Necesito leer tus libros: Capítulo 1.

Capítulo 1.-

-¿Me puedo sentar?

Jorge Ríos miró a su interlocutor por encima de sus gafas. Buscaba una cara conocida, quizás, para que se atreviera a interrumpirlo en sus meditaciones. Estaba sentado en una cafetería cercana a su casa a la que solía acudir a menudo para leer con una buena taza de café o incluso para escribir. Tenía un libro abierto sobre la mesa que intentaba leer desde hacía media hora, pero apenas había conseguido avanzar un par de líneas. También tenía abierto su portátil en el que de vez en cuando escribía alguna pequeña idea. Para su sorpresa la persona que le había interpelado no estaba entre sus amistades, ni siquiera entre sus conocidos de pasada. Era un joven vestido con vaqueros y una sudadera verde pistacho, con una gorra de algún equipo de beisbol americano y calzando unas botas Converse clásicas. Llevaba una mochila colgada de medio lado en su hombro izquierdo con muchas chapas supuestamente graciosas, con chistes de todos los pelajes y temas. En un vistazo rápido distinguió al menos cinco colectivos a los que esos chistes no les harían gracia. Ese chico podía haberse dedicado al modelaje, pensó Jorge Ríos. Era alto además de bien proporcionado. Pelo castaño claro, sin llegar a rubio, y parecía que lo llevaba corto por lo que dejaba entrever la gorra; aunque a veces cuando algunos se quitaban la gorra dejaban caer una gran coleta o una melena arrugada. Ojos verdes o azules, no sabía determinar. Grandes ojos, lo que convertía su mirada en más aguerrida.

El joven lo miraba intensamente. Jorge, después de ese vistazo rápido a su interlocutor se concentró en devolverle la mirada. Intentaba ver en ella un atisbo de las razones que le habían llevado a abordarlo. Pero sus ojos eran igual de intensos como impenetrables.

Lo primero que pensó es en despacharlo con alguna bordería, que al fin y al cabo, no extrañaría a nadie. Tenía fama de hosco y de mal educado, sobre todo con los que querían hablar con él de sus libros. Hacía años que no le interesaba para nada la opinión de la gente sobre lo que escribía. Y más desde que se sumió en una crisis en la que se autoconvenció de que nada de lo que escribía merecía la pena de ser llevado a su editorial. Cinco años sin publicar. Y no era, como decían algunos críticos por un vacío de ideas, o el tan citado “miedo a la página en blanco”. Las páginas en blanco no existían en su casa o en las cafeterías dónde solía parar para escribir. Él era capaz de escribir de cualquier cosa. Podría empezar un cuento simplemente hablando de la gorra de ese chico que esperaba una respuesta a su petición para sentarse:

Gorka no recordaba dónde había conseguido la gorra que llevaba. Quizás hubiera sido en la última fiesta de Martín y Esme, de la que no recuerda nada. El güisqui era de garrafón, y después de la segunda copa bien llena de hielo para mitigar el sabor a pis del mismo, dejó de ser consciente de sus actos. Según vio luego en el Instagram de algunos de los asistentes, bailaron semi-desnudos todos en medio del salón, rozándose continuamente unos con otros, sin distinguir si eran hombres o mujeres, jóvenes o no tan jóvenes. Lo único que recuerda entre una niebla intensa es estar vomitando en un rincón del jardín y que alguien le sostenía la cabeza. Eso era un gesto que le honraba a quien fuera. Lástima que no tuviera siquiera una idea de quién fue para agradecérselo”.

-No te vas a rendir – le dijo cansado de mantener la mirada en los ojos de ese joven y no conseguir que apartara la vista.

-No.

-No eres muy hablador.

-Mientras espero de pie, no.

Le hizo gracia el zasca. Eso casi le dio el pasaporte para sentarse. Pero en contra tenía las pocas ganas de Jorge de hablar con nadie. Por mucho que se trabajara el derecho a una conversación con él. Al final creyó que a lo mejor acababa antes permitiéndole que se sentara y que dijera lo que tenía que decir. Así que le hizo un gesto con la mano indicándole la silla al otro lado de la mesa.

-¿Quieres tomar un güisqui o algo?

-Una cerveza estaría bien. No bebo güisqui antes de las 11.

Como Jorge Rios mirara el reloj con un poco de guasa, se vio en la obligación de precisar:

-De la noche – y sonrió de medio lado, con toda la ironía del mundo puesta en ese gesto.

Ese pequeño ademán acabó por conquistar al interpelado. Y se dispuso a aguantarle aunque fueran diez minutos. Quizás luego pudiera volver a la lectura o sacaría su libreta de apuntes para tomar alguna nota para un relato o para una novela que nunca vería la luz.

-Me llamo Rubén Lazona, 28 años – le tendió la mano que su interlocutor miró unos instantes otra vez por encima de sus gafas antes de decidirse a estrechársela.

-Y yo Jorge Rios, 40 años. Rubén Lazona, 28 años, aparentas muchos menos.

-Por eso le he dicho mi edad. Una vez escribió en un artículo en “El País” que no le interesaba nada hablar con personas de menos de 25 años. Y por cierto, usted no tiene 40.

-Has hecho bien en esperar a los 28 para abordarme. Aunque he de decir que tampoco me interesa lo más mínimo lo que tenga que decir alguien de 28 años.

-Sería más exacto quizás decir que no tiene nada que hablar con nadie, tenga la edad que tenga.

Jorge se quedó un poco sorprendido por la respuesta. Y sobre todo por el tono. Parecía que le estaba echando la bronca. No recordaba conocerlo. A lo mejor era el hijo de algún amigo. Quizás el de Kike, pero ese chico se llamaba Jaime. O el de Isabel, pero ese se llamaba… Mathieu, porque su padre era francés. Y ese tendría ahora 17 años o así. Aunque el chico que tenía enfrente de él podía haber pasado sin problemas por uno de 17.

-No se quien eres para que me eches la bronca. ¿Quieres tomar algo o no?

-Una cerveza, si no es molestia.

-¿Negra? ¿Rubia?

-Tostada, ya que pregunta.

Jorge hizo un gesto al camarero y le hizo el pedido. Aprovechó para pedir otro café con leche para él.

-Es mi hora de desayuno – explicó Jorge.

-La mía es la del aperitivo – respondió rápido de reflejos.

El silencio volvió a invadir la distancia que los separaba. Pero para sorpresa de ambos, no estaban incómodos. Jorge Ríos lo miraba expectante. Y Rubén lo miraba como si quisiera aprenderse su rostro de memoria. Cada pelo de su barba mal afeitada, cada pestaña, cada arruga de su frente despejada, demasiado despejada para el gusto de su dueño, por cierto.

El camarero volvió a la mesa con las consumiciones. Ese fue el momento en que decidieron ambos avanzar en la reunión.

-Necesito leerle, Jorge.

-Nadie necesita ninguna de mis historias. Pero ahí están mis libros, en las librerías y webs del ramo.

-¿Por qué dice eso? Se venden como churros.

-Lo hacen por esnobismo. Porque es cool leer mis libros. Tenerlos en el salón para que se vean en las fotos de la red social que cada uno use.

-Yo los leo porque me ayudan, como la mayor parte de la gente que lo hace. Me muestran otras personas que nunca conoceré. Otros mundos que no veré. Me enriquecen. Me enseñan otras opiniones.

-Lee a Shakespeare. O a Marías. O a Pérez Reverte.

-O a Jorge Ríos. A esos les tengo en cualquier librería en la mesa de novedades. A Usted no.

-Ya tengo muchos libros publicados. Demasiados.

-Lleva siete años sin publicar. Leí el otro día una entrevista con su editor en la que decía que usted tiene más de diez novelas escritas y más de cuarenta y ocho relatos y no quiere publicarlos.

-Son doce novelas e infinidad de relatos. Escribo mucho. No tengo otra cosa que hacer. Mi editor es un bocazas. El no sabe lo que tengo escrito. – se apuntó mentalmente buscar esas declaraciones de Dimas. Y tendría que preguntarle de dónde había sacado esa idea.

-Le gusta escribir.

-Pero no el resto de lo que conlleva publicar un libro.

-Pues deje eso a otros.

-No hay nadie.

-Su editor buscará a alguien que lo haga. Publique, por favor.

-Dame una buena razón para hacerlo.

-Deme una buena razón para no hacerlo.

Aquel hombre se mantuvo firme en el funeral de su marido. Ya no era un chaval ni era tan mayor que le perdonaran derrumbarse en el suelo y sollozar desconsolado por haber perdido la única razón por la que merecía la pena vivir. Desde que lo conoció su vida dio un vuelco. Lo oscuro se tornó luminoso, la tristeza en alegría y los problemas se diluyeron en el agua del mar. Y ahora, desde el momento en que esa última mirada se apagó mientras sujetaba sus manos y su tez se volvió levemente azulada, y hasta que un enfermero con mucha paciencia le obligó a separarse de él, no había ninguna razón para seguir con su vida”.

-Yo escribía por él, y él ya no está.

-Pero estoy yo.

-¿Y tú quién eres? Me importas una mierda. A él lo amaba. Era la razón.

-Yo soy uno de los miles de personas a los que leer les salva la vida cada día. Su amor murió y eso duele. Mi hermana murió hace un año y dolió. Mucho. Y me duele cada mañana y cada noche. Éramos mellizos. Y ella vivió sus años de enfermedad leyendo sus libros. Sí, y los de Pérez Reverte y los de Jaume Cabré y los de Carlos Ruiz Zafón. Pero los suyos especialmente. Era lo que le daba fuerzas. Leer sus historias. Y cuando murió fue lo único que a mí me hizo no querer seguirla.

-Me alegro. Puedes releerlo.

-Necesito sus libros. ¿No lo entiende? Hay mucha gente como yo. Tiene una obligación con el mundo, usted tiene un don. Debe compartirlo con los que no lo tenemos.

-Si quieres te dejo leer mis novelas inéditas, para que me dejes en paz. Si quieres hasta te las imprimo.

-No. Eso no vale. Deben oler a libro nuevo. Debo ir a comprarlo a la librería y descubrirlo en la mesa de las novedades, junto a las de Juan Gómez-Jurado, a la de María Dueñas o las de Marta Sanz; o en la balda en la que están todas sus novelas, colocadas por orden alfabético. Debo coger el tomo y abrirlo con cuidado. Acariciar la primera página y empezar a leer los primeros párrafos y decir: “este libro me va a gustar”. Cogerlo decidido e ir a la caja y pagarlo y que el dependiente me ponga un marca-páginas de una novela de J.K. Rowlings o de una reedición de “Oliver Twist” de Charles Dickens. Y luego ir a la Feria del Libro, o aquí mismo y traer su novela nueva para que me la dedique.

-Ahora la gente lee en la tablet. Y no has traído ninguna novela para que te la dedique.

-Pues cambiamos la librería por la web. Buscar. Leer la sinopsis y comprar. Y disfrutar. Vivir.

Cogió su mochila y puso delante de Jorge Ríos dos de sus novelas y le dio un bolígrafo.

-Si no le importa, dedíqueselo a Eva Lazona.

-No. Se lo dedicaré a Rubén Lazona. Ella lo hubiera querido así. Porque en realidad has sido tú el que siempre me has leído. Tu hermana empezó a hacerlo cuando enfermó.

-¿Cómo lo sabe?

-Acabo de recordar alguno de tus mails. Me escribiste muchos. Mi agente me los pasó. Eres perseverante.

-Solo con usted.

Jorge Ríos cogió el bolígrafo y escribió:

Es difícil ser auténtico y tú lo eres, Rubén Lazona.

Seremos buenos amigos, pero no se lo digas a nadie.

Fdo. Jorge Ríos

Si lees esto antes de mañana, la carroza desaparecerá y tus Converse se convertirán en unas alpargatas viejas.

Fdo. Jorge Ríos

-No leas las dedicatorias hasta que estés en tu casa. Y en este orden – y le tendió los libros.

-¿Y entonces?

-Entonces ¿qué?

-Lo de volver a publicar.

-No.

¿Para qué? Era la pregunta. No necesitaba más dinero para vivir. No gastaba nada. No viajaba, no salía apenas salvo a esa cafetería y a otro par de ellas que alternaba para sentarse a leer o a pensar en la nada que lo acompañaba. O para escribir. Le solía gustar hacerlo allí. Para qué volver a la vida, a las promociones, a las entrevistas con el editor para elegir la portada o para las correcciones de las galeradas. El contacto con los lectores como ese chico tan vehemente. Eso en el fondo, si lo echaba de menos. Aunque no lo reconocería delante de nadie. Derribaría su fama de antisocial y de broncas impenitente.

-Por favor. No puede dejarme sin la razón para vivir.

-Debes vivir por ti, Rubén Lanosequé – Jorge se hizo el interesante haciendo ver que no recordaba su apellido. – Debes vivir, mejor dicho, No debes vivir por esa gorra, o por tu madre o por tu novio. Ni por tu carrera, por tu trabajo. Debes vivir por ti, cojones. ¡¡¡Por ti!!! Tú debes ser lo más importante. No me metas en esa historia. Ya tengo bastante con la mía. Respeta mi duelo. No quiero esas responsabilidades que por otra parte, no me corresponden tampoco.

-Devuélvame la vida Jorge Rios. Se lo pido. Por mi hermana. Su marido no hubiera querido que se convirtiera en un patán desagradecido y malhumorado, que odie a toda la humanidad, la cual no tiene la culpa de que Dios hiciera así las cosas y la gente muera. Mi hermana también ha muerto, joder, con un libro suyo en las manos. Eso debe valer para algo.

-No está en mi mano devolverte nada, Rubén Lanosequé. No lo está porque no te he quitado nada que pueda devolverte.

Jorge Rios vio como la noche se echó sobre los ojos de su interlocutor. Como sus hombros fueron destensándose hasta parecer la ladera de una montaña erosionada por las torrenteras. Dio la vuelta a su gorra, quizás como un gesto reflejo, pensó Jorge, para disimular su terrible decepción. Ese chico por un momento creyó que lo iba a conseguir. El chico puso unas monedas en la mesa para pagar las consumiciones de ambos, se levantó trabajosamente, como si fuera un anciano, se puso su mochila al hombro y se dio media vuelta.

Los pájaros cantaban esa mañana en el parque. Felisa lo atravesaba cada día para volver del trabajo en las oficinas del Ayuntamiento. Trabajada como guardia de seguridad. Lo hacía por las noches, porque así ganaba un poco más de dinero y por el día podía ocuparse de sus dos hijos. Su marido la dejó cuando nació el pequeño. Y tuvo que hacerse cargo de todo. Era mejor así, porque Pepe no era un buen tipo. Esa mañana decidió sentarse un rato y escuchar los trinos de las aves. Estaba cansada del trajín diario. Y eso que sus chiquillos eran estupendos, no podía quejarse de ellos.”

Cuando solo había dado dos pasos, Jorge Rios levantó la voz muy a su pesar.

-Rubén – llamó.

El aludido giró a medias su cuerpo.

-876 712 091. Es mi teléfono. Llámame mañana.

El chico se quedó parado, sin saber reaccionar.

-Te lo repito, no lo hago más y no te creas que voy dando mi teléfono particular a todo el mundo.

Rubén tiró la mochila al suelo a la vez que sacó su móvil del bolsillo izquierdo de su sudadera.

-Eres zurdo, como Nando. Curioso. 876 712 091.

Rubén apuntó el móvil y marcó inmediatamente. El móvil del escritor empezó a sonar en su chaqueta.

-Ese es mi número. Por si quiere llamarme antes para hablar. O para leerme alguno de sus relatos. O para invitarme a unas tortitas con chocolate.

-Tienes cojones, Rubén.

-No lo sabe usted bien.

Volvió a meter su móvil en el bolsillo, cogió su mochila que volvió en un rápido gesto a su hombro izquierdo y salió de la cafetería sin volverse. Aunque ardía en deseos de leer las dedicatorias que le había hecho, no le daría el gusto a Jorge Rios de verlo incumplir la orden que le había dado.

Por su parte, el escritor sacó su móvil y marcó ese número nuevo que tenía en la pantalla como llamada perdida.

-¿Sí? – contestó un cauteloso e incrédulo Rubén.

-A las cinco y media en la cafetería Lago. A ver si es verdad que te gustan las tortitas.

-Vale. Llevaré tres libros más para que me los dedique.

-Solo si has cumplido mi petición de no leer.

-Por supuesto que he cumplido. Siempre lo hago.

-Mentiroso. A las cinco y media.

Rubén guardó el móvil en el bolsillo y recolocó los libros en la mochila después de haberlos sacado para leer las dedicatorias. Devolvió una vez más la mochila a su hombro y siguió camino del aparcamiento de los patinetes eléctricos de alquiler. Tenía mucho que hacer antes de las cinco y media.

Gorka, el chico de la gorra, limpió sus labios con el dorso de la mano después de haber vuelto a vomitar, esta vez en la soledad de su casa, sin nadie que le sujetara la cabeza para controlar mejor las arcadas. Durante unas horas, la tarde anterior creyó que había vencido a sus fantasmas, pero cuando llegó la noche se dio cuenta de que no era así. Y en la fiesta de sus amigos, en medio de la bacanal que se montó en el salón, lleno de calzoncillos de marca y sujetadores y bragas de encaje, una mano invisible le atenazó su garganta impidiéndole respirar. El peso de la vida se le hizo insoportable. Trastabilló camino del jardín en busca de aire que llevarse a los pulmones. Pero allí solo encontró más calzoncillos y más bragas en amable conversación que le volvían a quitar el aire. Nadie en la Tierra parecía querer entender lo que él sentía, la pérdida de sus queridos. Primero su amor desde el Instituto, una de sus mitades y después su hermana, su otra mitad. No le quedaba nada, salvo el salvavidas de los libros. Esto era lo único que le permitía seguir vivo.”

Jorge Ríos cerró la tapa de su portátil. Quizás era el momento de su vida en el que debía sacar de la boca de otra persona la mordaza que le ahogaba. Como antes lo habían hecho con él. Volvió a abrir el ordenador y buscó su carpeta de trabajos acabados. Eligió una de las novelas: “La vida que olvidé”, la última que leyó Nando. Ese era un buen principio y a lo mejor un final definitivo.