Necesito leer tus libros: Capítulo 13.

Capítulo 13.-

-Tienes una reunión con un decano Jacinto Penas. – le anunció Hugo nada más contestar el teléfono.

Jorge puso cara de extrañeza.

-Estoy revisando tu correspondencia. Parece que habías pedido tú la reunión. Algo sobre un programa de la Universidad en la que te anuncian como ponente de un curso de escritura.

Jorge hizo una mueca de fastidio. Se le había olvidado el tema por completo. Es más, no recordaba haber pedido esa entrevista. Tampoco recordaba haber aceptado hacerse cargo del curso. Es cierto que lo comentó con el decano un día que comieron juntos, pero nada más. No le disgustó la idea, pero de ahí a aceptarla…

-¿Dónde me cita?

-En su despacho. Dice que anda liado. Tienen una movida por unas novatadas en plena pandemia. Unos chicos desnudos corriendo a caballito por el campus.

-No he oído nada – se extrañó Jorge.

-Ha coincidido con ese macro concierto en Cortijos de la Rúa y con esa fiesta en Vizcaya con la Ertzantza esperando que salieran los reunidos.

-Llamaré un taxi.

Jorge se levantó con dificultad de la butaca. Se había quedado medio adormilado con un libro en las manos. Estaba durmiendo poco desde la paliza a Rubén y el tema de Jorgito. Era de dormir lo justo pero ya había llegado a un punto en que era demasiado hasta para él. Quería mantener a toda costa el tiempo que le dedicaba a escribir. Pero compaginarlo con su creciente actividad le estaba costando horas de sueño y cansancio acumulado. Debía pensar en disminuir toda su actividad.

Caminó hasta el baño. Se quitó la camisa que llevaba en casa y se refrescó la cara. Pensó en ducharse, pero si lo hacía, corría el riesgo de quedarse sentado bajo el agua cayendo y no salir de ella en una hora. Se secó la cara y se miró al espejo. La imagen que le devolvía era patética. Había envejecido diez años en unos pocos días. Aunque quizás era más algo psicológico que verdaderamente algo físico.

Se notaba derrumbado. Triste. Si Carmelo no hubiera estado trabajando, le hubiera llamado. Necesitaba escucharle para recuperar un poco su vitalidad. El chute de energía que había supuesto su último encuentro apenas le había durado unas horas. Luego, los mensajes de Rosa, el recuerdo de la cara de Dimas cuando la policía se llevó a Jorgito, un gesto de asco, de odio profundo hacia él… esos momentos que revivía una y otra vez en su cabeza, le habían hecho volver a caer en el enfado y la melancolía.

Fue a su vestidor y eligió la ropa que iba a ponerse para ver al decano. No tenía una idea clara de lo que le había hecho pedirle verse. Le extrañaba además que le hubiera contestado por correo electrónico. Tanto él como su secretario, Ely, sabían de su preferencia por el teléfono antes que el correo.

Pero él no recordaba haber escrito a Jacinto. Volvía otra vez a esa idea. Tampoco recordaba nada de esos cursos… salvo un comentario general, sin concreción alguna. ¿Sería en su época de las “vitaminas”? Fue a buscar el teléfono que había dejado en la mesa de al lado de la butaca en donde se había quedado traspuesto. Marcó el número de Hugo.

-Dime. Por cierto, convenía que te empezara a acompañar. Ya sé que no te gusta, pero Carmen me presiona.

-Mañana si eso. Tranquilo. ¿Quién le ha escrito al decano? No recuerdo haberlo hecho yo.

-Pues no lo sé. Espera que investigo. Te digo.

Jorge decidió no dar vueltas a las cosas. No era el día. Se puso una americana, cogió el abrigo al salir de casa y bajó a la calle. Se aproximó a la calzada para parar un taxi y que le llevara a la Universidad Jordán. Miró a los lados y se fijó en un hombre que iba caminando hacia él. Lo conocía. Ese hombre trabajaba para Nando. Para o con, nunca acabó de tenerlo claro.

Roger sonrió al ver a Jorge. Si a la mueca que puso se le podía considerar así. Roger era parco en gestos. También en palabras. Era un hombre sobrio que prefería la acción al debate. Las discusiones las solía zanjar con un puñetazo en el mentón. Era famoso por la contundencia de sus golpes. Nadie que le conociera quería pelearse con él. “El guardaespaldas”, le llamaba él en la intimidad de sus pensamientos.

Roger era mucho más que un guardaespaldas. El término más apropiado era el de “Solucionador”. Jorge había conocido a unos cuantos. El término ya indicaba que trabajaban en el lado oscuro. No se dedicaban a solucionar la limpieza de la cocina de una pobre señora que se había torcido el tobillo limpiando las ventanas del salón. Se dedicaban a “solucionar” el escenario de un crimen o a solucionar la llegada de un cargamento de droga. O de armas. O a decirle amablemente a un socio olvidadizo que tenía que pagar lo que debía y o cumplir con lo pactado y surtir la mercancía acordada.

-Escritor. Te veo bien. Me alegra.

Fue algo extraño, porque a Jorge le pareció que de verdad se alegraba. Y que de verdad le tenía aprecio. Él no tenía ese recuerdo en la cabeza, aunque tampoco el contrario. Lo que si tenía presente es que le ayudó muchas veces. Lo encontró siempre que lo buscó cuando se perdía. Le entró un pequeño resquemor. Quizás no había sido nunca simpático con él o le había agradecido adecuadamente los momentos en que le amparó sin siquiera pedirlo.

Roger le puso la mano en el hombro y le sonreía. Ya hemos comentado que su sonrisa era de aquella manera. Pero era una sonrisa.

-Ni sé la de tiempo que no nos hemos visto.

-El funeral de Nando. Aunque algunas veces te he visto a lo lejos – le informó Roger.

Jorge cayó en la cuenta.

-O sea que eras tú el que estaba pendiente cuando me metía en algún lío.

Él tenía la idea de que esos apoyos que había recibido de él fueron en vida de Nando. Ahora se daba cuenta de que había seguido cuidado de él después del deceso.

Aquel hombre insistía e insistía. Jorge estaba sentado en su mesa en la cafetería Reyna. Estaba empezando a escribir una nueva novela. Llevaba dos días rumiando la idea y al final, a pesar de que no había terminado la anterior, se decidió a aparcarla y empezar esta nueva.

El hombre se acercó decidido. Jorge pensó que quería que le firmara uno de sus libros. Se prestó a ello. Pero el hombre se sentó sin preguntar.

-Lo siento, estoy trabajando – le dijo en tono seco y poco amigable. No le gustaba ni la actitud ni el gesto.

-Me la suda. Tú y yo vamos a hablar, Jorge. Tu marido me debía dinero.

-No tengo el gusto de conocerte, lo primero. Segundo, si tienes algún documento que lo acredite, lo llevas al juzgado.

-Tu marido me debía dinero y me lo vas a pagar. O te parto la crisma.

-Pues se lo pides. A mí déjame en paz. Teníamos separación de bienes. Y no he sido su heredero.

-Eso me la suda.

-¡Que te largues! – le gritó Jorge de malos modos.

-Cuando me pagues.

-¡Qué te he dicho que te largues!

Como vio que el tipo no iba a levantarse fue él el que de forma brusca, cerró su portátil y se levantó. El hombre intentó interponerse en el camino, pero Jorge lo apartó de malos modos. El resto de los clientes del bar observaban la escena. Luego abrirían un debate sobre el que tenía razón de los dos. Pero la mayor parte de la gente pensaba que Jorge, al ser famoso debía aguantar lo que le tocara en suerte.

-El hombre fue a seguirle, pero alguien se interpuso en su camino.

-Aparta. Ese hijo de puta no se va a ir de rositas.

Pero el hombre no se apartó. Le agarró de la pechera de la camisa y lo sacó a la calle. A pesar de sus protestas, cada vez menos intensas y sustituidas por un ligero sensación de miedo, el otro hombre lo arrastró hasta un callejón a pocos metros del bar.

-Si vuelves a acercarte al escritor, la navaja que llevo en el bolsillo te va a atravesar tu puto corazón. Eres hombre muerto si te veo a menos de un kilómetro de él.

El tono que empleó era apenas un susurro. Pero el que había interpelado a Jorge Rios supo que iba muy en serio. Lo tuvo tan claro que se orinó encima del miedo. Y eso que ni siquiera había vislumbrado esa navaja que le citaba ni cualquier otra arma de ningún tipo.

Jorge caminaba deprisa por la calle. Agarraba con fuerza su bandolera en la que llevaba su portátil y sus molesquines para tomar notas y apuntes. Miraba a todos lados, nervioso, buscando a ese hombre que le había increpado en el bar. Tardaría en volver a atreverse a entrar en ese sitio, pensó. Aunque luego la idea de que podría saber del resto de bares en los que solía escribir le empujó a pensar que a lo mejor era buena idea no salir de casa en una buena temporada.

Se paró en un semáforo en rojo. Miró a ambos lados buscando la oportunidad para cruzar la calle aunque no le correspondiera. Pero el tráfico era intenso. Un hombre se paró a su lado y le puso la mano en el hombro. Su cara le resultaba familiar, pero estaba tan alterado que no supo identificarlo. El le sonrió y acercó su boca al oído.

-Ya está arreglado. Tranquilo. No te va a volver a molestar. Puedes volver y seguir escribiendo.

De repente Jorge se relajó. Dejó de temblar. Dejó caer la bandolera que ahora colgaba libre de su hombro izquierdo.

-Tienes esperando un chocolate con porras. Hoy no has desayunado. Y luego, sigues escribiendo. Hay mucha gente que necesita de tus historias.

Jorge se giró para volver al Reyna. El hombre, tan rápido como había aparecido a su lado, había desaparecido. Caminó tranquilo de vuelta a la cafetería. Quique, el camarero, le recibió con una sonrisa.

-Ahora le llevo el chocolate. Las porras están recientes. Como le gustan.

Jorge apenas atinó a sonreír. El resto de los clientes estaban a lo suyo. Una mujer se acercó con miedo blandiendo un ejemplar de “deJuan”. Jorge sacó un bolígrafo y le preguntó su nombre, luego le preguntó si era su preferida. Ella le dijo que en realidad su preferida era “Calla y corre, amor”.

-Me llamo Belén.

Jorge la sonrió.

-Me encanta Magdalena. Ya sé que no es la protagonista, pero me recuerda a mi hermana. Sabe, murió hace tres años. Pero cuando releo la novela, me parece estar viéndola a ella.

Jorge se quedó pensando un momento y escribió su dedicatoria:

Si un día se llevara a la pantalla esta novela, procuraré que Magdalena la interprete una actriz que se parezca a tu hermana Adela. Es un halago para mí que releas mis novelas para encontrar a tu hermana.

Un abrazo Belén”

Jorge Rios.

Alguna vez, cuando Jorge saltaba con algún fan demasiado entregado o con algún periodista demasiado insistente en preguntar o exigir respuestas, alguien parecía estar al quite y apartar a esa gente de su camino.

-Nando me encargó que te cuidara, y eso he hecho. Ahora ya controlas más. No me necesitas. Además, ya tienes a la policía.

-Echo de menos las…

-No.

Jorge se quedó extrañado.

-Me las daba…

-No tengo que estar siempre de acuerdo con él. Ni con esa ucraniana. Ojito. Que no te engañe más.

-Ahora solo confío en Carmelo. Y en esos policías.

-Entonces me quedo tranquilo.

Hubo un momento de silencio entre ellos. Solo parecían importantes las miradas. Jorge se sentía a gusto, seguro con Roger.

-Algún día te voy a necesitar. Presiento que voy a tener que hacer cosas fuera del sistema. – le anunció Jorge.

Roger sacó su móvil y marcó. El teléfono de Jorge empezó a sonar. Roger colgó.

-Si no te cojo, te devolveré la llamada en cuanto pueda. O me mandas un mensaje por Telegram.

-Gracias. También te veo bien.

-No me quejo, teniendo en cuenta a lo que me dedico. Puede que yo también te pida algo algún día.

-Dime.

-Se trata de mi hijo Saúl. Por si me pasa algo. En mi negocio no se puede estar seguro.

-No sabía que tenías un hijo.

-Lo adopté. Ya sabes como va eso.

Jorge achicó los ojos como para intentar ver dentro de Roger. Era misión imposible, sabía cerrar su espíritu a observadores de fuera. Pero supo a lo que se refería. Sonrió asintiendo con la cabeza. Nunca habría esperado algo así de un tipo como Roger.

-Mucho te debió llamar la atención para que te arriesgaras.

-Es buen chico. Eres el único, junto con Carmelo, que puede entenderlo.

-¿Es mayor?

-Dieciséis. Saúl se llama.

-Si lo adoptaste, quiere decir que le iba a pasar algo.

-Ahora no. Te digo un día y te lo presento. Te lee. Como todos los niños de ese sitio. Un hombre bueno les cuida en lo que puede y les pone en el camino que lleva a apreciar lo que escribe Jorge Rios. Algunos llegarán a ti buscando un salvavidas. Él les dice que lo hagan. Les dice que confíen en ti.

-Claro. Me encantará conocerlo. Y a Carmelo también. Me tienes que explicar eso de que llegarán esos…

-En otro momento. Confía en mí.

-Vale. – se rindió Jorge.

-Alguien no quiere que os caséis. Tened cuidado. Y diles a los guripas que te sigan ya de una puta vez. Hazme caso.

A Jorge se le agolpaban las preguntas. Pero con Roger, que normalmente hablaba con frases cortas y contundentes, pensadas, le pasaba que se contagiaba y al final tanto pensar lo que decir o preguntar, se quedaba todo en el tintero.

-Debo seguir con mis cosas. Nos vemos pronto escritor. ¿Quieres un taxi?

-Sí. Iba a …

Roger dio un paso en la carretera, se llevó los dedos a la boca y mientras daba un tremendo chiflido que se pudo oír en cincuenta metros a la redonda, levantó la otra mano con decisión. Un taxi desde el otro lado de la calle se paró en seco y en cuanto pudo, cambió de sentido y se puso al lado de ellos. Roger le puso la mano en el hombro a modo de despedida. No dijo nada más y empezó a caminar decidido, en sentido contrario al que traía.

-Vaya. – murmuró para sí Jorge – Pues si que tienes interés en que conozca a tu chico. Has venido a buscarme a posta.

-¿A donde? – preguntó el taxista.

-Universidad Jordán.

-¿A que parte? Es muy grande.

-Al decanato de la Facultad de Filosofía y Letras.

-Marchando. ¿No será usted el escritor ese?

-No, lo siento, me confunden mucho.

-¡Ah! Pues tiene un aire. Mi mujer lee todos sus libros.

Jorge no contestó. En realidad ya no escuchaba. Le estaba dando vueltas a lo de Roger y su hijo. Y al consejo del “solucionador”. Estuvo tentado de llamar a Hugo para decirle que se juntara con él, como le había pedido antes. Pero no se decidía. Al final dejó pasar el viaje en el taxi sin hacer la llamada. Si empezaban a acompañarlo, a seguirle, presentía que no iba a haber marcha atrás en mucho tiempo. Y no creía estar preparado para ir siempre acompañado de unos extraños, al menos al principio. Y tampoco sabía si le apetecía hacer más amigos. Sobre todo si eran como los primeros que le preguntaron al pasar lo de Rubén. O ese Quiñones, que tan mal le había caído desde un primer momento.

El taxista le dio un toque en el cristal de separación. Ya habían llegado. Jorge ni se había enterado. Se bajó del coche y un joven se acercó a él con uno de sus libros para que lo firmara. Jorge hizo su dedicatoria general y sonrió al chico. Se giró hacia el taxista que le miraba atravesado. Recordó lo que le había dicho antes.

-Dígale a su mujer que estaré el lunes en la librería de Goya firmando libros. Que se acerque sobre las siete y media que acabo. Le firmaré los libros que me traiga y la invitaré a un chocolate con tortitas. Perdone, no tengo un buen día.

Jorge sacó la cartera y sacó un billete de cincuenta euros. Se lo dio al taxista y le dijo que se quedara con las vueltas.

-Es mucho dinero.

-Compre algo a esas niñas de la foto que lleva en el salpicadero.

Jorge no esperó respuesta y se fue camino del despacho del decano. Ya iba tarde.

El taxista le vio alejarse. Seguía como pasmado con el billete en la mano. Miró la foto de sus hijas y se encogió de hombros. Le haría caso al escritor. Les haría un buen regalo. Aprovecharía el descanso para comprarlo.

El escritor caminaba a buen ritmo. La gente que se le cruzaba y lo conocía, se extrañaba de verlo andar con esa decisión. Era otra de las cosas que había cambiado al dejar las vitaminas. Su postura en general había evolucionado. Antes parecía un espíritu errante y perdido, cansado de buscar la salida al laberinto. Se deslizaba por las aceras. Ahora casi todos los días pisaba fuerte. Hasta se oía el ruido de los tacones de sus zapatos castellanos, negros, sin borlas. Se recordó que tenía que llevarlos al zapatero para que le pusiera medias suelas antes de que el uso se comiera las que traía de fábrica.

Entró en el hall y lo atravesó camino de los ascensores. Pulsó el botón y esperó. Dos personas se pusieron justo detrás, casi pegados, uno a cada lado. Ninguno de ellos le sonaban del campus. Uno de ellos, de unos veintitantos, tenía un gesto adusto, como de permanente enfado. El otro hombre era fornido, de gesto altivo. Rondaría los treinta y cinco. Parecía adicto al gimnasio. No pegaba en la Facultad de Filosofía y Letras. Era un prejuicio infundado, lo sabía. Pero no podía evitar sentir así en ese momento. De repente se acordó del consejo de Roger. Y sintió … no miedo, pero sí… precaución. ¿Y si quisieran hacerle algo?

Se abrieron las puertas del ascensor. Jorge pensó en quedarse a esperar al siguiente. No se atrevía a montarse con esos chicos. De él salió Ely, el asistente del decano.

-Jorge. Anda, mira que casualidad. Anxo. Es mi novio. Mira, este es Jorge Rios.

Ely se refería al que estaba a su izquierda, el joven que parecía enfadado. Le dio un beso en los labios y rodeó su espalda con el brazo izquierdo. El otro hombre se metió en el ascensor y pulsó el botón del piso sin esperar a nadie ni preguntar. Cosas del Covid o de la mala educación.

-Encantado. – atinó a decir Jorge tendiéndole la mano para saludarlo.

Jorge sonreía mientras saludaba al novio de Ely. Cuando le contara a Carmelo lo que le había pasado, le iba a recomendar que dejara de ser tan dramático. Aunque también le iba a echar la bronca por posponer que Hugo le siguiera a todas partes para protegerlo.

Charlaron un par de minutos los tres. El ascensor volvió a bajar con una pareja que salió con prisas; pero al poco lo llamaron de los pisos superiores. Jorge tuvo tiempo entonces de estudiar a ese Anxo. No le gustaba la expresión que llevaba de normal. Ahora, mientras hablaba con él y con Ely, había relajado el gesto. Parecía otro. Pero sin ningún estímulo conocido, tenía un gesto adusto, casi malencarado. Como si pretendiera alejar a todo el mundo con el que se cruzara de saludarle. Era una forma de aislarse. ¿Sería ese su problema? ¿Un asocial? No lo parecía en lo que llevaban de conversación.

-¿Por que vas tan enfadado por la vida?

No pudo evitarlo y se lo preguntó.

-Por lo mismo que tú. – le contestó mirándolo fijamente.

-Vaya.

Jorge se sonrió y aceptó la colleja. Anxo era un joven que no llamaba la atención por su belleza. Además, su corte de pelo y su vestimenta hacían poco por ayudarle en ese sentido. Posiblemente, pensó Jorge, si se cambiara el pelo, se arreglara las cejas un poco, esas patillas por dios, fuera, radical, y un cambio en la ropa… estuvo tentado de mandarlo donde Bernabé de Hinojosa, el mejor sastre de toda España. Era amigo de Carmelo y de él. Seguro que le cambiaba de estilo y el tal Anxo se convertía en un joven apuesto. Su pericia no solo era coser y crear un conjunto de ropas que te sentara bien. Era un estilista en general, un consejero, un psicólogo… aunque él quería que le llamaran sastre a secas.

-No te gusto – escuchó de repente Jorge. Se asustó y miró al joven. Pensó que a lo mejor alguno de sus pensamientos los había expresado en voz alta. Ely sonreía expectante. Así que creyó que no había sido el caso.

-Solo pensaba en por qué te odias tanto para peinarte y vestirte de la forma que menos te favorece. Perdona si te he molestado.

Anxo pareció relajarse. Miró a Ely que estaba a punto de echarse a reír.

Esta vez no se les escapó el ascensor. Ely les empujó dentro y dio al botón del último piso, que era donde estaba el despacho del decano.

-¿Y por qué no me dices nada? – le echó la bronca a Ely. – Sabes que soy un desastre para esas cosas.

Al decirlo se le notó más el ligero acento gallego con el que hablaba. Jorge sacó una tarjeta y apuntó un teléfono y el nombre de Bernabé.

-Llámale. Es el mejor sastre. En realidad es más que un sastre. Pero a él le gusta denominarse así. Te ayudará con el estilo. Es amigo, no te va a cobrar.

-Pero eso debe ser carísimo. Y la ropa…

-Déjalo de mi cuenta.

-NO puedo aceptarlo.

-Soy amigo de Ely. No soy un desconocido. Cuidado. Me gusta cuidar a los amigos.

-Ya era hora, pensaba que no venías.

Jacinto iba a su encuentro hacia el ascensor. Apenas había dejado que las puertas se abrieran para interpelarle.

-Hoy ha sido el día de los encuentros. – se justificó Jorge.

-Ely, que no nos moleste nadie. Pon el contestador si quieres y vete. Ya es tarde. – le dijo en tono suave.

-Tranquilo, decano. Espero a que terminen de hablar. ¿Algo de beber Jorge?

-Pues algo refrescante, no sé por qué…

-¿Un poco de limonada?

-¡Ah! Pues sí. ¿La sabes preparar?

-Claro. Pregunté en el Reyna una vez que coincidimos allí y vi que te gustaba. Tengo lo necesario en la nevera. Cinco minutos. Anxo ¿Me ayudas?

Jacinto el indicó a Jorge con la mano el sofá de su despacho.

-Casi no vengo. Lo del correo me despistó.

-Lo mismo que a nosotros.

-¿Os escribí yo?

Jacinto se sonrió. Pensó que era un típico despiste de Jorge. Siempre en sus mundos imaginarios, creando sus historias, viviéndolas en lugar de su vida. En realidad ahora ese comentario de Jorge le daba la razón al pensar que no sabía nada de los manejos de su editor.

-No, de tu editorial. Casi le digo a Ely que les mandara a tomar viento. Además venían a decir que ellos no sabían nada de esa contratación y que tenía que hacerse a través de ellos. Ely les explicó que el mundo universitario no se regía por las mismas normas que el mundo editorial y del artisteo. Así se lo dije que les pusiera. Que no tenían nada que opinar ni que rascar. Además, ya estás en nómina de la Universidad. Y este curso no iba a ser diferente. Concertaron entonces una cita. Pensaba que no te lo iban a decir y que se presentaría alguien de ellos.

-Decir, no me han dicho. Me he enterado por un medio ayudante que… – Jorge estuvo a punto de contarle quien era Hugo, pero se arrepintió a tiempo. Recordó de nuevo el aviso de Roger. Al fin y al cabo, no conocía tanto al decano. – …me he buscado. Es provisional. De todas formas, me debías haber avisado de que iba a salir en la programación. No te dije que aceptaba. Fue solo un comentario en los postres de una comida de amigos.

-Tampoco dijiste que no, y eso viniendo de ti… lo interpreté como un sí.

-No sé si es buena idea. Hay algunos aquí que no me tragan. Ese Erasmo que daba ese curso hasta el año pasado, por ejemplo. Cada vez que me cruzo con él me mira con un gesto de asco… siempre tengo la tentación de olerme los sobacos por si es que el desodorante me ha abandonado ese día. Te lo juro.

-Le he buscado otras ocupaciones. No va a perder dinero, al contrario, va a ganar más. Y te digo una cosa: aunque olieras de verdad a sudor, él no se enteraría. Se echa cada día medio litro de Loewe for men. Perfuma hasta el jardín.

-Ese tipo me odia. Acuérdate el año pasado como empujó a ese alumno a quejarse de mi comportamiento. Como si hubiera intentado ligar con él.

-Creo que se molestó cuando le dijiste que tenías a tu lado al hombre más atractivo del planeta. Que pensar que podía competir con él era de idiotas. “Te da cien mil vueltas en belleza, en inteligencia, en capacidad de crear arte, en habilidades sociales, y además le amo porque me da paz y es capaz de partirse la cara por defenderme.” – el decano se sonrió al recordar esa defensa que soltó Jorge a ese alumno sin cambiar al gesto. – El resto de la clase hizo cola para testificar a tu favor. No nos llevó ni una mañana zanjar el tema. Y Liberto le llamó al orden a Erasmo.

-No me has explicado lo del curso. – Jorge cambió de tema. No le gustaba recordar ese episodio.

-Creación literaria. Eres el ponente, la forma y el método son tuyos. Y el plan de estudios. Se trata de que un escritor reconocido y en activo de algunas pistas a esas personas que gustan de escribir. Y a la vez, les enseñe otra forma de mirar los libros que leen. Mira, ya está aquí Ely con la limonada. Veo que me has traído a mí también. Muchas gracias, la verdad es que me apetece.

-Prueben a ver si está a su gusto. – les preguntó a la vez que dejaba la bandeja en la mesa que tenían delante del sofá. – Es la primera vez que la preparo.

Los dos lo hicieron. Jorge asintió con la cabeza. Lo mismo hizo el decano.

-Pues les traigo una jarra por si quieren servirse más.

-Si te cansas de trabajar para Jacobo, tengo un puesto para ti, Ely. – le ofreció Jorge.

-De momento estoy contento aquí. Le debo mucho y soy agradecido. Salvo que él me eche, siempre estaré a su lado. Gracias Jorge por darle la tarjeta de Bernabé a Anxo. Le acaba de llamar. Al decirle que iba de parte tuya, le recibirá mañana. Estaba un poco acomplejado por su aspecto. Espero que Bernabé…

-No te preocupes. No volverá a sentirse así. Bernabé es bueno en su trabajo. Y no te preocupes por la cuenta, que he visto que por mucho que le he dicho antes, no se ha quedado conforme.

Ely sonrió y salió del despacho.

-Es buen chico. Si lo necesitas podemos organizarlo para que te eche una mano unas horas.

-¿No te importaría?

-No.

-Déjame pensarlo. A lo mejor le digo que me eche una mano, sí. Además lo podría hacer desde su casa si quiere. Sin atenerse a un horario.

-Te doy permiso para que se lo digas. Por mí no hay problema.

-Es mucha responsabilidad lo de ese curso – Jorge volvió al tema de la reunión.

-Si fueras otro, te diría que a lo mejor sí. Pero eres un escritor prolífico. Estás continuamente escribiendo. Te he visto un ciento de veces en “El Cortejo”.

-No me has saludado.

-Es que no quería molestarte. Me quedaba obnubilado viéndote escribir sin descanso. Con un vaso parecido al que nos ha traído Ely y con una limonada parecida a ésta. Daba gusto verte.

-No sé si me apetece enfrentarme a toda esa parte de la comunidad universitaria que no gusta de mi presencia en el Campus.

-Paula sí que gusta de tu presencia. Y la mayoría he de decir.

-Paula no cuenta, es una amiga.

-Y otros muchos también están orgullosos de que decidieras dar clases aquí en lugar de en la Carlos III o en la Complutense.

-Ya.

-No me dejes en la estacada. Tenemos el curso ya completo. Solo publicar tu nombre como ponente, tenemos hasta lista de espera. Podríamos hacer dos turnos. Y el curso es caro. Quiero decir, que nadie se apunta a él solo por saludarte. Si lo hacen es porque están de verdad interesados. Te advierto que no solo hay gente joven. No hay límite de edad.

-No me cites mi artículo de El País sobre los jóvenes, por favor. Estoy encantado con los jóvenes.

-Casi lo hago. Me retracto – bromeó el decano. – De todas formas, te vi en Pasapalabra con Álvaro el actor. Había una complicidad entre vosotros pasmosa. No me creí eso que le oí al presentador de que os acababais de conocer. De todas formas, después de ese programa, tu artículo de El País quedaba cuando menos desfasado.

-En realidad nos conocimos cuando llegamos a grabar. No mentimos en absoluto. Álvaro es amigo de Carmelo. Y creo que eso fue lo que nos hizo caernos bien. A parte, Álvaro es una persona maravillosa. Es fácil que te caiga bien. Mantenemos un contacto habitual y cercano. Quedamos casi todas las semanas a tomar algo, para ir a algún acto o ir al teatro o al cine. Ha venido a mi casa muchas veces a cenar, cuando todo estaba cerrado por esto del covid. Hasta se ha quedado a dormir allí. Carmelo ya sabes que se vino a mi casa. Y recibimos a un montón de amigos casi cada día. Álvaro no faltaba nunca.

-De todas formas, respecto al curso, creo que lo estás enfocando mal. Te centras en esos cuatro tocapelotas que están pendientes de como hacerte la puñeta. Pero los importantes son los asistentes al curso, los alumnos. Esos te han elegido claramente al apuntarse masivamente. No tenemos más apuntados porque cuando llegamos al doble de los previstos, paramos. Si no, tendríamos cuatrocientas inscripciones. Cuidado, no son pre-inscripciones. Son matriculas en firme y pagadas.

Ely asomó la cabeza.

-Perdón por interrumpir. Jorge, Paula te espera en la cafetería cuando acabes.

-¡Ah!

-Acaba de llamar. No quería interrumpirte. Alguien le ha dicho que te ha visto en el campus.

-Hazme el favor y dila que iré encantado.

-No la hagas esperar. Podemos hablar otro día. Lo importante ya lo hemos dicho. Solo que a lo mejor sería interesante que hicieras un programa de estudios. Cuatro ideas plasmadas en un papel.

Jorge movió la cabeza negando.

-Si es un curso de creación literaria y lo imparto yo, lo normal es que lo vaya creando sobre la marcha. Según me vaya pidiendo el cuerpo. Según vaya viendo en los participantes. Un curso igual que escribo. Los personajes mandan en mis historias. Tienen vida propia. Que sean los alumnos quienes marquen el camino a seguir. Te digo más, si diera dos cursos o dos turnos por así decirlo, serían cursos completamente distintos. Lo único, dos horas a la semana me parecen pocas. Me gustaría contar al menos con la posibilidad de dar cuatro o seis. Tendrán que trabajar mucho en casa, pero quiero escucharlos. Quiero hacer talleres en las clases, escribir todos juntos. Y si se han apuntado porque yo lo imparto, es justo que yo les corresponda dedicándoles más tiempo.

-Sin problemas. ¿Ves como eres el apropiado para dar ese curso?

Jorge se levantó. Pegó un último trago a la limonada.

-Que conste que todavía no te he dicho que sí. Y que tengo la impresión de que no me has contado todo de esos cursos.

-Eres lo peor. Cuanto me odias para hacerme sufrir de esa forma.

-No tanto como algunos de esta comunidad me odian a mí.

Jorge notó como el decano iba a hacer algún comentario al respecto de su última afirmación pero se arrepintió. En su lugar se puso de pie también y le estrechó la mano. Demasiado formal para el gusto de Jorge.

Se estaba dando cuenta de que le iba a costar enterarse de esas cosas que sus pocos amigos le ocultaban con tanto ahínco. Esas cosas que un día no quiso escuchar, las verdades que le daban miedo y que ahora que sí deseaba saber. Parecía que todo se había vuelto cautos.

No se habían coincidido en los tiempos. Para contar secretos se deben dar dos circunstancias: una, que el destinatario quiera conocer; Dos, que el conocedor se atreva a decir.

Hoy no iba a tener suerte con Jacobo. Hacía tiempo que venía barruntando que el decano conocía cosas de los peligros que acechaba a Jorge. Lo único que le inquietaba es que, si el decano conocía, sabía que esa gente era peligrosa y si sabía que él estaba en su punto de mira, era perfectamente consciente de que Jorge se jugaba la vida. Pero ni aún así se decidía.

Su charla con Roger le había abierto la mente. El solo hecho de que ese hombre, de normal tan arisco y tan poco propenso a mostrar aprecio y cariño, se jugara su trabajo adoptando a uno de esos niños… porque todo esto, a parte de robarle su obra literaria, iba de eso, de niños abusados, de niños esclavizados, de niños vendidos, comprados…

Si pudiera recordar… entre las drogas que le habían dado desde el mismo momento de casarse, cada vez estaba más convencido de que todo había empezado en ese momento… Nando no esperó ni a que se calentara el champán con el que brindaron en la boda. Entre esas drogas, decía, y el empeño de Jorge en no enterarse de nada, en dedicarse solo a escribir, que era por otra parte la ilusión verdadera de su vida, se había convertido en un tándem perfecto. Ahora no era capaz de atinar con un recuerdo completo y exacto de las cuestiones que ahora se revelaban importantes. Esas cuestiones que podía salvarle al vida a él y a Carmelo y Cape. Y quizás a algunos más.

Tendría que perseverar y tener paciencia. Jacobo acabaría por contarle. Ahora debía intentar que Paula se confesara. Aunque dudaba de conseguirlo.

Jorge Rios.”

Espero tus noticias. Y a ver si comemos un día y tenemos uno de nuestros debates. Los echo de menos. – le dijo Jacobo como despedida.

-Claro.

Jorge salió del despacho y saludó a Ely y Anxo que hablaban distendidos.

-Ya os dejo libres.

-Tranquilo – le dijo Ely, pero Jorge notó que le agradecía el detalle. Estaba esperando solo por él. Ya era tarde.

En uno de los pasillos vio a lo lejos a algunos de sus “amigos” del claustro de profesores. El ínclito Erasmo. El tal Isaías, un tipo con influencias que no dejaba de hablar mal de Jorge siempre que podía. Henar, la profesora de Literatura clásica. Les faltó escupir al suelo al mirarlo. Jorge sonrió y les saludó con la mano antes de meterse en el ascensor. No quiso ni imaginarse los improperios que le lanzaron.

Antes de entrar en al cafetería marcó el teléfono de Hugo.

-Dime. Siento no haberte llamado, pero no he encontrado nada anterior a ese correo en el que te citaban para hoy.

-¿Podrías venir a la Universidad Jordán? Estoy en la cafetería con Paula, una amiga.

-¿Ha pasado algo?

-No. Pero de repente me encuentro… inquieto.

-Tranquilo, no tardo nada.

Jorge entró en la cafetería. No tardó en ver a Paula sentada en una mesa. Se acercó a ella con paso decidido. Paula se levantó para besar a Jorge.

-Estoy enfadada contigo por no avisarme de que venías.

-Si te digo la verdad, ni me acordaba. Me lo han recordado en el último momento. El tiempo de salir a la calle y buscar un taxi.

-¿Estás bien?

-Sí, tranquila.

-¿No habrás vuelto a tomar esa mierda?

Jorge sonrió.

-No. Estate tranquila. Cuéntame de Martín, que me tiene olvidado. Me he enterado de que ha vuelto al cine por la puerta grande.

-Al menos está contento. Eso es lo único que me importa.

Paula parecía inquieta. Miraba a Jorge disimulando. Jorge se había levantado para ir a pedir algo de beber para los dos. No tardó nada en volver con dos cañas y una bolsa de patatas fritas.

-¿Por qué no me cuentas lo que llevas tiempo queriendo hacer y no te decides?

Paula se hundió de hombros.

-Quizás es mejor que te lo cuente Laín. Tengo miedo por ti, Jorge. Debes cuidarte. Hasta aquí tienes gente que no te aprecia. Que te prefiere muerto.

-Al menos cuéntame del mundo universitario.

-¿Tienes tiempo?

-Todo el que necesites. Y de paso, me cuentas de esa fiesta-novatada con los chicos en pelotas haciendo carreras de caballos en el gimnasio.

Jorge vio como Hugo ya había llegado. No se acercó a él. Se sentó en una mesa cercana después de pedirse una coca-cola. Sus miradas se cruzaron pero ninguno hizo ni un gesto de reconocimiento. Jorge, solo con verlo, se sintió más relajado.

-Ahora se ha descubierto, pero ya ha pasado otras veces. – empezó a contar Paula. – Todo viene de lo mismo. Todo tiene que ver con esa gente con la que se relacionaba Nando.

-Te escucho – dijo Jorge.

Sería interesante que nos dijeras algo. ¡Comenta!