En el prado de mi padre: Daniel el actor (2)

Daniel el actor: 2.

Al volver a casa fui yo el que rodeé la cintura de Daniel. Daniel-dos, como decía Rosa María, Cape para mí. Dato para sus padres. Sr. Gutiérrez, para sus empleados y colaboradores. Él se había quitado los zapatos, caminaba con los pies desnudos. Tenía razón él, ahora soy un poco más alto. Él rodeó mis hombros. Yo le apreté hacia mí y sin pensarlo, le di un beso en la frente.

No hablamos. Solo caminábamos perfectamente acompasados.

Cuando llegamos a casa, nos sentamos en el salón. Él había cogido querencia por una butaca al lado de la chimenea. Yo me senté donde siempre, en el sofá, en la esquina más cerca de la butaca. Me quité las bambas sin soltar los cordones y crucé las piernas. Pero esta vez, Daniel duró poco en la butaca. Se acercó al sofá y se tumbó apoyando su cabeza en mis muslos. Cogí el mando de la casa y puse un poco de música y bajé la intensidad de la luz.

Así estuvimos varias horas. De vez en cuando rozaba con mis dedos su frente o su pecho. Él a ratos buscaba mis manos y entrelazaba los dedos con los míos. Creo que a ratos dormitamos.

Escuché las cuatro en el reloj de cuco de mi despacho. Le acaricié la mejilla y abrió los ojos.

-Será mejor que nos vayamos a la cama.

Asintió despacio.

Nos levantamos a la vez y fuimos al piso de arriba. Él se iba a la que había sido su habitación, pero le agarré de la mano para detenerlo. Nos miramos. Hizo un gesto como aprobando mi petición silenciosa y me siguió a mi habitación.

Cada uno eligió un lado de la cama. Es curioso, porque yo elegí el lado contrario al que suelo utilizar. Lo hice instintivamente. Nos desnudamos completamente. Apartamos la sábana y la manta a la vez y nos acostamos. Otra vez lo hicimos perfectamente de acuerdo.

Él echó una última mirada a su móvil y lo dejó en la mesilla. Yo me quité el reloj e hice lo mismo. También miré el móvil que tenía en silencio, y comprobé que tenía un ciento de mensajes y llamadas sin responder. Así se quedaron.

Nos acomodamos casi a la vez. Y sin siquiera mirarnos, nos abrazamos y nos colocamos: él me abrazó por detrás. Yo apoyé mi cabeza sobre su brazo derecho y busqué con mis manos las suyas que sabía dónde estaban: una en mi pecho y la otra en mi estómago. Nos pegamos completamente. Sentí su miembro en mi culo. Estaba relajado. Nuestras piernas entrelazadas. Sus pies templados, los míos más fríos. El me los frotó un par de minutos para que se calentaran. Entonces me giré, le miré a los ojos y le di un suave beso en los labios. Luego me recosté y él me dio un beso en el cuello, detrás de la oreja. Ese beso, me hizo sentir un escalofrío por todo el cuerpo. Supe lo que había echado de menos ese beso durante tantos años. No lo supe, porque no recuerdo nada de eso. Sentí. Esa es la palabra. Sentí todo lo que lo había echado de menos.

Y sin ninguna transición entre ese fugaz pensamiento y el sueño profundo, nos quedamos los dos dormidos.

Cuando despertamos, habíamos cambiado de posición. Era yo el que lo abrazaba ahora por detrás, era mi miembro en que estaba entre el hueco de los muslos y su culo. Eran mis brazos los que rodeaban su cuerpo. Mi mano estaba un poco más abajo, casi rozando su miembro. Y la otra estaba en medio de su pecho.

-Chicos, levantaros. He traído nata de la vaquería. He preparado el desayuno. Vamos, dormilones.

Daniel se espabiló rápido. Se giró y me dio un beso en los labios de buenos días. No lo hizo pensando, sino por inercia. Yo lo sentí así. Era lo que debíamos hacer. Yo… me parecía que Cape no era consciente de las cosas que habíamos hecho esa noche. De las cosas tan naturales que habíamos hecho, como si fuera algo que repetíamos siempre, y que no recordábamos haber hecho nunca. Le notaba que estaba como en una nube.

-Vamos a ducharnos.

Me agarró de la mano y me llevó a rastras hacia el jardín de atrás.

-Ahora vamos, Rosa – grité con la esperanza que se fuera a su casa y no nos viera ducharnos en la calle desnudos. – Vete más despacio que nos vamos a caer. – le supliqué a Daniel.

-Venga, anda, que tenemos que ir al rio a bañarnos. Y luego habrá que preparar algo de comer, no vamos a tener a Rosa de cocinera todos los días.

-Además hoy se va a la ciudad. Así que tendremos que cocinar.

-Siempre podemos ir a comer a algún restaurante.

-Lo malo es que has salido mucho en las noticias estos días con lo de tu retirada de la presidencia de tu empresa. Y yo también con lo de mi incorporación al trabajo. Y mi look empieza a parecerse al que tenía antes de retirarme. Puede ser complicado si nos reconocen y encima nos ven juntos.

-Iremos disfrazados. Seguro que tienes todavía aquellas gafas…

-¿Que gafas?

-¿No utilizabas unas gafas de esas de pasta, que te hacían parecer un nerdy nada glamuroso?

No recordaba nada de esas gafas.

-Bueno, me habré confundido. Pero no es mala idea. Además, hasta ahora no te ha reconocido nadie.

-Pero ahora somos dos famosos. Quiero decir, estamos en el candelero. Otra vez.

Porque famosos ninguno de los dos habíamos dejado de serlo en ningún momento.

-Pero de mundos distintos. Es difícil que nos asocien. Y tu te llamas Daniel, no Carmelo.

-Pero tú si te llamas Daniel. Y Dato no vale, porque es voxpopuli.

-Pero Cape sí vale… o llámame como quieras…

-Sergio.

Nos quedamos en silencio.

-¿Sergio?

-Sí.

-No, no, Sergio no. Me ha dado mal rollo. Llámame Guti. No, Cape, que llamaban a mis tíos así en el colegio.

-Venga pues Cape. Me gusta Cape. Cape te he llamado ya varias veces. Te llamo así. – le miré extrañado. Ninguno de los dos habíamos sido conscientes de ello.

Pasamos bastante rato en la ducha. Empezamos a hacer el tonto. No sé que había pasado pero estábamos desatados. Los días que había estado Daniel en casa, no había surgido esos juegos. Mucho menos lo que había pasado esa noche. Al final vi que Rosa Maria amenazaba con dar la vuelta a la casa, y agarré en brazos a Cape y lo llevé en volandas hacia el dormitorio para secarnos, vestirnos y salir deprisa hacia la casa de Rosa María.

-Os he preparado chocolate hecho, que sé que os gusta.

Miré a Daniel sorprendido.

-No tomo chocolate desde hace siglos – susurré.

-Ni yo – contestó extrañado.

Pero los dos sabíamos que nos gustaba. Con nata de leche de vaca recogida al hervirla en lugar de mantequilla. Nos gustaba pero nunca se lo habíamos dicho a nadie. Porque nunca lo comíamos. Yo al menos y a estas alturas estaba seguro que lo mismo le pasaba a Daniel.

No dijimos nada. Nos sentamos todo contentos a degustar nuestro desayuno preferido. La nata no era como la recordaba. Era mucho más ligera, menos densa. Pero valía. Y el chocolate estaba muy bueno. Aunque nosotros lo hacíamos mejor. No sé como lo hacíamos, no lo recordaba, pero sabía que era así.

-Y zumo de pomelo.

Ahí nos volvimos a mirar. Otro interrogante que decidimos aparcar.

Hasta que Rosa se fue, lo que era claro, es que la miré con otros ojos. Y sin entenderlo, sentí que ella no estaba allí porque sí. Que todas las confidencias que le había hecho, la primera mi trabajo y mi nombre artístico, ella ya las conocía de antemano.

Y justo el cambio en Rosa María, había sido al aparecer Daniel. Porque es verdad que alguna vez había ido a comer a su casa. Y habíamos hablado en la tienda, en el bar de Gerardo, en la panadería, en el jardín de su casa o de la mía. Pero nada comparado con la frecuencia con la que había sucedido al aparecer Daniel.

Y ahora el desayuno sorpresa.

-¿Y si lo ha hecho para sacarnos de casa?

Cape lanzó la pregunta al aire.

En el prado de mi padre: Daniel Gutiérrez “Cape” (3)

Daniel Gutiérrez “Cape”: 3

Todas las cenas que habíamos tenido en casa de Rosa María desde que conozco a Daniel el actor, han sido maravillosas. Nunca ha repetido menú. Ni siquiera un plato. Recuerdo la primera noche, cuando Daniel me la presentó, que hizo un rape relleno y en salsa que me chupé los dedos con él. Acabé con todo el pan que tenía de reserva, pero me apetecía untar la salsa. Y por más que se lo pedí esos días, nunca lo volvió a hacer.

En mi vuelta a la casa de Daniel, tampoco me dio el gusto. Pero hizo un solomillo de cerdo relleno de beicon y queso, con una salsa al no sé qué, que estaba riquísimo.

Ya estaba otra vez allí. Apenas había estado veinte días fuera. Veinte días con la congoja de haber perdido a esa persona que tanto me había aportado. Sobre todo serenidad. Y el cargo de conciencia de no saber nada de él.

Ahora, una vez que sabía que Daniel el actor no había muerto, me encontraba en paz. Llegamos y fuimos directos a casa de Rosa María, que nos esperaba sonriente en la puerta de su casa. Pasamos a la parte trasera, a su jardín con velador. Y ahí estaba la mesa preparada, con velas incluso. Me pareció muy romántico. Otra vez el concepto “romántico”.

Mientras ellos dos acababan de dar los último toques a la cena, yo me senté con una copa de vino en la mano a disfrutar de la noche. Estaba cansado del viaje. Noche despejada, sin aire, buena temperatura. Unas aceitunas para picar y un poco de cecina. Y una montaña de pan. Desde ese primer día en que acabé con el pan, Rosa María llevaba pan para hartar a una piara de cerdos.

-Vas a engordar, Daniel – me dijo en alguna ocasión.

-No. Por mucho que lo pretenda, no engordo.

-Es que todo lo caga – contestó el gracioso de mi tocayo.

-Cerdo – le contesté rápido.

Me tiró un trozo de pan que cogí al vuelo y se lo tiré a él.

-Haya paz. Que ya sois mayores. – exclamó Rosa María levantando las manos y mirándonos como lo haría con sus hijos.

Rosa María era una mujer mayor. No mucho tampoco. Unos 60 o así. Pelo corto a lo chico, canoso. Con gafas que se ponía o quitaba dependiendo de lo que tuviera que mirar. Las llevaba sujetas con una cadena de oro. “Se me olvida en todos los sitios”, decía muchas veces cuando se las quitaba y las dejaba colgando. Tenía un porte de elegancia. Una elegancia cercana. De sonrisa fácil, de carcajada sonora. Tenía un gesto característico cuando te escuchaba: te miraba de medio lado y asentía de vez en cuando. Nunca apartaba los ojos de ti. Si hablaba ella repartía su mirada entre los dos. Un rato a Daniel y otro rato a mí.

-Te sienta mejor el pelo corto – le dijo a Daniel cuando trajo el café.

-Es por el próximo papel. Es la segunda temporada de la serie francesa. Y tengo que encontrar el look que tenía en la primera.

-No sabía que habías hecho una serie – dijo ella.

-Sí. Antoine, su director insistió mucho. Ya había trabajado con él en alguna película. Es lo más próximo a un amigo que tengo en el negocio.

-O sea que es el único con el que no te has pegado a puñetazos – le piqué.

-Si no sabes nada de mi, qué dirás.

-Es lo que dices tú mismo.

-Pues sí, es de los pocos a los que no he roto la nariz de un puñetazo. Esa es mi fama.

-¿Como te daban trabajo con ese carácter? Trabajar contigo debe ser un suplicio. – se quejó Rosa María. – Por muy bueno que seas.

-Es muy sencillo – dije yo, que no sé por qué me dio por hablar por él – Es muy bueno en su trabajo. Muy bueno no, lo siguiente. Sus compañeros saben que les va a hacer brillar en la pantalla. Que por mucho que se odien, en los minutos previos de la toma, le va a decir lo que necesita para ponerse en situación y que saldrá todo bien, por su parte, y por la de Daniel. Que con él al lado, tienen más posibilidades de ganar todos los premios del Universo, y eso les va a dar más trabajos y con más caché. Los productores saben además que va a hacer las menores tomas posibles, que le va a salir a la primera que no se equivoca nunca. Y que va a ser perfecto. Los productores minimizan el coste. Y sus compañeros minimizan el tiempo que le tienen que aguantar. A los cinco minutos, Daniel les estará insultando por cualquier tontería. Por no decirle gracias, a lo mejor. Porque “eres un truño de actriz, María de las Mercedes, no sé como he dicho que sí a trabajar con semejante inutilidad. Parece que tienes un palo de escoba en el coño”. Pero el trabajo ya está hecho, y María de las Mercedes se ha asegurado otro papel. Los productores se ahorran mucho dinero, lo repito pero es que es importante, que lo han destinado a pagar el caché de Carmelo del Río y los sobresueldos de las personas que no quieren trabajar con él, que también las hay, si no les pagan el doble. Y posiblemente, al productor, productora, director, directora, se lo ha trabajado antes en la cama. Y eso también lo hace muy bien. Se lo enseñaron de pequeño.

Daniel no dejó de mirarme mientras contestaba por él. Rosa María nos miraba a los dos alternativamente. Luego acabó mirando a mi tocayo, esperando que dijera que se me había ido la olla. Pero no era así. El lo sabía. Yo lo sabía. Cada vez estaba mas seguro que habíamos compartido escuela de la vida. Por alguna causa, todo ello había pasado a un rincón de nuestra cabeza al que no podíamos acceder a voluntad. Debíamos esperar a que esas cosas afloraran por sí mismas.

En el aparcamiento de la cafetería dónde habíamos parado a tomar una bebida, al volver al coche, sin darme cuenta le rodeé el hombro con mi brazo. Y a la vez, él me rodeó con el suyo la cintura. Caminamos juntos sin ningún problema. La primera vez que haces eso con alguien, es difícil. Tienes que adecuar el movimiento de tu cuerpo al del otro y viceversa. Encontrar un punto en que el movimiento sea armónico. Nosotros teníamos esa coordinación asimilada a la perfección. Él incluso durante un momento, puso su cabeza sobre mi hombro. Fue solo un instante, creo que se dio cuenta de la situación y volvió a erguir la cabeza. Pero su impulso fue el de recostar su cabeza en mi hombro. Ahora es distinto, tenemos parecida altura, aunque él es un par de centímetros más alto. Alguno más, porque yo suelo llevar zapatos de vestir que llevan un poco de tacón y él va en bambas. Por la foto, en aquella época él era más bajo y se recostaba sobre mi pecho. Pero el resto era igual. Bueno no, en realidad en la foto no se recuesta en mi pecho. Pero por alguna causa, tengo la idea de que eso era así.

-Di algo – le urgía Rosa María.

-Poco puedo añadir a su respuesta. Es perfecta.

-¿Te vas acostando con todo el mundo, Dani?

-Unos por placer y otros por interés. He tenido sexo con miles de personas. Es una forma de indicar al mundo lo poderoso que eres. Una reunión de quince personas que todas quieren irse a la cama contigo. Van a tener al hombre más deseado en sus brazos. Y yo designo al elegido o elegida. Y esa noche, tendrá un sexo maravilloso con un Dios, yo. Durante media hora, o una hora, algunos pocos suertudos durante toda la noche, serán los únicos para mí. Solo con ese pensamiento, ya tienen la mitad del orgasmo ganado.

-Y mañana no te acordarás de ella.

-Sí, me acordaré. Me acuerdo de todos mis polvos desde los 15 años.

-¡15 años! Eso es una barbaridad. Y tendrás hijos por ahí, seguro.

-Nunca. Soy una estrella. Soy Dios. ¿Te crees que voy a meter mi pene en un sitio en el que pueda contagiarme de algo o que pueda poner en peligro mi estatus? Siempre protección. Puesta por mí. No me fio de nadie.

-Daniel, que a lo mejor Rosa María no quiere saber tantos detalles… a lo mejor…

-Perdóname, Rosa. – Daniel alargó la mano y le rozó la suya; suavizó también el gesto de su rostro, que se había endurecido mientras hablaba.

-Perdonadme a mi, tenía que haber callado y haberte dejado contestar a ti – le dije a Dani.

-Es la verdad.

-¿Y tu como lo sabes? – me preguntó con un poco de dureza. Noté como pensaba que había mentido a Dani y lo conocía bien de antes. Estaba enfadada porque creía que los había mentido. Ahora fue mi tocayo quien respondió por mí.

-En realidad él te respondía como si le hubieras hecho la pregunta a él. Hablaba por él mismo. Solo ha cambiado la profesión.

-No me lo puedo creer. Los dos sois iguales.

-Mejor cambiemos de tema, Rosa María – terció Dani.

-Sí, mejor – comenté con cara de súplica – Estaba pensando en ese whisky que guardas para las ocasiones especiales. Hoy es un buen día en que para mí, Dani ha resucitado desde el fuego del árbol. Por cierto, ya me contaréis la historia, que a ese Daniel, el tercero, ni siquiera me lo presentasteis.

-Bueno, mejor así. No valía la pena – dijo Rosa María levantándose. – Voy a por ese whisky. Pero ya sabéis, solo un chupito. Que tiene que durar.

-Venga dos.

-Eres insaciable, Daniel.

-¿A cual de los dos te refieres?

-A Dani-dos.

-El mayor y Dani-dos. Nadie me llama Dani, que lo sepas. No me gusta.

-Daniel-dos.

-Soy el mayor.

-Te fastidias. Haber llegado aquí el primero.

-Como Herodes, no te jode.

-Te repites. Joder, joder, joder.

-Como el ajo.

-A veces eres desesperante. – pero no cambió el tono de voz. Se estaba riendo como en la vida.

-Lo sé.

Rosa María había servido los chupitos, levantamos los vasos y brindamos.

-Por el resucitado – propuse.

-Por los renacidos – propuso Rosa María mirándonos alternativamente.

-Por nosotros, que coño – zanjó Dani.

En el prado de mi padre: Daniel el actor (1)

Daniel el actor: 1

A mitad de viaje le tuve que pedir a “Cape” que condujera él. No sé por qué me dio por llamarlo así. Pero el respondió sin sorprenderse. Incluso sonrió de una manera rara cuando lo escuchó, como si algo hubiera emergido súbitamente de las profundidades de su memoria y se hubiera alegrado de que así fuera.

Yo estaba cansado. No estaba acostumbrado a conducir tanto. El coche apenas lo utilizo para ir a algún pueblo cercano a por la compra o cosas así. En mi vida casi nunca he tenido que conducir. Siempre he tenido quien me llevara y trajera. No sé por qué me saqué el carnet. Ni me acuerdo del examen. Otra laguna en mi memoria. Sé que aprendí a conducir a los quince porque tenía que hacerlo en una película. Y aprendí además con el mejor especialista del cine, uno que en su juventud era ladrón de coches y que era famoso por sus fugas a lo “The French Connection”. Así que mi conducción se puede describir como agresiva y rápida.

Desde que conozco a Daniel me están surgiendo muchas preguntas. Conocer no es la palabra adecuada. Redescubrir puede que sea más certera. Al igual que mi tocayo, yo presumía de una memoria casi infalible. Pero ahora me estoy dando cuenta que hay algunos vacíos en mis recuerdos. No es que me preocupe demasiado. Si he podido vivir hasta ahora sin acordarme de nada de esas cosas y personas, puedo seguir haciéndolo. Aunque, por otro lado, también me acucian ahora las sombras sobre si habrá más amigos que he olvidado como lo he hecho con Cape. Y sobre todo, empieza a emerger dentro de mí una furia incontrolable, como antes de “retirarme” temporalmente de la vida laboral y social. Una furia en contra de mi abogado, por ejemplo, que sabe algo y que no parece inclinado a contar. O una cierta sensación, cuando me encontré con la madre de Cape, de que ella también sabía y que ya me conocía de antes. Lo curioso es que esa furia en mi interior solo era dirigida hacia mi abogado. Con ella mi impulso era el de abrazarla. No, corrijo: que ella me abrazara.

Mientras conducía Daniel, mecido por su conducción suave y segura, no como la mía, más agresiva y veloz, y acompañado por un silencio embriagador, que para mi sorpresa no me oprimía, sino que me relajaba, empecé a repasar las cosas que me habían pasado desde que conocí esa mañana de hacía menos de un mes a Daniel. Pasar, pasar no había pasado casi nada. Simplemente la búsqueda de Cape.

Fue a Rosa María a la que se le ocurrió que a lo mejor, si Daniel oía lo del incendio y muerte del vecino, otro Daniel, al tercer Daniel se le ocurriera que el muerto era él. “Porque a ese Daniel no se lo presentaste”. “Ni falta que hacía, por cierto”, la contesté.

Es un galimatías. Pero son las casualidades de la vida. Tres Danieles en 20 metros.

Nunca me había pasado lo que en esos días. Aunque el abogado me dijo que había mejorado mucho mi carácter desde mi retiro, yo sabía que eso no era cierto. Al menos del todo. En lo que hacía referencia a mi vida de antes, cuando trataba esos temas, mi mala baba seguía intacta. Hasta que llegó Dato “Cape”. Mi reunión con mi abogado y su sinceridad, antes de mi encuentro con Cape se hubiera transformado en un momento de ira, de tirar todo lo que hubiera en su mesa y de intentar partirle la cara. Unas ganas que, según pasaba el tiempo, volvían con fuerza.

Me había hablado de mi aura. No se me había ocurrido. Cape también tenía ese aura o lo que fuera. Tenía un algo que me envolvía y que al menos a mi me producía serenidad. ¿Y cómo conociéndolo de antes, al verlo de nuevo no me levantaba ningún recuerdo? Y ese primer día nos miramos mucho. Nos miramos pero no el cuerpo. Ni siquiera el rostro. Era como si tuvieras la vista de un súper-héroe y atravesaras el cuerpo, la piel y vieras lo de dentro. Pero el caso es que debí ver lo que nadie es capaz de percibir. Porque no vi a un hombre desalmado e irascible, como el resto de la humanidad. Vi a una balsa de salvación. Me sentí a gusto por primera vez en diez años. A gusto conmigo y en paz con el mundo. Mi padre alucinaría. Casi ni hablamos porque siempre acabamos discutiendo. No, empezamos discutiendo. Acabamos a grito pelado. Y no llegamos a las manos porque mi agente me insiste en que si luego tengo marcas en la cara, peligran mis contratos. Hace tiempo que nuestros caminos divergieron. Sobre todo cuando me di cuenta que me había estado robando el miserable de él. Y todo para darse la gran vida y ponerse hasta las cejas de heroína.

En una tarde era ya la cuarta vez que volvía al tema de la foto y de la falta de recuerdos. La foto dichosa y la falta de recuerdos al respecto. Al final debería reconocer que el tema sí me preocupaba. Pero dudaba sobre la manera de afrontarlo.

-¿Paramos a tomar una Coca-cola? Es el sitio en dónde pensé que habías muerto. – me interrumpió Cape en mis cavilaciones.

-Hagamos entonces la ceremonia de la resurrección. – bromeé.

-Que gracioso.

-Lo decía mi madre, lo de que soy gracioso. Cuando tenía siete años. Después no lo volvió a decir.

Nos miramos y sonreímos. No dijimos nada más hasta llegar a la barra. Allí nos atendió el mismo camarero que le dio noticia del incendio. Se acordaba de Cape. Incluso le preguntó por su estado de ánimo.

-Todo bien gracias. Fue una falsa alarma – y me guiñó el ojo.

-Me alegro – contestó aliviado el camarero. – Me quedé con mal cuerpo por haberle dado malas noticias.

-¿Quieren un poco de queso de la zona para celebrarlo? – añadió tras pensárselo un rato.

-Pues pon un poco de queso, sí.

Nos sentamos en una mesa. Y comimos ese queso que nos había traído el camarero. Comentamos alguna cosa sobre lo del guisado de vaca de su madre.

-¿Cómo se te ocurrió buscar a mi madre? – me preguntó distraído.

-La verdad es que no lo sé. Era fácil encontrarte. Pero tenía claro que lo quería hacer así. Le pregunté al abogado. Me sugirió que la buscara en el “Mármedi” a las seis de la tarde. Incluso me dijo lo que tomaría.

-¿A sí? ¿Y como sabe él esas cosas? No las sé ni yo. Bueno, sí las sé pero por motivos y métodos inconfesables.

Noté como Cape empezaba a pensar. No le cuadraba. A mí tampoco me cuadró, pero como me interesaba, no dije nada.

-Al menos por eso, te pude encontrar.

-Bueno, como has dicho antes, una vez que sabías quien era, con ir a la sede de la empresa, alguien me avisaría. Juan Carlos directamente podría haberte dado mi teléfono o haberme llamado él. Buscas el teléfono en Google y llamas al primer teléfono que encuentres y dices al que responda: “Soy Carmelo del Río, quiero hablar con Daniel Gutiérrez”, y al que fuera se le haría el culo gaseosa por buscarme.

-Pero es menos pintoresco

-Eso es cierto – y sonrió.

-Incluso si esto fuera una comedia romántica, esto sería muy, muy romántico.

-Pasteloso.

-¿Tanto?

-Pai-pai.

Pagamos y volvimos al coche. En el camino al aparcamiento, él rodeó mi hombro con su brazo y yo hice lo propio con su cintura. Fue algo inocente, instintivo. Cada uno a su sitio. Creo que él ni se dio cuenta. Ni yo en ese momento. Y otra cosa curiosa: desde el primer momento, desde el río, yo siempre me colocaba a su derecha. O él a mi izquierda.

Luego en casa, lo pensé: así habíamos posado en la foto. Ahora éramos los dos igual de altos, más o menos, no como entonces que yo apenas le llegaba al hombro. Bueno, un poco más. Porque por alguna razón tenía la idea de que yo apoyaba la cabeza en su hombro. Pero en la foto no era así, estábamos los dos con la cabeza erguida, mirando a la cámara. Con aire resuelto. Parecíamos dos Dioses del Olimpo. Que críos y que chulería.

Otra vez la foto.

Ahora repasando nuestro camino al coche así abrazados, me he dado cuenta que estaba a gusto. Los dos lo estábamos. Casi todo lo que había hecho con mi tocayo desde que lo conocía, había estado bien, me había sentido bien. Todo había sido espontáneo, natural. Y eso sí es una novedad en mi vida.

-Y sin sexo.

-¿Que dices de sexo?

Se me había escapado en voz alta. Daniel “Cape” me miraba con una sonrisa socarrona que hasta ese momento no había visto nunca.

-¿Me estás haciendo proposiciones? – seguía su cara de gracioso.

-No, no, para nada.

-¿No?

-O si, da igual. No sería la primera vez que follo. No te jode.

-Ya, ya, si tus conquistas se cuentan por miles.

-Como las tuyas.

-Cierto.

-Y lo malo es que las mías y las tuyas son reales.

-Cierto.

-Hombres y mujeres.

-Cierto.

-Jóvenes y viejos.

Ninguno siguió la gracias.

Sonó mi móvil. Un wasap.

-Dice Rosa María que a qué hora llegaremos. – le informé.

-Tú sabrás. Yo por el GPS, si no, estaría perdido.

-Media hora. Otra media para tu ducha.

-Es tarde. Ya me ducharé después. Si no vamos a cenar tardísimo. Es por ella, que a mí me da igual.

Nos quedamos en silencio, mirándonos.

-Dile que 40 minutos. Conduzco despacio.

-Vale.

-Si quieres conduzco yo.

-No, estás cansado. Ya lo hago yo.

-Tu no pareces muy despejado tampoco.

-Que va. Ahora me encuentro estupendo.

-Bien – dije apretándole contra mí. Porque seguíamos abrazados.

En el prado de mi padre: Daniel Gutiérrez (2)

Daniel Gutiérrez 2.

El destino no podía ser tan cabrón.

Después de propiciar que nos encontráramos, porque en circunstancias normales era casi imposible que hubiera sucedido, después de romper mi reticencia a relacionarme con las personas y lograr que estuviera a gusto con alguien, conseguir que valorara mi vida, mi yo y que comprendiera que debía deshacer todas las mentiras que había construido a mi alrededor desde los 16 años, esa persona que me había enseñado el camino desapareciera tan pronto de mi vida. Apenas 11 días. 11 días en que no pregunté ni su nombre, ni su edad, ni de dónde venía ni qué había estudiado. No sabía si tenía pareja o la había tenido. Por no saber no sabía si era español o francés, porque un día le oí una conversación por teléfono en un francés perfecto. Con acento de Lyon. Lo sé porque yo también hablo francés perfectamente. Con acento de París. Pero a él a veces se le escapaban palabras francesas y sus frases sonaban musicalmente como el idioma francés. O podía ser canadiense.

No lo pregunté pero es que no lo necesitaba. No era que no me importara. Es que lo que percibía de él era más importante que esos datos mundanos.

Nunca había pasado de largo ante la vista de un cuerpo tan atractivo como el suyo. Ni de un rostro tan agradable. Mi antiguo yo se hubiera lanzado a la caza de la presa. No me lo hubiera impedido ni mi pareja ni la posible pareja que pudiera tener él. Y en ningún momento miré su cuerpo con deseo. Me prestó su ropa, sus calzoncillos, sus bañadores. Nos duchamos juntos, nos bañamos juntos, volvimos a pasear desnudos algunos días. Y por casa andábamos desnudos muchas veces. En esos días no tuve ninguna pulsión sexual. Parecía un perfecto asexuado. Ahora, es el período más largo sin sexo en mi vida, desde los 15 años.

Cocinó para mí y yo volví a cocinar para alguien, cosa que no hacía desde unos años atrás. Consiguió que el tiempo pasara lentamente, que lo disfrutara sin correr de aquí para allá, sin necesitar de fiestas y reuniones de amigos dándome palmadas en la espalda por lo bien que iba mi negocio y el dinero que estaba ganando. Y de paso pidiendo algunos favores por nuestra vieja amistad, “yo siempre he estado a tu lado”. Ahora pienso en lo tonto que fui, necesitando esa adulación permanente de los que me rodeaban. La necesitaba, la buscaba, la reclamaba con malas formas si no me lo daban de buen grado.

Al volver a la civilización, aún habiendo dado la espantada sin dar explicaciones y volver como si hubiera ido a la playa a pasar un día, nadie parecía demasiado enfadado. Les había puteado. Mi socio tenía un negocio apalabrado y lo había dejado tirado. Me necesitaba para conseguirlo.

Adrián mi pareja me saludó como si hubiera vuelto del trabajo como cada día. Me dio un beso en los labios y me preguntó “¿qué tal cariño?”. Yo hice lo mismo, hasta lo del cariño. Esperé un par de días por ver si podíamos reconducir las cosas, pero al final le dije que lo mejor que podíamos hacer era seguir nuestros caminos divergentes. Ya no me apetecía ni el sexo con él. Me hizo gracia porque cuando recogió sus cosas de casa, las maletas en la puerta y algunas cajas que estaban apiladas en un rincón para ser recogidas por una empresa de mensajeros, se me quedó mirando, la primera vez que me miraba en dos años y me preguntó todo solícito:

-¿No estarás enfermo?

-No. Estoy perfectamente. Gracias por preocuparte.

-Te noto distinto – añadió al cabo de un rato en el que no había dejado de mirarme. Me había mirado en ese rato más que en los últimos dos años de nuestra relación. Ni follando me miraba nunca. Estaba todo el tiempo con los ojos cerrados. Me imagino que pensando en su amante, al que al contrario que a mí, deseaba y amaba. Es un buen ejemplo de que el físico no lo es todo. Su amante es 15 años mayor que yo, rellenito y calvo. Y feo, objetivamente feo. Pero yo tenía dinero y posición social.

Mi padre, cuando al cabo de unos días fui a su casa a verlos, apenas levantó la vista de la televisión en la que daban un partido de su Atlético del alma. Sí es cierto, que de vez en cuando me miraba de reojo, como estudiándome. Mis hermanos, que todavía viven con mis padres, me hicieron un gesto con la cabeza. Lo dicho, como si me hubiera escapado un día a la playa. Mi madre fue la única que me agarró del brazo y tiró de mi hacia la cocina, cerró la puerta detrás de nosotros y me dio un bofetón.

-Tenía que habértela dado a los 16, con tu primer negocio triunfante. No me vuelvas a hacer esto. Desaparecer así. Nunca en tu vida. ¡¡Nunca!! – los ojos se le salían de las órbitas, estaba verdaderamente furiosa – ¡¡¡¿Me entiendes?!!! Tres días desaparecido de repente y luego un mensaje y otros diez días con el móvil apagado. Ni una puta llamada me has contestado. ¿Qué te costaba coger y decir: “Estoy bien mamá”? 10 segundos de tu maldita vida de éxito. Maldita la hora en que te parí.

Eso último lo dijo como si estuviera escupiendo. A mí me sonó así.

Me quedé sin saber que decir. Era el primer golpetazo que me daba mi madre en mi vida. Me froté la mejilla, porque me dolió. Me dolió en todos los sentidos, en el físico y en el de la autoestima. No dije nada, cosa que hasta 11 días antes hubiera sido impensable. Incluso diría que 11 días antes se la hubiera devuelto. Y no hubiera tardado ni cinco en salir de esa casa dando un portazo. Porque por mucho que me perdiera conduciendo sin rumbo, perdido en mis dudas sobre el bien y el mal, cuando estaba, estaba. Y nadie me tosía. Ni mi madre.

Mi progenitora me miraba. Yo no a ella. Miraba al suelo. No sabía que decir.

-Estás distinto – dijo de repente en un tono más amable. Se acercó a mí y levantándome el mentón y suavizando su rostro, me dio un beso en la mejilla que acababa de abofetear. – Algún día espero que me digas lo que te pasa, Daniel.

Me encogí de hombros. Tuve ganas de llorar, pero me contuve. Yo nunca lloro.

-Estás moreno. Te ha sentado bien lo que sea que hayas hecho. ¿Va a venir a comer Adrián?

-No. He roto con él.

-Vaya – dijo aparentemente compungida.

-No disimules, no te ha gustado nunca. No lo soportas ni cinco minutos. Diría que no soportas ni oír su nombre.

Se echó a reír.

-Tienes razón.

-Pero nunca me lo has dicho.

-¿Crees que se te podía decir nada hasta ahora? Aún no sé si se puede ser sincero contigo o simplemente hay que buscar decir lo que quieres oír, cosa harto complicada en la mayor parte de las ocasiones.

-Tú me lo podrías haber dicho.

-No Daniel, no. Ni yo ni nadie. Eres un superdotado, supermillonario, súperpoderoso. Nadie te puede decir nada. Tienes un genio desmedido, hasta grosero a veces. Eres altanero, chulo. Todos los que te rodean saben que contigo solo vale halagarte y decirte lo maravilloso que eres. Y agachar la cabeza cuando estallas, que es siempre. Con o sin motivos, tú siempre estallas. Insultas, destrozas vasos, jarrones o lo que te encuentres a mano.

-Lo tengo todo, ya veo.

-Hoy que parece que estás de buen humor, aprovecho. – aplicó su gesto picarón para mitigar un poco sus palabras.

-No te pases tampoco. – contesté copiando su mismo gesto que hasta ese momento no sabía que podía poner.

Ella se quedó un poco asustada. Pensó que a lo mejor se había pasado y que luego se lo haría pagar con mi silencio o mi indiferencia. La guiñé un ojo. Ahí se relajó un poco. No estaba acostumbrada a verme hacer gestos de complicidad. Yo tampoco, siendo sinceros. Me sentía raro haciéndolos. Raro y a la vez a gusto. Pero no me salían naturales. Al menos, eso me parecía.

-¿Qué has preparado para comer? – pregunté por llevar la conversación por otro lado, aunque los aromas que salían de la cazuela y de horno me resultaban conocidos, aunque no los acababa de situar en la cocina de mi madre. Y me resultaban conocidos juntos.

-Pues un guisado de carne, una receta nueva que me ha pasado un amigo nuevo que he hecho. Y una tarta de naranja.

-¿Y ese guisado no será de vaca, con zanahorias de esas pequeñas y champiñones? ¿Y la tarta con gajos de naranja por encima, como si fuera una de manzana, con canela y azúcar por encima?

-Sí – ahora era ella la que se quedaba a la expectativa y yo me quedé extrañado y desubicado. Era la constatación de mis sensaciones de unos minutos antes. Pero no podía ser.

-¿De dónde has sacado esas recetas? ¿Qué amigo nuevo? – había algo raro en la historia que me estaba contando, lo notaba. Sabía cuando mi madre mentía. Y ahora lo estaba haciendo. Lo que no lograba discernir era la parte de verdad y la parte de embuste de lo que me contaba.

-Pues me encontré a un chico que me pareció conocido y lo saludé. Estábamos los dos en una cafetería, el “Mármedi”, comiendo unas tortitas con chocolate y nata, ya sabes. Y al final acabamos charlando. No lo conocía de nada y él tampoco a mí. Pero es que me pareció familiar, ya te digo, de esto que te suena una cara y no sabes por qué. Luego la camarera me dijo que era un actor muy, muy, muy, muy famoso que hacía un par de años o así que había dejado de trabajar. La chica era evidente que bebía los vientos por él aunque en ningún momento se atrevió a pedirle una foto o esas cosas que hacéis los jóvenes. Luego se lo pregunté y me contestó que era muy buen actor, muy guapo, que estaba cañón, pero era un broncas, un completo antipático y un engreído.

Me pareció raro porque ese chico no tenía más de veintipocos años. Si lo dejó tan pronto, era un crío, no le habría dado tiempo a triunfar y llegar a ser tan, tan, tan, tan famoso. Aunque luego pensé en ti, que eres el claro ejemplo de que es posible, aunque tú no te hayas retirado.

El caso es que hablando de esto y aquello, acabé hablándole de ti y de tus hermanos, claro, y me dio estas recetas. Me dijo que te iban a gustar seguro.

-¿Qué me iban a gustar a mi? ¿No a mis hermanos, a papá, sino a mí en concreto? ¿Me conoce? ¿Y te dice que me van a gustar y no se te ocurre preguntarle cómo sabía que eso iba a ser así? Mamá, por favor, no irás hablando con todo el mundo de mis cosas. ¿Y sabes como se llamaba ese actor?

-Si es que… ya sabes como soy para los nombres. – se mordió el labio inferior y miró al techo, lo que demostraba que estaba fingiendo – Y que conste que poco le puedo contar a nadie de ti, porque no sé nada de ti, salvo lo que sale en la prensa. Solo puedo decir que eres de trato desagradable.

-Carmelo del Río, mamá. – Joaquín había entrado en la cocina – tenemos hambre.

Carmelo del Río, ese nombre no me decía nada. Saqué como un resorte el móvil para buscarlo, pero la comida reclamaba nuestra atención, así que aparqué unos minutos mis ansias.

Comimos. Me costó no salir de estampida. Apenas pude contener mis ganas de información al respecto de lo que me había contado mi madre. Mil preguntas bullían en mi cabeza. Era claro que mi compañero durante esos 11 días que había estado desaparecido para el mundo, no había muerto en un incendio. Este era su guisado. Básicamente. El de él tenía un toque distinto, un toque sutil. Y la tarta lo mismo. Pero no me podía creer que su encuentro con mi madre fuera casual. Parecía que él si me había reconocido. Yo desde luego no a él. Al final encontré el momento de buscar en el móvil fotos de ese actor y efectivamente era mi Daniel. Y para mi desesperación me di cuenta que lo conocía. Había visto películas de él. Incluso estaba casi seguro que una vez lo había saludado en una fiesta. Él era un adolescente en aquella época. Y yo un poco menos adolescente, pero jugando al juego de los adultos. Como él, me imagino. Los dos jugamos desde niños a ser adultos. Y al final, mirando todas las imágenes que aparecieron en la búsqueda en Google, unos cuantos cientos de miles, encontré una foto de los dos juntos. Yo no tendría ni 18 años. Y él 14 o así. También me extrañó que era más joven de la edad que le había echado.

-Si al menos le hubiera pedido el teléfono – se me escapó en un momento dado.

-Pero yo sí que se lo pedí. – dijo mi madre todo alborozada. Se puso las gafas cogió su teléfono y empezó a buscar.

-¿Tienes el teléfono de Carmelo del Río? Mamá, pero llámale e invítalo a casa y nos sacamos fotos con él. Lo que vamos a molar en Instagram – exclamó alborozado mi hermano Juan. – Si es un crack. Dejó de trabajar pero todavía le queda alguna cosa de estrenar. Es todavía un top. Lo van a nominar para los Goya, eso dicen. Y lo está a un premio en Francia por una serie que rodó allí, en Lyon, creo. Ha sido un bombazo.

-Calla. Me dijo que no se lo diera a nadie más que a tu hermano. Y eso si me lo pedía.

-¿Y a qué esperabas a contarlo?

-Sí, eso ¿a que esperabas a contarme esa historia? – la regañé, pero con buen tono.

-Me dijo que esperara por ver si reconocías el guisado.

De repente el teléfono de mi madre empezó a sonar.

-Anda – me enseñó la pantalla en la que se veía claramente el nombre de Carmelo del Río – está llamando él. Me hizo un gesto como “mira que sorpresa”, pero a mí no me engañaba. Estaba preparado. Lo habían pactado.

-Carmelo, que sorpresa. Justo ahora estábamos hablando de ti. – puso su tono de voz más inocente. Mentira de nuevo. Todo pactado.

-Bien, me ha salido bien. Aunque Daniel me ha dicho que tú lo preparas mejor.

-Mentirosa, Dato no ha dicho eso – dijo Joaquín indignado. Mi madre le hizo un gesto despectivo justo antes de indicarle que se callara.

-Ahora te lo paso.

Me quedé parado. No fui capaz de alargar la mano para coger el teléfono que me tendía mi madre. Pero ella no se rindió, se levantó y lo puso en mi mano. Y gritó:

-Ya tiene el teléfono en la mano.

La hubiera extrangulado. Sí, con “x” que parece más estrangulamiento. Si algo odio es meterme en una situación en la que no controle de antemano todas las variables posibles.

Me llevé el teléfono al oído. Escuchaba su respiración como él debía escuchar la mía. Era como en el río cuando nos conocimos y nos mirábamos sin decir nada. Ahí me relajé. No sé por qué.

-Creí que habías muerto – dije en un susurro.

-Pues no. No era yo el del árbol. No sé subir a los árboles. Me da miedo.

-Yo creía que eso se aprendía en 1º de actor.

-En 1º de actor es lo de montar a caballo.

-Vaya. ¿Y aprobaste?

-Con nota. Soy un gran jinete. ¿Has terminado de arreglar tus cosas?

-No del todo. Ya he roto con casi todo el mundo. Y les he pedido perdón por ser un capullo. Mi ex-pareja ya puede juntarse con su amante sin esconderse, mi ex-socio ya puede emprender sus negocios sin mi aprobación, aunque tampoco con mi respaldo. Le he comprado su parte. Y a mis amigos ya les he dicho que son unos hijos de puta.

-¿Eso antes o después de pedirles perdón?

-No recuerdo el orden. Pero me entendieron. No estaban contentos pero tampoco lo esperaba. Solo me falta decirles a mis hermanos que tendrán que ponerse a trabajar si quieren vestir de marca. Y que empiezan mañana a las 8 vestidos de traje y corbata. Y tienen suerte que no empiezan con mono azul en el almacén.

Las reacciones de mi familia fueron variopintas. Mis hermanos se acercaron con cara de pocos amigos. Su genio casi me recuerda al mío, aunque para alcanzarme todavía tienen que subir muchos decibelios el volumen y tener mi poder y presencia. Mi padre, en cambio, saltó de alegría, el primer gesto que hizo en toda la velada. Y mi madre les amenazó con el dedo.

-Tu empresa va viento en popa. Lo dicen las noticias.

-Sí. Y tiene una nueva CEO, Emile Goliat. Lo va a hacer bien. Lo lleva haciendo bien un tiempo.

-¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?

-Pues hasta hace un momento, pensaba volver e intentar buscar tu casa o lo que quedara de ella, más bien. E ir al cementerio a llevarte flores. Visitar a Rosa María y a su gata y hablar de ti en pasado diciendo cosas como “Qué majo era”, “Era una buena persona”. Ya sabes esa mentiras que se dicen cuando muere alguien al que nadie aguantaba. E ir al río y sentarme en la roca. Esta vez solo. Por eso de hacerte un homenaje.

-¿Vestido o desnudo?

-Desnudo, por supuesto. Hay que compartir la belleza de uno con el mundo. En eso nunca he sido egoísta, al igual que tú.

-En eso tienes razón. No se si desnudarme ahora mismo.

-Si me mandas las coordenadas y me invitas, quisiera ir a pasar unos días a tu casa. Espera a desnudarte a que llegue.

-Te gustó la ducha en la calle ¿eh? Tiene un punto exhibicionista. Vienes a casa por ella, por la ducha.

-Sí. Me gustó. Lo que no sé es como has conseguido que no te vayan a sacar fotos cuando te duchas. Me han dicho que eres muy, muy, muy, muy famoso.

-Siempre has sido un poco exhibicionista, como yo. Eso dicen al menos en los mentideros. Y nadie ha ido a fotografiarme porque nadie sabe que estoy allí. Y quiero que siga siendo así.

-Tengo cuerpo para ser exhibicionista. Y si querías seguir siendo un desconocido, no deberías haberte presentado a mi madre. Mis hermanos quieren fotografiarse contigo. Y subirlo a Instagram.

-Y eres un creído además. Y respecto a tus hermanos y tu madre, confío en ellos. Conocen tu carácter y te tienen miedo, pero no conocen el mío. Y te puedo prometer que no tiene nada que envidiar al tuyo.

-Tú bien me mirabas. Y siento decepcionarte pero a mala baba y chulería, nadie me alcanza. Ni de lejos. Me lo acaba de confesar mi madre.

-Tú también me mirabas. Y tu madre no me conoce. Pero seguro que se fijó en la camarera que no hacía más que mirarme con cara golosa y que no se atrevió a decirme nada de una foto. Hasta las tortitas me las acercó con miedo.

-Pero yo miraba tu aura. Además, era como si formaras parte del paisaje. Y sobre tu carácter, que quieres que te diga, no me ha parecido para tanto.

-Como yo entonces. Igualito que yo.

-¿Me vas a mandar las coordenadas?

-Mejor que eso. Estoy en la calle en la puerta de la casa de tus padres.

-Me has espiado.

-No, casualidades. Debe ser el destino. Un algo te llevó a la puerta de mi casa. Y resulta que mi abogado que casualmente es el tuyo, tiene un gran concepto de nosotros y cuando le pregunté pues habló y habló y habló.

-O sea que lo has tenido fácil. Juan Carlos siempre tan discreto.

-Es lo que tiene compartir abogado.

-No me quedará más remedio que salir.

-Si, porque tenemos un largo camino a casa.

-Si tu reconoces que es largo, es que será muy largo. Tu concepto de cerca y lejos no es el mismo que el mío.

-Depende de por dónde vayamos.

-Dame cinco minutos.

-Cinco.

Y colgó.

Mi madre tenía las manos en su cara. Y lloraba. De felicidad. Mi padre sonreía. Era la primera vez que me dedicaba una sonrisa desde mis 14 años. Mis hermanos me taladraban con la mirada, pero les iba a dar igual. A la mañana siguiente los esperaban en mi empresa, a las 8 de la mañana en punto.

-Éste si te gusta – le dije a mi madre.

Ella asintió.

-Ya te ha hecho mucho bien. No como el resto de la gente de la que te has rodeado.

-Me voy entonces.

-Tendrás que ir a casa a coger ropa.

-La de Daniel me sirve. Y no le importa compartirla. De hecho, ahora que pienso, lo que llevo puesto es suyo.

Ya estaba todo dicho. Así que me levanté y salí a la calle. Y efectivamente, allí estaba mi tocayo.

-Le ha llamado Daniel – dijo extrañada mi madre a mis hermanos.

-Es que Carmelo del Río es nombre artístico. En realidad se llama Daniel Morán.

-¡Ah! Van a ser “Los Danieles”, como “Los Javis”.

No corrí. Anduve despacio camino de Daniel que me esperaba apoyado en su coche.

-No pensé que tuvieras coche. En los 11 días no lo sacaste una sola vez.

-Estaba allí, pero no lo viste. Y estaba a la vista.

-¿Qué otras cosas no vi?

-La casa que se quemó, al lado de la mía. Era igualita. Casi.

-Vaya. Me hubiera ahorrado un disgusto.

-Si no te llego a buscar, no te hubiera vuelto a ver.

-El destino nos hubiera juntado.

-El destino nos juntó, evidente. Fui a ver a mi abogado, una reunión que iba postergando mucho tiempo. Y nada más entrar vi una foto tuya, por cierto, al lado de una mía.

-Vaya. Nunca me había fijado en las fotos.

-Ni yo. Casualidad. Ese día las vi.

-Y me ha enseñado una foto que nos sacó él hace muchos años. A los dos juntos. Sonrientes y como colegas.

-Anda, la foto que acabo de encontrar en Google. No quiero ni pensar en que lugar nos la sacó. Suelo tener una memoria casi perfecta. De todo esto, no recuerdo nada. Ni a ti.

-Yo tampoco. No te recuerdo para nada. Y he oído hablar de ti, como todos. Cuando te fuiste, fue Rosa María la que me dijo quien eras. E hizo el comentario que tantas veces he oído aplicado a mí: “Pues no es un hijo de puta como dicen todos”. Tampoco me acuerdo de que sitio era ni que hacíamos allí. Tú ya eras conocido y yo también. Corramos un tupido velo.

-Buscándote en Google cuando me ha dicho mi madre, he visto que vas a volver al trabajo.

-¿Te molesta?

-No. Si a ti no te molesta que te siga a donde vayas. Soy un jubilado.

-Se te ocurra no hacerlo. Ya te daré yo trabajo.

-No se me va a ocurrir. Y en lo del trabajo, eso lo negociaremos. Me ha gustado la vida contemplativa.

-No te creas. Al final se hace un poco aburrida.

Nos montamos en el coche. Saludé con la mano a mis padres y mis hermanos que estaban en la puerta de casa observándonos.

-¿Nos vamos? Quiero ducharme antes de cenar.

-Rosa María nos ha preparado una buena cena.

-Estabas seguro de que iba a ir contigo.

-Claro.

-Eres un poco chulo.

-No más que tú. Sabes, cuando le pregunté a mi abogado por ti me dijo que nos caeríamos bien. Éramos los dos igual de capullos, engreídos e insoportables. Y me ha asegurado que ya lo éramos cuando nos conocimos. Se extrañó que no nos acordáramos el uno del otro. Aunque en ese momento, cambió de tema.

-Eso no me lo ha dicho nunca a la cara. ¿Qué se extrañó de que…? Yo no recuerdo ni dónde se sacó la foto, ya te digo. No te recordaba para nada. Y lo curioso es que he visto películas tuyas, hasta te he ido a ver al teatro. Pero cuando lo he hecho, no he pensado: a ese lo conozco yo. Y al decir mi hermano tu nombre, ni idea. Pero nada. En el cine eres muy distinto. El aura esa de la que te hablé antes. Es distinta.

-A mi me lo ha dicho porque ya le he convencido de que mis dos años de retiro me ha cambiado la forma de ver las cosas. Hace dos años le hubiera partido la jeta. Literal. Vamos, hubiera ido directo al hospital. Y aún así, se ha callado muchas cosas el muy puto.

-Con lo pacífico que me pareciste.

-Y lo soy – puso su mejor tono de indignado fingido.

-Arranca ya. Que mi madre le va a dar un tirón en el brazo de tanto saludarnos

-Cuando quieras. ¡Adiós Adela! – gritó a mi madre por la ventana abierta.

Y emprendimos viaje a su casa, muy cerquita del prado a donde nos llevaba mi padre de excursión los domingos en verano. Lo bueno que tenía eso es que si un día querían ir a verme, sabían el camino. Aunque no estaba seguro que me apeteciera compartir ese rincón en donde encontré la paz con nadie que no fuera Daniel.

Apenas hablamos en el camino. No lo necesitamos. Yo estaba en paz con el mundo y sobre todo conmigo. Y notaba como a él le pasaba igual.

En el prado de mi padre. (1)

Aquel día estaba pensando en …

No lo recuerdo. Ni tiene importancia. Hace tiempo que nada tiene importancia. Cada vez es más patente que la furia ha invadido mi alma. Nada me satisface, nadie me agrada, nadie me complace. Y cuando me miro al espejo veo a un hombre joven que parece haber vivido todo lo que hay que vivir. El éxito. El sexo. El poder. Todo lo tengo y nada me llama. Al contrario, parece que me ha acabado por destruir.

Salí sin rumbo, un día más. De madrugada cuando amanecía, cansado de dar vueltas por casa sin lograr conciliar el sueño. Me monté en el coche y empecé a conducir. Al cabo del tiempo, una hora, o más, o menos, no lo sé, de repente me empezó a sonar la hierba, el sol, los árboles, un no sé qué en el ambiente, la luz, vete tú a saber. No tardé mucho en reconocerlo: era el prado a dónde solía llevarnos mi padre cuando era pequeño. Fue el instinto o el destino, porque ni siquiera recordaba como se iba. Ni había vuelto a pensar en ese lugar desde que mi padre dejó de traernos.

A veces cuando me agobio conduzco sin rumbo, a veces durante horas. Últimamente lo hago mucho. Cojo la autovía del norte o cualquiera otra y salgo por algún ramal sin mirar los carteles. Y voy atravesando pueblos, campos, lagos o lo que sea que me encuentre. Luego no recuerdo nada de lo que he visto, ni siquiera de qué he pensado en el trayecto. Ni si iba escuchando música o no, mucho menos lo que estaba oyendo.

Ese día como decía, llegué al prado. Así lo llamaba mi padre. Y ahí sí, desperté. No sé explicar lo que sentí, pero lo hice: un escalofrío me recorrió el cuerpo. Era primavera y hacía bueno. Era pronto eso sí. No hacía demasiado que había amanecido. O sí, no sabría concretarlo.

Miré a mi alrededor y no vi a nadie. Estaba solo. Aquel lugar no parecía que hubiera cambiado en tantos años. Recuerdo cuando llegábamos, toda la familia, mis padres, mis hermanos y yo y bajábamos del coche. Mis hermanos y yo salíamos de estampida y corríamos jugando al tú la llevas o con la pelota o directos a la orilla del río con la voz de mi madre gritando detrás de nosotros: “No os bañéis, es peligroso”.

Mi madre se enfadaba porque ninguno la ayudábamos a sacar las bolsas de la comida, las toallas y las sillas y la mesa plegables que usábamos para comer. Mi padre nos llamaba reconviniéndonos nuestra falta de respeto a nuestra madre. Mi madre siempre acababa murmurando: “¿de quién lo habrán aprendido?” Porque mi padre lo siguiente que hacía era coger una de las toallas y tumbarse bajo la sombra de un árbol a leer el Marca. Los días en el prado eran los días del Marca para mi viejo. Y desde ese momento hasta la hora de comer, mi padre no existía. Mi padre existe pocas veces. No es una persona cercana ni parlanchina. Sé que nos quiere con toda su alma, lo sé, lo noto. Pero no sabe decirlo ni demostrarlo.

Mi madre sacaba todo y lo dejaba preparado para la comida. Antes de salir de casa había hecho las tortillas y los filetes empanados. Y la ensalada; y había metido fruta y las bebidas: Fanta de naranja y de limón. Cerveza para mi padre. Ella solía llevarse su botellita de agua con gas. A veces nos hacía un bizcocho relleno de crema o de nocilla. A mi hermano Joaquín le encantaba la nocilla.

Luego jugaba un rato con nosotros, nos enseñaba a jugar al campo atrás, o al balón volea, como lo llamaba ella. O llevaba las raquetas de bádminton y jugábamos los cuatro. Luego nos bañábamos en un río que pasaba por allí. Ahí mi madre nos solía vigilar sentaba en un tronco. No le solía gustar bañarse. Alguna vez si hacía mucho calor metía los pies en el agua.

Después de comer, era el momento de la siesta. Mi madre no solía echársela. Leía un rato el libro en el que estuviera inmersa o daba un paseo sola. Cuando era pequeño pensaba que mi madre no dormía nunca. Una súper madre. En cambio mi padre y nosotros, siempre acabábamos durmiéndonos en cualquier rincón y en cualquier postura.

Eso ahora me da envidia. Ya me gustaría dormirme en cualquier lugar. Todo lo que dormí hasta los 15, no lo duermo desde los 17.

Ese día, después de andar un rato acabé sentándome en el tronco en el que lo hacía mi madre para vigilarnos mientras nos bañábamos. Me hizo ilusión encontrarlo. Sentí ganas de bañarme como entonces. Me desnudé y metí los pies en el agua. Estaba fría, como la recordaba. Ahí me quedé un rato, en cuclillas, cogiendo un poco de agua con la mano y frotándome el cuello por detrás para intentar que el dolor en las cervicales remitiera.

-Ten cuidado con los remolinos.

Levanté la vista asustado. Pensaba que estaba solo. No había oído a nadie acercarse. Pero había un chico, en la otra orilla, que me observaba con atención.

-El río es traicionero – habló de nuevo.

Podría haberle dicho que conocía el río de sobra. No era cierto, porque hacía tanto tiempo que no iba allí, que cualquier recuerdo podría no servir de nada, y menos en un río, que cambian constantemente. Pero estuve tentado. También pensé en decirle que dejara de mirarme de esa forma. Yo estaba desnudo aunque eso nunca me ha incomodado. Sé que soy atractivo y puedo presumir de ello. Pero tampoco se lo dije. Tampoco le respondí diciéndole que me daba igual la vida o la muerte. Simplemente mantuvimos un rato la mirada. Él en un momento determinado empezó a desnudarse. Dio dos pasos para meterse en el agua. Más o menos para situarse en un lugar equivalente al que ocupaba yo en el otro lado.

-Podemos nadar hasta aquella roca, si te apetece.

Miré hacía el sitio que me indicaba. Desde allí nos tirábamos los tres hermanos para preocupación de mi madre.

-Me parece bien – contesté lacónico.

Empezamos a meternos en el río hasta llegar a un sitio en dónde el agua nos llegaba más arriba de la cintura. Y ahí, casi como si lo hubiéramos ensayado, nadamos hacia nuestra meta. Lo hicimos tranquilos, casi al mismo ritmo. Me sentí bien nadando ese rato. Volvimos al sitio de partida y otra vez en sentido contrario. El agua estaba fresca, me tonificaba, me sentía más vivo que en los últimos cinco años.

Nos aupamos a la roca y nos sentamos uno al lado del otro, mirando sin mirar, oyendo sin escuchar, pensando sin tomar nota para la memoria.

-No te había visto nunca por aquí.

No me miró para hablar conmigo. Yo sí giré la vista para escucharlo. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que ese chico era muy atractivo. Tenía un rostro que para mi gusto era perfecto, como perfecto era su cuerpo. Llevaba el pelo corto, un poco rubio. Unos ojos marrones grandes, expresivos, que taladraban su objetivo. Y lo más importante: había algo en él que daba serenidad, era como un aura, algo así.

-Tú tampoco estás mal – me dijo sonriendo. Se había dado cuenta de mi examen. Tampoco le había incomodado que lo observara. Era evidente que se sabía atractivo y no tenía ningún reparo en enseñar su belleza. Es más, se me ocurrió que estaba acostumbrado a hacerlo.

-Daniel – y le tendí la mano. – Aunque algunos me llaman Dato.

-Vaya, somos tocayos – y me tendió la suya. Nos saludamos. – Por lo de Daniel, no por lo de Dato – precisó sonriendo.

No dijimos nada más. Nos quedamos sentados mirando el agua, los árboles, la hierba en el prado. Incluso mi coche aparcado a lo lejos. Escuchando las ranas chapotear y los pájaros cantar. El ruido muy lejano de algún coche. Las hojas de los árboles susurrar al paso de una ligera brizna de viento.

-Te invito a comer – me dijo al cabo de lo que a mí me pareció poco tiempo pero que debió ser casi un par de horas. – Mi casa está cerca. Hice ayer un guisado de vaca que me ha quedado muy bien.

Me di cuenta en ese momento que no recordaba la última vez que había comido. Quizás un par de días. Y para mi sorpresa me apetecía comer algo.

-¿Qué día es hoy?

-Jueves.

-Madre mía – exclamé asustado. Posiblemente no dijera una expresión tan educada. Me pega más decir algo como “La hostia puta” o “me cagüen todos los muertos”.

Me metí en el agua y nadé hasta dónde había dejado la ropa. Daniel me siguió. Cuando salimos del agua le noté por primera vez un gesto de preocupación.

-Había quedado, y se me había olvidado – le expliqué.

Era la vedad. No toda. Había quedado el martes. Es lo que tiene perder el oremus, la noción del tiempo y de la vida. Con mi amigo y socio Juan. Debíamos arreglar nuestras diferencias y encontrar un camino para nuestra amistad y nuestro negocio. Cogí el teléfono del bolsillo de mi pantalón y le mandé un mensaje. No me apetecía hablar con él. Pero le debía una disculpa. Encontré un sinfín de llamadas y mensajes de él y de mis padres. No recordaba cuando lo había puesto en silencio. A todos tranquilicé, pero a ninguno llamé. No estaba preparado.

-Vamos, mi casa está por ahí.

Mi nuevo amigo, en lugar de vestirse, había metido su ropa en una mochila.

-Tengo sitio para tu ropa, si quieres.

La doblé con cuidado y se la tendí. El la guardó con la suya. Se colgó la mochila en su hombro izquierdo y empezó a caminar.

Caminamos durante un buen rato. Creía haberle entendido que su casa estaba cerca. Su concepto de cerca y lejos debía estar marcado por haber vivido en una gran ciudad. Al menos caminamos una hora larga por el campo, sin seguir caminos ni carreteras. Se me hizo agradable. Buena temperatura, la hierba estaba fresca y eso agradaba a mis pies. Lucía el sol pero tamizado por una lámina de nubes altas poco tupidas. Un día perfecto para una caminata.

Apenas hablamos. Me miraba de vez en cuando, más que nada para comprobar que estaba allí y que me encontraba bien. Fue curioso porque con esas miradas me sentí bien. Es extraño, pero percibí que alguien se preocupaba por mí. Y no tenía que ser así. O sea, que al fin y al cabo, ese chico no me conocía de nada. Y me sentí más arropado que cuando estaba con mis amigos y mi familia. Incluso me sentí más querido, lo cual era una verdadera tontería, porque no había motivos para ese sentimiento. Pensándolo bien, esas sensaciones que afloraron en mí, eran deprimentes. Un chico al que no conoces, se presenta de repente, nadas unas brazadas a su lado, te sientas en una roca un par de horas y sientes que para él eres más importante que tu novio, que tus padres que tus hermanos y que todos tus amigos juntos. Eso da una sensación de fracaso absoluto. Aunque esa preocupación que demostraba mi tocayo por mí era posible gracias a que no me conocía y no había tenido tiempo de echarlo de mi lado por mis enfados continuos y sin ninguna razón más que la de demostrar mi poder y mi genialidad. Los que me siguen aguantando lo hacen por mi dinero. Me dicen lo que creen que quiero oír y ya está.

-Ya llegamos.

-Podíamos haber venido en mi coche. No está tan cerca tu casa como decías.

Reconozco que me salió en un tono un poco brusco. Pero es que me di cuenta que en algún momento, debería recorrer el camino de vuelta para buscar mi coche. Mi cartera, que la había dejado en la guantera. Y una pequeña bolsa de viaje que siempre suelo llevar por si acaso.

-Cuando llegue ese momento, ya te acompañaré. Es un bonito paseo. ¿No?

No respondí. No tenía ganas de darle la razón. Y estaba un poco molesto conmigo mismo por sentirme tan a gusto con él.

-Mira ahí está – y señaló una bonita casa señorial de dos pisos y un bonito jardín delantero, con una sombrilla, una mesa de hierro pintada de blanco y unas sillas a juego. Y un gran árbol a su lado que daba sombra a todo el conjunto.

Entramos en la casa. Me señaló el baño por si quería ducharme.

-Puedes hacerlo en la parte trasera, tengo una ducha al aire libre. En verano suelo utilizarla, me gusta más.

En ese momento no me fijé mucho en la casa. Tuve la impresión de que era antigua pero remozada. Con buen gusto. Si perder ese aire tradicional pero con todas las comodidades de ahora. Mientras me duchaba con tranquilidad, empecé a oler ese guiso de no sé que que me había anunciado Daniel al invitarme a su casa. Y algunas otras cosas que estaba preparando.

-La comida está. Sal ya del agua que te vas a arrugar.

No discutí. Ahora sí que tenía hambre.

Comimos. Hablamos. No recuerdo de qué. Solo recuerdo lo en paz que estaba conmigo mismo. Con el mundo. Lo que me gustaba escucharlo y que me escuchara.

Tardé diez días en volver al coche. Mi tocayo me invitó a quedarme en su casa unos días. No vi motivo para no hacerlo. Paseos, baños en el río, alguna pequeña escalada en unas montañas cercanas, comidas y cenas al aire libre. Una vecina de Daniel, Rosa María, nos invitó un par de noches a cenar en su velador. La mujer era muy agradable y cocinaba muy bien. Nos miraba sonriendo mientras acariciaba a su gata Martina que siempre se sentaba en su regazo.

Tuve que irme al final, porque lo de mi socio y amigo, lo de mi pareja había que solucionarlo. Y algunos otros asuntos familiares también. Y algunas otras cosas relativas a compromisos sociales a los que no encontraba sentido hacía tiempo y que había llegado el momento de romper con ellos.

Daniel cumplió su palabra y me acompañó al coche. Nos despedimos como si nos fuéramos a ver en unas horas. Pero él se quedaba y yo me iba. Y mis asuntos iban a tardar en arreglarse. Lo sabía. Él creo que también. Pero no quisimos despedirnos con efusividad excesiva. Nos dimos un abrazo y un beso.

-¿Nos vemos? – preguntó.

-Nos vemos – contesté, para mi gusto, con demasiada rapidez y ansiedad.

Puse el GPS, porque no tenía ni idea de como volver a casa. No habíamos hablado de nada terrenal ni siquiera que pueblo era al que pertenecía su casa. Había varios alrededor. Así que en realidad no tenía ni idea de en dónde estaba. Era el prado de mi padre al que dejamos de venir la familia cuando yo tenía 11 o 12 años.

En ese viaje de regreso, solo pensé en Daniel. En la sensación que me había producido su compañía. En el bienestar que había sentido. Mis dolores de cervicales habían desaparecido. Mis ganas de morir, también. Me volvía a gustar mi cuerpo y sobre todo, mi yo. Mi yo de verdad. Me di cuenta de que esa maraña de mentiras y fingimientos en que había convertido mi vida no tenían razón de ser. Yo era mucho mejor que ese otro yo que intentaba crear para los demás. O quizás para mí.

Paré en un restaurante de carretera. Necesitaba ir al servicio y tomar una coca-cola para despejarme. Me estaba quedando un poco atontado. Me pedí una coca-cola grande y me senté en una mesa. Estaban dando las noticias en un canal regional. No le prestaba mucha atención, hasta que la imagen de una casa ardiendo y los bomberos intentando sofocarlo me llamó la atención. Me pareció la casa de Daniel, esa que acababa de dejar. De repente en un cajetín en la parte de abajo del televisor, apareció el nombre de Daniel Palacios del Moral. 32 años. Había muerto en el incendio. Un rayo había impactado en un árbol al que estaba subido para salvar al gato de la vecina que se había escapado. Daniel y de 32 años. No sabía su edad exacta y tampoco sus apellidos. Pero me cuadraban con él.

Me acerqué a la televisión todo lo que pude. El sonido estaba muy bajo y quería enterarme de más detalles. Pero pasaron a otra noticia. Un camarero que estaba recogiendo las mesas me comentó que había sido todo muy rápido. Una tormenta de esas de verano que llegan de improviso. El gato de la vecina que corre al árbol, jugando. La señora que le pide ayuda y zas, el rayo.

-Lo más triste es que dice la señora que le había comentado que había encontrado al amor de su vida. Que había pasado unos días con él en su casa y que al despedirle se había dado cuenta que quería pasar el resto de sus días con él. Iba a ir a buscarlo al día siguiente.

-¿Y han dicho el nombre de la señora?

-Rosa María no sé qué. No me he quedado con el apellido.

Me senté en la primera silla que encontré a mano. Me estaba empezando a marear. Es él, no puede ser.

-No puede ser – susurré entre dientes.

Pero parecía que era.