Necesito leer tus libros: Capítulo 3.

Capítulo 3.-

Jorge tuvo mucha suerte. La vida, el destino, le deparó un don: la escritura. No luchó contra él, sino que lo fomentó y lo cultivó. Eso no hubiera sido importante sino se hubieran cruzado una serie de personas que le convirtieron en lo que es hoy.

Primero y más importante se enamoró. De Nando. Y éste lo hizo de él. Fue un amor trabajado, porque al principio no parecían congeniar demasiado. Amigos comunes, reuniones de amigos, alguna frase cruzada en ellas, pero sin nada que fuera reseñable. Un día en que sus amigos fallaron, se encontraron casi solos. Ellos dos y Helena y Pol. Helena y Pol eran pareja y ese día, al ver la deserción de los demás, decidieron hacer un mutis y con la excusa de ir a la barra a pedir, no llegaron las cervezas y a ellos no se les volvió a ver. Y a Jorge y a Nando no les quedó más remedio que empezar a hablar el uno con el otro.

-Parece mentira, hace casi dos años que nos conocemos y nunca hasta ahora hemos hablado así, de tú a tú. – dijo Jorge para romper el hielo.

Y sí que rompieron el hielo. Al final de la noche, la cosa parecía que fluía, para sorpresa de ambos. Se podría decir que pasaron una velada agradable, pero sin más.

Al menos fue el punto de inflexión. En las siguientes reuniones de la pandilla, hablaban más y al menos, no parecían enemigos. A veces incluso se sentaban cerca, cosa que hasta ese día de la rotura de los hielos polares que los circundaban, parecía imposible. Ellos creían no tener nada en común. Y no lo tenían en gran medida. Se complementaban más bien. Pero hablaban de cada vez más cosas, intercambiaban opiniones generalmente distintas. Sobre la vida, sobre el sexo, sobre el amor, sobre política. Sobre fútbol. Ni en eso coincidían. Les daba salsa a la vida.

Un día Jorge le enseñó un relato que había escrito. Lo que sí les gustaba a los dos era leer. Aunque como no, les gustaban autores distintos, géneros diferentes. Pero cuando Nando leyó ese relato quedó fascinado. Al principio pensó que eso era porque lo había escrito alguien que conocía. Parece que los que conoces, no pueden ser buenos en algo, si no lo has vivido desde que echaron a andar. Y cuando te pasan una historia que han escrito, el solo hecho de que sepa construir una frase con sujeto, verbo y predicado, ya es una proeza. Y no te digo si entre medias incluye una frase subordinada o conjugando el pretérito imperfecto de subjuntivo. Pero cuando Nando lo volvió a leer en casa, tranquilo, sin que Jorge le estuviera mirando, pensó que era una de las mejores historias que había leído nunca.

Así se lo comentó a Jorge cuando quedaron la tarde del día siguiente, los dos solos. Bromearon al respecto porque Jorge no quería creerle. Y que le estaba tomando el pelo, que te estás riendo de mí, jo como eres, y que… tal y tal y tal… y no paraba de hablar, hasta que Nando se incorporó de la silla que estaba, estiró el brazo y cogió del cogote a Jorge para acercar su boca a la suya y le calló con un beso de tornillo. Jorge se quedó apabullado. No se dio cuenta pero contestó al beso. Y hasta esa noche en casa, solo, no se dio cuenta que le había gustado, que Nando le gustaba, que narices, que sí, que le gustaba, y que por fin podría hablar de amor de primera mano en sus historias.

También fue un momento triste. Jorge fue consciente que todas sus relaciones anteriores se habían basado en otras cosas, no en el amor. “Así han salido”, pensó. Y también se le ocurrió que podía haber sido lo del relato, que le había gustado… empezó su cabeza a poner pegas, por si acaso. “Joder, pero si eso del amor no es cosa de cabeza, es de… corazón, de estómago, de… pollas reaccionando sin esperarlo… “No, lo de eso… no es amor… es… ¡Yo qué sé!”

Volvieron a quedar al día siguiente y fue todo un poco embarullado, hablaba uno y el otro a la vez, y decía uno que había sido un beso estupendo, y que joder, que no se había dado cuenta pero me gustas, y tal. No se dijeron te quiero, porque de eso no estaban seguros. Pero que gustarse se gustaban sí. Y poco a poco fueron queriéndose. Poco a poco, que se lo tomaron con calma.

“¿Y si me equivoco”, pensaba Jorge una y otra vez. “¿Y si no es eso?”

Jorge le fue enseñando más relatos incluso alguna novela que tenía acabada. Llevaba desde los quince años escribiendo sin descanso. No se lo enseñaba a nadie. Solo lo hizo a un profesor del instituto, en COU, y su crítica fue tan demoledora que se le quitaron las ganas de volver a hacerlo con nadie. A Nadia, su vecina del quinto sí, a ella si que se lo enseñaba. Pero ella lo quería y todo lo que le daba para leer le gustaba por decreto. Y no bajó la intensidad del elogio cuando se declaró a Jorge y éste le dijo que lo sentía, pero que su amor era imposible. Ella se enfadó al principio pero al final acabó comprendiendo. Y halagando sus relatos. O no, que todos ya no le gustaban. Sobre todo ponía pegas a los que acababan mal. Pero eso le dio igual, porque en la vida hay historias que acaban mal, muy mal. Y en el fondo, Nadia solo reaccionaba de esa forma por la decepción, porque Jorge le había dado calabazas. Y ella veía que su historia, la del amor que sentía por su vecino Jorge, había acabado mal.

Nando le propuso un día llevarlo a alguna editorial. Pero a Jorge eso le daba mucho miedo, tenía presente a ese profesor de COU que le degolló las ilusiones en cinco minutos. Nando no se rindió y a hurtadillas le copió unos cuantos relatos y un par de novelas. Su madre conocía a alguien que conocía a uno que a su vez tenía una prima que era íntima de uno que trabajaba en una editorial. Resulta que ese hombre era editor en esa editorial. Y se avino a leer las novelas de Jorge.

-Pero que no se haga ilusiones. Este fin de semana tengo que leer 10 novelas que nos han llegado. Si a las cinco páginas no me dice nada, no voy a seguir.

Nando seguro de sí y de Jorge dijo:

-Entonces con la primera, tendrá suficiente. Podrá leer el resto. Con una sola página sabrá que es una gran novela. No va a leer más novelas este fin de semana que la de Jorge.

El hombre lo miró con escepticismo.

Tardó en llamar. Nando había perdido las esperanzas. Pensó que a ese hombre al final no le había gustado. Pero eso no quería decir nada. Jorge y Nando, mismamente, cuando hablaban de libros, siempre discrepaban sobre casi todo lo que habían leído ambos.

-Es cuestión de probar – se decía por la mañana frente al espejo. Porque a Jorge no le podía decir nada. Salvo que lo cogieran. Y aún así habría que estudiar como se lo decía.

Así que en sus ratos libres, cambió la lectura por la búsqueda de editoriales a los que mandar los manuscritos de Jorge. Por si acaso, se preocupó de registrarlas. Que ese hombre era amigo de un amigo de su madre y no le iba a traicionar, pero si empezaba a mandar las novelas a sitios y personas desconocidas, no tenía por qué fiarse.

A los quince días o así, ese hombre llamó a la prima del amigo del amigo de su madre que le dio el teléfono de ella. Ésta a su vez le dio el teléfono de Nando y lo llamó:

-¿Sería posible hablar con ese Jorge Rios?

-¿Por? ¿Para bien o para mal?

-Para bien. Para mal te lo suelto a ti y acabo antes. No perdería el tiempo. De hecho, para mal ni me molesto en llamar.

-Cuénteme para prepararme y para prepararlo, que él no sabe nada.

-He tardado porque tenías razón, en la primera página tuve claro que me gustaba su escritura. Eso supone que debo leer la novela entera. Y me diste dos. Así que leí las dos. No me dio tiempo a leerlas el fin de semana así que casi tardé una semana. Porque además son largas. Pero apasionantes. Mientras leía la segunda, encargué que prepararan unas pruebas de la primera. Y en eso he pasado estas dos semanas. Ahora solo hace falta convencer a tu amigo de que publique y de que nosotros somos los indicados. Le puedo enseñar hasta como queda el libro. He mandado imprimirlo.

A Nando se le quedó la boca abierta. Y sintió una alegría inmensa. Ahora solo quedaba decírselo a Jorge y convencerlo. Que para un ajeno podía parecer coser y cantar, pero que Nando sabía que iba a tener que emplear toda su capacidad de persuasión.

Y en efecto, el tema duró casi otra semana.

-Que no, que no y que no. Que ese tipo os ha dicho eso porque es amigo de tu madre.

-Qué en realidad no es amigo de mi madre, es amigo de un amigo de un amigo de la prima de no sé quien de mi madre.

-No me dijiste eso.

-Que sí, te lo dije, pero no me escuchaste bien.

Que no y que no y que no. Que los escritores son una mafia y se llevan todos mal y que… que no, que no, que no. Los escritores son unos presuntuosos, que no encaja en ese mundo, que si tal, que no, que no, y que no le gustan las presentaciones y que si tal y que si cual. “Joder, ¿Y si fracasa la novela? ¿Y si no la compra ni tu madre? La mía no lo va a hacer, te lo advierto.”

-Vale, – dijo en un momento de debilidad, – pero si me acompañas a todas esas cosas. No voy a una rueda de prensa si no vas conmigo o a una entrevista en la radio, o a una firma de libros, o a ver al editor. ¿Ves, ves como no te gusta? Pues a mí tampoco. Así que nada.

Nando negaba con la cabeza. No pensaba convertirse en el secretario de Jorge, por mucho que le gustara. El tenía aspiraciones más elevadas. ¿Cuáles? Ni idea. Pero era súper elevadas. De millonario a súper millonario. De famoso a muy famoso. La pega era que no se acababa de decidir por el camino para llegar allí. Pero ser el secretario de un escritor de medio pelo, no.

-Pues ponemos un nombre pseudónimo o como se diga. Por ejemplo, Blas Tudor. Y al ser anónimo, nadie sabrá que eres tú, y a nadie importará porque como no eres conocido ni famoso, pues nada.

-El caso es que no quieres ir conmigo – y lo dijo verdaderamente enfadado. Decepcionado. – Yo creía que te gustaban mis novelas de verdad y que te gustaba yo. Pero ya veo que solo era de boquilla.

No le dio opción a contestar. Con las mismas se levantó de la silla y se largó de la pizzería donde habían quedado a cenar para hablar del tema.

-Y encima pagaré yo la cuenta. – murmuró resignado Nando.

Durante unos días jugaron al gato y al ratón. No se llamaban ni quedaban con su grupo de amigos. Se mandaban algunos mensajes a través de terceros. Alguna vez se encontraron “por casualidad” en la calle y comentaban el buen tiempo que hacía. Hasta que en uno de esos encuentros, al despedirse, Nando le dijo al oído: “Está todo listo. Solo tienes que ver el libro, que te va a gustar, y firmar el contrato. Al día siguiente estará en las librerías.”

-Si no lo haces conmigo, no hay nada que hacer.

-Están tirados los tres mil ejemplares de la primera edición. ¿Quieres echarlos a la basura?

-Si no vienes conmigo nada.

-Es tu libro, es tu vida, Jorge.

-Pues cásate conmigo y así será nuestra vida.

Jorge se dio cuenta de lo que había dicho al ver la cara que puso Nando. Y éste hasta que se dio la vuelta y salió corriendo, no procesó la petición. Nando no era de hacer deporte. Pero aún así aguantó veinte minutos de carrera tipo cochinera. Hasta que llegó a casa de su madre y subió a su piso respirando con dificultad. Casi echa los higadillos en el ascensor.

-Pero si ni siquiera hemos follado – se dijo indignado para sí, sin dejar de intentar coger aire.

-Como si en nuestros tiempos eso no fuera lo normal, hijo – le comentó indignada su madre cuando se lo contó.

-Pero ahora no. Ahora se folla y después…

-Que mal hablado eres Nando. ¿No hay otra palabra que follar?

-Hacer el amor, ¿Así estás contenta?

-Pues hala, voy a llamar a un amigo para que os prepare la ceremonia.

-¡¡Mamá!!

-No seas bobo. Sois los dos bobos más grandes del universo. Sois los únicos que no sabéis que os vais a casar sí o sí. Casaros de una vez y así ese puto libro saldrá a las librerías y será un éxito. Joder, si escribe como los dioses del Olimpo.

-No sabía que los dioses del Olimpo escribieran.

-Me has entendido, tonto del culo. Pero que he hecho yo para criar semejante arpía de hijo.

-Es por precisar.

Su madre no dijo nada, solo le tiró el primer cojín que tenía a mano.

-¡Mal Hijo!

-Te quiero mamá – se despidió Nando.

Corrió. Corrió a casa de Jorge. Correr, correr, no. que ya respiraba con normalidad y no quería volver a perder el resuello. Además, tenía que pensar como hacerlo. Llamó al timbre, y como Jorge no fue rápido al contestar, pegó el dedo al botón.

-¿Pero que coño vas? Casi quemas el timbre bobo. – le gritó indignado Jorge en la puerta.

Entró como una exhalación y fue al frigorífico. Sacó una lata de naranjada y se quedó con la anilla. Se dio la vuelta para enfrentarse a Jorge y se arrodilló:

-Por este anillo, te comprometes a casarte conmigo, capullo.

-Pero te crees que eso es una declaración, o algo parecido.

-Es mi declaración, no la de Romeo. No quiero una declaración como Romeo, ángel de amor. Cásate conmigo y déjate de sandeces. Tú me lo has propuesto.

-Pero a lo mejor ha sido precipitado.

-Me caguen todo, joder. Cásate conmigo y publica ese libro.

Nando ya no estaba de rodillas. Se había levantado y tenía los brazos abiertos. Tenía la misma apariencia de Hulk, el de los cómics y la televisión. Los ojos casi le salían de las órbitas.

-Y no voy a ir por ahí contigo. No soy el perro faldero de nadie, ni siquiera de mi marido. Te apoyaré. Te llamaré si estás en París. Pero yo tengo mi trabajo.

-Si no trabajas. Estás en el paro.

-Pero lo tendré. No voy a ser tu conserje. O como se llame el que te lleva las maletas.

-Mozo de equipajes – le informó Jorge.

-Pues eso.

-Y yo tengo mi trabajo.

-Pero a lo mejor cambias de trabajo si se da bien la novela. ¿No te gustaría? Dedicarte solo a escribir.

Jorge se quedó pensando. Estaría bien poder escribir gran parte del día, sin pensar en ir a trabajar todas las mañanas.

-Vale.

-¿Vale?

-Sí, vale.

-¿A qué vale?

-A todo joder.

-Vamos a ver a Dimas. Es el editor. Mañana podrá comprar la gente tu novela.

-Pero si son las diez de la noche. ¿A dónde vamos a ir a firmar?

-Dimas, que firma. Que vamos – gritó al teléfono.

-Nos espera. Así podrá irse a casa. Lleva esperando sin salir de la oficina desde hace diez días.

-Vaya – Jorge estaba desconcertado. – Pues si que parece que le ha gustado.

Aquel señor con el que me crucé cuando entraba por primera vez en la editorial me desconcertó. Se me quedó mirando sin apenas pestañear. Pensé que a lo mejor había sido profesor en el instituto o que lo conocía por mi trabajo. Pero eso no era posible, no tenía casi contacto con los clientes. Apenas me relacionaba con mis compañeros… si había algún momento de relax, lo utilizaba para seguir escribiendo. Lo de las reuniones en la máquina de café, no contaron nunca con mi presencia. Ese hombre parecía estar satisfecho. Parecía cansado, eso sí. Nando hizo una mueca rara en ese momento. Una mueca que no supe interpretar. Y que aún hoy, cuando se me ha ocurrido rememorar ese sucedido sin importancia, sé que quería decir.

Jorge Rios.”

-Y mañana los camiones repartirán tu novela. En Madrid El Corte Inglés y la Casa del Libro los venderán al mediodía. Joder, que voy a poder comprar tu primera novela. Verás como te va a gustar la portada.

Fueron y firmaron. Dimas no le había dicho toda la verdad a Nando. En realidad la novela ya estaba distribuida. Y algún librero se había aventurado a venderla antes de que le dijeran, “Es que es tan adictiva, tan buena, que no podía privar a mis lectores-amigos de ella. Necesito más ejemplares”.

De hecho eso debieron hacer muchos libreros, porque a las tres de la tarde, ya estaba en marcha la segunda edición ante la multitud de pedidos. Una segunda edición que fue ya de cinco mil ejemplares, un salto poco habitual. Aunque menos habitual fue la tercera, que ya fue de trece mil ejemplares.

De esa novela, que se sigue vendiendo continuamente, hay sesenta y ocho ediciones.

En otra cosa se equivocaron Dimas y Nando. A Jorge no le gustó la portada. Y para bolsillo y a partir de la décima edición, Jorge consiguió que se la cambiaran. La gente y la crítica alabaron la decisión. Era más cercana al espíritu de la novela, decían. Y eso supuso un plus de publicidad. Algunos coleccionistas incluso compraron otro ejemplar por ser la portada diferente.

Nando no acompañó casi nunca a los actos de promoción a Jorge. Éste tampoco se prodigaba en exceso, sobre todo al principio. Aunque al final acabó gustándole. Le gustaba hablar con la gente, porque además le daban ideas. Algunos personajes de sus siguientes novelas salían de personas que había ido a saludarle y le comentaban cosas de su vida.

El ambiente literario al que tanto temía y odiaba a partes iguales, le recibió muy bien. Y se encontró con algunos autores que eran como los había imaginado, cerrados de mente, tribales, elitistas, altivos. Pero la mayoría resultaron ser gente amante de su profesión, apasionada, que le gustaba hablar de libros, de gente, de la vida, de la belleza. De literatura a fin de cuentas. De sentimientos. Y no había tanta envidia como él creía.

Aunque Nando lo que sí hacía era leer el primero todo lo que escribía Jorge. Y le hacía una primera corrección. Y con los relatos, se preocupó de agruparlos para ser publicados.

Todo fue bien. Hasta que Nando enfermó unos años después de casarse. Y cuando murió, unos meses más tarde, Jorge se hundió. No le había acompañado, ni le había hecho de niñera. Ni de mozo de equipajes. Pero lo que conlleva publicar un libro y que Jorge no quería hacer, el trabajo en la sombra, lo había aceptado porque sabía que de esa forma Jorge se podía dedicar a lo que le apasionaba. Cuando alguna entrevista le salía mal, era pensar en Nando lo que le daba fuerzas para seguir. O cuando no le apetecía ir de gira por Estados Unidos. Nando le daba un beso, le sonreía, y las ganas aparecían solas.

-Él era feliz en dos momentos: con Nando y escribiendo. – decían los que le conocían.

Luego solo le quedó escribir. El resto no le importaba.

Una vez más vio amanecer. Era su hora favorita para ponerse a escribir. No era por estar descansado, que generalmente no era así. “Las noches eran para vivirlas, no para dormirlas”, decía él siempre, aparentando una alegría por ello que distaba mucho de sentir. Pero era más “cool” decir eso que no la verdad: era incapaz de dormir por las noches. Algunas salía, buscando a esos animales que solo rondan por la noche. A los desesperados de la vida que necesitan de la semi-oscuridad de un garito cualquiera para encontrar un alma perdida con la que congeniar lo suficiente para pasar un rato agradable en la cama. Un rato de buen sexo. Él no buscaba eso. Buscaba a esos animales nocturnos ávidos de un poco de contacto físico que la luz del día les negaba sistemáticamente. Luego llegaba a casa y después de una noche de observación, escribía sus conclusiones. Describía minuciosamente a esos hombres y mujeres que permanecían al acecho de sus víctimas. Aunque en realidad, muchas noches solo lograban atraer a otros animales como ellos, perdidos y desesperados de la vida. Unos lo vestían de diversión y otros de desesperación, dependiendo del papel que habían adoptado. Algunos incluso cambiaban de rol unas noches y otras. Quizás dependieran del güisqui que hubieran bebido, si era bueno o era de garrafón disimulado con una etiqueta que diera el pego. O más bien, las mas de las veces, fuera dependiendo de la música que le hubiera tocado bailar en su vida diurna.

Jorge Rios”.

Necesito leer tus libros: Capítulo 2.

Capítulo 2.-

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Estuvo tentado de no ir a la cita. Se sentó en una cafetería al otro lado de la calle y observó en la distancia. El joven llegó corriendo, media hora tarde. Había dejado un patinete eléctrico de esos de alquiler en su amarre correspondiente. Llevaba la misma gorra que en el encuentro anterior, pero esta vez llevaba una americana informal de color gris suave y una camiseta negra debajo. Sus Converse en los pies y unos vaqueros aunque no los mismos. Estos estaban rotos a la altura de la rodilla.

Lo buscó por todas las mesas angustiado. Pensó durante un momento que el escritor se había ido cansado de esperar. De hecho si hubiera sido otro o mejor dicho, si hubiera estado en la cita propiamente dicha y no observando a distancia, a lo mejor lo hubiera hecho. No porque fuera un acérrimo defensor de la puntualidad, que no lo era más que nada porque no la solía practicar, sino por tener una excusa para no seguir con el tema.

El joven preguntó al camarero, que al principio no caía, pero luego, por los gestos que hacía, Jorge Rios interpretó que le decía que era escritor. Y entonces el camarero que le conocía de sobra, asintió primero y luego negó. “No, no ha venido hoy todavía”.

Rubén se sentó aliviado en una mesa y se pidió una Coca-Cola. Pegaba mejor con la posibilidad de tortitas que le había planteado que una cerveza. El chico parecía nervioso. Se movía mucho. Quizás se sentía observado. O estaría intranquilo por lo que le podría deparar esa reunión con su escritor favorito. Al final sacó de la mochila una de sus novelas “El alma de Juan”, y empezó a leerla.

-Pues sí que ha traído las novelas para que se las dedique. – murmuró Jorge.

Mientras esperaba, había decidido irse. Se había arrepentido de darle su teléfono. Aunque aún teniéndolo y pasando más de tres cuartos de la cita prefijada, no había hecho amago de llamarlo. Solo había mirado la pantalla por si tenía alguna llamada o mensaje que no hubiera oído. El camarero le acercó un plato de frutos secos. “Para la espera, Jorge no suele ser muy puntual con sus compromisos”.

-Vaya. Menuda fama.

La respuesta de Rubén pareció sencillamente encogerse de hombros y darle las gracias.

Jorge Rios sacó su móvil y marcó el teléfono del joven. Observó como el chico levantaba el teléfono de la mesa y miraba la pantalla ansioso. Cuando vio que lo llamaba él, aún en la distancia era perceptible como lo primero que se le ocurrió es que pensaba que lo llamaba para cancelar la cita. Parecía angustiado de repente.

-D. Jorge – contestó con miedo.

-Perdóname. – e hizo un silencio valorativo, como si estuviera buscando las palabras. Vio como Rubén se medio incorporaba y se llevaba la mano al pecho, como si se sintiera mal. Estaba convencido de que le iba a decir que lo olvidara. – Me voy a retrasar unos minutos. Espero que no lleves esperando mucho tiempo.

-No, no, acabo de llegar.

-En unos minutos estoy ahí. Dile al camarero que me ponga lo de siempre. Ya me conoce.

-¡Ah! Vale. Se lo digo.

Rubén se había sentado aliviado. Más que sentarse se había dejado caer. Jorge se levantó de su mesa y pagó su consumición. Cogió su bolsa en la que llevaba su portátil y sus cuadernos de apuntes y caminó hacia la cafetería Lago.

Se fue acercando parsimoniosamente. Se dio cuenta que Rubén lo había visto en cuanto había cruzado la calle. Lo seguía con la mirada, de nuevo como en el día anterior imperturbable. Ya había pasado el susto, su escritor estaba allí, no le había dado esquinazo. No se esperaba nada especial de ese hombre. Sabía de sobra de su fama de hombre difícil, sobre todo desde la muerte de su marido, hacía siete años. Solo había consentido publicar un par de antologías de sus relatos, pero porque era un proyecto de Nando, su marido. Y cuando esos dos tomos estuvieron en la calle, con unas ediciones cuidadas como le gustaban a él, Jorge Rios no volvió a entregar ni una sola página a su editor. No tenía ningún compromiso firmado, así que era libre de publicar o no hacerlo. Y no lo hizo.

-Rubén, me alegra verte.

Fue a darle dos besos, la costumbre con muchos de sus amigos. Rubén no se lo esperaba y le estaba tendiendo la mano. Pero al final la retiró para recibir los dos besos de su escritor. Jorge pensó que a lo mejor no se lavaría la cara durante un par de semanas para que no se fueran los restos de piel que hubieran quedado en su rostro. Era una broma que solía hacer con Nando cuando se encontraban con un fan muy entregado.

-D. Jorge, a lo mejor están mejor fuera.

Telmo, el camarero, sabía que le solía gustar estar al aire libre si hacía buen tiempo. Jorge miró a Rubén que levantó las manos para indicar que le daba igual. Se levantó y fue a coger su Coca-Cola y el plato con los frutos secos pero el camarero le indicó que lo llevaba él.

Se sentaron en una mesa un poco apartada del resto y allí llevó el camarero las cosas de Rubén y las tortitas famosas y el chocolate de Jorge.

-Tráele a mi amigo otras tortitas.

-Tienen buena pinta – dijo mirándolas con gula.

-Tráeselas dobles – le indicó al camarero – te van a gustar, ya verás – comentó a Rubén.

Jorge tuvo la impresión de que a Rubén le había inquietado algo. Se lo preguntó pero Rubén lo negó con vehemencia. Demasiada vehemencia.

-Cuéntame algo de tu vida. No sé apenas nada.

Rubén empezó a contarle algunas cosas de él. Lo de la lectura que ya sabía, lo de su hermana, que también sabía.

-Estas tortitas están muy buenas – dijo con la boca llena mientras seguía parloteando sobre su vida o su no vida.

Que había estudiado ingeniería porque a sus padres no les gustaba la idea de que hiciera alguna carrera de letras o social, como a él le hubiera gustado. Que se había criado allí o aquí porque su padre había cambiado mucho de destino en su empresa. “Una multinacional, ya sabes”. Pero Jorge no sabía y tampoco creyó oportuno preguntar. Todo le sonó a una trama copiada de cualquier novela de autor desconocido.

-Acabamos mal. Cuando murió mi hermana discutimos a lo grande. Parecía que querían controlarlo todo. Y con mi hermana se demostró que nadie puede hacerlo. Querían que trabajara en tal, y luego que hiciera cual, y que me marchara a USA dos años, y que bla, bla, bla. Les dije que no pensaba hacer nada de todo eso, y me echaron de casa. “Tienes veintitantos, gánate la vida”.

-Y ahí estamos – dijo como colofón.

-O sea que no tienes un euro.

Rubén se quedó mirando a Jorge. Estudiaba si el comentario había sido lanzado con mala intención o simplemente era eso, un comentario. Al final prefirió pensar que era así, aunque no estaba del todo seguro. A Jorge en cambio, se le pasó por la cabeza que todo ese interés por sus libros fuera simplemente una forma de buscar un sustento. Incluso se le pasó por la cabeza que intentara camelarle sentimentalmente. Lo descartó porque en todo caso, había elegido la forma más lenta de hacerlo. Igual que era famosa su mala educación con la gente que se acercaba por la calle o en un restaurante, lo era que gustaba de rodearse de jóvenes guapos, generalmente modelos, actores o aspirantes a serlo. “Me inspiran”, decía en las entrevistas cuando le preguntaban. “Pero sigo siendo fiel a mi marido”, zanjaba el tema.

La ropa de Rubén, la forma de llevarla, no era provocativa, ninguno de los dos días lo había sido. Salvo el detalle de los pantalones rotos, que podía enseñar como ahora su rodilla, por no enseñar no enseñaba casi ni las manos, porque la chaqueta estaba un poco larga de mangas y las manos la mayor parte de las veces ni se las veía. Por eso quizás le salió un tono un poco brusco en el comentario. Pero fuera lo que fuese, no se merecía eso.

-He traído la primera novela que acabé para que la eches un vistazo. ¿Tienes tiempo?

-¿Eh? – Rubén pareció volver de algún sitio al que había viajado durante unos instantes.

-¿Estás bien?

-Sí, sí, sí, no hay problema.

Pero su lenguaje corporal decía lo contrario.

La historia se repite una y otra vez. Una fiesta, esta vez en casa de Paco y Romualdo. Un salón enorme y la música muy alta. Mucha bebida en una barra improvisada. Todos en ropa interior, todos guapos, todos estupendos. Hombres y mujeres, jóvenes y mayores. El juego del baile y de los roces. ¿Una copita, mi amor? ¿Otra copita? Baila, baila. Estoy caliente. Miranos. Agáchate y haz algo por nosotros. ¿Quieres güisqui? Te gusta el güisqui, ¿eh?

Aire necesito aire, me voy al jardín. Un rincón y vomita el güisqui, aunque la vergüenza se queda dentro.

Jorge Rios”

Su teléfono no dejaba de sonar. Y aunque al principio no le hizo caso, la insistencia pudo más. Y casi sin mediar palabra, Rubén se disculpó y salió corriendo, con la mochila colgando de su hombro izquierdo. A unas manzanas, se metió en una furgoneta que lo esperaba. La noche empezaba en ese momento y se prolongaría hasta unas horas después del amanecer.

Jorge Rios abrió el portátil y en lugar de buscar esa novela que le iba a enseñar al joven, abrió el procesador de textos y creo un nuevo documento: “La noche es joven”.

Su móvil sonó. Miró la pantalla y pensó un momento en contestar o no. Al final lo hizo:

-Dime.

Escuchó durante unos minutos. Su cara denotaba un cierto hartazgo por el discurso de su interlocutor.

-Sí, iré. Pero sabes que voy por documentarme. Ya sabes mis condiciones.

Escuchó de nuevo durante unos minutos

-Si es un problema, no te preocupes, no voy

-Vale entonces. Recógeme en un par de horas en casa.

En la noche los animales carnívoros toman las calles. Los monstruos alimentados por la sangre de los pobres e inocentes corderos, vuelan sobre los cielos de la ciudad y mueven los hilos de la ignominia y la degradación, en busca de nuevas presas sobre las que lanzarse para chuparles la sangre. Una nueva Sodoma y Gomorra nacen en nuestras calles y se alimentan de la juventud perdida y ansiosa de disfrutar de la vida que las circunstancias del mundo parecen haberse confabulado para robárselas. Algunas presas luchan contra sí mismas por ponerse a cubierto de las alimañas. La más de las veces pierden. El peligro tiene su erotismo. Y los hombres y mujeres tienen su punto orgulloso, de pensar y presumir que controlan a las fieras, de ser más listos que ellas. Y hasta que el monstruo no te agarra del cuello y te chupa la sangre, no eres consciente de lo que te jugabas. Y entonces ya es tarde, hasta para avisar al resto de la humanidad. Estás muerto. Y eso no tiene remedio.

Jorge Rios.”

Cerró el ordenador, pagó la cuenta y caminó hasta su casa. Una nueva noche de investigación. Una nueva noche en la que acabaría sujetando la frente de alguien mientras vomitaba en una esquina del jardín. Un joven al que dudaba si salvar o dejarle seguir su camino, elegido libremente, aunque quizás obligado por las circunstancias. Nunca nadie es completamente libre. Los condicionantes que nos ponen las circunstancias nos cuartan la libertad. Al final somos víctimas de nuestros errores y los de los demás. O de nuestros aciertos, de nuestro atrevimiento. Y de la suerte.

Necesito leer tus libros: Capítulo 1.

Capítulo 1.-

-¿Me puedo sentar?

Jorge Ríos miró a su interlocutor por encima de sus gafas. Buscaba una cara conocida, quizás, para que se atreviera a interrumpirlo en sus meditaciones. Estaba sentado en una cafetería cercana a su casa a la que solía acudir a menudo para leer con una buena taza de café o incluso para escribir. Tenía un libro abierto sobre la mesa que intentaba leer desde hacía media hora, pero apenas había conseguido avanzar un par de líneas. También tenía abierto su portátil en el que de vez en cuando escribía alguna pequeña idea. Para su sorpresa la persona que le había interpelado no estaba entre sus amistades, ni siquiera entre sus conocidos de pasada. Era un joven vestido con vaqueros y una sudadera verde pistacho, con una gorra de algún equipo de beisbol americano y calzando unas botas Converse clásicas. Llevaba una mochila colgada de medio lado en su hombro izquierdo con muchas chapas supuestamente graciosas, con chistes de todos los pelajes y temas. En un vistazo rápido distinguió al menos cinco colectivos a los que esos chistes no les harían gracia. Ese chico podía haberse dedicado al modelaje, pensó Jorge Ríos. Era alto además de bien proporcionado. Pelo castaño claro, sin llegar a rubio, y parecía que lo llevaba corto por lo que dejaba entrever la gorra; aunque a veces cuando algunos se quitaban la gorra dejaban caer una gran coleta o una melena arrugada. Ojos verdes o azules, no sabía determinar. Grandes ojos, lo que convertía su mirada en más aguerrida.

El joven lo miraba intensamente. Jorge, después de ese vistazo rápido a su interlocutor se concentró en devolverle la mirada. Intentaba ver en ella un atisbo de las razones que le habían llevado a abordarlo. Pero sus ojos eran igual de intensos como impenetrables.

Lo primero que pensó es en despacharlo con alguna bordería, que al fin y al cabo, no extrañaría a nadie. Tenía fama de hosco y de mal educado, sobre todo con los que querían hablar con él de sus libros. Hacía años que no le interesaba para nada la opinión de la gente sobre lo que escribía. Y más desde que se sumió en una crisis en la que se autoconvenció de que nada de lo que escribía merecía la pena de ser llevado a su editorial. Cinco años sin publicar. Y no era, como decían algunos críticos por un vacío de ideas, o el tan citado “miedo a la página en blanco”. Las páginas en blanco no existían en su casa o en las cafeterías dónde solía parar para escribir. Él era capaz de escribir de cualquier cosa. Podría empezar un cuento simplemente hablando de la gorra de ese chico que esperaba una respuesta a su petición para sentarse:

Gorka no recordaba dónde había conseguido la gorra que llevaba. Quizás hubiera sido en la última fiesta de Martín y Esme, de la que no recuerda nada. El güisqui era de garrafón, y después de la segunda copa bien llena de hielo para mitigar el sabor a pis del mismo, dejó de ser consciente de sus actos. Según vio luego en el Instagram de algunos de los asistentes, bailaron semi-desnudos todos en medio del salón, rozándose continuamente unos con otros, sin distinguir si eran hombres o mujeres, jóvenes o no tan jóvenes. Lo único que recuerda entre una niebla intensa es estar vomitando en un rincón del jardín y que alguien le sostenía la cabeza. Eso era un gesto que le honraba a quien fuera. Lástima que no tuviera siquiera una idea de quién fue para agradecérselo”.

-No te vas a rendir – le dijo cansado de mantener la mirada en los ojos de ese joven y no conseguir que apartara la vista.

-No.

-No eres muy hablador.

-Mientras espero de pie, no.

Le hizo gracia el zasca. Eso casi le dio el pasaporte para sentarse. Pero en contra tenía las pocas ganas de Jorge de hablar con nadie. Por mucho que se trabajara el derecho a una conversación con él. Al final creyó que a lo mejor acababa antes permitiéndole que se sentara y que dijera lo que tenía que decir. Así que le hizo un gesto con la mano indicándole la silla al otro lado de la mesa.

-¿Quieres tomar un güisqui o algo?

-Una cerveza estaría bien. No bebo güisqui antes de las 11.

Como Jorge Rios mirara el reloj con un poco de guasa, se vio en la obligación de precisar:

-De la noche – y sonrió de medio lado, con toda la ironía del mundo puesta en ese gesto.

Ese pequeño ademán acabó por conquistar al interpelado. Y se dispuso a aguantarle aunque fueran diez minutos. Quizás luego pudiera volver a la lectura o sacaría su libreta de apuntes para tomar alguna nota para un relato o para una novela que nunca vería la luz.

-Me llamo Rubén Lazona, 28 años – le tendió la mano que su interlocutor miró unos instantes otra vez por encima de sus gafas antes de decidirse a estrechársela.

-Y yo Jorge Rios, 40 años. Rubén Lazona, 28 años, aparentas muchos menos.

-Por eso le he dicho mi edad. Una vez escribió en un artículo en “El País” que no le interesaba nada hablar con personas de menos de 25 años. Y por cierto, usted no tiene 40.

-Has hecho bien en esperar a los 28 para abordarme. Aunque he de decir que tampoco me interesa lo más mínimo lo que tenga que decir alguien de 28 años.

-Sería más exacto quizás decir que no tiene nada que hablar con nadie, tenga la edad que tenga.

Jorge se quedó un poco sorprendido por la respuesta. Y sobre todo por el tono. Parecía que le estaba echando la bronca. No recordaba conocerlo. A lo mejor era el hijo de algún amigo. Quizás el de Kike, pero ese chico se llamaba Jaime. O el de Isabel, pero ese se llamaba… Mathieu, porque su padre era francés. Y ese tendría ahora 17 años o así. Aunque el chico que tenía enfrente de él podía haber pasado sin problemas por uno de 17.

-No se quien eres para que me eches la bronca. ¿Quieres tomar algo o no?

-Una cerveza, si no es molestia.

-¿Negra? ¿Rubia?

-Tostada, ya que pregunta.

Jorge hizo un gesto al camarero y le hizo el pedido. Aprovechó para pedir otro café con leche para él.

-Es mi hora de desayuno – explicó Jorge.

-La mía es la del aperitivo – respondió rápido de reflejos.

El silencio volvió a invadir la distancia que los separaba. Pero para sorpresa de ambos, no estaban incómodos. Jorge Ríos lo miraba expectante. Y Rubén lo miraba como si quisiera aprenderse su rostro de memoria. Cada pelo de su barba mal afeitada, cada pestaña, cada arruga de su frente despejada, demasiado despejada para el gusto de su dueño, por cierto.

El camarero volvió a la mesa con las consumiciones. Ese fue el momento en que decidieron ambos avanzar en la reunión.

-Necesito leerle, Jorge.

-Nadie necesita ninguna de mis historias. Pero ahí están mis libros, en las librerías y webs del ramo.

-¿Por qué dice eso? Se venden como churros.

-Lo hacen por esnobismo. Porque es cool leer mis libros. Tenerlos en el salón para que se vean en las fotos de la red social que cada uno use.

-Yo los leo porque me ayudan, como la mayor parte de la gente que lo hace. Me muestran otras personas que nunca conoceré. Otros mundos que no veré. Me enriquecen. Me enseñan otras opiniones.

-Lee a Shakespeare. O a Marías. O a Pérez Reverte.

-O a Jorge Ríos. A esos les tengo en cualquier librería en la mesa de novedades. A Usted no.

-Ya tengo muchos libros publicados. Demasiados.

-Lleva siete años sin publicar. Leí el otro día una entrevista con su editor en la que decía que usted tiene más de diez novelas escritas y más de cuarenta y ocho relatos y no quiere publicarlos.

-Son doce novelas e infinidad de relatos. Escribo mucho. No tengo otra cosa que hacer. Mi editor es un bocazas. El no sabe lo que tengo escrito. – se apuntó mentalmente buscar esas declaraciones de Dimas. Y tendría que preguntarle de dónde había sacado esa idea.

-Le gusta escribir.

-Pero no el resto de lo que conlleva publicar un libro.

-Pues deje eso a otros.

-No hay nadie.

-Su editor buscará a alguien que lo haga. Publique, por favor.

-Dame una buena razón para hacerlo.

-Deme una buena razón para no hacerlo.

Aquel hombre se mantuvo firme en el funeral de su marido. Ya no era un chaval ni era tan mayor que le perdonaran derrumbarse en el suelo y sollozar desconsolado por haber perdido la única razón por la que merecía la pena vivir. Desde que lo conoció su vida dio un vuelco. Lo oscuro se tornó luminoso, la tristeza en alegría y los problemas se diluyeron en el agua del mar. Y ahora, desde el momento en que esa última mirada se apagó mientras sujetaba sus manos y su tez se volvió levemente azulada, y hasta que un enfermero con mucha paciencia le obligó a separarse de él, no había ninguna razón para seguir con su vida”.

-Yo escribía por él, y él ya no está.

-Pero estoy yo.

-¿Y tú quién eres? Me importas una mierda. A él lo amaba. Era la razón.

-Yo soy uno de los miles de personas a los que leer les salva la vida cada día. Su amor murió y eso duele. Mi hermana murió hace un año y dolió. Mucho. Y me duele cada mañana y cada noche. Éramos mellizos. Y ella vivió sus años de enfermedad leyendo sus libros. Sí, y los de Pérez Reverte y los de Jaume Cabré y los de Carlos Ruiz Zafón. Pero los suyos especialmente. Era lo que le daba fuerzas. Leer sus historias. Y cuando murió fue lo único que a mí me hizo no querer seguirla.

-Me alegro. Puedes releerlo.

-Necesito sus libros. ¿No lo entiende? Hay mucha gente como yo. Tiene una obligación con el mundo, usted tiene un don. Debe compartirlo con los que no lo tenemos.

-Si quieres te dejo leer mis novelas inéditas, para que me dejes en paz. Si quieres hasta te las imprimo.

-No. Eso no vale. Deben oler a libro nuevo. Debo ir a comprarlo a la librería y descubrirlo en la mesa de las novedades, junto a las de Juan Gómez-Jurado, a la de María Dueñas o las de Marta Sanz; o en la balda en la que están todas sus novelas, colocadas por orden alfabético. Debo coger el tomo y abrirlo con cuidado. Acariciar la primera página y empezar a leer los primeros párrafos y decir: “este libro me va a gustar”. Cogerlo decidido e ir a la caja y pagarlo y que el dependiente me ponga un marca-páginas de una novela de J.K. Rowlings o de una reedición de “Oliver Twist” de Charles Dickens. Y luego ir a la Feria del Libro, o aquí mismo y traer su novela nueva para que me la dedique.

-Ahora la gente lee en la tablet. Y no has traído ninguna novela para que te la dedique.

-Pues cambiamos la librería por la web. Buscar. Leer la sinopsis y comprar. Y disfrutar. Vivir.

Cogió su mochila y puso delante de Jorge Ríos dos de sus novelas y le dio un bolígrafo.

-Si no le importa, dedíqueselo a Eva Lazona.

-No. Se lo dedicaré a Rubén Lazona. Ella lo hubiera querido así. Porque en realidad has sido tú el que siempre me has leído. Tu hermana empezó a hacerlo cuando enfermó.

-¿Cómo lo sabe?

-Acabo de recordar alguno de tus mails. Me escribiste muchos. Mi agente me los pasó. Eres perseverante.

-Solo con usted.

Jorge Ríos cogió el bolígrafo y escribió:

Es difícil ser auténtico y tú lo eres, Rubén Lazona.

Seremos buenos amigos, pero no se lo digas a nadie.

Fdo. Jorge Ríos

Si lees esto antes de mañana, la carroza desaparecerá y tus Converse se convertirán en unas alpargatas viejas.

Fdo. Jorge Ríos

-No leas las dedicatorias hasta que estés en tu casa. Y en este orden – y le tendió los libros.

-¿Y entonces?

-Entonces ¿qué?

-Lo de volver a publicar.

-No.

¿Para qué? Era la pregunta. No necesitaba más dinero para vivir. No gastaba nada. No viajaba, no salía apenas salvo a esa cafetería y a otro par de ellas que alternaba para sentarse a leer o a pensar en la nada que lo acompañaba. O para escribir. Le solía gustar hacerlo allí. Para qué volver a la vida, a las promociones, a las entrevistas con el editor para elegir la portada o para las correcciones de las galeradas. El contacto con los lectores como ese chico tan vehemente. Eso en el fondo, si lo echaba de menos. Aunque no lo reconocería delante de nadie. Derribaría su fama de antisocial y de broncas impenitente.

-Por favor. No puede dejarme sin la razón para vivir.

-Debes vivir por ti, Rubén Lanosequé – Jorge se hizo el interesante haciendo ver que no recordaba su apellido. – Debes vivir, mejor dicho, No debes vivir por esa gorra, o por tu madre o por tu novio. Ni por tu carrera, por tu trabajo. Debes vivir por ti, cojones. ¡¡¡Por ti!!! Tú debes ser lo más importante. No me metas en esa historia. Ya tengo bastante con la mía. Respeta mi duelo. No quiero esas responsabilidades que por otra parte, no me corresponden tampoco.

-Devuélvame la vida Jorge Rios. Se lo pido. Por mi hermana. Su marido no hubiera querido que se convirtiera en un patán desagradecido y malhumorado, que odie a toda la humanidad, la cual no tiene la culpa de que Dios hiciera así las cosas y la gente muera. Mi hermana también ha muerto, joder, con un libro suyo en las manos. Eso debe valer para algo.

-No está en mi mano devolverte nada, Rubén Lanosequé. No lo está porque no te he quitado nada que pueda devolverte.

Jorge Rios vio como la noche se echó sobre los ojos de su interlocutor. Como sus hombros fueron destensándose hasta parecer la ladera de una montaña erosionada por las torrenteras. Dio la vuelta a su gorra, quizás como un gesto reflejo, pensó Jorge, para disimular su terrible decepción. Ese chico por un momento creyó que lo iba a conseguir. El chico puso unas monedas en la mesa para pagar las consumiciones de ambos, se levantó trabajosamente, como si fuera un anciano, se puso su mochila al hombro y se dio media vuelta.

Los pájaros cantaban esa mañana en el parque. Felisa lo atravesaba cada día para volver del trabajo en las oficinas del Ayuntamiento. Trabajada como guardia de seguridad. Lo hacía por las noches, porque así ganaba un poco más de dinero y por el día podía ocuparse de sus dos hijos. Su marido la dejó cuando nació el pequeño. Y tuvo que hacerse cargo de todo. Era mejor así, porque Pepe no era un buen tipo. Esa mañana decidió sentarse un rato y escuchar los trinos de las aves. Estaba cansada del trajín diario. Y eso que sus chiquillos eran estupendos, no podía quejarse de ellos.”

Cuando solo había dado dos pasos, Jorge Rios levantó la voz muy a su pesar.

-Rubén – llamó.

El aludido giró a medias su cuerpo.

-876 712 091. Es mi teléfono. Llámame mañana.

El chico se quedó parado, sin saber reaccionar.

-Te lo repito, no lo hago más y no te creas que voy dando mi teléfono particular a todo el mundo.

Rubén tiró la mochila al suelo a la vez que sacó su móvil del bolsillo izquierdo de su sudadera.

-Eres zurdo, como Nando. Curioso. 876 712 091.

Rubén apuntó el móvil y marcó inmediatamente. El móvil del escritor empezó a sonar en su chaqueta.

-Ese es mi número. Por si quiere llamarme antes para hablar. O para leerme alguno de sus relatos. O para invitarme a unas tortitas con chocolate.

-Tienes cojones, Rubén.

-No lo sabe usted bien.

Volvió a meter su móvil en el bolsillo, cogió su mochila que volvió en un rápido gesto a su hombro izquierdo y salió de la cafetería sin volverse. Aunque ardía en deseos de leer las dedicatorias que le había hecho, no le daría el gusto a Jorge Rios de verlo incumplir la orden que le había dado.

Por su parte, el escritor sacó su móvil y marcó ese número nuevo que tenía en la pantalla como llamada perdida.

-¿Sí? – contestó un cauteloso e incrédulo Rubén.

-A las cinco y media en la cafetería Lago. A ver si es verdad que te gustan las tortitas.

-Vale. Llevaré tres libros más para que me los dedique.

-Solo si has cumplido mi petición de no leer.

-Por supuesto que he cumplido. Siempre lo hago.

-Mentiroso. A las cinco y media.

Rubén guardó el móvil en el bolsillo y recolocó los libros en la mochila después de haberlos sacado para leer las dedicatorias. Devolvió una vez más la mochila a su hombro y siguió camino del aparcamiento de los patinetes eléctricos de alquiler. Tenía mucho que hacer antes de las cinco y media.

Gorka, el chico de la gorra, limpió sus labios con el dorso de la mano después de haber vuelto a vomitar, esta vez en la soledad de su casa, sin nadie que le sujetara la cabeza para controlar mejor las arcadas. Durante unas horas, la tarde anterior creyó que había vencido a sus fantasmas, pero cuando llegó la noche se dio cuenta de que no era así. Y en la fiesta de sus amigos, en medio de la bacanal que se montó en el salón, lleno de calzoncillos de marca y sujetadores y bragas de encaje, una mano invisible le atenazó su garganta impidiéndole respirar. El peso de la vida se le hizo insoportable. Trastabilló camino del jardín en busca de aire que llevarse a los pulmones. Pero allí solo encontró más calzoncillos y más bragas en amable conversación que le volvían a quitar el aire. Nadie en la Tierra parecía querer entender lo que él sentía, la pérdida de sus queridos. Primero su amor desde el Instituto, una de sus mitades y después su hermana, su otra mitad. No le quedaba nada, salvo el salvavidas de los libros. Esto era lo único que le permitía seguir vivo.”

Jorge Ríos cerró la tapa de su portátil. Quizás era el momento de su vida en el que debía sacar de la boca de otra persona la mordaza que le ahogaba. Como antes lo habían hecho con él. Volvió a abrir el ordenador y buscó su carpeta de trabajos acabados. Eligió una de las novelas: “La vida que olvidé”, la última que leyó Nando. Ese era un buen principio y a lo mejor un final definitivo.