Los regalos perdidos. (y 3)

No estuvieron demasiado. La abuela estaba cansada y a las dos y media decidieron volver.

Al llegar a casa, el abuelo quiso adelantar trabajo y mientras su mujer preparaba un chocolate para entrar en calor antes de irse a la cama, él subió al desván. Ebro subió tras él, asustado, pensando en lo que diría de todo el desorden que habría, y de encontrarse a sus amigos. Pero todo estaba normal.

Ebro pensó en que todo podría haber sido un sueño.

– Qué despiste tiene tu abuelo, Ebro. Me hago viejo. No recuerdo haber subido el bastón aquí. Y mira, esa botella se ha roto. ¿Cómo se habrá caído?

Y se agachó para recogerlo.

– Voy a por una escoba, abu.

Ebro sonrió pero no dijo nada sobre el bastón.

Y al día siguiente empezaron con los preparativos. Y con los ensayos.

Llegó Enrique, el hermano de Ebro. Al principio miraba todo con mucho escepticismo. Y cuando Ebro empezó a contarle la historia, empezó a tomarle el pelo, y llamarlo crío. Pero cuando llegó a la parte del Príncipe y su historia de amor, fue cambiando su actitud. Y acabó escuchando con atención. Su hermano comprobó que algo en su mirada había cambiado. Y se implicó al máximo. Incluso se pidió el personaje del Príncipe.

La abuela haría los personajes del Paje y de la bailarina. Sus nietos estaban fascinados con la forma que tenía de transformarse con las marionetas en su mano, las voces que ponía, el sentimiento que imprimía a los movimientos de los personajes, la cadencia de su voz… nunca la habían visto en esa actividades. Las representaciones habían acabado poco después de nacer Enrique.

El abuelo haría el personaje del Bello durmiente y el Mosquetero. Dominaba también la escena… era claro que a ninguno de los abuelos se les había olvidado actuar.

– Se lleva en la sangre – le decía sonriente a Enrique cuando le comentaba ese tema – Si habéis salido a la familia lo vais a hacer muy bien.

Ebro haría de él, claro. Y dirigía, ya era bastante.

Para la ambientación musical se apuntaron un grupo de chicos y chicas del pueblo que estaban estudiando música y que habían hecho un pequeño conjunto. Buscaron para ellos unos trajes de época.

Los decorados quedaron en manos de la abuela, y de sus amigas del pueblo. Era divertido estar en sus reuniones para coser y probar los vestidos de las marionetas. Se reían, y contaban las anécdotas de muchos años atrás, cuando hacían eso todos los años. Solo planeaba una sombra de tristeza al acordarse del tío Ernesto, que había sido el alma de todos aquellos montajes.

El abuelo y sus amigos, Remigio y José Luis, se dedicaron a preparar las luces, el salón, las sillas…

– ¡Cómo en los viejos tiempos! – repetían sonriendo cada vez que paraban a tomar un vino que eran más veces de lo que le hubiera gustado a la abuela.

Llegaron los ensayos.

Ebro se descubrió como un director exigente. Tenía tan claro lo que debían hacer los personajes, y lo que sentían en cada momento, que ninguno dudó. El abuelo estaba especialmente sorprendido de la actitud de Enrique. Delante de algunos decía con desprecio “Mira el criajo este, por medir 3 metros se creerá…”, porque el hermano pequeño de repente era más alto que el mayor. Pero su mirada decía otra cosa. Siempre había tratado a Ebro con distancia y un poco de desprecio. Pero en esta ocasión, le hacía caso en todo, y lo escuchaba con toda la atención del mundo. Y hablaban como si lo hubieran hecho toda su vida. Nadie diría que hasta entonces, apenas lo habían hecho más que para insultarse.

Su madre llegó el día 5.

– Pero mírale, si ya ha crecido otra vez – le dijo a Ebro a modo de saludo, señalando sus pantalones que ya no tapaban completamente los tobillos.

– Ya lo decía yo, pero nadie me hace caso – apoyó la abuela.

Teresa veía todo con distancia y escepticismo. Cuando los abuelos le habían contado por teléfono los planes de su hijo, no estuvo de acuerdo.

– Es remover viejas heridas, papá – le decía.

– No he visto a Ebro tan ilusionado por algo en la vida. Es otro, Tere. Tus hijos no tienen la culpa de nuestro dolor. Y a tu tío le hubiera gustado.

– Pero el tío está muerto, papá.

– ¿Has olvidado todo lo que te enseñamos? ¿Has olvidado todo lo que hacías junto a tu tío?

– Pero él sufrió toda su vida, papá. Sus alegrías eran…

Teresa iba a decir que Ernesto, el tío Ernesto era un amargado que se refugiaba en divertir a los demás para huir de su propia tristeza, pero no se atrevió a expresarlo en palabras. Pero su padre conocía a su hija lo suficiente para saber lo que quería decir y callaba.

– Él siempre quiso que todos fuéramos felices. ¿Hay algo de malo? ¿Tendría que arrepentirse de algo? Yo creo que no Teresa, hija. La vida le privó de amar, y le sumió en un dolor íntimo e insuperable, pero se volcó en que todos a su alrededor fuéramos felices. No hay nada de malo. Y ahora que tu hijo quiere recuperar algo de su espíritu ¿Somos alguno quienes para impedírselo? Si le vieras… y si vieras a Enrique…

– No debiste dejar que viera las piedras.

– Pero las vio.

– ¿Y si… ?

Quedó la pregunta en el aire.

– Tere, estás pensado en ti, no en tu hijo. en tus hijos. hasta se llevan mejor. Creo que últimamente se te ha olvidado pensar en los demás, no ver todo a través de tus ojos.

Teresa no respondió, solo se quedó mirando a su madre, que era quién le había hablado así.

Y llegó la representación. Los músicos en sus puestos, los actores en los suyos. Las marionetas en las manos… las luces preparadas, los decorados también… el salón del Ayuntamiento a rebosar.

Las luces se apagaron… la música empezó a sonar… y poco después la voz del narrador:

Hacía ya un rato que los fuegos artificiales parecían haber acabado. La noche había recuperado el silencio que se la presupone, y más si estás en un pueblo pequeño”.

La sala estaba en silencio. Los niños sentados delante. Muchos no habían podido hacerlo por falta de sillas, pero estaban de pie llenando todos los huecos por detrás.

Se movió en la butaca para cambiar un poco de posición. Pero al hacerlo, no se dio cuenta y el libro que estaba leyendo se cayó al suelo haciendo mucho ruido”

Ploff – Remigio, el encargado de los efectos especiales golpeó con un libro la mesa que tenían de apoyo.

Rápido se agachó sin levantarse de la butaca, para recogerlo. Cuando lo tenía en las manos, escuchó un ruido parecido al que había hecho el libro al caerse unos instantes antes. Miró a su alrededor un poco asustado”.

Entró de un salto, con su mazo en alto, y las piernas dobladas y en tensión, preparadas para saltar en cualquier dirección. Nunca lo había hecho, pero había soñado decenas de veces viéndose en el papel de héroe, supliendo a los personajes de los libros que leía o a los que él mismo se inventaba. O héroe de las situaciones que aparecían en las noticias, o en la vida…”

El público reía. Estaban todos metidos en la historia.

La música cesó, y Ebro y la bailarina de la caja de música se hicieron una pequeña reverencia mientras sonreían satisfechos”

Los niños aplaudían y reían de lo exagerada que habían hecho la reverencia.

El bello durmiente miró. No vio nada más que a su Príncipe. Sonrió y se incorporó despacio… se miraron, sonrieron… nada existía a su alrededor… solo ellos dos.

– ¡Por fin, mi Príncipe! – dijo con voz temblorosa, ronca y aflautada a la vez. A Ebro le recordó su propia voz esa noche”

– ¡Ohhhhhhhhh! Gritaron parte de los asistentes.

Todos en el salón se levantaron y aplaudieron. Era emocionante la historia, sencilla… el amor es sencillo, aunque a veces lo hagamos muy complicado. Los niños estaban viviendo un cuento, una historia de Príncipes y bailarinas, y mosqueteros. Para los mayores tenía un toque especial, por los recuerdos. Ernesto y Juan planeaban por el salón. Era una historia que todos conocían, aunque nadie hablaba de ella. Desde que mataron a Juan por “marica”, muchos años atrás, tácitamente quedó relegada al reino del silencio. Nadie volvió a tratar el tema. Cuando Ernesto volvió al pueblo, nadie dijo nada tampoco. Le recibieron como si se hubiera ido a trabajar unos años fuera, no a salvar el pellejo.

Ernesto por su parte se los ganó a todos con su simpatía, su buen corazón. El era así. La gente sabía que sufría, pero nadie decía nada. Muchos hubieran querido darle ánimos, o… pero no sabían como. Lo dejaron correr, hasta que murió en ese accidente. Y hoy de la mano de su sobrino-nieto, volvía a revivir de alguna forma en sus corazones y en sus conciencias.

Y el Príncipe y el bello durmiente montaron en sus caballos, y se fueron galopando para vivir su vida de amor, y comer perdices, como dicen los cuentos. La bailarina ocupó su lugar en la caja de música, que era uno de los regalos que el Paje perdido del Rey Persifo, el olvidado, debía entregar. Dieron cuerda a la caja de música, y allí en el centro, con una luz que salía de forma mágica, bailaba ella la danza que había aprendido con Ebro, su pareja de baile. El mosquetero proscrito por los contadores de historias, tomó el camino de su aldea para casarse con Esmeralda, ahora que ya podía exhibir el hecho de haber cumplido una misión para el Príncipe enamorado.

– ¿Y qué haré yo? – preguntó triste el paje del Rey, mirando a Ebro.

– Si de verdad eres un paje del Rey Mago, tendrás magia. Sigue la magia. Ebro abrió los brazos para indicar lo sencillo de la respuesta.

Los ojos del Paje perdido se iluminaron. Extendió su mano izquierda, y una luz blanca con destellos azules empezó a salir de ella, hasta que lo envolvió por completo. Sonrió, y haciendo una reverencia de agradecimiento a Ebro, desapareció como por ensalmo.

Ebro se quedó parado durante unos minutos, mirando el lugar en dónde había estado el Paje perdido. Se encogió de hombros y bajó de nuevo al salón. Se sentó en su butaca, cogió de nuevo su libro, y siguió leyendo:

Athos reflexionó algunos segundos, y comprendió el artificio de Artagnan, que habiéndose adelantado mucho al principio…””.

– Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Durante unos segundos se hizo el silencio en el salón. Estaban todos subyugados por la magia de la historia. Los niños fueron los primeros que se levantaron y aplaudieron en cuanto se encendieron las luces. Poco a poco se fueron incorporando al aplauso los mayores, según acertaban a secar las lágrimas con disimulo.

Salieron a saludar, Enrique “el Principe”, la abuela “Bailarina”, el abuelo “Paje”, y Ebro.

Teresa estaba en una esquina atrás del todo. Lloraba sin consuelo. Era… era el espíritu de su tío. Había sido su tío preferido, y ella su sobrina predilecta. Ella siempre estaba ahí, en donde ahora estaban sus padres y sus hijos. Pero la muerte del tío Ernesto, cubrió su corazón con una manta impermeable imposible de penetrar siquiera para ella.

El abuelo la buscó con la mirada. Se quitó las marionetas de sus manos, y se fue hacia ella. La abrazó fuerte, muy fuerte. Y ella lloraba y lloraba. Tenía muchas lágrimas guardadas desde hacía quince años. Ya era hora de sacarlas. Quizás era hora de poner sus dudas en palabras, esas que le atormentaban por mucho que ella intentara que no fuera así.

– Papá, ¿Y si el tío…?

Miraba suplicante a su padre. Lo intentaba, pero no podía acabar la pregunta.

– No, Teresa. Tu tío no nos hubiera dejado nunca por propia voluntad. Y eso lo sabes – y señaló su corazón – lo sabes aquí. Y sabes lo mucho que te adoraba, porque era lo que sentía por ti, lo sabes Tere, lo sabes… Tere…

Y Teresa hundió su cabeza en el pecho de su padre, mientras los aplausos arreciaban hacia el resto del elenco que intentaban mantear a Ebro.

Como siempre después de un estreno, hubo una fiesta. Rufina la tabernera se estiró e invitó a todos a naranjada y a dulces.

– Rufina, que te ha dado una fiebre – le tomaba el pelo José Luis uno de los amigos del abuelo. Rufina pensó en estrangularle, pero se conformó con lanzarle una de sus famosas miradas asesinas.

Ebro era feliz. No recordaba otro momento igual. Por primera vez se sentía que encajaba en algún sitio. Sobre todo sentía que encajaba consigo mismo. Todos le felicitaban por su imaginación, por su arte. Y él contestaba:

– Si está basada en hechos reales.

Y la gente reía con la ocurrencia. Y él sonreía y se encogía de hombros.

Llegó la hora de irse a casa. Teresa agarró a sus hijos, cada uno de un brazo, y caminaron hacia la casa. Les escuchaba contar las aventuras que habían tenido esos días para tenerlo todo preparado. Los abuelos caminaban detrás, abrazados y satisfechos. La abuela de repente, se paró y exclamó:

– ¡Los Reyes! Con todo este jaleo se nos han olvidado los Reyes.

Se quedaron callados mirándose todos. Hasta que a Enrique se le ocurrió decir:

– A lo mejor el Paje perdido ha encontrado el camino, y tenemos los regalos en la chimenea. ¿eh Ebro? – y le dio un codazo a su hermano.

Rieron todos la ocurrencia y siguieron caminando.

– ¿Quién se apunta a un chocolate antes de dormir?

– ¡¡Yo!! – gritaron al unísono los hermanos y su madre.

Los mayores se fueron a la cocina, y los chicos se fueron al salón para sentarse y poner la televisión. Encendieron la luz y se quedaron los dos parados.

– Abuelo, Mamá… ¡Los Reyes! – gritó Ebro.

– Pero que vacilada nos han metido, tío – le dijo Kike a su hermano dándole un codazo – ¿O habrá sido el Paje perdido del Rey Persifo?

– No, no, no es posible – el abuelo venía hablando solo – nos est…

Pero allí vio unos paquetes envueltos en brillantes papeles.

– Teresa, que es verdad…

– Ya estás otra vez bromeando, Demetrio. Es que eres peor que los críos…

Se quedaron todos a un par de metros de las cajas mirándolas fijamente. Al final, Enrique fue el primero que se acercó al distinguir un paquete con su nombre.

– Pues yo lo pienso abrir, no me voy a quedar mirándolo toda la noche.

Se sentó en el suelo, y se puso a romper el papel de envoltorio.

– ¡Hostia!

Sostenía en la mano una locomotora de tren de vapor antigua, de metal. La daba vueltas fijándose en todos los detalles, haciéndola rodar en el suelo…

– Mamá… te acuerdas mamá, se lo pedí a los Reyes cuando tenía seis años. Y cuando tuve siete. Y a los ocho también. Pero nunca me la trajeron.

Su madre lo miraba desconcertada. Era cierto, se acordaba perfectamente. Pero siempre resultaba el juguete descartado.

– Mamá, aquí hay un paquete con tu nombre – le dijo eufórico Enrique, mientras se lo acercaba – Ábrelo. ¡Es enorme!

Teresa miraba a todos preguntándoles con la mirada quién había sido. Pero todos parecían sinceramente sorprendidos por lo que estaba pasando. Al final se decidió, y empezó a romper el papel. Era una caja de madera oscura, con filigranas labradas en la madera con unos esmaltes incrustados en los laterales. Miró a todos que se había arremolinado alrededor suyo.

– ¡Ábrela! – le dijo impaciente Ebro.

Al hacerlo, una música empezó a sonar. Y una bailarina daba vueltas sobre sí misma al compás de la melodía. Ebro puso cara de susto, porque esa bailarina, en una de sus vueltas, le había guiñado un ojo… estaba seguro. Como lo estaba de que era su bailarina, la del desván, la de la obra de teatro.

Teresa se tapó la boca con la mano que tenía libre. Siempre le habían gustado las cajas de música, pero desde aquella que se rompió en una de las discusiones que tuvo con su marido, no había vuelto a tener otra. Mil veces había hecho propósito de comprar una, pero mil veces lo había dejado correr.

– ¡Cómo se mueve la bailarina! ¿Te has fijado? – le dijo su madre.

Ebro sonrió satisfecho. Sus prácticas de baile habían tenido éxito, según veía.

– Demetrio, mira. Hay un paquete con nuestro nombre.

La abuela estaba agachada, pero no acababa de decidirse. Su marido se puso a su lado y alargó el brazo para cogerlo. Empezó a rasgar nervioso el papel. Era un marco de fotografía que estaba al revés. Le dieron la vuelta y nada más ver la foto, se abrazaron llorosos. Era una foto antigua. Había dos hombres jóvenes sonriendo. Estaban sentados. Uno tenía apoyada la cabeza en el hombro del otro. Y medio tapado por un abrigo, podían verse sus manos entrelazadas.

– Mirad, el tío Ernesto y Juan… que guapos eran… – dijo la abuela entre sollozos mostrando a los demás la foto.

– Y esta foto ¿Quién la tendría? – dijo el abuelo – el tiempo que estuve buscando fotos de ellos, y nunca encontré ninguna.

Quedaban dos paquetes.

Uno pequeño llevaba también el nombre de Enrique.

– Mírale, él tiene dos. Esto no es justo – se quejó en bromas Ebro – Ábrelo, pesao.

Enrique dudaba de abrirlo. Todos estaban pendiente de él y en ese momento esa atención le pesaba como una losa. El hecho de tener más regalos que los demás le abrumaba. Y eso era raro en él que siempre se estaba quejando de que Ebro era un “enchufado”.

– ¡Venga! – le animó su madre.

Y Enrique con un gesto rápido y brusco, rasgó el papel. Era una cajita de madera, que parecía tener muchos años. Y al abrirla, apareció un colgante de oro: una rosa.

– ¡Joder! – se le escapó a su madre – el que haya sido, menuda pasada.

– Hablas peor que tus hijos – le regañó la abuela acercándose para ver mejor el colgante.

Ebro se agachó para verlo de cerca, y comprobar que era el mismo colgante que llevaba el “Bello durmiente”.

– No esperes dormido toda una vida a que llegue tu Príncipe – le susurró a su hermano en el oído.

Enrique le miró desconcertado y un poco asustado. Estaba dispuesto a pelearse con su hermano, pero comprobó que no se estaba burlando de él. Ebro sin decir nada más, le cogió el colgante y se lo puso en el cuello.

– Te sienta muy bien, Kike – le dijo su abuela.

– Y queda el tuyo. Hala, como los importantes, el último. Como es el director…

Todos rieron la ocurrencia del abuelo.

Ebro cogió su paquete. Fue quitando el lazo despacio, con cuidado. Estaba nervioso por saber lo que descubriría. Viendo los regalos de los demás, se temía cualquier cosa. Daba vueltas a todo lo que había pasado en esos días, a sus regalos olvidados. Pero no veía nada, o recordaba nada.

Al final se decidió, y quitó el papel.

– ¡Un libro! Quién haya elegido el regalo, lo conoce bien.

Pero no era un libro normal. Encuadernado en tapa dura de tela, cuando Ebro lo abrió despacio, con sumo cuidado, empezó a sonar una música que no se sabía muy bien de dónde salía, pero que lo hacía.

– Es Bach – exclamó su abuelo.

– Pero ¿cómo suena?

– Es un libro mágico ¿es que no lo entendéis? – les dijo entre bromas Ebro.

– Y tiene un espejo en la contra solapa.

Ebro se miró en el espejo, y vio reflejado en él toda una serie de personajes de cuentos, de famosos, super-héroes. Casi todos con su cara. E imágenes de él, sin ser él. Al final, se quedó únicamente su reflejo, tal cual, desnudo.

Esta vez fue Kike, que era el único que había podido ver la sucesión de imágenes, el que se le acercó y le susurró:

– No esperes toda una vida a ser tú mismo y escribir tu libro, el libro de tu vida.

Se quedaron mirándose un rato

– Y saluda a tus amigos en la ventana – le indicó otra vez su hermano.

Ebro levantó la vista y pudo ver al Príncipe que rodeaba con su brazo al Bello durmiente al que le faltaba el colgante que ahora lucía Enrique; vio también al Paje perdido, al Mosquetero olvidado, a los músicos, a los enanitos, Fue a levantar la mano para saludarles, pero se dio cuenta que sus abuelos y su madre todavía estaban allí. Optó por sonreírles.

– ¿Y tú como sabes…?

Y su hermano como única respuesta, se encogió de hombros, sonrió y dijo:

– ¿Y ese chocolate abuela?

– Vamos, vamos, sí…

Ebro se retrasó del resto. Miró a la ventana. Solo estaba el Paje del Rey Persifo. Parsimoniosamente inició una reverencia, que Ebro imitó. Se sonrieron los dos, y el paje se dio la vuelta para irse.

– Ebro, ¿Vienes o qué? – gritó su madre desde la cocina.

– ¡Voy!

Y apagó la luz del salón, no sin antes echar un último vistazo a la ventana, y ver como el Paje se iba alejando de la casa. Ya podía volver a su tierra, porque había entregado los regalos perdidos.

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Sota una estrella de Sopa de Cabra. Versión de Gossos.

Los regalos perdidos. (2)

Entró de un salto, con su mazo en alto, y las piernas dobladas y en tensión, preparadas para saltar en cualquier dirección. Nunca lo había hecho, pero había soñado decenas de veces viéndose en el papel de héroe, supliendo a los personajes de los libros que leía o a los que él mismo se inventaba. O héroe de las situaciones que aparecían en las noticias, o en la vida…

Se fue incorporando poco a poco… no había nadie en el desván…

De repente, a su derecha escuchó el roce de una tela por el suelo… se giró y volvió a tensar su brazo, con su mazo en ristre, que había empezado a bajar instantes antes.

– ¡No te muevas! ¿Quién eres? – gritó a la vez que buscaba a tientas el interruptor de la luz.

Su voz temblaba. No era como lo soñaba, no era lo mismo cuando se imaginaba… y esa mierda de voz que le salía, que parecía cualquier cosa menos la de un héroe… ¡quién le iba a tener respeto con esa voz!

– ¡No me pegues!

Fue solo un susurro, pero eso le atemorizó un poco más. En su fuero interno esperaba que todo efectivamente fuera fruto de su imaginación y que esa sombra se diluyera como los ruidos antes. Pero parecía que todo tenía un algo de realidad…

– ¡Sal y que te pueda ver!

Esta vez controló mejor la voz, y al menos no tembló, aunque seguía sonando muy rara… ¿Por qué precisamente esa noche?

De detrás de una caja grande, al lado de donde estaba el escenario de los títeres que sus abuelos utilizaban para sus representaciones, salió una figura indeterminada, con una especie de turbante en la cabeza. Iba vestido con lo que parecía una capa.

– ¿Quién eres? – preguntó Ebro intentando mostrarse decidido.

– No te voy a hacer nada, baja ese martillo – contestó la figura con voz temblorosa – Por favor.

Ebro se giró buscando los interruptores de la luz que antes no había sido capaz encontrar, y los dio todos. Hasta entonces solo estaba encendida una bombilla justo en la puerta, la que siempre tenía su abuelo prendida para ver el último escalón que estaba detrás de la puerta. No es que fuera una luz cegadora, pero al menos las otras tres bombillas que estaban repartidas por la estancia dieron una ligera penumbra y le permitía ver con algo de claridad.

– Soy un paje de los Reyes Magos. Me he perdido… y estoy cansado… no quiero…

– ¡Un paje de los Reyes Magos!

Ebro había pronunciado esas palabras con sorpresa y estupor y una cierta dosis de cachondeo. Pensó que le estaba tomando el pelo. “Seguro que es un amigo de mi abuelo y me han preparado esta broma”. Caminó rápido para verle a la cara al supuesto paje perdido. Lo cogió de un hombro y lo empujó debajo de una bombilla. Pero no vio ninguna cara conocida del pueblo, ni ninguna cara de los nietos de los amigos de su abuelo, porque el paje era muy joven.

– ¿Qué años tienes, paje perdido?

– Los pajes reales no tenemos edad…

– Pareces un crío.

– Pues tú no pareces ser muy mayor – dijo con un tono medio ofendido el paje.

– Yo al menos sé los años que tengo, Paje perdido.

– Chico desconocido, yo al menos te he dicho quién soy – le dijo desafiante.

– Yo soy Ebro – contestó con aplomo – Tengo doce años. ¿Y cómo te perdiste?

– Iba a llevar estos regalos… – y sacó una saca de tela de debajo de la capa – pero me despisté, y… no puedo volver sin encontrar a sus destinatarios… me echaría la bronca y me quitarían del servicio del Rey Persifo.

– Los Reyes Magos no echan la bronca… ¿El rey Persifo? No hay ningún rey Mago que se llame así.

– ¡Huy! ¿Y quién ha dicho eso? También algunos pretenden decir que no existe ningún Rey Mago, pero eso es falso, claro está. El Rey Persifo es el Rey olvidado, pero existir, existe, como los otros tres y es el que hace el trabajo sucio, los otros son los relaciones públicas y se dedican a ir de cabalgata en cabalgata. El trabajo lo hace el Rey Persifo. Y tiene muy malas pulgas.

Ebro lo miraba escéptico.

– Ven conmigo y volvemos sin entregar los regalo, y ya verás… ya verás… – el Paje perdido movía su mano libre de arriba a abajo con rapidez.

– Es cierto – dijo una voz a su espalda.

Ebro se dio la vuelta y se volvió a poner en guardia. No necesitó ver quién era, puesto que ella, porque era una chica vestida de bailarina de ballet, parecía como si irradiara una luz que la hacía perfectamente visible.

– Soy la bailarina de la caja de música.

– ¿Y… ? – Ebro iba a preguntar, pero ella siguió hablando como si no hubiera dicho nada.

– Necesito una pareja para aprender a bailar. ¿Quieres bailar conmigo Ebro de doce años?

– Ebro Juvenal Ibarra, ese es mi nombre. – no le gustaba eso de “Ebro de doce años”

– Ebro Juvenal Ibarra ¿quieres bailar conmigo?

– ¡Yo no sé bailar¡ El paje… ¿Por qué no te enseña el paje?

– No, yo no… – el paje al intentar alejarse de la bailarina, se trastabilló con la capa, y cayó al suelo.

– ¿Ves como no puede ser el paje? – dijo ella mirándolo con desprecio – Los pajes reales solo sirven para acarrear sacas de regalos, y éste ni para eso.

El Paje perdido fue a protestar, pero Ebro habló antes:

– Pues yo soy un patoso al que nadie quiere en su equipo. ¿Y por qué eres una bailarina de una caja de música si eres humana? ¿Qué clase de…?

– ¿Dónde está el bello durmiente? ¿Quién es el dueño de esta posada?

– Éste, éste – el paje señaló a Ebro, mientras se guarecía detrás del teatrillo.

Un muchacho ataviado con el uniforme de los mosqueteros del Rey y con la espada desenvainada, miraba altivo y desafiante a Ebro.

– ¿Y tú quién cojones eres? – le espetó Ebro, al que la actitud del recién llegado, había conseguido sacar su orgullo oculto, a parte de que le había molestado que le interrumpiera su conversación con la bailarina.

– Soy René, el quinto mosquetero, el olvidado.

– ¿Otro olvidado? Además no hay un quinto mosquetero. Estoy precisamente leyendo su historia…

– Zagal, mi soldado no miente. ¿Cómo osas dudar de su palabra? Es el mosquetero del que nadie se acuerda, y punto.

Detrás del supuesto mosquetero, había aparecido un hombre con pose y vestimentas de Príncipe, cuando menos de caballero. Sus ropajes parecían de buen paño y cortados con destreza por algún sastre de fama.

– Busco al bello durmiente – el supuesto caballero intuyó que el zagal al que se refería iba a hacerse valer y se adelantó.

– ¿Quién coño… ? – Ebro recapacitó sobre todo lo que sucedía… parecía una broma pesada… – Esto es una broma… seguro. ¿Quién eres? – Le espetó con dureza al Príncipe, quién parecía tener más autoridad que el resto – Además, en todo caso será la bella durmiente, porque era…

– ¿Osas llevarme la contraria a mí también, descarado zagal? ¿Acaso piensas que no sé a quién amo, y a quién he buscado desde hace una eternidad? El Bello durmiente, el olvidado por los contadores de cuentos. Ese es mi amor, y quién hará florecer esta rosa – señaló el príncipe una flor ajada y seca que llevaba cuidadosamente guardada en una caja de cristal – cuando con un beso, logre que despierte y sonría.

El Príncipe bajó la cabeza y se giró ligeramente para ocultar la lágrima que había aparecido en su ojo izquierdo. “Un Príncipe no llora” le repetía su padre martilleándole la cabeza. Pero solo fue una gota de agua salada. Una.

– Bello príncipe – dijo melosa la bailarira – si me enseñas a bailar, yo te mostraré al Bello durmiente

– Mis bailes están ocupados hasta el fin de los días, bella dama. Pero mi guardián, el mosquetero olvidado quizás…

– Mi Príncipe sabe que mi corazón está comprometido con la bella Esmeralda…

– Este bello joven, seguro que se prestará a enseñarte a bailar – dijo seguidamente el Príncipe, buscando una salida a las necesidades de la bailarina, y de paso conseguir que le dijera el lugar en dónde el Bello durmiente, esperaba el beso reparador.

– Yo no bailo, y además…

– ¡Por favor! – suplicó la bailarina, que veía como nadie la iba a ayudar, y así, poder meterse en su caja de música y servir al fin con el que fue creada.

El Príncipe, viendo que Ebro no cedía, puso rodilla entierra, se quitó su sombrero mientras hacía un casi imperceptible gesto al mosquetero René para que le imitara, e hizo una fina filigrana en el aire con él, presentando sus respetos como si lo hiciera ante su Rey.

– Caballero, tenga a bien servir a esta bella dama, y de paso a este caballero desesperado que durante cientos de años ha recorrido el mundo en busca de su amor, el bello más bello del mundo, un alma pura dentro de un cuerpo perfecto y al que busco con ahínco… se me acaban las fuerzas, adalid de las causas perdidas… tienes un alma generosa, lo veo en tus ojos… préstanos este servicio, y serás recompensado.

– Yo no se bailar, soy un patoso… – intentó quejarse Ebro.

– ¡Mentira! – apuntó decidido el paje perdido saliendo de su escondrijo – Yo lo vi recorrer este palacio con agilidad desusada, y empuñar el mazo con habilidad y prestancia.

El Príncipe fijó su mirada en Ebro. Éste pasaba la suya de uno a otro, buscando una escapatoria a la situación… no quería bailar y menos delante de tanta gente.

– Yo te indico – se ofreció el Príncipe.

– Pero yo… – intentó disculparse de nuevo Ebro, pero la mirada de todos estaba fija en él y no se atrevió a continuar.

Soltó la maza que todavía sostenía con fuerza y se acercó a la bailarina que se puso colorada de la emoción y también un poco de la vergüenza. Tantos años de espera… por fin podría cumplir su misión en el mundo… la misión para la que fue creada.

El Príncipe indicó a Ebro que extendiera el brazo derecho hacia arriba y hacia un lateral, con la mano extendida hacia abajo. La bailarina posó su mano izquierda sobre la mano del joven, y de repente, en el escenario del teatrillo, aparecieron seis chicos con sus instrumentos, y empezaron a tocar.

– Y vuelta, y vuelta…

El Príncipe iba animando a los bailarines y estos poco a poco iban afinando el baile. Al principio se chocaron, se pisaron… “Perdona” decía azorado Ebro cada vez que pisaba a la joven y ésta le miraba con rubor, cerrando ligeramente los ojos, cada vez que era al revés…

La música cesó, y Ebro y la Bailarina de la caja de música se hicieron una pequeña reverencia mientras sonreían satisfechos y el resto de los asistentes prorrumpían en aplausos.

– ¡Bravo zagal! – arengaba el Príncipe que había olvidado por un momento sus ansias de encontrar al amor de su vida, en una historia olvidada por los contadores de cuentos.

Pero la bailarina no se había olvidado de su promesa, y con un gesto teatral, estirando el brazo lentamente, señaló al otro lado de la estancia, en donde en una cama con un dosel bermellón con finos bordados de motivos florales en oro y plata que se iba iluminando mágicamente, tapado por finas sábanas de seda, dormía plácidamente un bello joven de cabellos largos y negros. De su cuello y en una cadena de oro, exhibía una imagen también en oro, que representaba una rosa, con pequeños diamantes a modo de estambres.

“¡Cómo la rosa que lleva el Príncipe!, pensó ilusionado Ebro.

Todos pudieron sentir la emoción que de repente embargó al Príncipe y le vieron dirigirse hacia la cama, con paso calmo y tembloroso, muy alejado de la seguridad que había exhibido minutos antes al hacer su entrada en el desván. El miedo le atenazaba: miedo de que fuera una aparición creada por el hada malvada, la misma que había conjurado a las fuerzas del mal para que no pudiera vivir con su amor hacía no menos de 850 años.

Los músicos que no habían abandonado el escenario del teatrillo, tocaron a redoble.

– ¿A qué es bello mi amor? – dijo el Príncipe cuando llegó al lado del durmiente, quedándose arrobado contemplando sus facciones que debido al tiempo transcurrido, apenas recordaba. Delicadamente, recorrió con su mano enguantada, las suaves curvas de su rostro, sus pómulos, sus ojos cerrados, su frente, su mentón… sus labios. Estaba nervioso… “¿y si fallaba el conjuro y no se despertaba?” Moriría en ese instante, pensaba…

Ebro se conmovió con él. Recordó la historia de su tío abuelo Ernesto y de Juan, su amante. Veía como dudaba… como el miedo le atenazaba. El miedo al futuro, al rechazo, a tantas cosas… a no ser como lo había soñado durante una eternidad. Tuvo un arranque y se acercó a él. Le puso la mano en el hombro. Se miraron a los ojos. Ebro hizo un pequeño gesto como para invitarle a que le diera el beso. El Príncipe asintió levemente. Respiró profundo, y cerrando los ojos, se agachó. La bailarina de la caja de música se acercó también, y el mosquetero olvidado por los contadores de historias. Los músicos en segundo plano, cambiaron el redoble por una suave melodía que invitaba al amor.

.

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Lentamente se fue agachando. Su boca estaba seca, lo notaba. Pensó en beber un vaso de agua, pero… no se atrevió a romper el encanto. Posó sus labios resecos sobre la frente de su amado.

– ¡En los labios! – le indicó el Paje perdido del Rey Mago olvidado.

Volvió a respirar, se pasó la lengua por sus labios, en un vano intento de humederlos. Y con los ojos cerrados, besó sus labios suavemente.

En el desván reinaba el silencio. Los músicos cesaron su música. Todos contenían la respiración. Miraban.

De repente, la nariz del Bello durmiente, se movió ligeramente. Sus labios le siguieron. El cuerpo se fue poniendo en tensión, y al cabo de unos instantes eternos, sus ojos se abrieron al fin, despacio, deslumbrados por la claridad que irradiaba la cama.

La bailarina se tapo la cara con sus manos. Unas saladas resbalaron por sus mejillas. El Paje perdido saltó de alegría y el Mosquetero respiró profundo: el periplo había acabado. Ebro seguía pendiente del Príncipe, que por un momento estuvo a punto de desmayarse. Pero el chico lo evitó sujetándole por el brazo.

El bello durmiente miró. No vio nada más que a su Príncipe. Sonrió y se incorporó despacio… se miraron, sonrieron… nada existía a su alrededor… solo ellos dos.

– ¡Por fin, mi Príncipe! – dijo con voz temblorosa, ronca y aflautada a la vez. A Ebro le recordó su propia voz esa noche.

Y se abrazaron. Y se volvieron a besar. Y se miraban, y se abrazaron, y se miraban, y sonreían… Y en la mano del Príncipe revivió rutilante la rosa ajada de la caja que portaba en una de sus manos.

Unos enanitos que aparecieron por el escenario, les trajeron agua y alimentos. Los músicos tocaron bonitas piezas de fiesta, aplausos, lágrimas… la bailarina llevada por la emotividad del momento besó suavemente a Ebro en los labios, el Paje perdido saltaba, el Mosquetero bailaba… era una fiesta

Una explosión que venía del pueblo, hizo que Ebro se quedara parado de repente. Los demás siguieron con su celebración.

– ¡Mis abuelos!

De repente los echó de menos, y se sintió mal por haberles dejado solos.

– Me tengo que ir.

Y salió corriendo sin despedirse. Debía llegar a lo que llamaban la “segunda tirada”.

Bajó la escalera en una exhalación. Abrió la puerta de la calle y salió disparado. De repente se dio cuenta de que no se había puesto el abrigo, y volvió de nuevo. Todos sus nuevos amigos estaban en la escalera, sonriendo. Él fue a decirles algo, pero el Príncipe le hizo un gesto para que corriera.

Y él corrió. Ni siquiera cerró la puerta.

Quería ver los fuegos con sus abuelos. Si él estaba de fiesta, bailando y saltando con los amigos del desván, más lo debería hacer con las personas a las que quería. Debía hacer feliz a lo que más quería en el mundo, que era su abuela. Quitarla esa sombra que su negativa a acompañarlos le había dejado en su mirada. Corrió por el camino… allí les vio, bajo el soportal de la plaza.

– ¡Abuela! – gritó Ebro.

Ella apartó la atención de la conversación que estaba teniendo con una amiga y lo miró. El gesto triste que tenía cambió radicalmente cuando vio a su nieto correr hacia ellos. Su abuelo la apretó el brazo y sonrió también.

– Ven que va a empezar – le gritó ella haciendo gestos con la mano.

Otra explosión de una de las bombas anunciadoras. Solo quedaba una, pero ya estaba allí, al lado de sus abuelos.

Se abrazaron los tres. Ebro les besó con “besos de abuela”.

– ¿Qué ha pasado? – preguntó extrañado el abuelo ante semejante cambio en apenas una hora.

– Abu, estaba pensado que el día de Reyes, podríamos hacer una representación, como hacíais antes.

Su abuelo se quedó mirándolo más sorprendido aún por la respuesta de su nieto.

– Pero…

– Di que si abuelo, por fa – y Ebro puso esa cara a la que sabía que sus abuelos no se podrían resistir.

– Pero debería ser el día 5 para seguir la tradición. Y no tenemos tiempo de preparar nada, habrá que traer el teatrillo al salón del Ayuntamiento…

– Abuelo, si nos lo proponemos, saldrá bien.

– Pero tenemos que pensar una historia…

– Yo la tengo, abuelo – y Ebro se señalaba la cabeza con el dedo.

– Ya empiezan – gritó la abuela interrumpiendo la conversación, y mientras el tercer aviso subía al cielo y estallaba con un ruido sordo y atronador.

No duraron mucho, pero los disfrutaron. Eran fuegos sencillos, “caseros”, pero para ellos casi fue la mejor sesión de fuegos en mucho tiempo.

Y luego vino el baile.

Y el nieto sacó a bailar a la abuela.

– ¡Estás más alto! – dijo en un momento su abuela.

– ¡Qué va abuela!

– Estás cogiendo catarro, tienes la voz rara.

– Será la pólvora – y se encogió de hombros.

Pero la abuela estaba segura de que Ebro estaba más alto que cuando le besó al despedirse de él en casa. Y que tenía la voz distinta. Todo en apenas una hora.

Los regalos perdidos (1)

Hacía ya un rato que la primera tanda de los fuegos artificiales parecían haber acabado. La noche había recuperado el silencio que se la presupone, y más si estás en un pueblo pequeño.

La segunda tardaría aún una hora.

Su abuela se había enfadado porque no había querido ir con ellos al centro del pueblo. Allí, todos los vecinos y sus familias se juntaban para hacer su particular despedida del año. Un niño vestido de ángel, golpeaba con un mazo el gong artesanal, al que algunos mal pensados y con poco sentido del humor hubieran llamado: “paellera”. Después, la primera tanda de fuegos. De los que se compran en las tiendas. “De los caseros” como decían algunos, para dotarlos de cierto empaque.

Y a la una, la segunda tanda, por lo de Canarias y por aquellos que preferían ver la televisión comiendo las uvas.

Y luego el cava, el baile, las risas, los ligues, los chicos corriendo por el pueblo…

A Ebro no le apetecían todos esos fastos y divertimentos. Precisamente, si se había decidido a pasar el fin de año con sus abuelos, era por escapar de la asfixia a la que su madre le había querido someter, y el hecho constatable de que el año anterior lo había conseguido. Parecía empeñada en que ni él ni su hermano Enrique sintieran en nada que sus padres se habían separado. Les programaba infinidad de cosas divertidas, maravillosas, rodeados de amigos, de familiares, de regalos… Lo que habían conseguido es que su hermano se hubiera buscado un viaje a Alemania con cualquier excusa y que él se hubiera decidido por visitar a los abuelos desde el 28 de diciembre hasta que tuviera que volver a las clases.

Sus viejos se habían divorciado y ya estaba. Punto. Estaba superado… y esa ilusión, la de que siguieran siendo una familia feliz y unida, ya estaba encerrada en “El baúl de los sueños perdidos”. “No problem” le decían los dos a su madre cuando volvía con la matraca. Ebro y su hermano Enrique, era de hecho, en lo único que estaban de acuerdo. El resto de temas o situaciones que compartían variaban entre la indiferencia supina y la pelea a puñetazos eso sí, la mayor parte de las veces verbales.

Su madre no entendía nada. Miraba a su hijo y pensaba que su melancolía era debida a eso. Estaba tan centrada en asumir que su matrimonio había fracasado, que se creía que eso mismo, lo que a ella la agobiaba, era lo que preocupaba al resto del Universo. Pero éste era demasiado grande para que ese nimio problema de uno de sus habitantes, fuera lo que apesadumbrara al resto de sus moradores.

Ebro se volvió a sentar en la butaca al lado de la chimenea. Los reflejos de las llamas jugaban con las sombras de la noche, formando curiosas figuras, como si fueran un ballet y estuvieran interpretando “El lago de los cisnes”.

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Ebro había empezado a estudiar música ese año. Solo llevaba unos meses con el solfeo. Posiblemente estudiaría violín. Su madre le decía que era mejor que aprendiera a tocar la guitarra, porque luego en las fiestas, con los amigos, era como más «cool» que tocara un par de canciones a la guitarra, que eso levantaba cualquier fiesta y le haría popular. Pero él pensaba tocar bellas baladas irlandesas o gallegas, en las que el sonido desgarrado del violín, penetraría por cada uno de los poros de los que estuvieran escuchando. Aunque alguna vez se había visto en sus sueños tocando la trompeta y levantándose como en las orquestas esas americanas. Incluso a veces se había visto tocándola con sordina…

Además, Ebro no tenía amigos ante los que tocar, ni guitarra, ni violín. Ni siquiera trompeta, la cual armaba demasiado estruendo para estar practicando a todas horas. Entonces, no debía preocuparse porque fuera mejor recibido entre sus amigos con una guitarra que con un violín.

– Violín – le dijo seguro a su madre, llevándola una vez más la contraria. Su madre refunfuñó y volvió a pensar que su hijo tenía esa actitud por el divorcio.

Ya habían pasado tres años desde que se encontrara con “El baúl de los sueños perdidos” en el desván de sus abuelos. Aquello fue una liberación, pero solo momentánea. Luego se dio cuenta de que otras muchas cosas aturdían su ánimo. Y ya no podía guardarlas en otra piedra. A parte de que pensaba que no eran “guardables”.

Al final del pasado curso, el profesor de lengua lo felicitó por una redacción que había escrito. Era de tema libre, y él había sido tan libre con el tema, que simplemente se había dejado llevar. Le mandó que la leyera delante de toda la clase, para que sus compañeros aprendieran “cómo se escribe”. Eso sí, después lo llamó a su despacho, porque estaba preocupado por las cosas que decía en ella. “¿Te pasa algo?” le preguntó sinceramente interesado. Él lo negó, puso su mejor sonrisa, y dijo que todo era imaginación. “¿Y en qué te basaste, Ebro?” “En un chico del barrio” contestó rápidamente Ebro. Su profesor sabía de sobra que no tenía amigos en el cole, así que era fácil suponer que en el barrio tampoco. Que jugaba de vez en cuando con algunos, pero eran relaciones sociales. No pegaba con sus compañeros. Así que dudó inmediatamente de lo del “amigo del barrio”. El profesor no se rindió, y le preguntó si le acosaba alguien, o si el divorcio de sus padres… “otra vez el divorcio de mis padres” pensó Ebro, sin atreverse a exponer en voz alta su hastío por el tema. Ebro sonrió de nuevo a cada posibilidad que apuntaba su profesor de lengua, hasta que éste desistió, al menos en ese momento. Ebro sabía que no lo había convencido. Pero le dio igual. Y era consciente de que el profesor lo seguía con la vista cuando lo veía en el patio, o en los pasillos.

Así que el único momento en el que se sentía a gusto, comprendido, sin necesidad de fingir, era en los brazos de su abuela, sobre todo cuando llegaba al pueblo. Y cuando su abuelo, más estoico en los saludos físicos, lo miraba de esa forma especial. El abuelo pensaba que si lo besaba o lo abrazaba, él se sentiría mal, como casi todos los chicos de su edad. Y de hecho, con los demás así era. Hacía años que no se había dejado besar por ninguno de sus padres, por ejemplo. Pero con sus abuelos era diferente. Ahora, ahí, sentado en su butaca, con “Veinte años después” abierto boca abajo, sobre su regazo, recordó cuando el abuelo fue a buscarlo al autobús. Cómo le puso su mano en el hombro y lo miró de esa forma… Ebro se abrazó a él, y le dio tres besos seguidos en la mejilla, como siempre hacía cuando era más pequeño. Su abuelo lo abrazó entonces con decisión, y eso sí, ya no le pudo besar en la coronilla, porque había crecido mucho. Era muy alto para su edad y aunque el abuelo todavía era unos centímetros más alto, no le daba para darle un beso en la coronilla. Se los tuvo que dar en la mejilla.

– ¿Vas a jugar al baloncesto? – le dijo sonriendo cuando rompieron de mutuo acuerdo su abrazo.

– He empezado sí. Pero soy muy patoso. No te rías abuelo – se quejó Ebro ante la cara de mofa que puso.

– Eso es hasta que te acostumbres a tus nuevas medidas. Si cada mañana cuando te levantas te encuentras con medio metro más de pierna, es normal que no atines…

– ¡Exageraoooo!

Ebro se encogió de hombros mientras sonreía y miraba a su abuelo.

Y llegó a casa, y su abuela lo estrujó entre sus brazos y lo comió a besos, besos de abuela. Muchos, seguidos, con breves paradas para echarle un vistazo e ir comprobando los cambios desde la última vez. “Está más alto y más fino” “Le han empezado a salir espinillas en la barbilla” “La nariz le está cambiando de niño a hombre”… “Y esa tristeza sigue ahí, dentro, más intensa incluso”. La abuela era capaz de ver todo eso entre tandas de besos. Y algunas cosas que se callaba.

– Mañana pan de hogaza tostado, con mantequilla para desayunar.

– ¡Bien abu! ¡Te quiero tanto! – y Ebro aprovechaba para volverse a abrazar a su abuela, estrujándola ahora él a ella.

Allí, en su habitación, le esperaban como siempre los nuevos libros. Ellos sabían que le gustaba leer, así que cada vez que iba al pueblo, le regalaban libros. Esta vez había tocado Dumas. Le gustaban esas historias de aventuras, de espadachines, o piratas… para la siguiente vez, el abuelo le había dicho que a lo mejor, el “duende de los libros”, porque según él no eran sus abuelos los que le ponían los libros en la mesilla, le dejaban alguna novela de barcos, las de Patrick O’Brien, “Master and Commander” y las siguientes.

– A lo mejor – dijo nuevamente su abuelo, dándole un pequeño coscorrón.

Pero hoy, Nochevieja, su abuela se había enfadado con él. Y estaba un poco triste por ello. Y así se habían ido los dos hacia la plaza del pueblo. Al menos pudo convencerlos de que se fueran. La abuela era remisa, pero el abuelo, la convenció de que le dejaran solo.

Pero es que no le apetecía ir a la plaza a tener que fingir de nuevo. Ninguno de los chicos del pueblo tenían nada en común con él. No se sentía a gusto jugando a las consolas, o al fútbol. Si acaso les hubiera gustado el baloncesto… pero además él se sentía muy torpe ahora, y no le apetecía que se rieran de él por lo patoso. No le apetecía que se enteraran sus abuelos, y pensaran que tenía un nieto medio bobo. Porque otra de las cosas que más le gustaban del pueblo y sus abuelos, es que estos no le veían en situaciones comprometidas, en las que su dignidad se pusiera a prueba.

Se movió en la butaca para cambiar un poco de posición. Pero al hacerlo, no se dio cuenta y el libro que estaba leyendo se cayó al suelo haciendo mucho ruido. Rápido, se agachó sin levantarse de la butaca para recogerlo. Cuando lo tenía en las manos, escuchó un ruido parecido al que había hecho el libro al caerse unos instantes antes. Miró a su alrededor un poco asustado, pensando que ya había roto algo que había golpeado sin darse cuenta, como muchas veces en los últimos tiempos. El “medio metro” de más que decía su abuelo.

Pero no vio nada.

Se volvió a recostar en la butaca, y retomó la lectura, aunque en realidad estaba atento a lo que sucedía a su alrededor…

Athos reflexionó algunos segundos, y comprendió el artificio de Artagnan, que habiéndose adelantado mucho al principio…”

Pero Ebro era el que no se había dado cuenta del artificio ni de Artagnan, ni de Aramis, o de Mazarino, o de la princesa de Éboli. Volvió atrás, y empezó a leer… pero entonces escuchó un ruido como de pasos…

– ¿Abuelo? – preguntó titubeante. – ¿Abuela?

Pero nadie respondió. Ebro podía escuchar perfectamente el crepitar de la chimenea. Sin dejar de mirar a su alrededor, vigilante, hizo como si se metiera en la lectura de su libro otra vez:

Athos obedeció haciendo una cortesía. El lacayo iba a retirarse, más una seña de Athos le obligó a detenerse”.

Ebro soltó el libro y soltó un pequeño grito. Lo había oído perfectamente. Una persona estaba andando por la casa. El libro cayó otra vez al suelo, y el ruido que hizo fue seguido por otro parecido, casi como si fuera el eco. Pero en esa casa no había eco.

– ¿Quién está ahí? – gritó titubeante – ¡No me hace ni puta gracia la broma! ¿Abuelo?

Ebro se estaba enfadando. Se sentía indefenso, inútil. Pensaba y pensaba… quizás era su hermano que había venido y no se había enterado y le estaba tomando el pelo. Enrique iba a ir unos días antes del fin de las vacaciones.

– Sí eres tú, Kike, maldita la gracia.

Pero nadie respondía.

Ebro decidió que tenía que sobreponerse.

– Eres idiota, Ebro – se decía en voz queda una y otra vez – siempre soñando que eres un héroe, y ahora estás cagado.

Poco a poco salió del refugio en el que se había resguardado sin querer: detrás de la butaca. Fue caminando casi de puntillas hacia el otro lado del salón. Al pie de la escalera, se quedó escuchando atentamente. Parecía que del piso de arriba venía un ruido como de un carrusel antiguo, o como si fuera una caja de música… como la de su madre…

 

Ella tenía una en su habitación. Cuando tenía apenas 6 años se solía colar en el cuarto de sus padres para escucharla una y otra vez. Se tumbaba en la cama, abría la tapa… y… cerraba los ojos.

Ebro volvió a dar un pequeño grito. Claramente, había oído algo que caía al suelo en el piso superior y se rompía. Echó a correr escaleras arriba; recorrió todas las habitaciones sin apenas respirar… abriendo puertas, encendiendo todas las luces… pero allí no había nada fuera de lo normal.

Empezaba a temblar sin poder evitarlo. Su arranque de valentía había acabado tan de repente como había empezado. Volvió a la escalera, y se quedó quieto mientras intentaba recuperar la respiración. Prestó otra vez atención, pero no se oía nada.

Fue recuperando la tranquilidad y volvió a pensar que todo eran imaginaciones suyas. Se sonrió al imaginarse unos minutos antes, corriendo atemorizado por toda la casa de sus abuelos.

– Ebro, estás un poco pallá – se dijo entre risas nerviosas.

– Estás un poco pallá – repitió un poco más alto.

Su voz sonaba distinta.

– Estás un poco tonto.

Se encogió de hombros pensando que le estaría cambiando ya la voz. Era un poco más grave, pero sonaba como si tuviera un pito en la garganta.

Empezó a bajar las escaleras hablando consigo mismo en voz alta, para escucharse. “O a lo mejor ha sido el susto, o que estoy cogiendo catarro”.

– ¡Pum!

Se quedó entre dos escalones. Otra vez callado. Los músculos en tensión, y su corazón empezó a golpear otra vez fuerte en su pecho. Retrocedió lentamente, intentando no hacer ruido. Ahora era claro que el ruido venía del desván. Desde aquella vez que tuvo el encuentro con “El baúl de los sueños perdidos”, no había vuelto a subir. Ni se le había pasado por la cabeza. Cuando iba a pisar el primer peldaño de la escalera que le llevaría al desván, vio el bastón que su abuelo cogía a veces cuando iba a caminar campo a través. Sin dudarlo, lo cogió. Lo empuñó con decisión como lo había hecho con un bate de béisbol, aquella vez que había acompañado a su hermano al entrenamiento del equipo al que se había apuntado hacía un par de años.

Subió despacio, echando hacia atrás el bastón, preparado para asestar un golpe fuerte a quien quisiera que estuviera rondando por allí. Mientras, iba imaginando que eran unos ladrones, y que su actuación le granjeaba la admiración de sus abuelos, y de sus padres, y que su hermano, por una vez, no lo miraría como a una rata molesta que había venido al mundo a quitarle el trono de rey de la familia. Les perseguiría por toda la casa, porque intentarían escapar, pero él conseguiría detenerles golpeándoles en las piernas, y al último, lo derribaría tirando el bastón contra sus piernas y conseguiría que se trabara y cayera al suelo. Le pediría clemencia… era un hombre rudo, con la cara picada de viruela, a medio afeitar, y le faltaba un ojo que lo había sustituido por una canica de varios colores…

Ya había llegado a la puerta; respiró profundamente, puso la mano izquierda en el pomo, y con la izquierda blandía lo que en su imaginación había pasado a ser un mazo digno de los gladiadores que salían a morir al circo romano. “Vas a morir” murmuraba entre dientes, metido de golpe en el papel de gladiador desafiante.

Contó en voz queda:

– Uno, dos y…

El tres le costaba un poco… pero respiró profundo y…

– ¡¡Tres!! – gritó en voz alta a la vez que abría de golpe la puerta.

La vida es sinuosa, impredecible (2).

La vida es sinuosa, impredecible (2).

La vida es sinuosa, impredecible.

Las personas paseamos por ella, a veces tristes, a veces alegres, unas veces sabiendo lo que hacemos y dónde estamos, y otras sin querer saber. Unas veces intentamos olvidar, o no recordar lo que nos deparará el futuro, y por fin, otras veces, no queremos mirarnos en el espejo de nuestro juicio, para no enturbiar la imagen que nos hemos ido forjando de nosotros mismos.

Unas veces sabemos, y otras, cualquiera que nos mire en cualquier cafetería, mientras tomamos un café con leche, corto de café, si nos mira de aquella manera, sabrá más de lo que nosotros queremos conocer.

Levanto un momento la mirada del portátil, y repaso las personas que están sentadas a mi alrededor. La señora de la cartera y la foto de sus hijos en ella, da vueltas a su café como todos los días. Hoy todavía no ha hecho la tarta a su hija, ni posiblemente la hará. Hoy está más triste que de costumbre. No ha dormido ni siquiera diez minutos en toda la noche. Tiene ganas de morir, pero ni eso sabe hacer a estas alturas.

Una chica joven entra en la cafetería. Se sienta en la mesa de la ventana. Abre su bandolera, y saca un cuaderno con sus apuntes de econometría. Tiene examen dentro de dos días, y todavía no ha empezado siquiera a leer. El camarero se acerca, y le pide un café bien cargado: tiene que estudiar, le dice sonriendo al camarero, un chico joven, no más de 20 años. Éste se pone colorado. Ella piensa que le gusta.

Le lleva el café saltándose otros pedidos anteriores. Y le pone un platito con pastas, el doble que a cualquiera. Sonríe: el doble que a cualquiera.

La chica sonríe coqueta. Le da las gracias coqueta.

La pareja de la mesa de al lado se enfada con el camarero: “ellos estaban antes”. Le llaman la atención, no de muy buenos modos, por cierto. A sus cuarenta años, hace tiempo que olvidaron las miradas cómplices, y las ganas de vivir y de conocer gentes. Y no recuerdan ya, como es sentirse enamorados. Se casaron hace ya quince años, y hace diez que no se soportan. Tuvieron el primer niño, porque creían que iba a ser algo para toda la vida. Tuvieron el segundo, para hacer la parejita. Salió chico también, lo cual jodió sobremanera al hombre, porque quería tener una niña. Al tercero lo tuvieron para arreglar su matrimonio, que parecía que se iba a la mierda. Otro chico. Y al cuarto, lo tuvieron apenas hace tres años, en una noche loca, en la que el alcohol hizo su trabajo, y ellos el suyo. Otro chico.

Igual que no supieron tener a sus hijos, no saben como hacer que la vida sea un poco más agradable para todos. Y como ellos no saben ser felices, quieren que los demás no lo sean tampoco. No, no es eso. Lo que les pasa en realidad es que no quieren que el resto de los animales racionales o no, sean felices a su paso, para no recordar su propio fracaso.

Su hijo mayor es homosexual. Todavía no lo sabe casi ni él. Y cuando lo sepa, tampoco se lo contará a sus padres, porque ya hace tiempo que dejó de contarles nada. Su hermano de trece, dejó de invitar a sus amigos a casa, cuando tenía diez: le avergonzaban las discusiones de sus progenitores. El de siete, es un adicto a los juegos de la Play: está mejor ese mundo que el que le tocó vivir.

El de tres, llamó papá a su hermano mayor, antes de darse cuenta, que solo era su hermano.

El camarero apenas tardó un par de minutos en llevarles sus cafés: un manchado, y un cortado, con gotas de coñac.

La señora se quejó de que estaba muy cargado.

El señor se quejó de la “mierda de coñac que le había puesto”.

El chico bajó la cabeza, otra vez colorado. Les ofreció traerles otros cafés, pero la pareja no quiso. Total iban a estar igual de malos. “No volvería a ese antro” dijeron los dos casi al unísono, mientras miraban con asco y desprecio al chico de casi veinte años, y que se ganaba la vida como camarero, desde los 16, porque sus padres murieron en un accidente. El camarero buscó el apoyo cómplice de la chica de los apuntes de econometría, pero ella pasaba del tema, y miraba por la ventana, pensando en como decir a su novio, que le gustaban las mujeres, y que había empezado una relación con su prima Herminia. A sus 23 años, se había dado cuenta, así de repente, que le gustaban las mujeres. De que no le gustaba la carrera que estaba estudiando, se dio cuenta dos años antes de empezarla. Pero a su padre le hacía ilusión. A su madre, no, porque sabía que eso no le gustaba a su hija, pero como siempre decía ella, con una alegría igual de contagiosa que falsa: “No hay duda de que eres hija de tu padre”. En realidad su madre siempre se había sentido excluida de la vida de su hija. Y le dolía más, porque su marido nunca tuvo ninguna intención siquiera de conocer mínimamente a la niña. De ello habían hablado muchas veces al irse a la cama, pero siempre acababan igual: una girada del lado derecho llorando en silencio, el otro leyendo el Marca del lado izquierdo de la cama, con cara de saber y de conocer, y de dominar.

La pareja cabreada de los cafés, llamaron de nuevo al camarero. Lo hicieron con esa palabra mágica y que a los camareros les suele causar inmediatamente unas ganas irremediables de dar una patada en los miembros de los que las pronuncian: “¡Chico, eh!”.

El camarero iba a ir a atenderles con su habitual diligencia, pero su jefe, que había visto la escena anterior, le hizo un gesto y fue él mismo hacia la mesa. La pareja aprovechó para quejarse del niñato ese que tenía como camarero, y que lo mejor que podía hacer era despedirlo. Precisamente no lo hicieron en voz baja, sino que lo hicieron en un volumen lo suficientemente alto para que el camarero supiera lo que estaban diciendo. El camarero, y el resto de la gente que había en el establecimiento. Darío, que así se llama el camarero, empezó a ponerse nervioso por los comentarios que escuchaba. En realidad lo que le pasaba era que no estaba acostumbrado a ser el centro de atención, y ahora, gracias a esos señores, toda la cafetería le miraba: unos con pena, y otros con asco, porque pensaban que si esos señores hablaban así, sería por algo. Un señor todo trajeado, incluso, llegó a despedirse de él, cuando pagó su zumo de naranja, porque pensaba que después de eso, el jefe le echaría.

El jefe escuchó la retahíla de la pareja enfadada. Les invitó a las consumiciones.

Darío estaba al borde del llanto: necesitaba ese trabajo. Le gustaba, y él estaba convencido de que lo hacía bien. Y no se esperaba que su jefe le desautorizara de esa manera. Para él su jefe no era solo eso, jefe. Era un amigo, un apoyo. Un padre sustituto.

El jefe volvió a la barra. No dijo nada.

La pareja seguía hablando de lo inútil del camarero. En voz alta. Para que todos escucharan.

El jefe llenó de café el mando. Puso dos tazas debajo. Una la quitó después de que solo cayeran unas gotas de café. Calentó la leche hasta que casi hervía. Para el manchado. Cogió una botella de coñac, Magno, para el “con gotas”.

El camarero fue a atender a unos chicos que habían entrado, echándole huevos, porque se le notaba en la cara que tenía la mismas ganas de atender a nadie en esos momentos, que de pillarse la lengua con el quicio de la puerta de la cocina.

El jefe puso las tazas en la bandeja. Cogió dos azucarillos y dos cucharillas. Dio la vuelta a la barra y salió por el lateral. Apoyó la bandeja en su mano izquierda y fue hacia la mesa de la pareja. Puso el manchado delante de la señora y el café con gotas de coñac, Magno, delante del señor. Los miró expectantes mientras echaban el azúcar y daban vueltas al café. La señora probó el café primero. Dijo “esto es otra cosa”. El señor probó después. Miró al dueño e hizo un gesto inequívoco levantando el pulgar de su mano derecha haciéndole ver que el café era de su gusto.

– Me alegra que les haya gustado el café que les he preparado.

– Estos sí son buenos cafés – dijo el señor.

El dueño se fue a dar la vuelta para dirigirse otra vez a la barra. Sólo dio dos pasos y reculó.

– Lo que no entiendo… es como estos cafés que les he preparado les han gustado tanto y los anteriores, que también los he preparado yo, no les han gustado nada. Porque… el camarero no les ha preparado los cafés, solo los ha traído.

El dueño apoyó la bandeja sobre la mesa y se apoyó sobre ella, inclinándose hacia delante para estar más cerca de la pareja. Miró primero a la señora. Después miró al señor. Ellos se miraban entre sí, sin saber muy bien que decir. Estaban desconcertados por la actitud del dueño de la cafetería. El cliente siempre tiene la razón, pensaban, y ellos debían tener razón. Eran los clientes y ese señor, era el dueño. Debía darles la razón.

En un movimiento rápido, y sin que nadie de los que estaban observando la escena se lo esperara. Miguel, que así se llamaba el dueño de la cafetería, metió su mano por debajo del platillo del café de la señora y levantó la mano. Apenas unos segundos después hizo lo mismo con el café del señor. Con tal mala suerte que el café, y la taza y el platillo cayeron sobre su regazo, manchándoles lo que se suele llamar por pudor, “las partes bajas”.

Tanto ella como él reaccionaron instintivamente levantándose y sacando culo, o poniéndolo en pompa, como dicen algunos por ahí, intentando separar la ropa de su cuerpo, ya que era evidente que el café estaba caliente, “muy caliente”. Le miraban con cara de estupefacción. Miguel les miraba alternativamente, impávido.

-A estos cafés también les invito yo – dijo sin siquiera pestañear.

La clientela de la cafetería miraba con sorpresa y en silencio la escena. Darío, el camarero que seguía colorado, y que había entrado en la barra para poner el pedido de los jóvenes que habían entrado los últimos, se había girado al escuchar el silencio repentino que había llenado el establecimiento. Su jefe iba hacia él, sonriéndole, aunque de repente se acordó de una cosa y volvió sobre sus pasos nuevamente:

-Les agradecería que no volvieran otra vez por aquí. No me gustan las personas que no saben respetar a la gente que trabaja conmigo igual que me respetan a mi.

Darío metió la jarra con la leche en la boquilla para calentarla, la chica que estudiaba econometría guardó sus apuntes en la mochila y se levantó para irse. El grupo de los chicos del fondo que esperaban sus consumiciones volvieron a su conversación, la señora de la foto en la cartera que había salido unos minutos antes volvió a entrar. Traía una bandeja en sus manos, se dirigió a la barra y se puso a la altura a la que estaba el camarero.

-Darío – llamó la señora.

Mientras éste se volvía, la señora apoyó la bandeja en la barra.

-Ayer hice una tarta de chocolate blanco. He pensado que te gustaría comerla de postre.

Darío sonrió sorprendido mientras la señora se giró y fue a sentarse a su mesa de siempre, en donde había dejado antes su café a medias, al cual siguió dándole vueltas como si nada hubiera pasado.

Darío miró como la chica que estudiaba econometría, salía por la puerta, y se lamentó con una mirada silenciosa, que se le hubiera escapado, hoy que se había decidido a preguntarle por un chico que la acompañaba a veces, y que le gustaba. Porque a Darío le gustaba ese chico, no la que estudiaba econometría. Pero era tímido.

Pero al menos podría llevar a casa parte de la tarta de la señora, y compartirla con su hermano pequeño, al cual adoraba y mantenía desde que sus padres murieron en ese accidente, cuando él tenía 16 años, y dejó de repente la juventud y la adolescencia para otra vida.

Entran los chicos serios del otro día, justo cuando la pareja del café en sus partes salen sin que nadie les mire siquiera. Hoy vienen un poco menos serios, y un poco más sociables. Pero por hoy ya es suficiente. Se sientan en la mesa de la ventana, la misma de la que pocos minutos antes se había levantado la chica de la econometría. Pero hoy no toca hablar de ellos.

Espera, se dan un pico.

Parece que empiezan a saber por qué se quieren.

El camarero les mira con envidia; él quisiera hacer lo mismo con el amigo de la de econometría.

Pero todo esto será otra historia. Quizás la escribas tú, o a lo mejor lo hago yo.

O tú escribirás sobre mí, cuando me veas caminar por cualquier calle del mundo, con mi pañuelo cubriendo mi pelo, y mi bandolera colgando.

Y eso será otro día: “El día”.

¿Qué día preguntaréis?

Pues el día del amor fraterno, el día de la tarta de Frambuesa, o de la de chocolate blanco. El día del respeto, o el día de “Me cagüen to”. O el día en el que tú y yo, nos miraremos a los ojos, y nos digamos: “te quiero”.

La vida es sinuosa, impredecible (1).

La vida es impredecible. Nunca sabes por dónde te va a sorprender. Lo que ayer era blanco, hoy puede ser negro. Los amigos de hoy, mañana podrán chocarse en una estrecha acera, y hacer que nunca se han conocido, ni tomado un penúltimo chupito a las 8 de la mañana, en la playa, los dos desnudos y contando entre risas su última aventura amorosa.

Hoy puedes tener la vida solucionada, y mañana tener problemas para comprar un kilo de macarrones que te permitan comer durante toda la semana, con un poco de salsa de tomate, para darles color.

Hoy puedes estar a punto de morir. Y ayer reías feliz con tus amigos.

O puedes volver a notar que tu corazón bombea sangre, después de pasear tu cadáver por la vida durante 40 años.

Me gusta observar a la gente. Puedes imaginarte muchas cosas. Ahora por ejemplo, tengo delante de mi a dos chicos. Miran distraídamente por la ventana, uno; el otro, tiene la vista perdida en el suelo. Llevan sentados media hora sin apenas decir palabra. Ayer a lo mejor hablaban interrumpiéndose continuamente el uno al otro, de tantas cosas que tenían que contarse. Reían, bromeaban el uno con el otro. Se contaban sus secretos, y también lo que habían leído cuando fueron a ver libros al mercadillo de los domingos. Pero hoy, no tienen nada que contarse. Y sus caras indican que no lo van a tener en un futuro cercano. Sus silencios no son enriquecedores, son asesinos.

Una señora está sentada en una mesa apartada. Pelo lacio, canoso. Su media melena la recoge con un par de horquillas a los lados, que dejan a la vista sus orejas. Piel aún tersa, aunque no puede disimular los años, ¿60? Tiene un aire señorial en la pose, aunque nada de sus complementos, ni de su ropa, ni de su aliño, la acompañan. Abre su cartera y mira una foto. Una chica joven, y un chico. Sonríen. Ella está en medio. Sonríe también. Ellos apoyan su cabeza en la de ella. Eran jóvenes, felices y todavía la querían. Son sus hijos. Él murió hace un par de años de sobredosis. Ella se fue lejos ante la imposibilidad de volver a mirar a la cara a su madre de tantos reproches.

La señora murió un poco ese día en que un psicólogo del hospital la llamó para avisarla. Desde ese día, ella repasa en esa esquina, la vida que no tuvo con sus hijos. Las veces que le pidieron que les hiciera ese pastel que tanto les gustaba, de chocolate blanco, pero que ella, ocupada en sus relaciones, en su vida, en los amigos, en la ropa, en sus joyas, no les hizo. Cuenta los días en que vio a su hijo triste y preocupado, porque ella lo notaba, porque esas cosas las nota una madre, pero que pospuso el preguntarle, el hablar con él, el abrazarle, aunque la rechazara, “qué pesada eres mamá”, porque ella sabía que aunque le dijera eso, su hijo lo necesitaba, necesitaba ese abrazo, porque esas cosas las nota una madre. Cada día recuerda, dando vueltas al café, en esa mesa apartada, la primera vez que vio esa expresión de odio de su hija, de culpabilidad. Y cada día algo se rompe en su espíritu.

La señora ya no tiene vida social, ni se pone joyas, ni se pinta los labios con ese rojo pasión que desde niña le había gustado. Ya no tiene a quién hacer el pastel de chocolate blanco, que tantas veces evitó hacer. Aunque ahora, todos los días hay una tarta de chocolate blanco encima de la mesa de la cocina de su casa, y otra tarta en la basura, intacta, perfecta, al lado de las hojas feas de lechuga que todos los días quita, para hacer la ensalada que es su casi único alimento.

La señora un día vivía, pero ya solo es un muerto que anda, hace tartas, toma un café sentada en una esquina de la cafetería de enfrente de su casa. Y come ensaladas.

Su hija se fue. Ella espera que vuelva. Es su esperanza para dejar de estar muerta.

Dos chicos entran. ¿22 años? El rubio empuja al castaño. El castaño se da la vuelta y le levanta la mano haciendo amago de darle un golpe en la espalda. Pone cara de enfado, pero es pura comedia. El otro pone cada de miedo, pero es puro teatro.

Se sientan. El castaño pasa la mano por la cara del rubio. El rubio la aparta enfadado. Pasan dos minutos. El rubio pasa la mano por la cara del castaño. Éste se enfurruña: pura comedia. Ríen, hablan atropelladamente. Los chicos de la mesa de al lado, los callados, les miran con envidia. El que miraba a los pies se levanta, y coge sus cosas. El que miraba por la ventana, le imita. Se miran de reojo, y se van cabizbajos. Uno de ellos mira de reojo a la pareja que acaba de llegar. Una nube de envidia empaña su mirada.

Los chicos parlotean. Siguen con sus juegos, con sus roces, se pegan, se ofenden, y vuelven a empezar. Se miran. Hablan de sus ligues. El rubio echa en cara al otro que está colado por Adrián. El castaño contraataca, y le pica con Lázaro. El castaño aprieta la cara del rubio, y éste le golpea suave en el estómago.

Ellos no lo saben, pero mañana, serán pareja. Una mirada me hace cambiar el diagnóstico: sí lo saben, pero no quieren saberlo. ¿Contradictorio? Como la vida misma.

Y quizás pasado mañana, el rubio y el castaño salgan cabizbajos de esta misma cafetería, cuando una pareja como ellos hoy, entre alborotando, y se sienten en la mesa que hoy ocupan.

Pero sabes, mi amor, los chicos que se fueron con el rabo entre las piernas, mañana, volverán a ser felices. Lo he visto en sus ojos al irse. Porque se quieren. Y pasado mañana, volverán a reír. No será de la misma forma que al principio. Reirán de esa forma que lo hacen los que ya saben que se quieren, y sobre todo, saben por qué se quieren.

Cierro el periódico, y me levanto.

Hoy estoy escribiendo yo, quizás mañana, sea otro el que escriba. Y se imagine mi vida cuando me vea pasar con mi bandolera y mi bastón, al lado de la mesa en donde toma una piña colada, y escribe en su Black.

La vida da muchas vueltas. Es impredecible.

Quizás sea yo el que juguetee con otro chico. Y no me entere que va a ser mi chico. Y seas tú quien me mire, y lo sepas. Y a lo mejor, lo escribas en tu blog, o a lo mejor en un libro. O quizás te acerques a la mesa en donde estamos, y nos felicites por nuestro próximo matrimonio.

Cierro el portátil.

Mañana será otro día. Y quién sabe, a lo mejor es “el día”.

¿Qué día preguntas?

El día de la esperanza, del amor fraterno, de los abuelos, de los príncipes azules, de los amores imposibles, de los amores posibles, de la alegría, del apoyo, del amigo, de la ironía, de la tristeza en proceso de erradicación, de la conquista del corazón perdido, o de “aquí está mi mano y mi hombro, para lo que gustes”.

“El día”.