gran parte de sus beneficios.

Jorge Rios.

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-Pareces regodearte en ello, Jorge. Nando no era un santo, lo sabes. Pero te amaba. Y no querría verte así – le decía para provocar su reacción.

Pero cada vez que le echaba la bronca o buscaba provocarlo para que reaccionara, Jorge se alejaba durante una temporada. La última había durado casi un año.

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No solo hay monstruos en la noche. También los hay que sale a la luz del día. Son más peligrosos, porque al poder verlos todo el mundo, deben camuflarse. Aparentan ser personas ordenadas que trabajan con ahínco, mantienen una familia, quieren a su pareja y a sus hijos. Y a sus amigos. Pero son peligrosos porque se mueven por un interés material o de poder. Pueden abrazarte con fuerza, haciéndote sentir que son importantes para ti en un aspecto espiritual. Te pueden susurrar al oído lo que te han echado de menos esa temporada que te has apartado de su influencia. Y jurar y perjurar que todo en su vida se mueve por darte gusto. Pero no te distraigas querido corderito, que siempre tienen un cuchillo listo para segar tu yugular. Dales un motivo y yacerás en un charco de sangre en cualquier callejón sucio y maloliente en algún apartado barrio de la ciudad.

Jorge Rios.

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Jorge se levantó y le sonrió. Se abrazó a él y se mantuvo así unos instantes. Dimas no hizo nada por romper ese momento, al revés, apretó un poco más si cabe su abrazo. Le daba igual que el resto de comensales los miraran con reprobación, por lo de la distancia social tan obligatoria en esos tiempos de covid.

-Aprovecho a decirte que Rosa quiere que vayas al cumpleaños de Jorgito en casa.

-Es cierto, es la semana que viene. No sé que regalarle.

-Regálale un libro. Se lo dedicas. Tú próximo libro. Lo celebramos este viernes en familia. Por la noche. Tendrás que quedarte a dormir en casa, por el toque de queda.

-”A mi ahijado”. Queda bien. Que sepas que lo llamo y hablo mucho con él.

-Cosa que conmigo no haces. Y también quedas con ellos a mis espaldas. Al menos se por mis hijos que no te ha atacado un lobo del Zoo. Que ese ogro que dicen en los mentideros literarios que anda por la ciudad, tiene buen corazón, y está bien de salud. Y que no le falta dinero para invitar a su ahijado a una hamburguesa o le compra unas Adidas último modelo.

-A lo mejor mira, ya que lo dices, en este pen hay dos novelas. Elige cual quieres que dedique a tus hijos.

Dimas se sentó rápidamente. Su cabeza le dio un amago de vértigo. Aunque a Jorge le pareció que era todo un poco exagerado. Y no entendió una mirada de refilón hacia Nadia. Tampoco entendió que apenas se hubieran saludado, si según sus noticias, llevaban mucho tiempo sin verse.

-No me lo puedo creer. ¡¡Dos novelas!! ¡¡Tienes dos novelas acabadas!!

Miró a Nadia, ahora de frente, para comprobar que no estaba soñando. Ésta asintió con la cabeza sonriendo. Jorge percibió también como Nadia se encogía de hombros ligeramente.

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A veces los mejores actores no trabajan sobre los escenarios. Pasean a nuestro lado por la calle, se sientan con nosotros en la misma mesa de un restaurante”.

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-Perdona Nadia – se incorporó para darle un beso. – Este hombre me ha dado un par de puñetazos en el mentón y me ha dejado noqueado.

-En tus manos está decidir, repito, la que vamos a publicar, y se la dedicaré a Jorge y a Clara. – insistió Jorge.

-Era una coña lo de la dedicatoria. No fastidies. Me niego.

-Yo no bromeo. Los quiero. Y es un buen regalo, algo cercano. Nadie les puede hacer un regalo así a parte de mí. Pero además le llevaré algo al cumple.

-¿Sabes Nadia que mis hijos, con Jorge, es con el único adulto que mantienen una conversación normal?

-Me lo creo. Lo he visto, recuerda.

-Pero lo has visto cuando tenían once o doce años. Ahora con diecisiete es igual. Yo soy incapaz de cruzar dos palabras con ninguno de ellos. Y su madre, lo mismo. Pero no nos despistemos – cambió de tema Dimas que pensaba que su escritor favorito se le escapaba de nuevo.

Jorge levantó de nuevo el pen.

-Están casi para meterlas en el programa ese de Jésica con el que sale el libro listo. Lo ha preparado Nadia.

-O sea que tú has leído. Dos novelas. ¿Y cual…?

-Yo voto por “La Casa Monforte”. Es muy Jorge Rios. Y es optimista. La gente necesita eso, optimismo.

-Yo voto por “La vida que olvidé”, por seguir la cronología de cuándo fueron escritas – valoró Jorge, más que nada por ver sudar a su editor. Las razones de Nadia para publicar la otra antes, cada vez le convencían más.

A Dimas se le hacía la boca agua. Casi le daba miedo coger el pen. ¿Y si lo perdía después de una espera tan larga? Era una tontería, el pen era una copia. Conociendo a Jorge tendría copia de la novela en varios sitios e incluso impresa en papel. Desde aquel incidente en un taxi en el que le robaron a punta de pistola el ordenador con una novela casi acabada y de la que no tenía copia.

-Podemos publicar una ahora, y la otra dentro de unos meses. Si son tan distintas como aparentan, no se matarán entre ellas.

-¿Ahora? ¿Y la programación de la editorial? Yo pensaba que la meterías para Navidad, o como mucho para la vuelta del verano.

-No lees nuestra programación. Siempre hay un hueco para una novela tuya. En este mes hay un hueco para ti. Guardado desde hace siete años.

-¿En febrero? ¿Vas a lanzar una novela en una semana?

-Ya lo hice con tu primera novela. Entonces tuve que convencer a los libreros para que la leyeran y la recomendaran. Ahora eso no es necesario. Solo tengo que decir que dentro de diez días tendrán una novela tuya. Es mandar un correo y habrá treinta mil reservas en una hora. Cien mil al llegar al viernes.

-¿Diez días? – ahora era Jorge al que le entraban vértigos. – ¿Cien mil reservas? Estás borracho. ¿Dónde llevas la petaca con el whisky?

-Tranquilo. Solo haremos una presentación. En el Teatro María Cristina. Busca a alguien que la haya leído y que hable sobre ella.

-Solo lo han hecho dos personas – Jorge miró a Nadia. No sabía por qué no había incluido en esa lista a Carmelo y a Cape. Tampoco había incluido a Jorgito. Pero eso era su secreto. Si Dimas se llegara a enterar que Jorgito tenía acceso a todos los archivos de Jorge, cuando menos le daba un síncope.

-Rubén me parece el adecuado – propuso ésta.

-¿Rubén? – preguntó Dimas desorientado.- ¿Quién es Rubén?

-Es una historia larga de contar. Básicamente es un joven fan que se ha acercado a mí hace unas semanas. Aunque yo ahora mismo me decanto por Nadia.

-Aunque siempre la puedes leer esta tarde y la puedes presentar tú mismo – propuso ésta, a quien no le apetecía ponerse delante de decenas de periodistas. Le parecía además una idea absurda y no hacía el menor esfuerzo por disimularlo.

-¿Yo? – a Dimas parecía haberle dado un ataque de pánico. – Ni en sueños.

Se quedaron en silencio. Jorge sacó su teléfono y tras acariciarlo un rato, mandó un wasap a Rubén.

Tenemos que hablar. Mañana a las 7 en el Cortejo”.