Necesito leer tus libros: Capítulo 7.

Capítulo 7.-

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Como siempre llegó tarde.

Así acrecentaba su fama de impuntual y de poco educado con la gente.

Pero para su sorpresa, Rubén no estaba.

Fue a llamarlo, pero pensó que él no lo había hecho cuando se había retrasado. Así que abrió el portátil y se puso a repasar “La casa Monforte”. Era una de las muchas manías que tenía: ahora que había aceptado publicarla, le entraban las dudas y quería releerla y volverla a corregir. No lo iba a hacer, seguro, ya no, pero no podía quitarse la tentación. De todas formas corregiría las palabras mal escritas para enviarla a su imprenta para que le hiciera unas copias para llevar la novela a registrar. No quería que los cambios quedaran sin protección.

.“Voy por la página 125. Cabrón no, lo siguiente”.

-Dimas, te exijo una explicación por lo de cabrón – le dijo sin saludar siquiera. Con tono rotundo, casi enfadado.

-Tener esto parado siete años. Eres lo que no hay. Dudar de ti y…

-No te equivoques, nunca he dudado de mi escritura. No me apetecía. Nada más.

-Es tu mejor novela.

-No estoy de acuerdo. Hay tres o cuatro de las de después que son mejores.

Otra vez Jorge se quedó pensativo. Dimas no había entrado al trapo cuando le había hablado de más novelas acabadas. Era claro que eso no le sorprendía.

-Vale, o sea que es ésta la que dedicamos a tus hijos. – le dijo para romper el silencio.

-Oye que…

-Que lo hagas.

-Escribe una dedicatoria tú.

Abrió el correo. Vio un par de emails de Jésica sobre la novela. Ahora los leería.

Queridos, os quiero como si os hubiera parido. Os quiero como si fuerais parte de mí. Os acompañaré siempre que no os estorbe y mientras tenga aliento. Para vosotros queridos Jorge y Clara”.

Jorge Rios.

-Te he mandado la dedicatoria.

-¿Ya la has escrito?

-Sí.

-Pero si estabas hablando conmigo.

-Ya sabes, dos cosas a la vez.

-Joder, que bonito. Ya verás cuando lo lea Rosa.

-Mándaselo para que llore ahora en casa. No quiero que lo haga en la presentación. Que se le corre el maquillaje y se enfada porque no sale guapa en las fotos.

No hablaron mucho más. Dimas quería seguir leyendo.

Y Rubén sin aparecer.

Gorka esa tarde no encontró un patinete de alquiler. Y perdió el último bus. Se encontró en la nada, lejos de todo, incluso de sí mismo.”

-Perdona el retraso.

Jorge levantó la mirada del ordenador. Por fin había llegado. Aunque lo que vio le dejó helado. Rubén tenía toda la cara tumefacta. Le habían dado una paliza en toda regla. Tenía sangre seca alrededor de la nariz y el labio lo tenía partido en varios sitios. Sangraba o lo había hecho por las numerosas heridas que tenía. Los ojos los tenía morados y en las mejillas tenía cortes. Rubén se tiró sobre la silla y dejó caer su mochila, sucia y rota por varios sitios. Se abrazaba el torso, por lo que Jorge pensó que también tenía golpes en esa parte.

No hizo ningún amago de preocuparse ni de escandalizarse. Ni se lanzó a palparle o a intentar curarlo. Se quedó mirándolo fijamente, como él había hecho el primer día que se encontraron en esa misma cafetería. El chico esta vez no le mantenía la mirada. Apenas podía tener abierto uno de sus ojos. El otro era una especie de bola de muchos colores. Sonreía seguramente porque estaba pensando decir algo gracioso. Pero no pudo, porque cayó sobre la mesa desmayado.

Jorge sacó su teléfono y llamó al 112 pidiendo una ambulancia. Los camareros de la cafetería se acercaron asustados. Llevaban ya un rato pendientes del joven aunque no habían querido intervenir, conocían el mal carácter del escritor. Ahora ya no les quedaba más remedio.

-Traedme una toalla o una tela mojada. Ya he llamado a una ambulancia. Vamos a tumbarlo de costado sobre la mesa. No sé si estará bien. Voy a ver si tiene la boca tapada por sangre o algún diente, por si se ahoga – y le metió la mano en la boca sacando algo de sangre, pero ningún diente.

Mientras hacían la maniobra, llegó la ambulancia. Habían sido muy rápidos, aunque en esas situaciones el tiempo es muy mentiroso. Él se apartó y dejó trabajar a los sanitarios. Le preguntaron alguna cosa pero poco pudo responderles. Llegó la policía. También preguntaron. La misma respuesta: ninguna.

Le dijeron si iba a ir al hospital. Le pareció que se creían que tenían algún tipo de relación. Pensó en no ir, pero hubiera quedado raro. No podía ir en la ambulancia, así que paró un taxi que pasaba por allí.

-Al hospital, gracias. A Urgencias – especificó.

-¿Por el virus? – preguntó el taxista ajeno a lo que había pasado.

-No. Aunque parezca mentira, sigue habiendo otros accidentes y enfermedades – respondió quizás demasiado cortante. El taxista se ofendió y no volvió a abrir la boca en todo el trayecto.

Cuando ves a alguien caerse delante de ti lleno de golpes y sangre, te ves desarmado para hacer frente al trance. Cuando vemos en la televisión situaciones así y los protagonistas reaccionan de forma timorata o no reaccionan directamente, les dices “idiotas” hay que hacer así, y levantarlos y correr y llamar y poner una venda y bla, bla, bla. Todo eso es cierto mientras sea la hora de la ficción literaria o televisiva. En la verdad de la vida, el 99 nos quedamos mirando como bobos o nos damos media vuelta y fingimos no ver. Y si conoces a la víctima, o te hundes más o te entra el baile de San Vito y empiezas a moverte como un idiota, de lado a lado, sin hacer nada, pero te quedas tranquilo porque parece que has reaccionado.

Gorka estaba en la camilla, con una mascarilla de respiración en la cara y un goteo que le inyectaría posiblemente algo que le sedara y le hidratara. La sangre llegaría en el hospital. Porque ese chico a saber desde dónde venía así y el tiempo que habría pasado sangrando por dentro y por fuera.

Y yo, como espectador de primera fila, mirando incrédulo. Pensando que mi próxima novela se tornaba realidad antes de escribirla. Eso le daba un cierto encanto o al revés, se lo quitaba, porque no sería una novela, sería un relato periodístico. Y eso no es lo que yo hago.

El caso es que parecía un patán. Y con toda probabilidad, lo fui.

Jorge Rios.”

Jorge llamó a Nadia para que llamara a su tía.

Su tía fue corriendo al hospital. Nadia también. Ésta les presentó, porque hasta ese momento no se conocían. Fue un saludo parco y nada cercano. Quizás la excusa del covid y de estar en el hospital.

-¿Pero qué ha pasado?

Se encogió de hombros. Todo lo que le dijera no serían más que conjeturas. Así que no dijo nada. Solo la acompañaron mirando como trabajaban al otro lado de una cristalera para curarle las heridas. De repente la tía del chico les dejó solos y fue caminando decidida por el pasillo. Jorge pensó que iría al servicio. Pero debía querer ir a los del otro lado del hospital, porque se había saltado dos a lo largo de ese pasillo.

-Es cierto, está en los huesos – comentó Nadia perdida en su angustia.

Y Jorge Rios el gran escritor dijo:

-Ya te lo decía yo.

Una gran respuesta acorde con la fama del hablante y que dio una intensidad dramática inigualable a la situación.

Voy por la página 210. Dime que acaba bien Ignacio.”

-¿Y cómo acabará Rubén? – se preguntó Jorge, que no respondió al mensaje de su editor.

“Tendré que buscar a otro para que presente la novela”, pensamiento absurdo teniendo en cuenta la situación pero que se abrió camino en su mente. Como si Rubén hubiera sido en algún momento una posibilidad real para ser el protagonista de ese evento.

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