Daniel Gutiérrez 2.
El destino no podía ser tan cabrón.
Después de propiciar que nos encontráramos, porque en circunstancias normales era casi imposible que hubiera sucedido, después de romper mi reticencia a relacionarme con las personas y lograr que estuviera a gusto con alguien, conseguir que valorara mi vida, mi yo y que comprendiera que debía deshacer todas las mentiras que había construido a mi alrededor desde los 16 años, esa persona que me había enseñado el camino desapareciera tan pronto de mi vida. Apenas 11 días. 11 días en que no pregunté ni su nombre, ni su edad, ni de dónde venía ni qué había estudiado. No sabía si tenía pareja o la había tenido. Por no saber no sabía si era español o francés, porque un día le oí una conversación por teléfono en un francés perfecto. Con acento de Lyon. Lo sé porque yo también hablo francés perfectamente. Con acento de París. Pero a él a veces se le escapaban palabras francesas y sus frases sonaban musicalmente como el idioma francés. O podía ser canadiense.
No lo pregunté pero es que no lo necesitaba. No era que no me importara. Es que lo que percibía de él era más importante que esos datos mundanos.
Nunca había pasado de largo ante la vista de un cuerpo tan atractivo como el suyo. Ni de un rostro tan agradable. Mi antiguo yo se hubiera lanzado a la caza de la presa. No me lo hubiera impedido ni mi pareja ni la posible pareja que pudiera tener él. Y en ningún momento miré su cuerpo con deseo. Me prestó su ropa, sus calzoncillos, sus bañadores. Nos duchamos juntos, nos bañamos juntos, volvimos a pasear desnudos algunos días. Y por casa andábamos desnudos muchas veces. En esos días no tuve ninguna pulsión sexual. Parecía un perfecto asexuado. Ahora, es el período más largo sin sexo en mi vida, desde los 15 años.
Cocinó para mí y yo volví a cocinar para alguien, cosa que no hacía desde unos años atrás. Consiguió que el tiempo pasara lentamente, que lo disfrutara sin correr de aquí para allá, sin necesitar de fiestas y reuniones de amigos dándome palmadas en la espalda por lo bien que iba mi negocio y el dinero que estaba ganando. Y de paso pidiendo algunos favores por nuestra vieja amistad, “yo siempre he estado a tu lado”. Ahora pienso en lo tonto que fui, necesitando esa adulación permanente de los que me rodeaban. La necesitaba, la buscaba, la reclamaba con malas formas si no me lo daban de buen grado.
Al volver a la civilización, aún habiendo dado la espantada sin dar explicaciones y volver como si hubiera ido a la playa a pasar un día, nadie parecía demasiado enfadado. Les había puteado. Mi socio tenía un negocio apalabrado y lo había dejado tirado. Me necesitaba para conseguirlo.
Adrián mi pareja me saludó como si hubiera vuelto del trabajo como cada día. Me dio un beso en los labios y me preguntó “¿qué tal cariño?”. Yo hice lo mismo, hasta lo del cariño. Esperé un par de días por ver si podíamos reconducir las cosas, pero al final le dije que lo mejor que podíamos hacer era seguir nuestros caminos divergentes. Ya no me apetecía ni el sexo con él. Me hizo gracia porque cuando recogió sus cosas de casa, las maletas en la puerta y algunas cajas que estaban apiladas en un rincón para ser recogidas por una empresa de mensajeros, se me quedó mirando, la primera vez que me miraba en dos años y me preguntó todo solícito:
-¿No estarás enfermo?
-No. Estoy perfectamente. Gracias por preocuparte.
-Te noto distinto – añadió al cabo de un rato en el que no había dejado de mirarme. Me había mirado en ese rato más que en los últimos dos años de nuestra relación. Ni follando me miraba nunca. Estaba todo el tiempo con los ojos cerrados. Me imagino que pensando en su amante, al que al contrario que a mí, deseaba y amaba. Es un buen ejemplo de que el físico no lo es todo. Su amante es 15 años mayor que yo, rellenito y calvo. Y feo, objetivamente feo. Pero yo tenía dinero y posición social.
Mi padre, cuando al cabo de unos días fui a su casa a verlos, apenas levantó la vista de la televisión en la que daban un partido de su Atlético del alma. Sí es cierto, que de vez en cuando me miraba de reojo, como estudiándome. Mis hermanos, que todavía viven con mis padres, me hicieron un gesto con la cabeza. Lo dicho, como si me hubiera escapado un día a la playa. Mi madre fue la única que me agarró del brazo y tiró de mi hacia la cocina, cerró la puerta detrás de nosotros y me dio un bofetón.
-Tenía que habértela dado a los 16, con tu primer negocio triunfante. No me vuelvas a hacer esto. Desaparecer así. Nunca en tu vida. ¡¡Nunca!! – los ojos se le salían de las órbitas, estaba verdaderamente furiosa – ¡¡¡¿Me entiendes?!!! Tres días desaparecido de repente y luego un mensaje y otros diez días con el móvil apagado. Ni una puta llamada me has contestado. ¿Qué te costaba coger y decir: “Estoy bien mamá”? 10 segundos de tu maldita vida de éxito. Maldita la hora en que te parí.
Eso último lo dijo como si estuviera escupiendo. A mí me sonó así.
Me quedé sin saber que decir. Era el primer golpetazo que me daba mi madre en mi vida. Me froté la mejilla, porque me dolió. Me dolió en todos los sentidos, en el físico y en el de la autoestima. No dije nada, cosa que hasta 11 días antes hubiera sido impensable. Incluso diría que 11 días antes se la hubiera devuelto. Y no hubiera tardado ni cinco en salir de esa casa dando un portazo. Porque por mucho que me perdiera conduciendo sin rumbo, perdido en mis dudas sobre el bien y el mal, cuando estaba, estaba. Y nadie me tosía. Ni mi madre.
Mi progenitora me miraba. Yo no a ella. Miraba al suelo. No sabía que decir.
-Estás distinto – dijo de repente en un tono más amable. Se acercó a mí y levantándome el mentón y suavizando su rostro, me dio un beso en la mejilla que acababa de abofetear. – Algún día espero que me digas lo que te pasa, Daniel.
Me encogí de hombros. Tuve ganas de llorar, pero me contuve. Yo nunca lloro.
-Estás moreno. Te ha sentado bien lo que sea que hayas hecho. ¿Va a venir a comer Adrián?
-No. He roto con él.
-Vaya – dijo aparentemente compungida.
-No disimules, no te ha gustado nunca. No lo soportas ni cinco minutos. Diría que no soportas ni oír su nombre.
Se echó a reír.
-Tienes razón.
-Pero nunca me lo has dicho.
-¿Crees que se te podía decir nada hasta ahora? Aún no sé si se puede ser sincero contigo o simplemente hay que buscar decir lo que quieres oír, cosa harto complicada en la mayor parte de las ocasiones.
-Tú me lo podrías haber dicho.
-No Daniel, no. Ni yo ni nadie. Eres un superdotado, supermillonario, súperpoderoso. Nadie te puede decir nada. Tienes un genio desmedido, hasta grosero a veces. Eres altanero, chulo. Todos los que te rodean saben que contigo solo vale halagarte y decirte lo maravilloso que eres. Y agachar la cabeza cuando estallas, que es siempre. Con o sin motivos, tú siempre estallas. Insultas, destrozas vasos, jarrones o lo que te encuentres a mano.
-Lo tengo todo, ya veo.
-Hoy que parece que estás de buen humor, aprovecho. – aplicó su gesto picarón para mitigar un poco sus palabras.
-No te pases tampoco. – contesté copiando su mismo gesto que hasta ese momento no sabía que podía poner.
Ella se quedó un poco asustada. Pensó que a lo mejor se había pasado y que luego se lo haría pagar con mi silencio o mi indiferencia. La guiñé un ojo. Ahí se relajó un poco. No estaba acostumbrada a verme hacer gestos de complicidad. Yo tampoco, siendo sinceros. Me sentía raro haciéndolos. Raro y a la vez a gusto. Pero no me salían naturales. Al menos, eso me parecía.
-¿Qué has preparado para comer? – pregunté por llevar la conversación por otro lado, aunque los aromas que salían de la cazuela y de horno me resultaban conocidos, aunque no los acababa de situar en la cocina de mi madre. Y me resultaban conocidos juntos.
-Pues un guisado de carne, una receta nueva que me ha pasado un amigo nuevo que he hecho. Y una tarta de naranja.
-¿Y ese guisado no será de vaca, con zanahorias de esas pequeñas y champiñones? ¿Y la tarta con gajos de naranja por encima, como si fuera una de manzana, con canela y azúcar por encima?
-Sí – ahora era ella la que se quedaba a la expectativa y yo me quedé extrañado y desubicado. Era la constatación de mis sensaciones de unos minutos antes. Pero no podía ser.
-¿De dónde has sacado esas recetas? ¿Qué amigo nuevo? – había algo raro en la historia que me estaba contando, lo notaba. Sabía cuando mi madre mentía. Y ahora lo estaba haciendo. Lo que no lograba discernir era la parte de verdad y la parte de embuste de lo que me contaba.
-Pues me encontré a un chico que me pareció conocido y lo saludé. Estábamos los dos en una cafetería, el “Mármedi”, comiendo unas tortitas con chocolate y nata, ya sabes. Y al final acabamos charlando. No lo conocía de nada y él tampoco a mí. Pero es que me pareció familiar, ya te digo, de esto que te suena una cara y no sabes por qué. Luego la camarera me dijo que era un actor muy, muy, muy, muy famoso que hacía un par de años o así que había dejado de trabajar. La chica era evidente que bebía los vientos por él aunque en ningún momento se atrevió a pedirle una foto o esas cosas que hacéis los jóvenes. Luego se lo pregunté y me contestó que era muy buen actor, muy guapo, que estaba cañón, pero era un broncas, un completo antipático y un engreído.
Me pareció raro porque ese chico no tenía más de veintipocos años. Si lo dejó tan pronto, era un crío, no le habría dado tiempo a triunfar y llegar a ser tan, tan, tan, tan famoso. Aunque luego pensé en ti, que eres el claro ejemplo de que es posible, aunque tú no te hayas retirado.
El caso es que hablando de esto y aquello, acabé hablándole de ti y de tus hermanos, claro, y me dio estas recetas. Me dijo que te iban a gustar seguro.
-¿Qué me iban a gustar a mi? ¿No a mis hermanos, a papá, sino a mí en concreto? ¿Me conoce? ¿Y te dice que me van a gustar y no se te ocurre preguntarle cómo sabía que eso iba a ser así? Mamá, por favor, no irás hablando con todo el mundo de mis cosas. ¿Y sabes como se llamaba ese actor?
-Si es que… ya sabes como soy para los nombres. – se mordió el labio inferior y miró al techo, lo que demostraba que estaba fingiendo – Y que conste que poco le puedo contar a nadie de ti, porque no sé nada de ti, salvo lo que sale en la prensa. Solo puedo decir que eres de trato desagradable.
-Carmelo del Río, mamá. – Joaquín había entrado en la cocina – tenemos hambre.
Carmelo del Río, ese nombre no me decía nada. Saqué como un resorte el móvil para buscarlo, pero la comida reclamaba nuestra atención, así que aparqué unos minutos mis ansias.
Comimos. Me costó no salir de estampida. Apenas pude contener mis ganas de información al respecto de lo que me había contado mi madre. Mil preguntas bullían en mi cabeza. Era claro que mi compañero durante esos 11 días que había estado desaparecido para el mundo, no había muerto en un incendio. Este era su guisado. Básicamente. El de él tenía un toque distinto, un toque sutil. Y la tarta lo mismo. Pero no me podía creer que su encuentro con mi madre fuera casual. Parecía que él si me había reconocido. Yo desde luego no a él. Al final encontré el momento de buscar en el móvil fotos de ese actor y efectivamente era mi Daniel. Y para mi desesperación me di cuenta que lo conocía. Había visto películas de él. Incluso estaba casi seguro que una vez lo había saludado en una fiesta. Él era un adolescente en aquella época. Y yo un poco menos adolescente, pero jugando al juego de los adultos. Como él, me imagino. Los dos jugamos desde niños a ser adultos. Y al final, mirando todas las imágenes que aparecieron en la búsqueda en Google, unos cuantos cientos de miles, encontré una foto de los dos juntos. Yo no tendría ni 18 años. Y él 14 o así. También me extrañó que era más joven de la edad que le había echado.
-Si al menos le hubiera pedido el teléfono – se me escapó en un momento dado.
-Pero yo sí que se lo pedí. – dijo mi madre todo alborozada. Se puso las gafas cogió su teléfono y empezó a buscar.
-¿Tienes el teléfono de Carmelo del Río? Mamá, pero llámale e invítalo a casa y nos sacamos fotos con él. Lo que vamos a molar en Instagram – exclamó alborozado mi hermano Juan. – Si es un crack. Dejó de trabajar pero todavía le queda alguna cosa de estrenar. Es todavía un top. Lo van a nominar para los Goya, eso dicen. Y lo está a un premio en Francia por una serie que rodó allí, en Lyon, creo. Ha sido un bombazo.
-Calla. Me dijo que no se lo diera a nadie más que a tu hermano. Y eso si me lo pedía.
-¿Y a qué esperabas a contarlo?
-Sí, eso ¿a que esperabas a contarme esa historia? – la regañé, pero con buen tono.
-Me dijo que esperara por ver si reconocías el guisado.
De repente el teléfono de mi madre empezó a sonar.
-Anda – me enseñó la pantalla en la que se veía claramente el nombre de Carmelo del Río – está llamando él. Me hizo un gesto como “mira que sorpresa”, pero a mí no me engañaba. Estaba preparado. Lo habían pactado.
-Carmelo, que sorpresa. Justo ahora estábamos hablando de ti. – puso su tono de voz más inocente. Mentira de nuevo. Todo pactado.
-Bien, me ha salido bien. Aunque Daniel me ha dicho que tú lo preparas mejor.
-Mentirosa, Dato no ha dicho eso – dijo Joaquín indignado. Mi madre le hizo un gesto despectivo justo antes de indicarle que se callara.
-Ahora te lo paso.
Me quedé parado. No fui capaz de alargar la mano para coger el teléfono que me tendía mi madre. Pero ella no se rindió, se levantó y lo puso en mi mano. Y gritó:
-Ya tiene el teléfono en la mano.
La hubiera extrangulado. Sí, con “x” que parece más estrangulamiento. Si algo odio es meterme en una situación en la que no controle de antemano todas las variables posibles.
Me llevé el teléfono al oído. Escuchaba su respiración como él debía escuchar la mía. Era como en el río cuando nos conocimos y nos mirábamos sin decir nada. Ahí me relajé. No sé por qué.
-Creí que habías muerto – dije en un susurro.
-Pues no. No era yo el del árbol. No sé subir a los árboles. Me da miedo.
-Yo creía que eso se aprendía en 1º de actor.
-En 1º de actor es lo de montar a caballo.
-Vaya. ¿Y aprobaste?
-Con nota. Soy un gran jinete. ¿Has terminado de arreglar tus cosas?
-No del todo. Ya he roto con casi todo el mundo. Y les he pedido perdón por ser un capullo. Mi ex-pareja ya puede juntarse con su amante sin esconderse, mi ex-socio ya puede emprender sus negocios sin mi aprobación, aunque tampoco con mi respaldo. Le he comprado su parte. Y a mis amigos ya les he dicho que son unos hijos de puta.
-¿Eso antes o después de pedirles perdón?
-No recuerdo el orden. Pero me entendieron. No estaban contentos pero tampoco lo esperaba. Solo me falta decirles a mis hermanos que tendrán que ponerse a trabajar si quieren vestir de marca. Y que empiezan mañana a las 8 vestidos de traje y corbata. Y tienen suerte que no empiezan con mono azul en el almacén.
Las reacciones de mi familia fueron variopintas. Mis hermanos se acercaron con cara de pocos amigos. Su genio casi me recuerda al mío, aunque para alcanzarme todavía tienen que subir muchos decibelios el volumen y tener mi poder y presencia. Mi padre, en cambio, saltó de alegría, el primer gesto que hizo en toda la velada. Y mi madre les amenazó con el dedo.
-Tu empresa va viento en popa. Lo dicen las noticias.
-Sí. Y tiene una nueva CEO, Emile Goliat. Lo va a hacer bien. Lo lleva haciendo bien un tiempo.
-¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?
-Pues hasta hace un momento, pensaba volver e intentar buscar tu casa o lo que quedara de ella, más bien. E ir al cementerio a llevarte flores. Visitar a Rosa María y a su gata y hablar de ti en pasado diciendo cosas como “Qué majo era”, “Era una buena persona”. Ya sabes esa mentiras que se dicen cuando muere alguien al que nadie aguantaba. E ir al río y sentarme en la roca. Esta vez solo. Por eso de hacerte un homenaje.
-¿Vestido o desnudo?
-Desnudo, por supuesto. Hay que compartir la belleza de uno con el mundo. En eso nunca he sido egoísta, al igual que tú.
-En eso tienes razón. No se si desnudarme ahora mismo.
-Si me mandas las coordenadas y me invitas, quisiera ir a pasar unos días a tu casa. Espera a desnudarte a que llegue.
-Te gustó la ducha en la calle ¿eh? Tiene un punto exhibicionista. Vienes a casa por ella, por la ducha.
-Sí. Me gustó. Lo que no sé es como has conseguido que no te vayan a sacar fotos cuando te duchas. Me han dicho que eres muy, muy, muy, muy famoso.
-Siempre has sido un poco exhibicionista, como yo. Eso dicen al menos en los mentideros. Y nadie ha ido a fotografiarme porque nadie sabe que estoy allí. Y quiero que siga siendo así.
-Tengo cuerpo para ser exhibicionista. Y si querías seguir siendo un desconocido, no deberías haberte presentado a mi madre. Mis hermanos quieren fotografiarse contigo. Y subirlo a Instagram.
-Y eres un creído además. Y respecto a tus hermanos y tu madre, confío en ellos. Conocen tu carácter y te tienen miedo, pero no conocen el mío. Y te puedo prometer que no tiene nada que envidiar al tuyo.
-Tú bien me mirabas. Y siento decepcionarte pero a mala baba y chulería, nadie me alcanza. Ni de lejos. Me lo acaba de confesar mi madre.
-Tú también me mirabas. Y tu madre no me conoce. Pero seguro que se fijó en la camarera que no hacía más que mirarme con cara golosa y que no se atrevió a decirme nada de una foto. Hasta las tortitas me las acercó con miedo.
-Pero yo miraba tu aura. Además, era como si formaras parte del paisaje. Y sobre tu carácter, que quieres que te diga, no me ha parecido para tanto.
-Como yo entonces. Igualito que yo.
-¿Me vas a mandar las coordenadas?
-Mejor que eso. Estoy en la calle en la puerta de la casa de tus padres.
-Me has espiado.
-No, casualidades. Debe ser el destino. Un algo te llevó a la puerta de mi casa. Y resulta que mi abogado que casualmente es el tuyo, tiene un gran concepto de nosotros y cuando le pregunté pues habló y habló y habló.
-O sea que lo has tenido fácil. Juan Carlos siempre tan discreto.
-Es lo que tiene compartir abogado.
-No me quedará más remedio que salir.
-Si, porque tenemos un largo camino a casa.
-Si tu reconoces que es largo, es que será muy largo. Tu concepto de cerca y lejos no es el mismo que el mío.
-Depende de por dónde vayamos.
-Dame cinco minutos.
-Cinco.
Y colgó.
Mi madre tenía las manos en su cara. Y lloraba. De felicidad. Mi padre sonreía. Era la primera vez que me dedicaba una sonrisa desde mis 14 años. Mis hermanos me taladraban con la mirada, pero les iba a dar igual. A la mañana siguiente los esperaban en mi empresa, a las 8 de la mañana en punto.
-Éste si te gusta – le dije a mi madre.
Ella asintió.
-Ya te ha hecho mucho bien. No como el resto de la gente de la que te has rodeado.
-Me voy entonces.
-Tendrás que ir a casa a coger ropa.
-La de Daniel me sirve. Y no le importa compartirla. De hecho, ahora que pienso, lo que llevo puesto es suyo.
Ya estaba todo dicho. Así que me levanté y salí a la calle. Y efectivamente, allí estaba mi tocayo.
-Le ha llamado Daniel – dijo extrañada mi madre a mis hermanos.
-Es que Carmelo del Río es nombre artístico. En realidad se llama Daniel Morán.
-¡Ah! Van a ser “Los Danieles”, como “Los Javis”.
No corrí. Anduve despacio camino de Daniel que me esperaba apoyado en su coche.
-No pensé que tuvieras coche. En los 11 días no lo sacaste una sola vez.
-Estaba allí, pero no lo viste. Y estaba a la vista.
-¿Qué otras cosas no vi?
-La casa que se quemó, al lado de la mía. Era igualita. Casi.
-Vaya. Me hubiera ahorrado un disgusto.
-Si no te llego a buscar, no te hubiera vuelto a ver.
-El destino nos hubiera juntado.
-El destino nos juntó, evidente. Fui a ver a mi abogado, una reunión que iba postergando mucho tiempo. Y nada más entrar vi una foto tuya, por cierto, al lado de una mía.
-Vaya. Nunca me había fijado en las fotos.
-Ni yo. Casualidad. Ese día las vi.
-Y me ha enseñado una foto que nos sacó él hace muchos años. A los dos juntos. Sonrientes y como colegas.
-Anda, la foto que acabo de encontrar en Google. No quiero ni pensar en que lugar nos la sacó. Suelo tener una memoria casi perfecta. De todo esto, no recuerdo nada. Ni a ti.
-Yo tampoco. No te recuerdo para nada. Y he oído hablar de ti, como todos. Cuando te fuiste, fue Rosa María la que me dijo quien eras. E hizo el comentario que tantas veces he oído aplicado a mí: “Pues no es un hijo de puta como dicen todos”. Tampoco me acuerdo de que sitio era ni que hacíamos allí. Tú ya eras conocido y yo también. Corramos un tupido velo.
-Buscándote en Google cuando me ha dicho mi madre, he visto que vas a volver al trabajo.
-¿Te molesta?
-No. Si a ti no te molesta que te siga a donde vayas. Soy un jubilado.
-Se te ocurra no hacerlo. Ya te daré yo trabajo.
-No se me va a ocurrir. Y en lo del trabajo, eso lo negociaremos. Me ha gustado la vida contemplativa.
-No te creas. Al final se hace un poco aburrida.
Nos montamos en el coche. Saludé con la mano a mis padres y mis hermanos que estaban en la puerta de casa observándonos.
-¿Nos vamos? Quiero ducharme antes de cenar.
-Rosa María nos ha preparado una buena cena.
-Estabas seguro de que iba a ir contigo.
-Claro.
-Eres un poco chulo.
-No más que tú. Sabes, cuando le pregunté a mi abogado por ti me dijo que nos caeríamos bien. Éramos los dos igual de capullos, engreídos e insoportables. Y me ha asegurado que ya lo éramos cuando nos conocimos. Se extrañó que no nos acordáramos el uno del otro. Aunque en ese momento, cambió de tema.
-Eso no me lo ha dicho nunca a la cara. ¿Qué se extrañó de que…? Yo no recuerdo ni dónde se sacó la foto, ya te digo. No te recordaba para nada. Y lo curioso es que he visto películas tuyas, hasta te he ido a ver al teatro. Pero cuando lo he hecho, no he pensado: a ese lo conozco yo. Y al decir mi hermano tu nombre, ni idea. Pero nada. En el cine eres muy distinto. El aura esa de la que te hablé antes. Es distinta.
-A mi me lo ha dicho porque ya le he convencido de que mis dos años de retiro me ha cambiado la forma de ver las cosas. Hace dos años le hubiera partido la jeta. Literal. Vamos, hubiera ido directo al hospital. Y aún así, se ha callado muchas cosas el muy puto.
-Con lo pacífico que me pareciste.
-Y lo soy – puso su mejor tono de indignado fingido.
-Arranca ya. Que mi madre le va a dar un tirón en el brazo de tanto saludarnos
-Cuando quieras. ¡Adiós Adela! – gritó a mi madre por la ventana abierta.
Y emprendimos viaje a su casa, muy cerquita del prado a donde nos llevaba mi padre de excursión los domingos en verano. Lo bueno que tenía eso es que si un día querían ir a verme, sabían el camino. Aunque no estaba seguro que me apeteciera compartir ese rincón en donde encontré la paz con nadie que no fuera Daniel.
Apenas hablamos en el camino. No lo necesitamos. Yo estaba en paz con el mundo y sobre todo conmigo. Y notaba como a él le pasaba igual.