En el prado de mi padre: Daniel Gutiérrez (6)

Daniel Gutiérrez: 6.

Había llegado un coche de la Guardia Civil del que se bajaron dos guardias que corrieron siguiendo mis indicaciones hacia el lugar por el que se habían dirigido Carmen y Dani.

Ya empezaba a recuperar la compostura. Me había quedado bloqueado al ver a Yeray sangrando como un cerdo tirado en el suelo en una postura grotesca que en un principio me hizo pensar lo peor. Al poco llegó una ambulancia. Los sanitarios tomaron mi lugar, me preguntaron el nombre de Yeray y lo que había pasado. Les expliqué lo que pude. Creo que fui caótico diciendo. No sé como se hicieron una idea y empezaron a ayudarle. Pasé a ser un espectador en primera fila. Aunque la verdad no me enteraba de nada. Volvía a estar un poco ido.

No tardaron mucho en llegar más vehículos de la Guardia Civil. Un helicóptero sobrevolaba la zona. Llegó un coche camuflado del que se bajaron Kevin y Eduardo, dos miembros del equipo de Carmen y Yeray. Fueron a interesarse por su compañero. Una vez que comprobaron que estaba en buenas manos, se fueron a buscar a Carmen.

Otro helicóptero más grande llegó poco después. El primero seguía sobrevolando la zona. De ese segundo aparato se bajaron ocho GEOS con todo su equipo. Al mando iba José Oliver. Y a su lado, se bajó Javier Marcos, el jefe de todos. Parecía mentira que un hombre con esa apariencia de jovenzuelo fuera capaz de mandar y organizar a toda esa gente. Todos le respetaban, le escuchaban atentamente. Seguramente era el más joven de todos los que había allí desplegados.

Un teniente de la Guardia Civil fue a su encuentro. Parecía el jefe de la zona. Hablaron durante unos minutos. El teniente fue a dar instrucciones a sus hombres mientras los GEOS se distribuyeron en las dos edificaciones.

A Javier Marcos le llamaron por teléfono. Entonces, por primera vez me buscó con la mirada. No se acercó. Por señas me preguntó por Dani. Le señalé la otra casa. Fue corriendo hacia allí. Kevin lo siguió. Sacando su arma. Vi como Javier le pedía algo a Dani y éste sacaba del bolsillo de su pantalón el móvil de la alarma de su casa. Javier lo miró rápidamente y buscó al jefe de los GEOS con la mirada. Le hizo señas para que se acercara con su gente. Hizo un gesto para rodear nuestra casa y así lo hicieron. Al poco, sin esperar mucho, entraron por varios sitios a la vez. Al mismo tiempo, parte de los Guardias Civiles, habían hecho un segundo cordón alrededor de la casa, posicionándose a resguardo y en posición de repeler una agresión.

Dentro de la casa fue todo muy rápido. Se escucharon voces en varios sitios, y unos segundos después, se pudieron oír claramente unos disparos dentro.

El primero que salió fue José Oliver, el jefe. Estaba contrariado. Fue al encuentro de Javier Marcos. Le enseñó una foto que tenía en el móvil. Noté como Javier tampoco estaba contento. Llamó al Teniente y hablaron durante unos minutos los tres. El Teniente hizo una llamada y los GEOS empezaron a recorrer la zona. Parte de los guardias civiles empezaron a peinar los alrededores. Otros, perimetraron las casas para impedir que nadie entrara ni saliera. Tanto movimiento, había llamado la atención de la gente y empezaban a acercarse a curiosear. No tardarían en llegar los primeros periodistas con sus teléfonos o sus cámaras grabando.

El médico de la ambulancia me dijo que Yeray se pondría bien. Que habíamos hecho un buen trabajo conteniendo la hemorragia. Me indicó que posiblemente le hubiéramos salvado la vida. Me alegré y me relajé un poco. Al menos algo había salido bien.

Dani seguía hablando con Carmen. Los dos aparte de todo el mundo. Dani seguía a pecho descubierto. No parecía tener frío, aunque tampoco es que hiciera calor. Me imagino que estarían compaginando sus versiones y repasando lo que habían visto y oído. Javier se acercó a ellos poco después. Se abrazó a Carmen y saludó a Dani con un apretón de manos.

Yo me había quedado como alelado, sentado en una de las sillas de jardín de Rosa María. A lo mejor cené en ella la noche anterior. Me parecía estar en medio del rodaje de una película. De estrella principal, Carmelo del Río. Había sido espectacular verlo en acción. Había resultado un magnífico policía. Y un tirador extraordinario, según me enteré después. Había logrado herir al atacante, ese mismo que luego se fue a refugiar en nuestra casa y que acabó abatido por los GEO. Menos mal que Jose Arnáiz, estaba al loro y vio por las cámaras de casa que había entrado y avisó a Javier. Con todo el lío, Dani ni se dio cuenta.

Llegaron dos ambulancias más. Sus integrantes corrieron hacia la casa anexa a la de Rosa María. Carmen entró con ellos y Dani aprovechó para venir hacia mí. Iba con el torso desnudo. Un guardia civil le acercó una cazadora para que se abrigara. Dani le dio las gracias efusivamente. Ese agente le reconoció, lo percibí. Si la situación no hubiera sido tan extraordinaria, seguro le hubiera pedido una foto con él. Se quedó con ganas. Era un chaval joven. No debía llevar mucho de guardia. Aunque el teniente parecía tenerle en cuenta. Algo habría visto en él para que le explicara cada cosa que hacían. Pensé que luego estaría bien buscarlo y sacarse esa foto.

Al final Dani se despidió de Carmen que lo abrazó antes de separarse. Según se acercaba, empecé a tener sentimientos encontrados. Por un lado, me daban ganas de abrazarlo. Había sido fuerte cuando yo no. Todavía yo no era fuerte, estaba completamente desbordado por las circunstancias. Y me creía que iba a protegerlo. A lo mejor era al revés. Ese día al menos, había demostrado que podía con todo. Luego me dieron ganas de darle una torta, por ponerse en peligro. Ir como había ido a pecho descubierto, nunca mejor dicho, tras Carmen, me parecía lo más insensato que le había visto hacer. Posiblemente si estuviera al día de su vida en los últimos años, mi criterio hubiera sido distinto. Pero con lo que conocía en ese momento, me pareció su actitud cuando menos temeraria. Por mucho que hubiera demostrado saber lo que hacía. Luego me explicó que uno de los miembros de los GEOS le había entrenado en serio para un papel. Había sido casi un mes intenso de entrenamiento. Como es un perfeccionista, hasta que no lo hizo como un profesional, hasta que no pudo pasar por un verdadero policía de élite no se dio por satisfecho. Aprendió a disparar distintas armas. Pero no simulado, sino de verdad. Ahí me enteré que tenía permiso de armas y que tenía una automática de 9 milímetros en la casa, bien escondida. Todo eso era evidente que Carmen ya lo sabía. Por eso le tendió el arma de Yeray.

Cuando Dani llegó a mi altura, no hice nada de todo eso. Ni le eché la bronca, ni le di las gracias. Solo me lo quede mirando. Y él me miró a mí. Mantuvimos la compostura hasta que varias horas más tarde, nos encontramos solos en la casa rural a la que tuvimos que trasladarnos hasta que acabaran los de la policía científica. Ahí fue cuando, después de darle un soberano sopapo, pegué mis labios a los suyos y le besé con toda la pasión y desesperación de la que era capaz. Y en ese momento era mucha. Mucha, mucha.

Sentí miedo. Fue eso lo que sentí esa mañana. Miedo. Cuando vi a Yeray en el suelo sangrando, me di cuenta de que todo eso iba en serio. Que no era un juego en el que nosotros íbamos a ganar a los malos, esos que habían confabulado para que nos olvidáramos de todo lo que había pasado años atrás. Y no sentí miedo por mí. Yo nunca había temido a la muerte, porque aunque no había sido un tipo infeliz, al contrario, me había realizado con mis negocios, con verlos crecer, con mis triunfos, mi poder, tampoco consideraba que había sido feliz. Siempre había tenido la sensación de que me faltaba algo. Mis relaciones de pareja nunca habían sido satisfactorias. Y mis amigos habían sido todos unos interesados. A los pocos que a lo mejor se acercaron sin buscar una contrapartida, los eché porque me parecía imposible que nadie se acercara a mi simplemente por mi persona, no por lo que llevaba aparejado: dinero, poder, relaciones, puertas abiertas. Así que no me valoraba en demasía. No tenía una razón clara para luchar por la vida a toda costa. Pero Dani era harina de otro costal.

Después de que grité a Carmen, y vi como detrás de ella venía corriendo Dani, me entró ese miedo que me había paralizado. Me imaginé el pecho desnudo de Dani que se acercaba rompiendo su camiseta, lleno de orificios de bala por los que su sangre manaba a chorretones. Y me lo imaginé desplomándose a unos metros de mí en un charco de sangre enorme. Hasta temblé de terror. Lo que más me asustó es que tuve la certeza de que esa sensación, ya la había vivido. No recordarlo, me desarmó. No saber como lo había afrontado la primera vez. Si había triunfado. Lo que había aprendido y como hacerlo mejor la siguiente. Como protegernos. Como protegerlo.

A Rosa María se la llevaron en una ambulancia. No parecía que se fuera a morir, pero tampoco estaba bien. No supieron los médicos hacer un diagnóstico concluyente. Salvo que tenía un golpe en la cabeza y que no recuperaba la consciencia. Ya veríamos como progresaba.

Esa tarde, cuando nos quedamos tranquilos, después de ese beso desesperado que le di a Dani, éste se separó de mí y me miró sonriente. Esa sonrisa me dio paz. Me acariciaba la cara y me susurraba que todo iba a salir bien. Que éramos invencibles. No le creí, pero me sentí bien. Luego fue él el que me besó, pero más relajado.

Nos sentamos durante el resto de la tarde, abrazados, en el sofá; pusimos la tele de fondo. Algunos informativos daban noticia del tiroteo, pero con informaciones muy lejanas a la realidad. No había imágenes de los momentos cumbres y cuando aparecieron los primeros periodistas, la Guardia Civil nos llevó a cubierto. Uno de los que nos acompañó era ese agente que le había cedido su cazadora a Dani. Le dije a éste y se ofreció para sacarse una foto con él.

-Pero no debes decir dónde te la sacaste.

-Por supuesto.

Le fue a devolver la cazadora pero no se lo permitió.

-Así cuando salgas en alguna película en que hagas de Guardia Civil presumiré que la cazadora que llevas es la mía. No me creerá nadie pero yo sabré que puede que sí lo sea.

En las noticias salieron muchos del pueblo hablando del suceso. Todos se decantaban por unos ladrones que estaban asolando la zona. Era una lástima que una vecina hubiera salido herida.

Todos hablaban muy bien de Rosa María y de su vecino “el pintor”. Y lo típico, todos decían que parecía mentira que algo así hubiera sucedido en un pueblo tan tranquilo como el suyo.

A las nueve y media mas o menos vino a buscarnos Alberto.

-Mi padre insiste que vengáis a cenar al bar.

No habíamos pensado en ello. No habíamos comido en todo el día. Así que aceptamos.

Gerardo nos había puesto una mesa en una esquina, cerca de la entrada de la barra por si tenía que atender a alguien. Estaba concurrido el bar, pero estaba Eugenia, su ayudante. Es una mujer muy activa. Ella sola se defendía, incluso preparando cosas de comer en la cocina. No quería molestar a Gerardo. Sabía que era importante para él que la cena saliera bien y que estuviéramos a gusto.

La gente nos saludó al entrar pero no hicieron ni comentario de lo sucedido. Algunas palmadas en la espalda, sonrisas, alguna invitación a tomar un chato de vino, que aceptamos encantados.

-Estoy de ronda, Euge, apúntame lo de los Danis a mi cuenta – gritó Felipe a Eugenia. – Y ponles algo de picar, que están en los huesos.

Felipe era un ganadero que tenía su explotación a un par de kilómetros del pueblo, pasando nuestra casa. Solía ir al bar una hora todas las tardes. Su mujer era la enfermera del pueblo y la recogía cuando salía de trabajar y volvían a su casa caminando. Allí los esperaban sus dos hijas, Irene y Julia, dos mujercitas de 14 y 15 años que ya ayudaban a su padre en la ganadería. Y Eduardo, su sobrino que vivía con ellos, porque sus padres murieron al parecer en un accidente de coche cuando éste era pequeño. Felipe era un hombre de pocas palabras, generalmente muy seco de trato. Solo solía hablar con los amigos de siempre. Esa noche no fue la excepción, pero nos dio una palmada a ambos. Para mi, esa palmada de Felipe me hizo sentir parte de algo. Parte del pueblo. No había tenido esa sensación nunca. Era un apoyo incondicional, desinteresado. A estas alturas ya sabíamos tanto Dani como yo que todo el pueblo sabía quienes éramos. Y no nos habían pedido ni una foto, ni un autógrafo, ni una recomendación, ni siquiera un consejo.

Ni nos preguntaron, ni nos felicitaron, ni nada. Como una tarde de lunes como otra cualquiera. Ni siquiera nos miraron de reojo para estudiar nuestras reacciones, en todo caso por ver si teníamos los vasos vacíos de vino, o el plato de patatas bravas sin patatas. Como otro día cualquiera. Seguro que la gente sabía, pero habían optado por dejarnos tranquilos. Desde la explotación de Felipe, mismamente, se veía nuestra casa y sobre todo, la de Rosa María. Con todo el lío, seguro que Felipe fue espectador de primera fila. Tendría ganas de saber detalles, como en todos los sitios. Pero pensaron que cualquier otro día podían hacerlo. No había prisa.

Gerardo sí nos miró de forma distinta. Sentí como nos miraba orgulloso. Sobre todo a Dani. Era como si le hubiera subido unos grados el nivel de galones de respeto que le infundía. Él seguro que sabía. Lo noté. Pero tampoco dijo nada.

Cenamos los cuatro solos. Rodeados, eso sí, de mucha gente que nos protegían de otras miradas ajenas. Algún periodista entró fingiendo querer tomar algo para preguntar y estudiar a la gente. Ninguno pudo llegar ni siquiera a vislumbrarnos. No recuerdo lo que comimos, pero sí que lo disfrutamos. Lo engullimos en realidad, porque al ver la comida, y aunque ya habíamos picado un par de raciones de bravas con los vinos a los que nos invitaron, sí que fuimos conscientes del hambre que teníamos. Y Alberto inició una de sus chácharas alegres y simpáticas, y eso nos hizo olvidarnos de todo. Ahí también a Gerardo se le escapó una mirada de admiración por su hijo. Se notaba que estaba orgulloso de él.

Nos fuimos tarde. Ya no quedaba casi nadie en el bar.

Nos despedimos de ellos con sendos apretones de manos. Gerardo y Alberto nos miraban mientras nos alejábamos. Y Gerardo apoyó su mano en el hombro de su hijo.

-Ves, está orgulloso de él – le dije a Dani.

-Es un buen tío. Lástima que me hayas agarrado del corazón y no haya forma de soltarme.

No supe que contestar. Porque yo tenía la sensación de que lo nuestro, era un querer profundo. Pero no era amor. Nuestro pasado no se construyó sobre los cimientos de un amor de pareja. Más bien de un amor fraternal. Muy fuerte. Visceral. Indestructible.

Aunque al llegar a la casa rural y cerrar la puerta, lo intenté con otro beso, largo, delicado y profundo.

No llegamos al dormitorio. El sofá del salón nos acogió.

Tampoco dormimos mucho.

Ya dormiríamos por la mañana.

O por la tarde.

En el prado de mi padre: Daniel Morán (4)

Daniel Morán: 4

Apenas había pasado un mes y un par de semanas desde aquel día en el que Cape apareció en el río. Y unos días desde que fui a recogerlo a su casa para que volviera. Pero todo se había puesto patas arriba. Mi estancia en ese pueblo se había convertido en un continuo mirar por la ventana para estudiar si nos vigilaban y reconsiderar todas las cosas que me habían pasado en esos casi dos años que llevaba viviendo allí.

No dije nada, pero el comentario de Alberto “hay mucha gente que lo sabe”, me puso en guardia. En otras circunstancias me podría haber alegrado. Al fin y al cabo, con la fama que tenía, que mis vecinos que me reconocieron decidieran no contarlo en ningún programa de televisión, cuando estaban encantados de pagar suculentas sumas de dinero a quién fuera a ponerme a parir, era una buena señal que al menos, Daniel Morán gustaba a la gente en el día a día, no como Carmelo del Río. Me llamó menos la atención eso de “Es un secreto, yo también tengo secretos”. Aunque a lo mejor esa frase era más… intrigante.

Luego llegué a casa y Cape me puso al día de las novedades. Me acabé poniendo de los nervios.

Ahora estaba pensando que en el pueblo no tenían mucha simpatía por Rosa María. Una vez incluso la panadera me dijo que “esa hace muchas preguntas”. Fue curioso porque fue cuando Cape apareció y se quedó en casa. Quizás sería bueno que luego fuera a preguntarla.

Jugueteaba con el móvil pensando en llamar a mi amigo Jorge. Intentaba imaginarme la conversación, pero era incapaz. ¿Qué le contaba? ¿Que estaba acojonado de repente sin saber por qué? Claro, no le iba a decir que era porque Rosa María sabía que me gustaba el zumo de pomelo, cosa que yo no tenía presente en mi día a día de ahora. Ya me imaginaba a Jorge mirándome arrugando el entrecejo y pensando una buena coña para reírse de mí y relajarme. Pero yo no quería relajarme. ¿O sí?

Mientras lo pensaba, una furgoneta de reparto llegó a la puerta. Se bajó una mujer que se dirigió con determinación hacia la puerta de nuestra casa. Salí a recibirla antes de que llamara.

-¿Daniel Gutiérrez?

-¡Daniel Gutiérrez, te traen un paquete. Espero que sea el regalo que me has prometido! – grité a pleno pulmón.

-Ya que es tu regalo, fírmalo tú, anda. Ahora mismo no estoy visible. – me contestó a gritos también desde el piso de arriba, seguramente desde el cuarto de baño.

-Se está poniendo la mascarilla antiarrugas. Toma mucho el sol y ya se lo he avisado, que reseca la piel. Y se ha quedado como una pasa. Ahora, tiene que ponerse…

-Solo puedo entregárselo a él. – me cortó la mujer, que no apreció en absoluto mi intento de bromear, ni parecía pertenecer a mi club de fans: ni me había reconocido. – A no ser que sea usted Daniel Morán.

-Yo mismo.

-DNI

Saqué la cartera y le enseñé el DNI.

-Firme.

Firmé.

-Ahí tiene.

Justo cuando cerré la puerta, bajaba Cape.

-Vamos al jardín hace una mañana muy agradable.

Me tenía intrigado el paquete y la actitud de Cape. Pero no dije nada y le seguí. Antes de salir, ya había abierto el paquete y sacó una especie de trípode pequeño con una especie de cámara de fotos. Le dio al botón que había en la parte de abajo y salimos. Aquello empezó a dar vueltas para todos los lados y a hacer unos ruidos muy… curiosos.

Me llevó hacia la mesa en la que a veces solíamos cenar. Me pidió mi móvil. Sacó uno del paquete que había recibido, le quitó la pegatina que ponía “Daniel Morán” y lo puso encima del mío. Él solo empezó a hacer cosas. Miré a Cape reclamando una explicación. El me hizo un gesto con el dedo para que no hablara. Entonces sacó otro teléfono del paquete e hizo lo mismo con el suyo. Sacó otro trípode como el que había dejado en la casa, se alejó hacia la casa anexa, lo que era mi taller de pintura, y lo puso a trabajar ahí.

Sonó el nuevo móvil de Cape. Le hice señas para que se acercara. Era una tontería, pero no me atrevía a hablar. Cape se acercó pero no movió el teléfono.

-Deberíamos sacar el desayuno. Se está tan a gusto aquí… ¿Que hacemos esta mañana? ¿Nos vamos de compras donde Puri?

-Tenemos la despensa vacía. – dije sin pensar mucho. Notaba la falta de un buen guion para seguir la pauta y no cometer errores en la escena que estábamos interpretando.

-Y el frigorífico.

-Lo dices por las cervezas.

-Y la ginebra.

Seguimos hablando de tonterías. No tenía ningún sentido pero al final estaba siendo divertido. Nunca me había pasado con nadie antes de Cape. Salvo Jorge, claro. Hablar así, sin ton ni son y no acabar con un cabreo del diez. No aguantaba las conversaciones intrascendentes y pretendidamente graciosas. No es que hablara de filosofía, pero lo mío siempre es ir al grano, hablar de pintura, de política, de trabajo. Hasta que lo dejé, solo hablaba de trabajo. Y casi siempre del mío. Creo que la mayor parte de mis interlocutores en aquel entonces, estaban hasta el moño de mí. Salvo Jorge, claro. Pero con él todo era distinto, la verdad.

Ahí, esa mañana me di cuenta que la gente que estaba a mi lado, debía estar hasta las narices de mí. Ahora estoy seguro que todos me aguantaban porque cobraban un buen sueldo, o porque su cercanía a mí, les hacía pensar que de alguna forma les iba a beneficiar. Aunque por ejemplo, Delfina, cuando la despedí, al dejar de trabajar, suspiró de alegría. Y eso que no creo que nadie la pagara después 4.000 euros al mes, más tres pagas extras. Y algunos presentes. Pero le dio igual. Perderme de vista, la hizo la persona más feliz del mundo.

Eso debería haberme dicho muchas cosas. De todas formas, lo de las relaciones sociales siempre me han costado. No soy de tener muchos amigos. Conocidos a cientos. Cuando llegas a ser tan famoso, la gente se acerca a ti por interés. No te puedes fiar de nadie. Como yo empecé a trabajar tan pequeño y conocí el éxito pronto, ni de pequeño tuve amigos. Enseguida dejé de ir al colegio, tenía una profesora que me seguía a todas partes. Pero era una especie de tapadera para el colegio y la inspección de educación, porque ni ella ni mi padre ponían mucho empeño en que estudiara. Lo que pasa es que a mi me gustaba aprender, y aprendía de otras fuentes. De compañeros adultos en el rodaje, de los directores con los que trabajaba, de algunos otros profesores de compañeros de reparto que tenían más ganas de enseñar que mi profesora. Enseguida me di cuenta que a ella y a mi padre lo que más les importaba era intercambiar fluidos en la caravana que me asignaban. Lo peor es que mi madre lo sabía, pero todo fuera por aparentar y seguir viviendo de mi trabajo. Una vez Jon Risueño, un grande de la escena me dijo que le recordaba al actor de “solo en casa”. Aunque cuando me lo dijo ya tenía 12 años. Él sí me enseñó muchas cosas. Más de las que debería. Pero tengo un buen recuerdo de él. A veces quedamos en su casa y charlamos. Me quedo un par de días y me sigue enseñando cosas.

-Buenos días, esperamos no molestarles.

No sé si molestaban, pero a mí me asustaron. No les oí llegar.

-Soy la comisaria Carmen Polana y éste es mi compañero el inspector Yeray Losada. Usted es Daniel Morán. – se estaba dirigiendo a Cape.

-No, soy yo – entré al quite.

-¿Y usted es? – preguntó con una sonrisa maliciosa a Cape.

-Daniel Gutiérrez.

-¿Son pareja?

Me pareció grosero que nos preguntara eso nada más conocernos. Iba a estallar, pero miré a Cape y le vi sonreír. Me sentí tranquilo. Tuve la certeza de que me estaban tomando el pelo.

-Que más quisiera – contestó con esa misma sonrisa que me había enseñado antes. Entonces se levantó del taburete y se dirigió a la comisaria que dio unos pasos hacia él. Se abrazaron y se dieron dos besos.

-Yeray, sigues tan guapo – y también le dio dos besos. – ¿Sigues soltero?

-Nada, sigo jugando al gato y al ratón. No valgo para comprometerme.

-Vaya, o sea que me habéis tomado el pelo – les dije fingiendo enfado. – No serán ni policías.

Pero el tal Yeray se apartó la cazadora y pude ver su placa colgada del cinto al lado de su pistola.

-Arnáiz nos ha dicho que los teléfonos ya están. Se le había olvidado meter estos pen para los ordenadores que tengáis. Todos. Y me parece que tienes la casa domotizada. Si no te importa mándale un mensaje con las claves. Así accederá y hará una limpieza – me tendió su móvil para que lo hiciera.

-Vamos a hacer un poco de comedia. Dato, vete al otro lado de la casa y te sientas enfadado en la mesa de enfrente. Si te preguntan, estamos interrogando a Daniel sobre la muerte de su vecino, Daniel…

-Daniel Palacios del Moral – apunté yo.

-Vete con ese pronto que te caracteriza en tu vida fuera de aquí. Pero sin pasarte.

-Yo siempre me paso, Carmen, ya lo sabes.

-Tienes razón, pásate. Sé tú mismo.

Y Cape cogió su móvil nuevo, que ya estaba limpio y que era un clon perfecto del anterior y salió con gestos bruscos hacia el otro lado de la casa. Me hizo una seña para que cogiera mi teléfono.

-Contestaré algunos wasaps. – dijo en tono enfadado mientras se alejaba. Que buen actor de la vida estaba resultando ser Cape, pensé.

-Yeray, tú será mejor que vayas a ver a la vecina. – le pidió la comisaria a su compañero.

-Tema muerte por el rayo – preguntó sin preguntar. La comisaria asintió con la cabeza.

El aludido no dijo nada más, solo se dio la vuelta y fue camino de la casa de Rosa María.

Al pasar por al lado de Daniel le vi hablar un rato con él. Tomaba notas en una Molesquine de bolsillo. Parecían muy serios. En un momento dado, Cape se levantó enfurecido. Yeray no se inmutó. Le miró fijamente y le dio la espalda ignorándolo. Se fue camino de la casa de Rosa María. Me dio la impresión de que no era la primera vez que hacían esa comedia.

-¿Qué pasó el día en que murió su vecino? – me preguntó Carmen sacándome del seguimiento de Yeray y Daniel.

-La verdad es que no mucho. No teníamos buena relación. Más bien no la teníamos. Y tampoco estaba aquí. Justo llegaba cuando pasó todo.

Y es cierto, no la teníamos. Para mi gusto, el tal Daniel era raro. No saludaba cuando nos cruzábamos. Siempre estaba viniendo a llamar a mi puerta para quejarse. Del riego, de si salía a ducharme desnudo, de la música, cuando yo nunca ponía la música alta. En el único momento que me pongo música es en el taller de pintura. Y ahí me pongo auriculares. Tampoco cosas graves. Tonterías. Que si un día hice una barbacoa con algunos del pueblo. Que si el árbol. Llegó a quejarse de la gata de Rosa María, como si fuera mía. “Como sois tan amigos”, fue su excusa. Para ser tan joven, yo le echaba no más de cinco años más que yo, era muy tiquismiquis.

Todo esto le conté a la inspectora. Si me hubiera pillado en la época en que trabajaba, la cosa con el vecino hubiera sido distinta. Hubiéramos acabado a tortas al segundo día. Que digo al segundo, al primero. Pero allí no sentía la necesidad de explotar mi genio. Y a parte, egoístamente, me apetecía pasar desapercibido. Aunque después de mi conversación con Alberto, y saber que el secreto de mi identidad lo conocía mucha más gente, todo había resultado inútil.

-¿Y no se te ha ocurrido que intentara sacarte de quicio? O que os conocierais de antes.

La pregunta de Carmen me dejó pensativo.

-Tienes fama de ser un hombre muy desagradable y que no toleras que la gente se te suba a las barbas.

No supe que responder. No se me había ocurrido. ¿Dónde podríamos habernos conocido?

-¿Estáis investigando de verdad la muerte del vecino? – pregunté poco convencido. Se me pasó por la cabeza que todo fuera una gran comedia.

-Sí. Los de la policía científica han dicho que todo fue una puesta en escena. El hombre murió antes del incendio, y no hubo un rayo. Murió de una descarga eléctrica, es cierto, pero no de rayo. De hecho no hubo ninguno ese día en la zona.

-Me extrañó, sí. Llegaba en coche del pueblo de al lado, de hacer algunas compras. Llamé yo a los bomberos. Se estaba nublando, pero no había visto todavía amago de tormenta.

-¿Y no viste a tu vecino…?

-No. Solo pensé que era un incendio. Puse en marcha los aspersores y cogí la manguera. Era una tontería porque es muy pequeña, pero al menos era algo. Por lo menos intentar que no se propagara.

-Las casas son casi iguales. – dijo la comisaria mirando alrededor.

-Sí. Las tres. Según me contaron cuando compré ésta, eran de unos hermanos. Se hicieron una casa para cada uno. Iguales. Para que no hubiera envidias. Pero al final acabó habiéndolas y dejaron de venir. Se pelearon. Y al cabo de unos años, vendieron las casas.

-¿Compraste la casa… hace mucho?

-Pues la compré en junio de hace dos años. Hice obras que tardaron casi cuatro meses. Y me vine a vivir en noviembre de ese mismo año. Pero antes estuve viviendo un tiempo en la casa rural del pueblo. La cogí en septiembre para mi solo. Así vigilaba las obras y me empezaba a acostumbrar. Si te soy sincero no estaba seguro de poder vivir aquí. Pero hubo algo que me retuvo. No sé el qué. Al final estuve seguro que era un buen lugar para vivir fuera de los focos. Vendí mi casa de Madrid y me instalé aquí.

-Y luego apareció Dato.

-Eso ha sido hace pocas semanas.

Me contó parte de la historia que me había contado Cape. Lo de esos problemas que tuvo, la muerte de ese colaborador y los indicios que manejaron siempre al respecto pero que no pudieron probar. Aunque habían seguido con ello.

-Seguimos sin poder hacerlo, pero al investigar, apareció tu nombre.

-¿A sí?

Le conté entonces lo que habíamos descubierto después de volver a encontrarnos. Y nuestras sensaciones cómplices sin recordar nada. No le conté todo, ni lo de los abrazos, ni lo de dormir juntos, ni esa sensación de bienestar que me desborda cuando estoy con él.

-¿Y no os acordáis de nada? Pero una pregunta, erais menores entonces. Dato te saca un par de años, pero era menor. Y tú eras un niño, poco más. ¿Vuestros padres?

Me encogí de hombros.

-Mi padre desde que empecé a ganar dinero, solo se preocupó de montárselo con mi profesora y de darse la vida padre. Mi madre, solo se preocupó de ella misma y de la ropa que se compraba y de las fiestas a las que iba esgrimiendo mi nombre, claro. Recuperó la juventud que siempre se ha quejado de perderse cuando me tuvo. En realidad solo perdió siete años más el embarazo, porque luego ya no volvió a preocuparse de mí. Lo digo porque empecé a trabajar a los siete años. Y antes tampoco lo hizo en demasía. Me emancipé a los 16. Les pagué una cantidad para que no tuvieran problemas económicos y no les volví a ver.

-¿Y Dato?

-No te puedo decir mucho. El otro día conocí a su madre. Hice una pequeña obra de teatro para reencontrarme con Daniel de una forma original. Ya sabes como somos los artistas. La busqué en una cafetería que me enteré que frecuentaba a las 6 de la tarde un par de días a la semana. Me pareció una mujer encantadora. Es verdad que tuve la sensación de conocerla de antes. Y tuve la certeza de que aunque fingió no conocerme, lo hizo. Y que se sintió encantada de hacerlo. Se hizo la despistada. La camarera le contó quién era cuando creían que no les escuchaba y ella se mostró sorprendida de verdad. Pero todo son sensaciones. Y a estas alturas y después de los últimos días, todo me empieza a parecer muy irreal. No sé si nos estamos volviendo locos Daniel y yo.

Se me quedó mirando fijamente. Al cabo de un rato, sonrió.

-A ti no te conozco, pero a Dato sí. Y él tiene una forma de mirar en la que descubre muchas cosas, es muy observador y recapacita. No creo que os estéis volviendo locos. Pero a lo mejor, no os gusta lo que descubráis. ¿Habéis pensado en eso?

-Era una de nuestras opciones, dejarlo. Irnos cada uno por nuestro lado.

-¿Y?

Me di cuenta que me estaba sincerando demasiado con esa policía. No es que desconfiara, pero tampoco era cuestión de que confesarme con cualquiera que llegara. Tenía un punto a favor, y era que conocía a Dato. Y que además, habían tenido un rollo. Se lo noté cuando la abrazó. En cambio, con el compañero de ella, era más una relación de colegueo, de confidencias a media noche con un par de whiskys con hielo.

-De momento aquí estamos – contesté de forma cortante. – Ya veremos.

-¡¡¡¡Carmen!!!!

Era Cape el que gritaba. Sonó a angustia e incluso miedo. Y a mucha urgencia.

Ella no se lo pensó. Se levantó de un salto y se fue corriendo hacia dónde había sonado el grito. Yo la seguí pero a una cierta distancia. Me asustó el grito. ¿Y si Cape estaba en peligro?

Pero en cuanto pude ver la casa de Rosa María, comprobé que estaba bien. El que no lo estaba era Yeray, el compañero de Carmen. Estaba en el suelo y sangraba profusamente por una herida en la cabeza. Me fui quitando la camiseta mientras aceleraba la carrera y cuando llegué allí, retiré a Daniel que parecía agarrotado por la impresión y le puse la prenda sobre la herida al policía para evitar que perdiera más sangre. Y apreté. Le pedí a Cape que buscara algo para sujetar la camiseta, o toallas o algo. Yo empecé a darle pequeños cachetes a Yeray para que recuperara la consciencia. Poco a poco fue abriendo los ojos. Carmen apareció guardando su arma después de haber recorrido la casa, para preocuparse por el estado de su compañero.

-Ya he llamado a la ambulancia y he pedido refuerzos – dijo.

-¿Y Rosa María? – pregunté cauto.

-No la veo. Pero habrá que registrar la casa con calma. Ten el arma de Yeray. – la miré con una cierta sorpresa – Se que eres un gran tirador. Y tienes permiso de armas. Eloy Quesada es amigo nuestro.

-Vaya, has venido con la lección bien aprendida.

No me contestó. Volvió a sacar su arma y salió camino de la casa anexa, una igual a mi taller de pintura. Daniel volvió con unas toallas. Le enrollé una y se la puse a Yeray como almohada. El cinturón de una bata de baño, lo usé para hacerle un vendaje comprensivo alrededor de la frente, con mi camiseta como gasa gigante, con el fin de impedir que perdiera más sangre.

-Todo está bien, Yeray – le dijo Daniel, que había recuperado un poco la compostura. Me miró y me sonrió. No pude evitarlo y me estiré sobre Yeray y le di a Cape un beso en los labios y le acaricié la mejilla.

-Sujeta, ¿Quieres? Háblale. Que no se duerma, por si acaso. Voy a echarle una mano a tu amiga.

Y poniendo mi mejor pose de poli de película, cogí la pistola comprobé que el cargador estaba completo y que había una bala en la recámara lista para ser disparada y seguí a Carmen. A ésta no le hizo mucha gracia, pero al final entendió que le podía servir de ayuda.

-Cúbreme.

Se puso en cuclillas y empujó suavemente la puerta. Se fue moviendo despacio hacia adentro. El cuarto estaba oscuro, solo un pequeño haz de luz entraba por una rendija en una persiana al fondo. Yo entré detrás de ella y me puse al otro lado de la puerta. Esperamos unos segundos a que nuestras pupilas se acostumbraran a esa nueva situación lumínica para poder ver mejor y no entrar completamente a ciegas. Las sirenas de la ambulancia y de los refuerzos empezaron a sonar en la lejanía. De momento eran muy difusos, todavía estaban lejos, aunque se acercaban rápidamente. Dentro, todo parecía estar silencioso. Carmen se decidió a entrar poco a poco en el cuarto. Ella dudaba. Creo que notaba que algo no iba bien. Yo también lo notaba. Los sentíamos que no estábamos solos. Y claro, me imagino que ella tampoco estaba muy segura de mi concurrencia en la acción. De repente oí un pequeño click. Y no lo dudé. Grité: “¡Arma!” Y rodé por el suelo. Carmen hizo lo mismo justo en el momento en que unos disparos amortiguados por un silenciador, impactaron en la pared, justo donde había estado Carmen. Me incorporé rápidamente y sin pensarlo, disparé cuatro veces hacía donde me parecía haber visto un reflejo. Carmen hizo lo mismo unos segundos después, pero cambiando el objetivo de los disparos en dirección hacia la ventana. Ahora sí, entramos andando agachados, pero con decisión, cada uno por un lado. Había más luz dentro. Una de las ventanas del fondo estaba abierta. Pero ni Carmen ni yo nos fiamos que la persona que había intentado matarnos, se hubiera largado por ahí. Encontré un interruptor. Avisé a Carmen de que lo iba a encender. Ella asintió con la cabeza.

Lo hice. Casi nos deslumbró la luz. Parecía un plató de televisión. Si no me cuadrara con la edad, hubiera pensado que nuestra querida vecina Rosa María era una youtuber. Nuestra querida vecina que yacía inconsciente en el suelo, al lado de una cámara de vídeo.

¿Tienes coartada?

Llamaron a la puerta.

Pablo dejó de sacar la ropa de la lavadora. Pensó en no ir a abrir «Seguro que es alguien vendiendo calcetines». Volvió a agacharse y sacar las camisas «Si no luego va a costar más plancharlas».

Volvieron a llamar, con insistencia.

Al final no tuvo más remedio que ir hacia la puerta. Miró por la mirilla y vio a un hombre joven con cara seria y que le enseñaba una placa que parecía de policía. Detrás de él había una mujer con cara de pocos amigos que también enseñaba lo que parecía una acreditación de policía. Se quedó sorprendido. ¿Qué querrían? Cogió las llaves que tenía en una mesita llena de fotos. Volvió a pensar que tenía que quitarlas algún día. Le estorbaban y no le decían nada. Eran recuerdos de sus padres, familiares que no merecían un sitio en la mesa en ninguna parte, cogiendo polvo que luego había que limpiar. Aunque él hacía tiempo que no se lo quitaba.

– ¿Sí? – preguntó  al abrir la puerta.

En ese momento se dio cuenta de que iba descalzo. Y fue consciente que no se había cortado las uñas. Menuda pinta debía tener con la ropa de estar en casa. El policía, porque así se identificó también de palabra, era atractivo. Y tenía unos ojos marrones que hipnotizaban. Se quedaron mirando unos instantes hasta que la mujer tomó la iniciativa y se coló en casa.

– Perdonen, estaba haciendo limpieza – y aprovechó para coger el pijama para lavar que había dejado en una butaca y que se le había olvidado meter en la lavadora «Ya sabía yo que me había dejado algo».

Les acomodó en el sofá y  se sentó enfrente de ellos. De repente se le ocurrió que a lo mejor era de buena educación ofrecerles algo.

– Perdonen estoy un poco despistado. ¿Quieren tomar algo?

La mujer se apresuró a decir que no, pero el hombre, poniendo una sonrisa que hacía juego con sus ojos dijo:

– Un café estaría bien. ¿No quieres tú uno, Carmen?

La aludida se lo quedó mirando y puso una cara próxima a la burla.

– Yo también sí. Estaría bien. Gracias.

– ¿Quieren leche?

– Si por favor. Unas gotitas de leche – dijo socarrona la tal Carmen.

Pablo se levantó y se fue a la cocina. Metió rápidamente los platos que había sucios sobre la encimera en la pila. Encendió la Nexpreso y metió una cápsula doble. Sacó una jarrita de cristal de una alacena que era evidente que hacía meses que no abría, por el polvo que tenía todo lo que había en ella. La limpió con un paño de cocina, la llenó de leche y la metió en el microondas. Sacó también una bandeja a juego con las tazas y platillos, que también limpió en un momento. Suspiró un poco agobiado por la situación. Pero ese hombre le había llamado la atención y no quería defraudarlo.

– ¿Te ayudo?

El policía se había acercado a la cocina y lo miraba sonriente en la puerta. No le pasó desapercibido a Pablo que el de los ojos hipnotizantes había cambiado el voseo por el tuteo.

– No, no hace falta – respondió Pablo algo incómodo «menos mal que he limpiado las tazas y la jarra antes de que llegara».

Pero el policía no le hizo caso. Escuchó el sonido del microondas anunciando que la leche ya estaba caliente. Fue a abrirlo. Sacó la jarrita sin casi fijarse en el interior, lo cual tranquilizó a Pablo que recordó que se le había olvidado limpiarlo el día anterior cuando la salsa de tomate del bonito saltó y lo dejó todo perdido.

Pablo puso las tazas en los platillos con el café humeante  y el policía dejó la leche en una esquina.

– Ya lo llevo yo, no te preocupes.

Y cogió la bandeja y la llevó al salón. Pablo disimuló limpiando un poco al soporte de la cafetera. Y fue detrás de él. No pudo evitar fijarse en su cuerpo, en el movimiento de su culo al andar, en los muslos apretados; y no pudo dejar de reconocer que estaba bueno el jodido.

La tal Carmen estaba sentándose. Pablo miró hacia el mueble que había en la pared de enfrente y comprobó que la policía había estado curioseando las fotos y los adornos que estaban cuidadosamente colocados delante de los libros.   Incluso se dio cuenta de que había ojeado alguno de los libros.

-Pues ustedes dirán.

-Estamos investigando la muerte de su vecina.

Pablo echó hacia atrás la cabeza, sorprendido. No sabía nada de que hubiera muerto una vecina.

-Sí, Doña … – La tal Carmen hizo como que miraba su libreta para buscar su nombre – Elisa Peñalva.

-Si les digo la verdad, no sé quién es.

-La vecina de abajo. Justo debajo.

-María… – dijo Pablo dejando el nombre en el aire – No lo sabía – dijo al final acabando la frase.

-Elisa.

-Yo la conocía como María.

-María es su hermana.

-¿Tenía una hermana? No lo sabía. ¿Y vivía aquí? – preguntó incrédulo. – Nunca la he visto. O eso creo.

El policía le tendió su móvil para enseñarle una foto de la fallecida.

Pablo puso su mejor cara de tonto. No conocía a esa señora y la verdad, si eran hermanas, lo serían de padres distintos. No se parecían en nada.

-¿Y dicen que vivía aquí?

-Al menos murió aquí ayer noche – dijo el policía.

-No me he quedado con su nombre – preguntó Pablo dirigiéndose al hombre.

-Kevin – contestó éste iluminando de nuevo su rostro con una sonrisa maravillosa que derritió las neuronas de Pablo y provocó algunas otras reacciones en partes de su cuerpo.

-Kevin, que nombre tan bonito – dijo impulsivamente el anfitrión.

-Bueno – Carmen cortó en seco el momento mágico que parecía instalarse de nuevo entre  los dos hombres – Entonces no la conoce – y cogió la taza para tomar un sorbo de café. «Qué bueno está este café».

-Siento no poder ayudarles.

-Tratémonos de tú, por favor – dijo Kevin otra vez poniendo su sonrisa embriagadora.

-Eso, eso, que ligar de usted está anticuado – le susurró a su compañero al oído.- Se lo tenemos que preguntar, es el protocolo. Para situar a los vecinos en el momento de la muerte. – Dijo levantando el volumen de la voz – ¿Dónde esta.. bas ayer?

-¿Ayer? – Pablo se quedó pensando – Pues fui a trabajar a las nueve de la mañana, volví a las cinco, comí y me eché la siesta. Fue una siesta larga, había dormido mal la noche anterior. Y luego vi algo la tele, una serie de policías francesa que me entretiene. Y luego me puse con el ordenador a ver un poco de porno.

Los policías se quedaron sorprendidos por la respuesta tan sincera.

-¿Te han dicho que hay un actor porno americano que se parece a ti? – le preguntó a bocajarro al policía.

Su compañera soltó una carcajada mientras le daba un golpe en la espalda. Kevin se sonrió, porque no era la primera vez que se lo decía alguien. Y ya tenía la salida preparada.

-Espero que ese actor tenga un miembro grande. Así seremos verdaderamente parecidos.

A lo cual Carmen y Pablo rieron juntos, mientras Kevin ponía su mejor cara de niño bueno.

-Apunta aquí tu teléfono – Kevin le tendió su móvil de nuevo – Por si necesitamos hacerte alguna pregunta más.

Su compañera se sonreía mientras movía la cabeza de lado a lado. Pablo acató la petición y escribió su número de teléfono.

-Pon tú el nombre que quieras.

Kevin recogió su teléfono y escribió «Pablo admirador porno» como nombre del contacto. Carmen que lo vio volvió a menear la cabeza sonriéndose.

-Nos imaginamos que no hay nadie que confirme tu coartada – preguntó la mujer casi levantándose del sofá.

-El historial de mi navegador. Y el historial de visionados de Movistar+. Lamentablemente suelo ver el porno solo.

Ahora era Pablo el que puso su mejor cara socarrona dirigida exclusivamente a Kevin.

-No te molestamos más. Seguro que alguna pregunta más se nos ocurrirá.  ¿Nos abrirás la puerta si volvemos? – pregunta capciosa, como no, proveniente de Carmen.

-Incluso quitaré el polvo para la próxima vez.

Esta vez fueron Pablo y Carmen quienes se mantuvieron la mirada. Ésta acabó con otra carcajada. Era claro que la habían pillado. Había subestimado a su testigo.

Los policías se levantaron, no sin antes de apurar el café.

-Estaba muy bueno, el café digo – afirmó Kevin. Pablo entendió perfectamente que Kevin en realidad no se refería al café. Eso le alegró.

Pablo les acompañó a la puerta. Se despidieron con un apretón de manos, aunque Pablo hubiera preferido un par de besos. Les siguió con la vista mientras iban al otro lado del descansillo para seguir con sus indagaciones. Lo último que vio antes de cerrar la puerta es a Kevin girándose ligeramente y guiñándole el ojo.

Pablo cerró la puerta y volvió a echar la llave. Era su seguro para no olvidárselas cuando salía de casa. Se apoyó en la puerta un momento para cerrar los ojos y soñar con la siguiente visita de Kevin. Por si acaso, fue al mueble de los productos de limpieza y sacó el Pronto y una bayeta. Y comenzó a quitar el polvo de toda la casa. Tendría que poner otra lavadora con las sábanas y las toallas. Y con el pijama olvidado en el salón. Tenía mucho trabajo.

eché una siesta larga…