Capítulo 20.-
“Nunca lo había visto antes. No era de extrañar, era la primera vez que paraba allí a tomar un café y sentarse en la terraza. Era una panadería con cafetería, o una cafetería con panadería. Las dos partes estaban bien montadas. Y el dependiente-camarero, también estaba bien plantado. Era… era tocayo. Fue lo primero que le llamó la atención. Lo ponía la chapa del pecho. Parecía que era un piercing en el pezón. Estaba a la misma altura. Se lo imaginó sin la camisa y el delantal que llevaba como uniforme. Con el imperdible de la chapa pinchado en el pezón. Y por las mangas de la camisa asomaban algunos tatuajes. Como ya le había quitado el uniforme, se imaginó un enorme dragón cuya cola era uno de sus brazos y que la cabeza estaba en el otro brazo y el pecho era las alas y parte del cuello en dónde iba montado el Príncipe de Bel Air. No sabía que pintaba ese Príncipe ahí, pero estaba. Le daban morbo. Los tatuajes. Luego a lo mejor era el nombre de su novia o el de su madre. O un molino de viento, o esas letras chicas que te tienes que fiar del significado que te cuenten. A lo mejor dice “Tu puta madre, maricón” y tú te crees que llevas un pictograma que significa: “Paz y amor en el mundo”.
El hombre le sonrió y le miró fijamente. Quiso pensar que lo hacía con él, porque le había gustado. De repente el dependiente-camarero se había dado cuenta que ese cliente al que servía por primera vez, porque si hubiera venido antes lo hubiera recordado, porque se hubiera arrodillado y le hubiera pedido matrimonio sin más preámbulos, era el hombre con el que quería pasar el resto de su vida. Y le daba igual que no bajara la tapa del váter, o llegara tarde a desayunar, o se quedara por las noches viendo de tirón una serie de Movistar y por la mañana no hubiera hijo madre que lo levantara para que se fuera a trabajar. Pero en realidad era una técnica de ventas. Sí, porque cuando se iba a casa, fue a comprar una barra de pan y acabó con la barra, con una palmera de chocolate, con una trenza de naranja y chocolate y con un bollo de mantequilla.
Y con una sonrisa.
Otra.
Podría haberle dicho de quedar cuando acabara de trabajar. Dar un paseo, y tomar un chocolate o una cerveza sin alcohol, o con limón, o una cerveza negra, lo que él quisiera. Aunque a lo mejor prefería tomar un té con pastas, a las 5 de la tarde, como buen inglés. No era inglés, al menos no tenía acento aunque Leonor Watling tampoco lo tiene.
Y luego tras una charla larga, una tarde-noche llena de momentos mágicos, de conversación fluida y de sonrisas sin par, uno de los dos dice algo de ir a tu casa o a la mía. “No, la tuya”, “bien entonces”. Y fueron a tu casa, y allí, la magia cambió la palabra por los besos y las caricias.
Y esto, como en un buen cuento, acabaría en una boda en los Jardines del Palacio Real, con la presencia en sitio de honor del Presidente de los Estados Unidos, ahora que ya no es Trump.
-Son 5,80, por favor.
El Presidente de USA acababa de diluirse en su mente y lo sustituyó la tarjeta de crédito con la que pagó los pasteles. Y el pan. El café ya lo había pagado antes de sentarse en la terraza.
Jorge Rios.”
Cerró el ordenador. Miró hacia la barra y vio al camarero del que acababa de escribir. Indudablemente era mejor la ficción que la realidad. Acababa de verle hacer un gesto de desprecio hacia una de sus compañeras de trabajo. Nunca le habían gustado los chulos y ese chico, cuanto más lo observaba, más se lo parecía.
Podía haber imaginado que era un policía de incógnito. Doble morbo. El delantal que llevaba como uniforme y uno de policía que llevaría debajo.
“Pensó en llevarlo a los servicios. Empujarlo dentro de uno de los reservados y cerrar la puerta. Acorralarlo contra una esquina y pegar su boca a la de él.
-Muéstrame la pistola, querido.
Y le arrancó la camisa haciendo saltar los botones. Le desanudó el delantal y lo dejó caer. Y ahí estaba, el uniforme de policía tatuado en su pecho.
Jorge Rios.”
Miró hacia la calle. Podía haberse sentado en la terraza, pero se lo habían desaconsejado. Era mejor dentro. Y casi mejor porque de repente se había nublado y amenazaba lluvia.
En la calle la gente corría a resguardarse. Las primeras gotas cayeron casi sin dar tiempo a nada. Cualquier sitio era bueno para buscar refugio. En pocos minutos la lluvia arreció y se convirtió en un verdadero diluvio. Aunque no parecía que fuera a durar mucho. Para algunos viandantes, eso había sido un problema. Jorge vio a varios empapados completamente. Un grupo de seis trajeados de ambos sexos entró en el establecimiento. Parecían niños pequeños riendo nervios y golpeando la ropa en un intento vano de secarla. Jorge se sonrió al verlo. Volvió su atención a la calle. Una pareja de hombres llamó su atención. Se daban un beso. Estaba refugiados bajo una pequeña tejavana. Uno de ellos le resultó conocido. Aguzó la vista. Era Aiden. El que estaba a su lado no era Finn. Sacó el móvil y les sacó una foto. Si fueran dos desconocidos pensaría que eran pareja. Y aunque fueran conocidos, tuvo claro que eran pareja.
Después de sacarles un par de fotos, tiró el móvil sobre la mesa. Estaba enfadado. Una vez más le habían tomado por tonto. Pero decidió dejar ese tema aparcado y volver al tema del día.
Ya pasaban quince minutos de las siete de la tarde. Si eso fuera una de sus citas con sus sobrinos, ya les hubiera llamado. Decidió esperar un poco más. Miraba a su alrededor y no vio nada que le llamara la atención. Ni de posibles agresores ni de policías. Si los había eran totalmente desconocidos para él.
El grupo de trajeados se había sentado en un rincón de la derecha, con un pequeño sofá y dos butacas. Los otros dos se habían sentado en unas sillas que habían acercado de otras mesas.
“Su pierna empezó a moverse compulsivamente de arriba a abajo. Era como un terremoto incontrolado que aumentaba de intensidad cada pocos segundos. Puso sus manos sobre sus piernas para pararlas. No lo consiguió.
En los últimos minutos no había conseguido evitar preguntarse que demonios hacía allí. La espera le ponía nervioso. Una espera que no sabía que le iba a traer.
Decidió darse diez minutos más. Si no pasaba nada, se levantaría y no miraría atrás. Se iría de allí a paso ligero, en busca de otro sitio en donde estar tranquilo y ponerse a escribir.
Jorge Rios”
Cogió el móvil por enésima vez. No había mensajes. Ni correos. Al menos los que en ese momento podían interesarle. De la editorial le escribían convocándole a una reunión para el día siguiente con Narcís Terragó. Le comunicarían el cambio en su editor. Podían haberle llamado. En circunstancias normales les hubiera devuelto la llamada inmediatamente.
De repente, tomó una decisión: iba a comportarse como le salía. Escribió rápidamente un mensaje contestando al de la cita de Clara.
“Llevo 20 minutos esperando. ¿Vas a venir? ¿Ha pasado algo?”
Marcó el número de la editorial.
-Hola, soy Jorge Rios. Me habéis escrito un correo.
Pero la secretaria que le contestó, no supo darle razón de nada.
-¿No está el Sr. Terragó?
-No, salió para asistir a una reunión.
-¿Y el Sr. Nadiel?
-No se encuentra.
Se despidió de la secretaria. Parecía nueva. No sabía nada y no había nadie. Eso era un sin sentido. Su editorial empezaba a parecerse al camarote de los hermanos Marx. “Y también dos huevos duros. Trae tres”.
Estuvo jugueteando con el móvil un rato. No sabía que hacer. Llamó a Daniel “Cape”, el “marido” de Carmelo del Rio.
-Necesito tu consejo – le soltó nada más contestar.
-Te escucho – le respondió sin mostrar enfado por la brusquedad.
Le contó lo que había dicho su “sombra”, como decidió empezar a llamar a Hugo, su escolta. Los sucedidos en la editorial y el correo.
-Llama a Helena Martínez. Es la Secretaria de un bufete muy potente. Una vez traté con Óliver Sanquirián, me pareció serio y efectivo. Solo con él, con ningún otro abogado de ese bufete. De hecho posiblemente le llame dentro de unos días para que se ocupe de unos asuntos. Pero entre sus clientes estaban algunos escritores. Sabrá como tratar con la editorial en esta nueva tesitura. Pero pregunta por él. Si te ofrecen otro abogado, aunque sea del mismo bufete, insisto, rechaza la posibilidad de plano. No dudes por parecer educado.
Llamó nada más colgar.
-Pues es que el Sr. Sanquirián no trabaja aquí.
Jorge pensó que no era posible que todo le saliera al revés.
-Pues en algún sitio trabajará.
-Debo consultarlo. Le llamo en media hora.
Y colgó.
-En media hora. ¿Quién tiene media hora? – murmuró entre dientes enfadado.
Llamó a su “sombra”.
-Mira en el armario de mi despacho, el que está detrás de la silla donde escribo. En la balda de en medio están todos los contratos y correspondencia legal con mi editorial. Escanea todo, por favor. Ya te digo luego lo que hay que hacer.
-¿Ha pasado algo?
-Es por eso que has oído esta mañana en la editorial. De lo otro, no se ha presentado nadie.
-Camarero, pónme otro Moka doble. Y una de esas Muffins de arándanos.
El camarero que le había servido de inspiración se lo acercó a la mesa. Le había puesto su nombre en el vaso de plástico. Cuando le había pedido la primera vez le había dado otro nombre. Le había conocido.
-Tengo una curiosidad. Ese tatuaje que asoma por el puño de la camisa ¿Qué es?
El camarero se subió la manga y le enseñó la cola de un dragón. Y en el otro brazo tenía la cabeza y el cuello. Jorge se sonrió: había acertado.
-¿Y el resto del dragón?
-Lo iba a hacer en el pecho y la espalda. Pero mi novia me lo ha prohibido.
-La entiendo. A mí tampoco me gustaría tanto tatuaje en mi novio.
-No lo ha hecho por eso. Lo hace porque cuesta mucho dinero. Son muchas sesiones.
-Y dolerá.
-Sí.
-Estás mejor así. A mí al menos me gustas más. Te diría incluso que para mi gusto, te has hecho demasiados tatuajes.
-¿Se sacaría un selfie conmigo a pesar de los tatuajes?
El chico puso un gesto de broma que hasta con mascarilla le fue evidente a Jorge.
-Si me dices la novela que más te ha gustado.
Era una prueba que solía hacer para saber si efectivamente los que le pedían una foto eran fan de haberle leído o fan de “es un hombre que sale en la prensa”.
-“Tirso” – respuesta rápida, sin dudar.
-No te lo has pensado.
-El protagonista me encanta. Y lo imagino como Carmelo del Rio, sabe, ese actor…
Jorge se sonrió.
-Lo conozco de vista – dijo guasón.
Se levantó y se puso al lado del camarero.
-¿Le importa que nos quitemos la mascarilla?
Jorge se la quitó del todo y el chico le imitó. Estiró el brazo y puso el teléfono en alto. Se veía en la pantalla su imagen. Sonrieron y sacó la foto.
-Gracias.
Sonó su móvil.
-Soy Helena Martínez.
-Dígame.
-Apunte el teléfono. Le advierto que a lo mejor es reticente a encargarse de…
-Insistiré. Me ha dado referencias Daniel Gutiérrez.
-Ya lo imaginaba.
-¿Y por qué lo imaginaba?
-No nada, perdóneme. Me he hecho la lista.
Supo que era una retirada en toda regla. Pero no quiso insistir. Cuando Cape fuera a cenar a su casa lo hablaría con él. Esa Helena no tenía por qué asociarlo con Cape. No es que le molestara. Le mosqueaba.
-¿Dígame?
No había esperado nada para marcar. No quería que la abulia que le solía invadir en lo que hacía referencia a encarar sus problemas le invadiera y lo dejara en el olvido.
-Buenas tardes. Mi nombre es Jorge Rios. Y me ha hablado de usted Daniel Gutiérrez.
-Si es por un asunto legal, ya no trabajo en el bufete de Otilio…
-Pero usted es abogado.
-Sí, claro.
-Lo quiero como mi abogado.
-Pero no tengo ni despacho.
-Tendrá casa. Un ordenador. Un teléfono. Una mesa. Ya es suficiente.
-La de mis padres en el pueblo. Es lo que tiene la falta de ingresos.
-Mejor, así trabaja más tranquilo. Mañana voy a verlo. Dígame dónde está su casa.
-En Concejo del Prado.
-¿En Concejo del Prado?
-¿Lo conoce?
-De oídas. – dijo de manera evasiva – Mañana voy.
-Busque la farmacia. Cualquiera en el pueblo sabrá decirle. Le espero aquí. Pero no se haga ilusiones. Me han retirado.
-Pues yo le pongo de nuevo a trabajar. Y así solucionamos su falta de ingresos. Pero si quiere un consejo, no se mueva del pueblo. Me han hablado muy bien de ese en concreto.
Y colgó.
Se dio cuenta que no le había dicho una hora. Daba igual. Ya le mandaría un mensaje o lo llamaría cuando saliera. O seguro que en cuanto entrara en el pueblo, él se enteraba.
Clara seguía sin responder. Era lo esperado. Pero era su número. A lo mejor lo habían clonado. O le habían quitado el móvil. Llamó a su madre.
-Rosa.
-Jorge. Has estado con Clara.
-Sí, la fui a ver al cole.
-Gracias.
Le fue a decir que había pensado ir a ver a Jorgito, pero de eso todavía no estaba seguro. Todo se estaba complicando mucho. No se había dado cuenta al quedar con ese abogado por la mañana. Aunque podía llamarle y decirle que iba por la tarde. Además, debía buscar un coche. Él no tenía. Hugo lo llevaría. A lo mejor el policía tenía coche y lo podían usar. O alquilarían uno.
-O pido un taxi – murmuró. – O le digo a Carmelo.
-¿Clara? – preguntó ya en voz alta.
-Está en el ensayo. Irás a la obra, espero. Le hará mucha ilusión.
-Se lo he prometido. ¿Ha cambiado de número de teléfono?
-No ¿Por qué?
-No me contesta.
-Lo tendrá apagado.
-Claro, el ensayo.
No se entretuvo más hablando con Rosa. Estaba inquieto. Se acercaría al colegio a comprobarlo. Esa intuición famosa del comisario Javier Marcos. Ya le habían informado al respecto. Si todo un comisario jefe las tenía en cuenta, no iba a ser él menos.
Se levantó. Pagó el café al camarero del dragón. Y salió a la calle.
Caminó a paso vivo hacia su casa. Se dio cuenta de que lo seguían a una cierta distancia, salvo una chica que iba un par de pasos por detrás. Se giró para enfrentarla.
-Somos su equipo de escolta.
-Se me había olvidado. – se disculpó el escritor. – Mil perdones de verdad.
Volvió a su camino. Había sido muy desagradable con esa chica. Pero no estaba de humor. Ya la pediría perdón, como a todo el equipo.
“Aquel hombre que le miraba desde el otro lado del salón de la casa en donde se celebraba la fiesta de esa noche, parecía que le conocía. Gorka no había ido esa noche. Eso le fastidiaba porque se había acostumbrado a no tener que preocuparse de los demás invitados. Era normal que se le acercaran para intentar ligárselo.
-Hola escritor.
-Un joven de unos veintitantos se había puesto a su lado. Le miraba sonriendo, con una copa en la mano.
-¿Te apetece un trago?
El joven le tendía su copa. Jorge, sin dudarlo, se lo cogió y le pegó un largo trago.
-Hacía tiempo que no tomaba Ron-Cola. Antes me gustaba.
-Te preparo uno.
-Me conformo con beberte el tuyo.
-Me llamo Jacob.
-Yo Jorge.
Jacob se acercó y le besó en los labios. Jorge pensó en apartarlo, pero no lo hizo. Ese joven sabía el terreno que pisaba. Y él hacía tanto tiempo que no besaba a nadie de verdad… no se había dado cuenta de lo que lo echaba de menos.
-Me gustaría que me acompañaras a una de las habitaciones.
-Hay gente más guapa en la fiesta.
-Para mí, ninguno tanto como tú.
-Luego no me acordaré de nada.
-Pero me tendrás en tus sueños.
Se quedaron en silencio unos segundos. Se miraban. Jorge dudaba. Le volvió a coger la copa y bebió de ella.
-Me gustas escritor. Y pienso hacer lo imposible para que no te olvides de esta noche.
-A ver si es cierto, Jacob.
Éste le cogió de la mano y tiró de él. De vez en cuando se giraba y lo sonreía. Jorge, para su sorpresa, empezaba a excitarse. No recordaba lo que era sentirse así. Seguramente empezaba a sentir las consecuencias de haber dejado esas “vitaminas”.
De repente, se detuvo. Jacob le miraba sin soltarlo. Jorge lo atrajo hacia sí y esta vez fue él el que lo besó.
-Tu boca sabe a sexo, Jacob.
-Pues ya verás cuando pruebes mi falo. Ese sí que sabe a sexo.
Jacob le sonrió y volvió a tirar de él.
Justo antes de perderse en las escaleras que conducían al piso de las habitaciones, Jorge volvió a mirar a ese hombre que seguía pendiente de él. Intentó acordarse de qué lo conocía, pero no lo consiguió. Solo pensó que en realidad no pegaba en esa fiesta. Era demasiado viejo y demasiado elegante.
Tropezó y casi se cae al suelo. Jacob le miró preocupado.
-Perdona, es que me he perdido en la visión de tu culo y me he olvidado de los escalones.
-Es todo tuyo, escritor.
Jorge Rios”