La Pinares se pone bigote.

La Pinares un día tuvo una idea, paseando por su bosque preferido. ¡A cuantos jóvenes del pueblo había llevado allí para desvirgarlos! Nadie le había reconocido nunca el bien social que había hecho al género masculino de su pueblo y alrededores. Ya había perdido la esperanza de que ese reconocimiento llegara algún día. Ahora estaba casada, felizmente casada, se repetía una y otra vez para auto-convencerse. No tan feliz, reconocía al final siempre, porque su marido era un patán en la cama. Era un patán en general, pero en la cama, lo era en grado superior. Mira que había conocido hombres, pero como este, ninguno. Si lo llega a saber se lo deja al Eduardo ese, que debió ser el único en la tierra capaz de sacarle un orgasmo a su marido.

-Tengo que ir a preguntarle un día – se decía a menudo después de un nuevo intento de sexo desenfrenado en la casa que le había comprado su padre.

-Que generoso es papá – decía Carlos. La Pinares odiaba cuando su marido llamaba papá a su suegro. Él ya tenía su padre.

-Déjale mujer – decía su padre. – Solo quiere agradar.

-Pues que aprenda a follar – contestó furiosa su hija.

-Para eso tendrías que gustarle aunque fuera un poco. – Su padre le había dado a la botella de nuevo. Si no, tanta sinceridad no era propia de él. Menos mal que al día siguiente no recordaría ni palabra.

Pero aquel día, por la tarde, una cualquiera del mes de octubre, las hojas cayendo ya, procurando un manto ocre en los bosques que rodeaban el pueblo, se encontró con sus amados pinos. Algunas ramas pequeñas habían sucumbido al ulular del viento otoñal. Cogió una de ellas, pequeña, con sus hojas en forma de pincho. Se lo puso en el labio, cual mostacho varonil. Entonces tuvo una idea: recogió pequeñas ramas del suelo y usando su falda a modo de bolsa, las fue recolectando para llevarlas a casa. Que bonita imagen tan bucólica y tan Sonrisas y Lágrimas.

-Oh, sí, ahora te vas a enterar, Carlitos. Marido querido.

Y esa noche, se puso frente al espejo.

-Espejito mágico conviérteme en un maromo muy varonil, con un mostacho del 15. ¡Oh espejito mágico! Para que le pinche al idiota que tengo por marido y se le ponga dura.

Se lo pegó debajo de la nariz. Recortó cuidadosamente lo que sobraba. Hizo una prueba con esparadrapo, pero no aguantaba mucho. Así que cogió un poco de pegamento Imedio, como en el colegio. Movió arriba y abajo los labios, los abrió y cerró. Semejó un beso sin beso. Parecía que aguantaba. A lo mejor aguantaba demasiado bien. Luego sería el problema de quitárselo. Pero eso le daba igual. Si su marido había aguantado el desplume de su cuerpo por parte de su madre, pluma a pluma, ella podría aguantar un poco de irritación al quitarse el pegamento. Además con la mascarilla nadie se enteraría.

-Vamos allá – se dijo para darse ánimos.

Caminó segura hacia la estancia de su marido. Dormían en cuartos independientes. No quería ser un obstáculo para que se la pelara pensando en algún hombre que hubiera visto ese día en el mercado de frutas y verduras. Hombres agrestes, mal afeitados y mal encarados, que eran los que le parecían gustar a su marido. Le había notado, oh sí, lo había hecho, que su miembro se le ponía duro mirándolos desde la furgoneta. Y ella moría de envidia. Con ella nada, y eso que todos decían que la comía como nadie. Pero el Eduardo ese debía ser mejor.

Pero esa noche, iba a ser distinto. Todo antes de pedirle a ese Eduardo que le enseñara a comerla como le gustaba a su marido.

-Carlos – llamó engolando su voz para que se le pareciera un poco a cualquiera de esos hombres de pelo en pecho.

-Carlos – volvió a llamar con voz sensual y varonil.

-¿Quién me llama? – dijo un poco despistado su marido que efectivamente estaba pensando en el hombre del puesto de tomates que había al final del pueblo.

-Soy Ángel del infierno que viene a follar contigo.

La Pinares abrió la puerta de la habitación de su marido. Apagó la luz al entrar. Se movió rápido hasta la cama en dónde yacía con las piernas abiertas y mirando al techo, como lo hacia su miembro duro. ¡La primera vez que se la veo dura, madre mía! No es nada del otro mundo, pero servirá.

-Te voy a follar, querido Carlos. Te he visto esta mañana en el mercado y me has puesto a cien. Te he seguido hasta tu casa y ahora, que todos duermen, me he aventurado a tu lecho, ¡oh mi hombre!

La mujer se tumbó en la cama junto a él. Le agarró las manos y se las ató al cabecero de la cama con un coletero que llevaba en la muñeca. Y le vendó los ojos con un pañuelo de vaquero.

-No te muevas, va a ser peor. Te voy a hacer mío, mi hombre. Soy tu dueño.

Buscó sus labios y besó su boca, con el mostacho de pino que llevaba sobre el labio superior.

-¡¡Pinchas!! – gritó alborozado Carlos.

-Claro que pincho. Soy un hombre, maricón.

-¡Ahhhhhhhhh! – gritó al borde de un orgasmo el ínclito Carlos, y eso sin casi tocarle.

Pero eso asustó a la Pinares. Se puso sobre él a horcajadas, agarró el miembro palpitante de su marido y se lo metió en su sexo, que lubricaba desde hacía unos minutos, excitado por la perspectiva de recibir algo que no fuera un calabacín de la huerta.

-Cabalga, maricón – le volvió a gritar con esa voz engolada, imitando a un macho de la estepa castellana que cada vez le gustaba más.

-Ag, ag, ag, ag, ag, ag, aggg., aggggg, aggggggggg, AGGGGGGGGGGHHHHH!!!!! (Escríbelo en mayúsculas y con muchas admiraciones)

-Aghhhhhhhhhhhh! – Suspiró la Pinares.

-¡Ahhh! Ángel del Infierno. Eres mi hombre.

-Lo soy maricón. Y ahora te vas a tragar mi tranca por ese ojete malcriado que tienes.

-¡¡Oh!! ¡¡Sí!!

Alargó la mano y cogió su calabacín preferido. Esto le abriría las carnes a su marido y se acordaría de Ángel del Infierno durante semanas al sentarse.

Te voy a follar – le susurró la Pinares con su voz engolada, semejando la de un semental.

Carlitos había levantado las piernas y le ofrecía su peludo agujero. “Este idiota al menos podía quitarse toda esa pelambrera”, pensó la Pinares. Mira que habré visto culos de hombres, pero ninguno como el de éste.

-Sí. sí, fóllame – suplicaba medio llorando Carlitos.

-Ahora voy, si encuentro el agujero. Para otro día te afeitas, maricón.

-Sí, me depilaré si tú quieres Ángel del Infierno.

Cogió el calabacín y lo apoyó en el agujero.

Empuja y respira hondo – le ordenó.

Carlitos obedeció. Y la Pinares, sin ningún miramiento, le metió el calabacín de un solo golpe.

¡¡¡Aghhhhhhhhhhhh!! – gritó extasiado su marido, que seguía atado al cabecero y con los ojos tapados.

-Sí, sí, sí, síiiiiiiiiiiii.

Para sorpresa de la Pinares, en menos de dos minutos su marido volvió a tener un orgasmo del cien. No del diez. Del cien. Convulsionaba todo él. Le dio un último golpe al calabacín y se fue.

-Ha sido el mejor polvo de mi vida. ¿Me desatas Ángel del Infierno?

-Que te desate tu puta madre, idiota – le espetó su mujer con voz enfadada y ronca.

Y salió de la habitación.

-¡¡Qué hombre!! – le oyó decir la Pinares desde el pasillo.

Por la mañana, corrió al lecho de su marido y le desató y le quitó el calabacín de su culo, que seguía allí. También le quitó la venda de los ojos. Retiró todo lo que podía recordar a su marido lo que había sucedido la noche anterior.

En la cocina estaba la Pinares, sentada a la mesa, desayunando plácidamente unas tostadas. Su marido apareció con su rostro irritado, por los besos de pino del Ángel del Infierno. Y con unos andares cuando menos, peculiares. Pero rebosaba felicidad.

-Será maricón el tío – se dijo para sí la Pinares.

Se fue a sentar y lo hizo apoyando la pierna en la silla y sentándose de tal forma que dejaba libre sus posaderas.

-Huy, se te ve incómodo. ¿Estás estreñido cariño?

-Sí, sí, estreñido. Uff, ir al servicio es un suplicio.

-No te preocupes, hoy te voy a preparar calabacines, que eso arregla el tránsito intestinal que es una pasada.

-¿A sí? Nunca lo había oído.

-Sí, sí, hazme caso.

-Ya, bueno, pues comeremos calabacín.

-Precisamente tengo uno ahí que tiene una pinta maravillosa.

Y la Pinares cogió el calabacín que había tenido toda la noche su marido dentro de él y se lo enseñó.

-Este calabacín te vas a comer hoy, cariño. Con toda tu esencia.

-¡Imbécil! – dijo para si la Pinares.

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