¿Me esperarás? (y 4ª parte)

¿Y si me dice que me quiere?, pensé en un momento determinado. Él seguía en silencio, sopesando mis explicaciones. Era algo que me gustaba de las veces que habíamos estado juntos. A pesar de que apenas nos habíamos tratado antes, no necesitábamos llenar silencios con palabras vacuas o irreflexivas. Me gustaba, me había gustado siempre. ¿Eso es querer? ¿Te puedes enamorar de alguien solo de verlo por la calle, decir “hola” con más o menos efusividad? ¿De pasar unas horas juntos en un intervalo de 9 meses, o 8 o los que sean?

– Estoy a gusto contigo – me contestó al cabo de un buen rato. – No sé lo que es eso. No te miento, no he estado con chicos nunca. No sé si es amor, o que necesito un poco de cercanía. He pensado en ti cada día. No me has hecho preguntas. No estoy preparado para contarte nada. Podría mentirte, pero no te lo mereces. Me has esperado, me has respetado. Y noto que de alguna forma me aprecias. No me amas, seguro, no eres de esos que se llenan la boca con palabras grandilocuentes sobre el amor de su vida, esa persona que han conocido hace un par de horas y que les pone la polla a tope. No sé si siquiera te pongo algo. Tú si me pones y eso me asusta. Va contra todo lo que he sido hasta ahora. Aquel día que me invitaste, me sentí como nunca en la vida. Todavía no sé por qué acepté tu invitación. Estaba enfadado con el mundo, con mi vida. Tenía una cita ese día. Pero la cancelé. Y no me arrepiento. La mejor siesta de mi vida. Y sabes, me pones. Joder. Ya te lo había dicho, es cierto, no pongas esa cara. Me pones, te lo repito. Y eso me ha puesto muy nervioso durante estos meses. No por nada, que me da igual que me gusten las chicas o los chicos. No tengo prejuicios. Solo que hasta ahora, nunca me había llamado la atención un hombre, y menos como tú. No tenemos nada en común. Y aún así, ahora mismo, sería con la persona que me gustaría estar.

Lo dijo todo de seguido. De vez en cuando respiró, eso sí.

Era todo muy complicado. Parecía que ambos nos íbamos a tirar a la piscina en algo que no sabíamos cómo iba a resultar. Éramos distintos, es cierto. Yo solo he estado con hombres, él solo con mujeres. Nos conocemos de dos ratos y una siesta.

– Ven.

Eché para atrás la silla para dejarle sitio y que se sentara sobre mis piernas, me parecía más práctico que levantarme yo y sentarme en las suyas. Él estaba escuálido y yo estaba rollizo. Se sentó a horcajadas y me rodeó el cuello con sus brazos.

– Mañana iremos a comprar unas deportivas que me gusten.

Nos reímos.

– De momento, para adelantar camino, puedes darme un beso.

Dudó.

– Es como las chicas, no tengas miedo. Solo que notarás un poco de barba.

Sonrió.

Y me besó.

Compramos las zapas al día siguiente. Con la tarjeta de crédito, que seguía mal de dinero. Luego, mientras yo me fui al hipermercado, él lavó el coche. Como sus padres habían vendido la casa y se había trasladado definitivamente a Berlín por trabajo, se vino a vivir a casa. Habitaciones separadas. Aunque al final, acabamos durmiendo en la habitación del otro un día sí y otro también.

Vamos conociéndonos. Como todas las parejas.

La vecina del primero está contenta de vernos juntos. Con lo poco adepta a los maricas que era. Habrá que preguntarse quién la ha convertido. Aunque casi la echo en cara que no se enterara que los padres de Rodrigo habían vendido la casa.

Sobre su ausencia de esos meses de espera, no me ha contado nada. Por otros conductos me han llegado rumores de que su novia o esposa para otros, enfermó. Otras personas me han dicho que era su abuela. Que hasta dejó su empresa en manos de sus empleados. Lo que parece todo el mundo de acuerdo, es que ha estado haciendo una buena acción. Entregado al cien a alguien importante en su vida. Dejando todo a un lado.

Eso me gusta.

Un viejo amigo que me presentó, en cambio, me preguntó por su salud. “lo veo mejor, después de la operación lo pasó muy mal. Estuvo a punto de morir.”

Eso no me gustó y me dejó un regusto amargo. Estuve unos días sopesando la posibilidad de preguntar. Pero verle cada día un poco mejor, con más color, rellenando los huecos entre los huesos y la piel, rellenando su sonrisa, sus muslos. Con sus zapatillas de deporte a mi gusto. Él a mí me ha obligado a cambiar el vestuario, que tantas veces había aplazado. Un día me tiró casi toda la ropa a la basura, no me quedó más remedio que ponerme a ello. Eso sí, después de montar una escena llena de dramatismo y hacerme el súper-enfadado.

Dice que me vaya a trabajar con él. Pero mejor no mezclar más las cosas.

Dice que me quiere un poquito. Y yo le creo un poquito también. Lo que sí me parece extraordinario, es que yo, empiezo a quererlo de verdad.

Un día, los dos en la cama, desnudos, escuchando música, le conté como me imaginaba cosas cuando nos cruzábamos y nos saludábamos con un escueto hola. Se rió mucho. La verdad es que le eché un poco de comedia. Fue bonito. Al cabo de un rato, me confesó que él también había soñado conmigo. Que incluso una vez casi se vuelve en el garaje para decirme algo más. Pero se arrepintió porque no se le ocurrió nada y pensó que le iba a mirar mal.

– ¿Yo mirarte mal? – le contesté haciéndome el ofendido.

– Tienes una mirada penetrantes.

Inicié una pelea con él. Somos como niños.

El otro día me encontré con el de Japón. Estaba arrebatador. Es un pedazo de hombre, un adonis perfecto. Hablamos un rato y lo juro, no pude dejar de estudiar su rostro, su cuerpo. Me puso a cien. Pero por la cristalera del bar en el que estábamos, vi llegar a Rodrigo. Y noté como se me ponía la cara de bobo, los ojos se me alargaban de felicidad y mi boca se abría en una sonrisa clara y sincera. Feliz.

Me levanté y besé a Rodrigo en la mejilla.

– Te voy a presentar: es Rodrigo, mi novio.

El de Japón se quedó de piedra. Rodrigo se acercó a él como si nada y le plantó dos besos en la mejilla. Yo creo que intuía que había tema y quiso marcar territorio. Él nunca saluda a un hombre con dos besos.

– Perdona, me he retrasado.

Y me dio otro beso. En los labios. Nuestro primer beso en público. Lo dicho: marcando territorio.

Se le notaba exultante. A Rodrigo. Luego me confesó que le había gustado que lo presentara como su novio. Era la primera vez que lo hacía. Nunca me ha gustado eso de “novio”. En todo caso, cuando he tenido, he dicho “pareja”. Con Rodrigo es distinto.

Y la cosa sigue. El otro día me dijo de casarnos.

– ¿Casarnos? – repetí como un loro.

No me lo había planteado.

Quizás fuera buena idea. Pero por otro lado, que pereza. Organizarlo todo y demás.

– Para casarnos, solo necesitamos una licencia, unos testigos, tú y yo. Y unos anillos, que pueden ser las de las latas de Pepsi-cola.

– Ya.

– Si quieres organizamos una con todo el glamour – propuso ante mi cara de decepción.

– Ya lo pensaremos – resolví para zanjar el tema.

– Somos felices así – le he dicho esta mañana mismo, al despertar.

– Si quieres, lo vas organizando – he concedido cuando yo salía de la ducha y él entraba.

En el desayuno, me ha dado un pico antes de decirme:

– El 15 de noviembre.

– ¿Eh?

– Nuestra boda.

– ¡Ah!

Así que nos casamos. No me parece mala idea. Lo quiero. Me quiere. Estamos bien juntos. Cada día mejor. Es el momento de sentar la cabeza. Lo miro trapichear en la cocina y me emociono. Ha rejuvenecido los años que había envejecido de repente. Sus ojos irradian luz de nuevo. Sonríe permanentemente. Rellena los pantalones. Y sus pies son preciosos. Siempre andamos descalzos en casa, para que así, al sentarnos a desayunar, a comer, tirados en el salón leyendo o viendo la tele, nos rozamos con los pies. Pensaréis que es una bobada, pero es nuestra bobada, que nos hace felices y especiales.

Y el 15 de noviembre nos casaremos.

¡Qué nervios!

Necesito un beso.

Venía por la calle. Pensando. Agobiado por la vida. Intentando disfrutar del sol otoñal, sin conseguirlo. Mirando a los niños, a los jóvenes. A los abuelos. A los de la cafetería, a los del ultramarinos. A los matrimonios saliendo del DIA, las compras semanales. A los perdidos. A los guapos, a los resultones. A los feos. A los amargados de rostro iracundo.

Los miraba, pero no los veía.

Solo veía un beso.

Tu beso.

O el tuyo.

O el mío.

O el nuestro.

Aquella primera vez en la esquina de Sol y Preciados.

Aquella primera vez, en la salida del metro.

Aquella vez que te hizo perder el autobús.

Un beso que iba a la mejilla y acabó en los labios.

Tu beso.

Necesito tu beso. Un beso. O un ciento.

En la mejilla.

En los labios.

En el cuello.

Necesito un beso tórrido.

Uno casto.

Con tus manos en mis mejillas.

Con mis brazos rodeando tu cuerpo.

Un beso mientras hablamos.

Uno mientras follamos.

Uno con mucho amor.

Uno con nuestros cuerpos pegados.

Necesito un beso.

En la calle.

En tu casa. O en la mía.

En el parque.

Tomando un café.

O un pincho.

Un beso.

Necesito un beso tuyo, que no me lo has dado nunca.

Un beso.

¿Cómo saben tus besos? No me acuerdo.

¿Hay algo más bonito que el amor?

¿Hay algo más bonito que el amor?

Han pasado muchos años. A lo mejor, solo han sido unos meses, días, ¿semanas?

Te miro y me siento tranquilo. Te apoyas en mi pecho, en la cama, y me siento ligero, como si fuera a salir volando por la ventana. Me das una patada mientras dormimos y, aunque me has despertado y mañana madrugo, me doy la vuelta y te abrazo. Y me vuelvo a dormir sintiendo como te abandonas, como tu cuerpo se relaja entre mis brazos.

Abro el teléfono y veo tu nombre.

Abro el Instagram y veo tu cara sonriente.

Cierro los ojos y te recuerdo cuando te enfadaste porque se me olvidó el cumpleaños de tu madre.

¿Te he dicho que te quiero?

Te quiero.

Dicen que esto no dura mucho. Que es química, o física.

Un día más, te quiero.

Hasta que dure lo viviré.

Ojalá dure mucho. ¿Dos vidas? ¿Las nuestras?

Mejor, una eternidad.

.

Actualización:

Mi querido Dídac, me ha mandado esta música llena de magia, de ternura, de buenas vibraciones para acompañar este post.

.

.

Muchas gracias Dídac.