El hombre de la gabardina, y los ojos verdes.

40 grados. El sol cae sin piedad.

Un hombre pasea por la calle. A pleno sol. Solo. Su gabardina le define. Raída. Arrugada. Un sempiterno cigarrillo cuelga de sus labios. Unas gotas de sudor perlan su frente.   Su mirada perdida hacia delante, siempre hacia delante.

Siguiendo su camino, un par de ojos sentados en una terraza. Sin poder retirar,  ni siquiera un segundo, la mirada de ese hombre desubicado.

El ruido de los coches es la única banda sonora que acompaña al hombre de la gabardina y a los ojos que le siguen.

Esos ojos. Son verdes. Verdes esperanza. Unos ojos que piensan. Unos ojos que traspasan. Unos ojos que leen lo que hay debajo de las gotas de sudor, debajo de la gabardina. Que traspasan esa máscara que rodea el corazón del hombre de las gotas de sudor en la frente.

Un dolor. Una desesperanza. Un… “ya da igual”. Un… “pudo ser, pero no fue”. Un miedo muy parecido a una camisa de fuerza. Una historia que no significó nada. Aunque lo significó todo. Un querer que se perdió en los miedos y la indecisión. Una huida a la carrera. Una carrera que nunca se acabará. Pudo ser, pero nunca será. Él se fue. Solo pudo ver su silueta perdiéndose en el horizonte.

Otro dolor. Más aséptico. Una coraza quizás llegó a tiempo.  O un stop. “No pases, no” No le mereces. Una imagen devuelta por un espejo maldito. Un pobre corazón que late con pereza al ritmo de la última canción que suena en la radio de su cabeza. ¿Para qué amar? ¿Para que vivir?

Un vivir sin vivir. Un vivir caminando sobre la arena ardiente del desierto. Un desierto lleno de verde césped, de hermosos árboles acunando sus frondosas ramas al ritmo de una suave brisa. Un desierto de color gris ciudad, de verde bosque, o de mar azul. Un desierto corazón, cerrado con cadenas y candado. Y una llave tirada a la alcantarilla.

El hombre de la gabardina sigue su caminar. Despacio. El sol en lo alto. Inapelable. Un cigarrillo que se acaba. Un cigarrillo que cae de los labios que lo sostienen. Un cigarrillo que lo sustituye. Una columna de humo que sube, y sube, perdiéndose en los rayos del sol que la acogen con indiferencia. Y una mirada sin vida, que camina al son de la canción de este verano.

Los ojos de la terraza. Esos que traspasan la celosía de la gabardina. Se levantan. Dejan unas monedas en la mesa. Apuran su cerveza. Helada hace unos minutos. Ahora solo ligeramente fría. Esos ojos caminan detrás de la gabardina, y su columna de humo, que se pierde entre los rayos del sol inapelable. Esos ojos…

Esos ojos alcanzan a la gabardina. Un ligero toque en su hombro. El hombre se dio la vuelta. Sus ojos semicerrados se posan en los ojos, verdes esperanza. Unos instantes que parecen una vida. Dos miradas que se encuentran. Unos ojos verdes, y unos marrones semicerrados. Una voluta de humo que se cuela en ellos, unos dedos que intentan sacarla. Unos ojos rodeados de sudor. Sin vida. Sin alma. Enfrente, unos ojos verdes. Verdes esperanza. Con una sonrisa debajo. Apenas pergeñada. Tímida.

– Te estaba esperando. ¿Dónde estabas?

El hombre de la gabardina había apartado el cigarrillo de sus labios. Y de lo más profundo de su garganta, sin poder evitarlo, dejó salir esas palabras, con una voz ronca, grave. Rotunda.

– No te encontraba. Te busqué. Pero no hubo suerte.

Los ojos verdes, con unos bonitos labios debajo, contestaron sin dudar. Sin apartar la mirada de esos ojos marrones, rodeados de sudor, y con una gabardina debajo.

– Ya nos conocemos. ¿Cómo es que no me viste? – contestó el hombre de la gabardina.

– Porque estaba ciego. Unas luces cegadoras me impidieron verte.

– ¿Y ahora me ves?

– Ahora te veo. ¿Me ves tú? ¿Quitarás tu stop?

El hombre de la gabardina se dio la vuelta y siguió su camino.

Los ojos verdes, con esos labios turgentes debajo, siguió sus pasos.

En apenas un par de zancadas, se puso a su lado.

Giró su mirada.

Dos miradas se encontraron. Un rayo de sol les deslumbró. Dos sonrisas se encontraron después.

– Va a llover – dijo el hombre de la gabardina.

– ¿Me dejarás tu gabardina para guarecerme?

– Está raída y vieja.

– Pero es tu gabardina. Me protegerá.

Dos sonrisas emprendieron el camino juntas. Apenas dibujadas. Un grupo de turistas que pasaban por su lado, apenas las vieron. Pero no sabían mirar.

Un trueno sonó… lejos. Una nube venció a los rayos del sol. Y una gota cayó. El hombre de la gabardina, se la quitó, y la puso cubriéndoles a los dos.

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