Necesito leer tus libros: Capítulo 2.

Capítulo 2.-

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Estuvo tentado de no ir a la cita. Se sentó en una cafetería al otro lado de la calle y observó en la distancia. El joven llegó corriendo, media hora tarde. Había dejado un patinete eléctrico de esos de alquiler en su amarre correspondiente. Llevaba la misma gorra que en el encuentro anterior, pero esta vez llevaba una americana informal de color gris suave y una camiseta negra debajo. Sus Converse en los pies y unos vaqueros aunque no los mismos. Estos estaban rotos a la altura de la rodilla.

Lo buscó por todas las mesas angustiado. Pensó durante un momento que el escritor se había ido cansado de esperar. De hecho si hubiera sido otro o mejor dicho, si hubiera estado en la cita propiamente dicha y no observando a distancia, a lo mejor lo hubiera hecho. No porque fuera un acérrimo defensor de la puntualidad, que no lo era más que nada porque no la solía practicar, sino por tener una excusa para no seguir con el tema.

El joven preguntó al camarero, que al principio no caía, pero luego, por los gestos que hacía, Jorge Rios interpretó que le decía que era escritor. Y entonces el camarero que le conocía de sobra, asintió primero y luego negó. “No, no ha venido hoy todavía”.

Rubén se sentó aliviado en una mesa y se pidió una Coca-Cola. Pegaba mejor con la posibilidad de tortitas que le había planteado que una cerveza. El chico parecía nervioso. Se movía mucho. Quizás se sentía observado. O estaría intranquilo por lo que le podría deparar esa reunión con su escritor favorito. Al final sacó de la mochila una de sus novelas “El alma de Juan”, y empezó a leerla.

-Pues sí que ha traído las novelas para que se las dedique. – murmuró Jorge.

Mientras esperaba, había decidido irse. Se había arrepentido de darle su teléfono. Aunque aún teniéndolo y pasando más de tres cuartos de la cita prefijada, no había hecho amago de llamarlo. Solo había mirado la pantalla por si tenía alguna llamada o mensaje que no hubiera oído. El camarero le acercó un plato de frutos secos. “Para la espera, Jorge no suele ser muy puntual con sus compromisos”.

-Vaya. Menuda fama.

La respuesta de Rubén pareció sencillamente encogerse de hombros y darle las gracias.

Jorge Rios sacó su móvil y marcó el teléfono del joven. Observó como el chico levantaba el teléfono de la mesa y miraba la pantalla ansioso. Cuando vio que lo llamaba él, aún en la distancia era perceptible como lo primero que se le ocurrió es que pensaba que lo llamaba para cancelar la cita. Parecía angustiado de repente.

-D. Jorge – contestó con miedo.

-Perdóname. – e hizo un silencio valorativo, como si estuviera buscando las palabras. Vio como Rubén se medio incorporaba y se llevaba la mano al pecho, como si se sintiera mal. Estaba convencido de que le iba a decir que lo olvidara. – Me voy a retrasar unos minutos. Espero que no lleves esperando mucho tiempo.

-No, no, acabo de llegar.

-En unos minutos estoy ahí. Dile al camarero que me ponga lo de siempre. Ya me conoce.

-¡Ah! Vale. Se lo digo.

Rubén se había sentado aliviado. Más que sentarse se había dejado caer. Jorge se levantó de su mesa y pagó su consumición. Cogió su bolsa en la que llevaba su portátil y sus cuadernos de apuntes y caminó hacia la cafetería Lago.

Se fue acercando parsimoniosamente. Se dio cuenta que Rubén lo había visto en cuanto había cruzado la calle. Lo seguía con la mirada, de nuevo como en el día anterior imperturbable. Ya había pasado el susto, su escritor estaba allí, no le había dado esquinazo. No se esperaba nada especial de ese hombre. Sabía de sobra de su fama de hombre difícil, sobre todo desde la muerte de su marido, hacía siete años. Solo había consentido publicar un par de antologías de sus relatos, pero porque era un proyecto de Nando, su marido. Y cuando esos dos tomos estuvieron en la calle, con unas ediciones cuidadas como le gustaban a él, Jorge Rios no volvió a entregar ni una sola página a su editor. No tenía ningún compromiso firmado, así que era libre de publicar o no hacerlo. Y no lo hizo.

-Rubén, me alegra verte.

Fue a darle dos besos, la costumbre con muchos de sus amigos. Rubén no se lo esperaba y le estaba tendiendo la mano. Pero al final la retiró para recibir los dos besos de su escritor. Jorge pensó que a lo mejor no se lavaría la cara durante un par de semanas para que no se fueran los restos de piel que hubieran quedado en su rostro. Era una broma que solía hacer con Nando cuando se encontraban con un fan muy entregado.

-D. Jorge, a lo mejor están mejor fuera.

Telmo, el camarero, sabía que le solía gustar estar al aire libre si hacía buen tiempo. Jorge miró a Rubén que levantó las manos para indicar que le daba igual. Se levantó y fue a coger su Coca-Cola y el plato con los frutos secos pero el camarero le indicó que lo llevaba él.

Se sentaron en una mesa un poco apartada del resto y allí llevó el camarero las cosas de Rubén y las tortitas famosas y el chocolate de Jorge.

-Tráele a mi amigo otras tortitas.

-Tienen buena pinta – dijo mirándolas con gula.

-Tráeselas dobles – le indicó al camarero – te van a gustar, ya verás – comentó a Rubén.

Jorge tuvo la impresión de que a Rubén le había inquietado algo. Se lo preguntó pero Rubén lo negó con vehemencia. Demasiada vehemencia.

-Cuéntame algo de tu vida. No sé apenas nada.

Rubén empezó a contarle algunas cosas de él. Lo de la lectura que ya sabía, lo de su hermana, que también sabía.

-Estas tortitas están muy buenas – dijo con la boca llena mientras seguía parloteando sobre su vida o su no vida.

Que había estudiado ingeniería porque a sus padres no les gustaba la idea de que hiciera alguna carrera de letras o social, como a él le hubiera gustado. Que se había criado allí o aquí porque su padre había cambiado mucho de destino en su empresa. “Una multinacional, ya sabes”. Pero Jorge no sabía y tampoco creyó oportuno preguntar. Todo le sonó a una trama copiada de cualquier novela de autor desconocido.

-Acabamos mal. Cuando murió mi hermana discutimos a lo grande. Parecía que querían controlarlo todo. Y con mi hermana se demostró que nadie puede hacerlo. Querían que trabajara en tal, y luego que hiciera cual, y que me marchara a USA dos años, y que bla, bla, bla. Les dije que no pensaba hacer nada de todo eso, y me echaron de casa. “Tienes veintitantos, gánate la vida”.

-Y ahí estamos – dijo como colofón.

-O sea que no tienes un euro.

Rubén se quedó mirando a Jorge. Estudiaba si el comentario había sido lanzado con mala intención o simplemente era eso, un comentario. Al final prefirió pensar que era así, aunque no estaba del todo seguro. A Jorge en cambio, se le pasó por la cabeza que todo ese interés por sus libros fuera simplemente una forma de buscar un sustento. Incluso se le pasó por la cabeza que intentara camelarle sentimentalmente. Lo descartó porque en todo caso, había elegido la forma más lenta de hacerlo. Igual que era famosa su mala educación con la gente que se acercaba por la calle o en un restaurante, lo era que gustaba de rodearse de jóvenes guapos, generalmente modelos, actores o aspirantes a serlo. “Me inspiran”, decía en las entrevistas cuando le preguntaban. “Pero sigo siendo fiel a mi marido”, zanjaba el tema.

La ropa de Rubén, la forma de llevarla, no era provocativa, ninguno de los dos días lo había sido. Salvo el detalle de los pantalones rotos, que podía enseñar como ahora su rodilla, por no enseñar no enseñaba casi ni las manos, porque la chaqueta estaba un poco larga de mangas y las manos la mayor parte de las veces ni se las veía. Por eso quizás le salió un tono un poco brusco en el comentario. Pero fuera lo que fuese, no se merecía eso.

-He traído la primera novela que acabé para que la eches un vistazo. ¿Tienes tiempo?

-¿Eh? – Rubén pareció volver de algún sitio al que había viajado durante unos instantes.

-¿Estás bien?

-Sí, sí, sí, no hay problema.

Pero su lenguaje corporal decía lo contrario.

La historia se repite una y otra vez. Una fiesta, esta vez en casa de Paco y Romualdo. Un salón enorme y la música muy alta. Mucha bebida en una barra improvisada. Todos en ropa interior, todos guapos, todos estupendos. Hombres y mujeres, jóvenes y mayores. El juego del baile y de los roces. ¿Una copita, mi amor? ¿Otra copita? Baila, baila. Estoy caliente. Miranos. Agáchate y haz algo por nosotros. ¿Quieres güisqui? Te gusta el güisqui, ¿eh?

Aire necesito aire, me voy al jardín. Un rincón y vomita el güisqui, aunque la vergüenza se queda dentro.

Jorge Rios”

Su teléfono no dejaba de sonar. Y aunque al principio no le hizo caso, la insistencia pudo más. Y casi sin mediar palabra, Rubén se disculpó y salió corriendo, con la mochila colgando de su hombro izquierdo. A unas manzanas, se metió en una furgoneta que lo esperaba. La noche empezaba en ese momento y se prolongaría hasta unas horas después del amanecer.

Jorge Rios abrió el portátil y en lugar de buscar esa novela que le iba a enseñar al joven, abrió el procesador de textos y creo un nuevo documento: “La noche es joven”.

Su móvil sonó. Miró la pantalla y pensó un momento en contestar o no. Al final lo hizo:

-Dime.

Escuchó durante unos minutos. Su cara denotaba un cierto hartazgo por el discurso de su interlocutor.

-Sí, iré. Pero sabes que voy por documentarme. Ya sabes mis condiciones.

Escuchó de nuevo durante unos minutos

-Si es un problema, no te preocupes, no voy

-Vale entonces. Recógeme en un par de horas en casa.

En la noche los animales carnívoros toman las calles. Los monstruos alimentados por la sangre de los pobres e inocentes corderos, vuelan sobre los cielos de la ciudad y mueven los hilos de la ignominia y la degradación, en busca de nuevas presas sobre las que lanzarse para chuparles la sangre. Una nueva Sodoma y Gomorra nacen en nuestras calles y se alimentan de la juventud perdida y ansiosa de disfrutar de la vida que las circunstancias del mundo parecen haberse confabulado para robárselas. Algunas presas luchan contra sí mismas por ponerse a cubierto de las alimañas. La más de las veces pierden. El peligro tiene su erotismo. Y los hombres y mujeres tienen su punto orgulloso, de pensar y presumir que controlan a las fieras, de ser más listos que ellas. Y hasta que el monstruo no te agarra del cuello y te chupa la sangre, no eres consciente de lo que te jugabas. Y entonces ya es tarde, hasta para avisar al resto de la humanidad. Estás muerto. Y eso no tiene remedio.

Jorge Rios.”

Cerró el ordenador, pagó la cuenta y caminó hasta su casa. Una nueva noche de investigación. Una nueva noche en la que acabaría sujetando la frente de alguien mientras vomitaba en una esquina del jardín. Un joven al que dudaba si salvar o dejarle seguir su camino, elegido libremente, aunque quizás obligado por las circunstancias. Nunca nadie es completamente libre. Los condicionantes que nos ponen las circunstancias nos cuartan la libertad. Al final somos víctimas de nuestros errores y los de los demás. O de nuestros aciertos, de nuestro atrevimiento. Y de la suerte.

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