La venganza de Eduardo.

Ana la mujer de Felipe, era la enfermera del pueblo. En realidad los papeles eran al revés. Aún siendo Felipe un hombre nacido en el pueblo, conocido y respetado por todos, a él se referían casi todos como, “Si, Felipe, el marido de Ana, la enfermera”.

Ana a veces le tomaba el pelo con eso. Y él se hacía el ofendido. Era curioso como alguien tan seco de trato y callado, podía resultar en su casa, solo con su mujer, con sus hijas y su sobrino Eduardo, tan risueño y cercano. No era de hacer bromas, pero las que le hacían su mujer o sus hijas, las encajaba muy bien. Eduardo no era de hacer bromas, en eso había salido a su tío.

Ana siempre había pensado que era una mujer con suerte. Tenía dos hijas, que aunque ahora estaban en esa edad tan complicada de los 13 la pequeña y 15 la mayor, no le habían dado el menor problema. Posiblemente porque su marido, con todo lo brusco que parecía a veces, las había sabido llevar siempre muy bien. Sus amigas no se acababan de creer que su marido se levantara por la noche si lloraban de bebés. Y las cogía en brazos y se las llevaba a pasear por el campo si no podía tranquilizarlas de otra forma. Era capaz de quedarse dormido al lado de la cuna, tirado en el suelo, para que no molestaran a su mujer. Y si se ponían cabezotas, él las miraba de una forma especial y al final acababan rindiéndose.

De todas formas cuando llegaron las niñas, ya se habían entrenado con Eduardo, su sobrino. El hermano de Felipe era todo lo contrario que él. Era un perfecto viva la vida. Al igual que su mujer. Tal para cual. Ana nunca entendió cuando su cuñada llegó al centro de salud del pueblo, pidiendo que le hicieran un test de embarazo, todo contenta y feliz y su reacción cuando supo que estaba embarazada. Fiona ya no era una niña. Pero parecía que iba a jugar con una muñeca. Tuvo que ponerse seria con ella y enseñarle lo que era cuidar de un bebé. Pero era como hablar con la pared. Al final, cuando nació el niño, casi siempre estaba en casa de Felipe y Ana. Luego un día les entraba a los dos el remordimiento e iban a llevarse al niño, como si encima lo hubieran robado de su casa. Esos repentinos remordimientos y nacimiento del sentido paternal y maternal, coincidían siempre con la visita de los padres de ella.

Al cabo de unos días, el niño volvía a casa de sus tíos.

Ana siempre contaba como una de esas veces, el niño no dejaba de llorar en brazos de su madre, cuando entraron en su casa.

-Debe estar enfermo – le comentó preocupada a su cuñada.

Ana le pidió que saliera del cuarto y le dejara el niño. Eduardo, que ya tenía dos años por entonces, en cuanto vio que su madre salía y estaba en brazos de su tía Ana, suspiró aliviado y cambió el lloro por un reparador sueño abrazado a su tía. Llorar tanto cansa, pensó Ana. Dijo a su cuñada que le había dado una medicina para la fiebre y que se había quedado dormido.

-Tiene unas décimas. Déjalo aquí, no te preocupes.

Y no se preocupó, ni su marido tampoco. Se fueron a la ciudad a celebrarlo con unos amigos que se iban a pasar una temporada a Londres y cuya despedida era esa noche.

Ana llevaba una temporada en la que quería tener otro hijo. Ya no le quedaba mucho tiempo. Cuando se lo comentaba a su marido, éste no parecía muy dispuesto.

-Ana, ya no somos unos niños, sobre todo yo. Y tenemos tres hijos – siempre incluía a Eduardo en la cuenta.

-El cuarto. Eduardo y las niñas verás como nos ayudan.

-Eduardo irá a la universidad.

-Si está a dos pasos. ¿Te crees que se va a quedar a vivir allí? Verás como va y viene todos los días.

Ese no era el plan que tenía para él. Felipe pensaba que Eduardo debía vivir en la ciudad. Era lo mejor para que conociera gente, chicos como él, o al menos, con otra mentalidad a la que estaba acostumbrado. Se lo dijo a su mujer.

Ella hizo una mueca. Una cosa era la idea que tuvieran ellos y otra lo que el chico quisiera hacer. Ella no estaba convencida todavía que Eduardo fuera a la Universidad. No le notaba ilusionado con ello. Parecía que era una condena, que lo hacía por contentar a Felipe. A éste le daba igual por qué lo hiciera. Era lo que le convenía.

-El Carlos ese no le va a durar ni un mes – le decía a su mujer.

Ahí Ana no tenía argumentos, porque pensaba igual. Carlos no estaba cómodo con su sexualidad y se iba a refugiar de un momento a otro en un noviazgo “como era debido”, con una moza del pueblo, o de alguno de los pueblos de al lado. Había oído comentar de una tal Carmen, de Montija del Humedal.

Una noche, un mes antes del lío del tiroteo en las Hermidas, la tal Carmen recaló en el centro de salud por la noche. Había tenido una torcedura de un tobillo y su padre la llevó todo asustado, por como se dolía la niña.

-Se ha roto la pierna – dijo a Ana nada más entrar.

Ana estaba de guardia esa noche para toda la zona. El doctor García levantó la vista del libro que estaba leyendo, miró el tobillo sin siquiera acercarse, y dijo a Ana:

-Será mejor amputar, antes de que gangrene.

El padre pegó un grito y miró asustada a su hija. Pensó en que no iba a casarse así. La tal Carmen era una muchacha con un cierto atractivo, pero era manipuladora y pejiguera. Y todo el mundo la conocía. Su última esperanza era Carlos, el chico de Floriano. Se había interesado por ella de forma repentina en una fiesta de la parroquia. A Floriano no le gustaba la idea, porque sabía perfectamente que a su hijo no le gustaban las chicas. Y aunque no estaba preparado para eso, su mentalidad era de otra época, tampoco quería que su vástago fuera un desgraciado toda la vida e hiciera desgraciados a todos los que le acompañaran en su camino vital. Aunque bien mirado, prefería que amargara a la tal Carmen que a Eduardo. El chico le caía bien. Se merecía algo mejor que su hijo. Eso no lo diría en voz alta en el bar de Gerardo, por ejemplo, pero sí se lo dijo al de la Hermida 3, ese que decían que era un actor famoso. Un día coincidieron y tomaron una cerveza. El tal Daniel le dio una palmada en el hombro y le dijo:

-Convenía que se lo dijera a su tía, al menos. Para que preparen a Eduardo.

Esa noche, la de la torcedura del tobillo de la niña, como la llamaba su padre, se precipitó todo. Floriano se enteró y se acercó a ver a su amigo y a su hija al centro de salud. Entró a saludar y pudo escuchar como la niña le contaba con pelos y señales a Ana cuanto se querían Carlos y ella. Era claro que todo fue una estratagema para tener disculpa y soltárselo a la tía de su rival por el “amor” de Carlos. A Floriano, que presenció toda la escena, le pareció patético. El padre de la niña bajó la cabeza y salió del botiquín avergonzado, porque entendió la estratagema de su hija con la supuesta torcedura del tobillo. Ana que comprobó que el tobillo de la muchacha no tenía nada, le puso un vendaje estupendo, bien fuerte. Pero siempre sonriendo. Floriano, parco en palabras como el marido de Ana, se acercó a ella y le dijo en voz queda:

-Es mejor así. Eduardo no se merece a mi hijo. Que se apañen estos dos. Y si necesitas algo, me lo dices. Tu chico me cae bien.

Ana esa noche, de madrugada, cuando salió de la guardia y volvió a casa, no supo que hacer. Pensó en hablar con Eduardo. En prepararlo. Luego pensó en que mejor que le dieran el palo y estar preparados para apoyarlo. Cuando llegó a casa al primero que vio fue al chico que se había levantado para ocuparse de las vacas. Las estaba ordeñando para luego sacarlas a pastar un rato al aire libre.

Su marido salió en ese momento de casa. Lo llamó para que se ocupara de las tareas de Eduardo.

-Tengo que hablar con él.

Su marido supo. Algo le insinuó Daniel el de la Hermida 3 la tarde anterior.

-Tu amigo me lo ha contado para que yo te lo cuente. No se atreve a contárselo, porque sois amigos. Y aunque parezca mentira, en este asunto apoya a Eduardo.

-Pero el otro es su hijo – acabó la frase Felipe.

Levantaron las jarras de cerveza y brindaron.

-Gracias, Daniel.

Ahora todo se precipitaba. No envidió a su mujer que había tomado la iniciativa de hablar con el chico.

-Carlos… – empezó titubeando.

Eduardo esperó paciente a que acabara la frase. Pero su tía la situación le parecía surrealista. Romper a través de la tía del abandonado. ¿Cómo era posible que se hubiera dejado embaucar así? Que diera la cara el tal Carlos.

-Carlos me quiere dejar y te ha mandado a “la pinares” para que te lo suelte. Porque él no tiene cojones ni para ser marica, ni para plantarme por esa idiota.

-¿La pinares?

-La llaman así, porque siempre queda con sus ligues en el pinar del pueblo. Al menos a Carlos le enseñará a hacer el amor. No tiene ni idea.

Ana se quedó sin palabras. Preguntó a su sobrino si estaba bien, y éste le contestó que sí. Lo único que le pidió es que si podían ocuparse de la granja esa mañana, porque tenía unos asuntos pendientes.

Ana no pudo negarse. Iba a meterse en la cama un rato, porque apenas había dormido esa noche, pero se cambió de ropa y fue a ayudar a su marido.

-Le va a dar su merecido al tal Carlos – le dijo como explicación a su marido.

Felipe al principio pensó en que eso no estaba bien. Pero luego cambió de parecer: era mejor eso que se hundiera en la depresión de nuevo.

No supieron lo que había pasado ni cómo lo hizo. Solo que volvió para la hora de comer, con el pelo húmedo, cansado, pero satisfecho.

No les contó nada. Comió como si hubiera estado en ayunas durante un mes. Fue a acostarse un rato, pero a media tarde, ya estaba ocupándose de nuevo del ganado, para que su tío pudiera ir al bar de Gerardo como todas las tardes y a esperar a su tía, que a pesar de haber tenido guardia, esa tarde se había pasado por el consultorio.

-Gracias tío por ocuparte esta mañana.

Felipe solo atinó a decirle un “de nada” seco.

Cuando llegó al bar de Gerardo esa tarde, como siempre sobre las ocho y pico, le esperaba Daniel el de la Hermida 3. Nada mas verlo, le hizo un gesto con el brazo para que se sentara con él. El chico le pasó su móvil con un montón de fotos.

En todas salía Carlos, corriendo por el pueblo, con el cuerpo lleno de plumas. Solo llevaba eso, plumas, porque iba desnudo completamente. Corría desorientado tapándose con una mano sus partes pudientes y con la otra su culo. Llevaba en la espalda un cartel que rezaba:

“Soy una marica gallina. Pero no se lo digáis a la Pinares, que quiero que me enseñe a mamarla”.

Los pocos que no lo vieron en directo, se enteraron rápidamente. No se habló de otra cosa esa tarde.

-Me avisó Eduardo y no quise perdérmelo. Ya sabrás que me gusta mucho el cine – y le guiñó el ojo. – Ya verás cuando edite el vídeo que he grabado. Se lo he mandado a un colega que hizo el montaje de mi última película. Pero guárdame el secreto. Las fotos las han hecho los vecinos, que luego me las han mandado.

-Esta ronda la pago yo – dijo Felipe levantando la voz.

-La siguiente la pago yo – gritó Floriano desde la puerta, acercándose a la mesa en dónde estaban Daniel y Felipe.

-Has criado a un buen chico – le dijo a su amigo. Estuvo un rato callado y al final acabó la frase – Yo, no. ¡Por Eduardo!

Y para su sorpresa, todo el bar le había oído y todos gritaron a una:

-¡Por Eduardo!

-¿Y Carlos? – se interesó Felipe.

-Su madre está quitándole una a una las plumas. Todavía le queda un rato. Es un dos por uno: las plumas y la depilación a la brea. Ahora empezaba con… – y señaló de forma indirecta hacia sus partes pudendas.

-¡Ufffff! – exclamaron quienes lo escucharon.

-Le he dejado un palo bien gordo para que apriete los dientes. Gerardo, mira que las jarras están vacías. Esta ronda me toca a mí.

2 pensamientos en “La venganza de Eduardo.

  1. Leo todas las historias y narraciones que me enviáis, pero echo de menos relatos con escenas más eróticas y gays !! Qué le voy a hacer… Me pone a cien imaginar miembros duros y erectos entrecruzándose !!

    Muchas gracias y un abrazo !!

    Pedro R.

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    • Pedro, pero lo bonito de leer es que puedes continuar la historia dónde acaba o puedes imaginar esa escena de sexo que echas en falta. Y a veces esa escena que puedes recrear en tu mente puede ser más excitante que la que yo pueda inventar.
      Muchas gracias por leer.

      Besos.

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