Leyó el correo una vez más, repasando las instrucciones. Se fue al espejo y comprobó que la pajarita estaba bien puesta, el cuello de la camisa perfecto, el esmoquin bien planchado, el pañuelo en el bolsillo del pecho. Se dio la vuelta para mirarse por detrás.
– ¡Los zapatos!
Se había dado cuenta de que tenían un ligero rastro de polvo en un lateral. Corrió al armario donde tenía el zapatero y cogió una pequeña gamuza que utilizaba para dar lustre a los zapatos. La pasó varias veces por los dos, hasta que le pareció que estaban relucientes.
Anduvo por la casa un rato para acostumbrarse a ellos. Normalmente no usaba zapatos, pero esa noche, debía hacerlo. Así se lo había pedido el señor del bar.
Se guardó el teléfono en el bolsillo de la derecha, un pañuelo de tela en el bolsillo del pantalón, cogió las llaves de casa, y salió corriendo. Llegaba tarde.
Bajó las escaleras de tres en tres. Cuando iba a salir del portal, se dio cuenta de que se había olvidado el abrigo y los regalos.
Maldijo mientras volvía a subir corriendo. Abrió la puerta y se lanzó al dormitorio por los regalos. Se miró en el espejo una vez más. Le gustaba el nuevo peinado. Muy corto, hacia arriba, con los laterales casi rapados. “Ya puede estar bien, por lo que ha costado…”
Volvió a salir. Pero esta vez, más espacio. Recordó una de las indicaciones del señor: “Debes aparentar ser un hombre que disfruta con cada una de las cosas que hace. Sin prisas, decidido pero sin correr”.
– ¡La cartera!
Cerró los ojos desesperado.
Volvió a subir. Volvió a abrir la puerta. Volvió al dormitorio y cogió la cartera. Era nueva, de piel, de color azul oscuro. De una marca que según le había dicho el señor, era muy famosa. Había pasado un buen rato esa tarde pasando todas las cosas de su cartera habitual a ese nueva.
Repasó mentalmente todo de nuevo. Iba con el tiempo muy justo. Si quería seguir con las instrucciones a rajatabla, no debía entretenerse más.
– Sin correr, recuerda – se burló en voz alta. – Sin correr, sin correr, que parezcas un señor. No te jode, como si no fuera un señor.
Una última ojeada en el espejo de la entrada.
– Señor. Nunca me han llamado señor. Veintidós años y me llaman señor. Joven y guapo, en todo caso. ¡¡Un caballero!! ¡¡Ja!!
Empezaba a desvariar. Empezaba a ponerse nervioso.
Respira, respira.
Levantó la mano para llamar a un taxi. No le hizo caso. Dejó las bolsas en el suelo y se llevó los dedos a la boca para chiflar mientras levantaba la mano. Ahora sí, el taxista dio al intermitente para acercarse a la acera en donde estaba él.
– Paseo de la Castellana… – pensó un momento el número – 39.
¿Era el 39? Creía que sí. Le pegaría un toque luego, por si las moscas.
El taxista intentó hablarle. Pero tras comprobar que su pasajero estaba distraído lo dejó. Debió pensar en que los pijos eran insufribles, o que la juventud era una maleducada. Quizás era más eso, porque él tenía hijos de la edad de su pasajero y le resultaba incomprensible sus actitudes en sociedad. Pero como no era un hombre combativo, lo dejaba estar. Él al taxi, sus diez o doce horas al día, y ya está. Era lo que se esperaba de él, pensaba. Quizás cuando eran pequeños podría haber sido de otra forma, pero… la vida no había sido fácil para él. Ahora se sentía un extraño con su propia familia. Ni conocía ni sentía que le conocían. Y lo peor, es que le daba igual.
Miró por el retrovisor interior al joven. Parecía muy nervioso. Se le ocurrió que podría decirle algo para que se sintiera mejor, parecía un buen tipo. Pero no se le ocurrió. Después de sus intentos anteriores fallidos, la cosa no parecía fácil.
– Ya hemos llegado. 5,70 €.
El chico sacó la cartera y de dio un billete de 10 euros. Pensó en dejarle propina pero no sabía lo que dejar. Al final recordó lo que le había oído alguna vez de pequeño a su tío Fede.
– ¡Dejelo así!
El taxista estaba girado para darle las vueltas. Lo miró sorprendido. Vio incomodidad y algo parecido a un ataque de nervios. Ese chico no estaba acostumbrado a esas cosas.
– Es mucho, te cobro 6 euros. Así está bien.
Y lo sonrió tendiéndole cuatro euros.
– No, no, es Navidad – le contestó el chico nervioso.- Para algún capricho…
Abrió la puerta de un golpe, agarró las bolsas y salió todo lo aprisa que pudo. No miró atrás, ni cerró la puerta. Tenía la sensación de haber hecho el ridículo. El taxista tuvo que salir del coche, con las vueltas todavía en la mano, para cerrarla bien. Vio como el chico miraba desconcertado la puerta del 39. Era una casa señorial, rodeada de un gran muro. Pero estaba oscura y con el jardín descuidado. Parecía vacía desde hacía mucho tiempo.
– ¿A quién buscas? – le preguntó.
– Esto… a… – se le borró el nombre de golpe. “Joder, que puta vergüenza”.
– A lo mejor es el 49, ya he traído hoy a dos personas a una reunión navideña. Y parecían muy elegantes, como tú.
– ¡Ah! ¡Gracias!
Y enfiló la calle hacia la derecha.
– Es por el otro lado. Sube un momento y te acerco.
– No sí…
– Sube. Quedarás mejor si llegas en taxi hasta la puerta. Porque se trata de quedar bien ¿no?
El chico subió un poco confuso.
– Si ya está ahí…
– Es mejor que te tranquilices un poco, así vas a quedar mal con esa gente.
– ¿Se me nota mucho?
– ¿Que no pegas? Sí.
– Joder, que flash. ¡Esto es una puta mierda! Y no …
– Déjate de tonterías. Sé tu mismo haciendo la actuación de tu vida. Alguna vez habrás soñado con ser actor de esos americanos. ¿Sí? – el chico asintió – Pues hoy ruedas una película. Relaja el cuerpo, no va a pasar nada. Mira con seguridad. Levanta la cabeza. Mira al espejo retrovisor.
Allí se encontraron sus ojos. El taxista pensó que tenía una mirada muy atrayente. “Por eso lo habrá elegido el señor Ramírez.” “Ya me parecía a mí que me sonaba al Sr. Ramírez”.
– La gente que te vas a encontrar es como tú. Tendrá mucho dinero, hablará de forma distinta, pero no es mejor ni peor. Se sienta para cagar, y se limpia el culo con papel o en el bidé.
Imaginarse la escena le hizo sonreír.
– Ya estamos. La clave es que no se te note que te importa lo que piensen de ti.
– ¿Qué le doy? – Volvió a decir el chico, tragando saliva con dificultad.
– Nada, me has pagado por adelantado.
No contestó. No sabía que decir. Salió de nuevo. Cogió las bolsas. Esta vez cerró bien la puerta. El taxista arrancó el coche. El chico lo saludó tímidamente levantando la mano. Aunque con las bolsas que llevaba, fue un gesto un poco ridículo.
Se giró y sin pensar, dio los pocos pasos que lo separaban de la puerta. Llamó. Enseguida sonó el ruido característico de los porteros automáticos al abrir la puerta. Siguió un camino de piedra por el jardín hacia la entrada. Allí estaba él, esperando. Con una sonrisa agradable y que parecía de verdad. “¿De verdad se alegra de verme o es su actuación?” “¡Qué va a alegrarse! Si no me conoce de nada”.
Era muy distinto del hombre que le había abordado en el bar. Era el mismo pero hoy parecía más risueño. En el bar le había dado la impresión de ser un hombre muy arisco, al menos serio. “Este si se ríe, se le sueltan los tornillos de las articulaciones”.
“Y esto así, y esto asá, y debes y tienes y como ya te he dicho es importante, y los zapatos y la pajarita y los calzoncillos”.
– ¿Calzoncillos? – preguntó asombrado.
– Todo debe ser como te digo. Se vea o no se vea. Si te molesta lo dejamos. Tengo otros chicos dispuestos igual o más capaces que tú.
No le dijo nada más; porque además de ser rotundo el tono había sido un poco brusco. Incluso podría haberlo calificado de ofensivo.
“Mientras me pague lo que ha prometido, como si quiere que me ponga la pajarita en los cojones”. “Pero tampoco pasa nada por ser un poco agradable, digo”.
El chico fue entrando en situación en los pocos pasos que le quedaban y puso su mejor mirada de enamoramiento profundo, adornada con una sonrisa perfecta, al menos tanto como la del anfitrión de la fiesta. Se dieron un pico muy duradero, que pudieron ver un buen puñado de invitados. Ese era el fin, que lo vieran todos.
– Pues es mono – dijo un hombre con pintas de “Divina de la muerte” – a ver si te dura más que el anterior que echó patas a mitad de la fiesta. Y éste es más joven que el otro. ¿Tienes 15?
– 22- sonrisa segura, mirada penetrante. “Esta es la pose”. “¿Y éste Divina de dónde ha salido? Mira que es ofensivo con la mirada. Si fuera mi novio de verdad, le debería partir la cara por desnudarme de esa forma con la mirada”. “¿Quince dice? Si se encontró con él, no me extraña que el Gonzalo ese saliera corriendo”.
– Ah, pues no. Tenía esos Gonzalito. El que salió por patas en medio del convite.
– Eres una víbora, Damián. Gonzalo se puso malo, solo eso.
– ¿Y éste como se llama?
– Pablo.
Y el anfitrión sonrió otra vez, mirando a su pareja esa noche, con ojos amorosos. Se inclinó hacia delante y le dio otro beso.
El chico supo en ese momento que se llamaba Pablo. Daba igual. Casi mejor que nadie supiera su nombre. Ahora que lo pensaba, el hombre no se lo preguntó cuando le abordó para proponerle la farsa. El chico tampoco le preguntó el suyo. “Mejor, es trabajo”.
Pero debía de saberlo. No se imaginaba a Luis contratando a nadie sin tener referencias. Y más si había habido un antecesor y había salido corriendo.
– Te he traído los regalos, cariño. Tal y como me pediste.
– ¡Oh! Gracias, amor. – le dio otro pico – ¡Víbora! Ven que te doy tu regalo, para que luego te quejes.
– ¡¡Ohhh!! Siempre tan detallista Luis, querido. Cuando dejes a este pipiolo, ya tienes mi teléfono. Yo te haría muy feliz, amor mío – sonó a burla comedida.
– Sabes que no nos aguantaríamos ni dos días, víbora.
– Ven, Pablo, que te presento al resto de mis invitados.
Le cogió de la mano y le fue paseando por todo el salón. Había un montón de gente. Más de 60 personas, calculó “Pablo”. “Este pavo debe estar podrido de pasta”. La mayor parte debían ser familia en uno u otro grado de cercanía. Amigos íntimos, pero también había algún empresario y algún cargo público cuya relación don él daba la impresión de ser más que nada profesional. Besó, estrechó manos, dio algún que otro abrazo, con muchas palmadas en la espalda, habló con la mayoría, se mostró radiante, sonriente, encantador, muy cariñoso con su “pareja”. Parecía que todos tragaban, todo estaba bien. Empezaron a salir de la cocina bandejas llenas de comida, copas de champán francés, un camarero con guantes blancos se situó en una esquina en lo que era una barra improvisada para el que quisiera otra bebida que no fuera champán, o a lo mejor les apetecía un cóctel. “Esto cuesta una pasta”, pensó mientras cogía lo que parecía ser una tosta de caviar auténtico, como proclamaba uno de los invitados a su lado.
“Pablo” cada vez estaba más cómodo en la reunión. Reía comedidamente cuando alguien contaba una anécdota que pretendía hacer gracia, escuchaba atentamente los consejos sobre cómo tratar a Luis, su pareja. Miraba a éste con arrobamiento cada cierto tiempo, pero sin parecer empalagoso. Se apretaba a él de vez en cuando y apoyaba de forma casual la mejilla en su brazo.
– Es un hombre muy cariñoso y detallista. Y podridamente rico – le indicó una señora cogiéndole del brazo, como si fuera de la familia ya.
– Ojalá seas el que lo cace de verdad. Ya le hace falta sentar la cabeza a este Luis. – le dijo Eva, una mujer que también lo agarró por el brazo en un momento en que Luis se fue a dar alguna instrucción en la cocina y que intentó refregarse con él de tapadillo.
– Diría que me está poniendo a prueba, señora.
– Sí, bueno, no… quisiera…
– Bueno, no hace falta que se entere Luis, ¿verdad? – le dijo con mirada de niña pequeña pillada en falta.
Con disimulo deslizó un billete de 200 euros en el bolsillo de la chaqueta. “Pablo” lo sacó sin dudar y se lo devolvió.
– Creo que se le ha perdido esto, Doña Eva.
– ¡Ah! – exclamó cogiendo a toda prisa el billete y guardándolo en su pequeño bolso de mano. Luis se acercaba a ellos con paso decidido.
– ¿Ha pasado todas tus trampas, Eva? Es mi prima – le explicó a Pablo. – ¿No te había hablado de ella? Mi prima pequeña. Nos llevamos ¿28 años? Pero parece más vieja que yo. No, en el físico no. En su manera de comportarse. Suele hacer pareja de putadas con la víbora que conociste al principio.
Eva hizo una mueca y se dio la vuelta para alejarse, haciéndose la ofendida.
La cosa se alargó hasta las cuatro de la mañana. Todos se fueron yendo. “Pablo” y Luis despedían al último invitado en la puerta. Con los brazos entrelazados, un beso dado casualmente cuando la cabeza de la “víbora” giraba para mirarlos. Otro dedicado a la prima.
– Adios, adios, queridos.
Luis cerró la puerta. Se soltó de “Pablo”, se quitó la pajarita y se fue a un escritorio que tenía en una esquina del salón. Abrió un cajón con una llave que llevaba en el bolsillo, y sacó un cheque.
– Aquí tienes, lo acordado. Y … – sacó la cartera – un extra de 400,00 Euros por lo bien que has estado.
“Pablo” fue a darle un beso, sin saber a qué se debía ese impulso repentino. Pero Luis se lo impidió poniendo distancia extendiendo el brazo delante de él.
– Ya está, no hace falta más. No vamos a follar ni nada de eso, por si te habías pensado. No estaba en el trato ni deseo que lo esté.
– Pero a mi no me importaría que…
– A mí si. Si no te importa, me gustaría quedarme solo. Puedes quedarte con la ropa y lo demás, todo es para ti. Has estado muy bien.
“Pablo” estaba sorprendido. Creía que la finalidad última era acostarse con él. Se había preparado para ello. Al principio no le atraía la idea, pero por el dinero que pagaba Luis Ramirez, bien podía hacer un esfuerzo. Con hombres peores se había acostado una noche de farra en la que no se había dado la caza como le hubiera gustado y necesitaba un buen polvo.
Lo de elegirle los calzoncillos parecía indicar ese camino. El comprobar que no iba a ser así, le sorprendió, y de alguna manera, le defraudó. Se sintió dolido. “¿No le habré gustado?”, pensó para sus adentros. “¿Habré hecho algo malo?”. Aunque luego pensó que le había felicitado y dado un extra que era ya una guinda para el excesivo pago que le hacía.
Tuvo tentación de preguntar, pero el gesto cada vez más adusto de su “jefe”, ese que sonreía convincentemente hasta hacía diez minutos, ese que lo miraba con tal mirada de amor que a él le pareció hasta sincero, ahora lo hacía con distancia, hasta creyó intuir un poco de asco y cansancio de verlo.
“Pablo” se dio media vuelta y recogió el abrigo que estaba colgado en la entrada. Abrió la puerta y se giró para despedirse. Pero Luis ya subía las escaleras sin mirar atrás. El chico salió de la casa cerrando la puerta suavemente.
“Al menos me he levantado 15.400,00 Eurazos. Hay que estar pallá para pagar eso por un novio postizo una noche. Y encima sin follar. ¡Qué le den! Él se lo pierde”.
Miró a lo largo de la calle, pero no pasaba ningún taxi. Ni taxi ni ningún otro coche. Era una zona residencial, sería difícil o mucha casualidad que encontrara quién le llevara. Así que se abrochó el abrigo, y empezó a caminar a paso rápido, con las manos en los bolsillos, y un poco encogido. La noche estaba fría y con niebla. Y los pies le dolían mucho, por los zapatos. Pensó en caminar descalzo, pero amaba mucho sus pies para arriesgar a que tuvieran que cortarlos por congelación.
“15.400 eurazos. Por una puta noche. La gente está loca. Alquilar un novio. Bien vale un dolor de pies. Puedo esar descansando el resto de las Navidades.”
“Cuando se lo cuente a los colegas… pero ¡Qué hostias voy a contar! Me tomarían por un chapero.”
Eso le frustraba un poco. Pero metió la mano en el bolsillo del pantalón en dónde llevaba la cartera y solo el roce de la misma le hizo olvidarse de la decepción de guardar silencio.
“A lo mejor a Hugo sí le cuento, es de fiar. Va a alucinar”.
Y sonrió.
Ya estaba feliz al cien. Hasta le dolían menos los pies.