Necesito leer tus libros: Capítulo 112.

Capítulo 112.-

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Una Ana rota de dolor, lloraba en brazos de Felipe que estaba completamente hundido, derrotado, ido. El Dr. Manzano se había acercado en cuanto lo supo.

-Ana, tranquila. Voy a hablar con el cirujano.

-Pedro, opéralo tú. Eres el mejor. Nunca te he pedido nada. Se que te refugiaste en Concejo huyendo de la cirugía. Pero eres el mejor cirujano, lo sé.

El médico se la quedó mirando.

-No hace falta que me lo pidas, Ana. Vengo a meterme en el quirófano.

La dio un beso en la frente y a Felipe le apretó el brazo.

-Doctor Manzano, el doctor Martínez le está esperando. Le íbamos a llamar.

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Pedro Manzano, médico de Concejo del Prado desde hacía cinco años, era un cirujano muy reputado que un día, cuando se despertó de un sueño inquieto y lleno de pesadillas, se levantó de la cama y pensó que no era feliz en un quirófano. También descubrió esa mañana que tampoco era feliz en su matrimonio ni con sus hijos. Se dio cuenta de que ni ellos le querían ni él los apreciaba lo más mínimo. Era todo por conveniencia y en ese momento de la vida, eso no le compensaba.

Otra mañana, unos días después, se levantó de la cama, reunió a sus hijos y a su mujer y se lo soltó:

-Dejo la cirugía. Me vuelvo al pueblo de mis abuelos. Como médico de familia.

-No lo harás – contestó indiferente su mujer, mientras seguía untando la mantequilla en su rebanada de pan integral .

-Ten, los papeles del divorcio – se los dejó cuidadosamente sobre la isla de la cocina.

Fue la primera vez en años que su mujer y sus hijos le prestaron atención.

No tardó nada en irse de la casa. Llenó su coche con unas maletas y un par de cajas con algunos recuerdos de familia y se fue a la casa del pueblo, la de sus abuelos. Al día siguiente empezaba como médico en Concejo del Prado.

Al cabo de algunos meses, un día le llamaron del hospital comarcal solicitándole su colaboración en una operación. Y lo hizo con gusto. Y repitió las veces que se lo pidieron. Pero ese día, no hizo falta que le llamaran. En cuanto se enteró, voló al hospital. Ana y su hijo, eran de los pocos que habían sabido traspasar la coraza que se había creado desde el momento de su llegada al pueblo. No era un hombre visceral y emotivo, y menos en el trabajo. Sabía que eso a veces, nublaba la vista del profesional. Pero esa mañana, casi pierde esa capacidad de “ver las cosas desde la barrera”.

Jorge Rios.

Al entrar en el quirófano, cruzó su mirada con la del Dr. Martínez. No tenía una expresión muy feliz. Miró las pruebas que le había hecho de urgencia en la pantalla que había en un rincón del quirófano. Iba a ser una tarde-noche larga.

-Espero que no tengan algún compromiso en las próximas seis horas – les dijo a todos.

-Con el cuerpo tan bonito que tiene este chico, va a quedar como un cromo – dijo una de las enfermeras.

El Dr. Manzano la miró con dureza. No le había parecido apropiado el comentario.

-Enfermera, no es la primera vez que trabaja conmigo. Parece mentira que dude de mi pericia a la hora de coser.

-Casi nunca cose, doctor. Siempre se lo deja a otros – era una pulla en toda regla.

El médico sopesó su respuesta. No le iba a dar la razón, aunque la tuviera. Y tampoco la iba a dejar sin respuesta.

-Ha tenido entonces mala suerte. Pero hoy eso va a cambiar. Eduardo tendrá otra vez un cuerpo perfecto para disfrute de él mismo y de sus amantes.

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La enfermera jefe les fue a echar la bronca. Estaban cuatro personas sentadas juntas, y habían quitado las cintas que impedían sentarse en dos de las sillas que ocupaban. Los cuatro lloraban y se abrazaban. Perecían desesperados. Pero eso no era disculpa para saltarse las normas de la pandemia.

Reconoció a la mujer. Era enfermera en un pueblo cercano. Ana era su nombre. El hombre parecía su marido. Un hombre de pueblo, era claro. Las marcas de sol en la piel, sus manos robustas, llenas de durezas, ásperas. Pero era curioso observar como esas manos que podrían pasar por una lija del 5, eran capaces de acariciar con tanta delicadeza el rostro de las dos jóvenes que estaban abrazadas al matrimonio. Estaba acostumbrada a ver esas escenas a diario. Pocas había visto tanto dolor concentrado.

La mujer levantó la cabeza y la vio. Iba a apartarse para dejarles en su dolor, pero ahora no se atrevió. Se conocían. No podía darse media vuelta. Así que caminó despacio hacia ellos.

-Ana, ¿que ha pasado?

La enfermera jefe acababa de entrar de turno. Todavía no le había dado tiempo a ponerse al día. Había escuchado algo de un tiroteo y de un joven al que estaban operando desde hacía horas el Dr. Martínez y el Dr. Manzano. Si operaba el Dr. Manzano, tenía que ser grave. Martínez solo lo requería cuando la cosa era fastidiada. Recordaba algo de que Ana tenía un hijo mayor, a parte del pequeño.

-Es Eduardo. Tamara, es Eduardo.

Ana se acercó a ella y le cogió las manos. La enfermera jefe estiró lo que pudo los brazos sin parecer descortés. Le hizo un par de preguntas generales, sin intentar ahondar en la situación. No quería implicarse. No era de implicarse nunca, pero menos en ese día. Tenía que permanecer con la cabeza fría. Los tiroteos complicaban mucho la vida de los sanitarios. En ese momento, la situación venía a darle la razón. Unos guardias civiles de uniforme entraban en ese momento en la sala de espera. Venían con ellos una mujer y un hombre de paisano. Le pareció una pareja curiosa, porque aunque el hombre era mucho mayor que la mujer, parecía ésta la que llevaba el mando.

Tamara se hizo la remolona. Sabía que acabarían preguntando por ella pero no quería tratar con esa gente. Todo eran problemas con ellos. Así que disimuló atendiendo a Ana. Fingía que la escuchaba y la seguía cogiendo las manos. En cuanto se acercaron al mostrador y preguntaron, sus compañeras la señalaron a ella y al médico que estaba de guardia, que atendía a otras personas en el otro lado de la sala. Los de paisano, parecieron reconocer a Ana y a Felipe.

-Si nos puede dedicar unos momentos, se lo agradeceríamos.

Era el hombre el que había hablado. Era amable, pero rotundo al hablar. Era una orden en toda regla adornada con buenas formas.

La mujer policía se acercó a Ana que se soltó de Tamara. La Inspectora primero abrazó a Ana y luego a su marido. Daba la impresión que se conocían. Su preocupación parecía sincera. Y no parecía importarles el peligro del Covid. La gente era una descerebrada. ¿Qué ganaban con esa cercanía? El chico iba a seguir en el quirófano. A veces no entendía a la gente, a los allegados de los enfermos, que parecían sufrir más que estos. “Ya verás como cojáis el covid, lo que me voy a reír”, pensó la enfermera jefa.

-Jefa – Joaquín, uno de los enfermeros, la reclamaba. Y el otro policía de paisano, lo mismo. Y los de uniforme.

-Os tengo que dejar. Os rogaría que mantuvierais las distancias. Es por el resto de la gente y por los profesionales. Se que siendo del gremio lo comprenderéis – miró a Ana a los ojos que por un momento olvidó su dolor para cambiarlo por la sorpresa.

La policía que decía llamarse Carmen y Ana, se la quedaron mirando como si fuera una extraterrestre. La enfermera jefe sonrió encogiéndose de hombros y se dio media vuelta.

-Las normas son para cumplirlas – le dijo a Joaquín, que no le había dado tiempo a cerrar la boca de la sorpresa.

Jorge Rios.

Carmelo y Cape llegaron al hospital. Apenas pudieron saludar a la familia antes de que la enfermera jefe los echara con cajas destempladas. Carmelo fue a montarle un número, pero Cape le contuvo.

-Es su trabajo. La pandemia, ya sabes.

-Me cago en todos sus muertos. Eduardo está a vida o muerte. Joder. Es nuestro amigo. Es nuestra familia. Un poco de respeto. La puta pandemia de los cojones. Nos hemos olvidado del apoyo, del cariño, de tocarnos. Ana y Felipe lo están pasando de puta pena y no podemos estar con ellos. ¿Salimos al balcón a aplaudir? Valiente idiotez. O venga, traemos un par de cacerolas y damos la turrada con un buen cazón. No podemos abrazarlos, acompañarlos. Si lo queremos hacer nos tenemos que esconder en el cuarto de las fregonas, como unos delincuentes. Me cago en todos los muertos de la puta esa, joder.

-Con Jorge te tocas mucho y nadie te dice nada. – intentó bromear Cape.

-No me toques los cojones, me cago en todos tus muertos. Si Eduardo no nos hubiera conocido, no estaría así. Joder. Seguiría contento en la granja, con sus padres, con sus hermanas. Feliz con su vida. Yendo al bar a buscarme para hablarme de hombres. De ligues. ¡Que coño ha sacado de conocernos! ¿Morir a los veintiuno de un disparo que iba a alguno de nosotros? Le han disparado para hacernos daño, joder. Igual que Martín. Y encima no podemos estar en el hospital, joder, joder, joder.

Agarró la papelera que tenía al lado y la arrancó en un ataque de furia. La tiró lo más lejos que pudo. La gente que estaba alrededor se los quedó mirando. Para su sorpresa, no les mostraban asco o indignación. Solo veían comprensión. Y eso que notaron claramente que la gente los había reconocido. Normalmente un famoso con esos ataques de ira solían soliviantar a quien los presenciaba. Pero ese día era al contrario. La prueba de ello es que nadie grabó con su móvil la escena para luego mandarla al “Sálvame”.

-A mí me pasa lo mismo – les dijo una señora que se atrevió a acercarse a ellos. – Tengo a mi nieto ahí, y no puedo verlo. Dentro de un rato se asomará a la ventana y lo saludaré. Hablaremos un rato por teléfono viéndonos así.

Carmelo se la quedó mirando. Al principio lo hizo con odio, por haberse atrevido a hablarles. Luego fue cambiando la expresión y su humor.

-Me gustaría que me contara su historia. No está aquí nuestro amigo Jorge que es un gran escritor, seguro que hubiera hecho un bonito relato.

-Hacéis muy buena pareja – dijo la abuela fijando su mirada en Carmelo – Os vi posar en aquella alfombra roja en unos premios. En ese momento pensé que erais la mejor pareja del mundo.

-¿Y yo? – dijo Cape, simulando un enfado.

-Tú solo has sido siempre un hermano mayor. Os recuerdo hace quince años. Y ahora lo mismo.

-¿Nos recuerda hace quince años? – preguntó interesado Cape.

La mujer se sintió incómoda de repente. Carmelo le hizo un gesto a Cape para que no siguiera por ese camino. No era el momento.

-No le haga caso a mi… hermano. Cuénteme su historia, la de su nieto, y la grabo para que luego Jorge Rios escriba un relato.

-¿De verdad haría eso Jorge Rios? En casa le leemos todos. No le hacemos mucho gasto, porque solo compramos un libro pero le damos buen trote.

-Le encantan las historias. Tiene miles escritas.

-Pues ya las podía compartir. Que ya le vale. Un una novela en siete años. Saben, mi nieto aprendió a leer con unos cuentos en inglés. Es que mi yerno es americano. Y luego, hace unos meses, acabó de leer “Tirso”. Me dijo que era curioso, porque el mundo de los cuentos, estaba en “Tirso”.

-Pero era otro autor, abuela. Se habrán copiado. Jorge Rios habla muy bien el inglés. Le he escuchado entrevistas.

-Pero “Tirso” se había publicado antes. Lo miré. – concluyó la abuela.

Cape y Carmelo se miraron. Al final fue Cape quien preguntó.

-¿Y sabe el nombre del autor de los cuentos?

-Jack Mousse – dijo ella sin pensarlo.

-Y ahora será mejor que nos cuente esa historia – dijo rápidamente Carmelo para que la abuela no se quedara con el tema de los cuentos en inglés. – Y me da su número de teléfono para que podamos enviarle el relato.

-Casi, sabes, he pensado que es una tontería. Es una historia como las demás.

-Aún así, queremos escucharla.

La abuela los miró resignada.

-Os voy a aburrir.

-Así no distraemos. Tenemos a un amigo que le están operando. Está grave. No podemos hacer nada ni podemos estar con sus padres y hermanas.

La abuela se encogió de hombros y empezó a hablar.

Mi nieto se llama Henry, como su abuelo paterno. O eso me dijeron. No he podido comprobarlo. Ahora quiere cambiarse el nombre y el apellido y ponerse los míos. Yo le he dicho que lo piense, que luego a lo mejor cambia de parecer. Pero él está seguro. Pero no tengo la posibilidad de pagar a un abogado y que lleve ese tema. La enfermedad de mi nieto me ha dejado sin ahorros.

Sabéis, a mi la vida me dio otra oportunidad. Tuve dos hijos. Carlos y Laura. No lo hicimos bien con ellos. Mi marido siempre estaba trabajando. Y yo le ayudaba. Teníamos una empresa de confección. Yo diseñaba la ropa y mi marido se preocupaba de la fabricación. Los niños siempre fueron algo que debíamos tener, como buena familia de un cierto nivel. Mis padres y los suyos insistían. Los tuvimos.

Se criaron siempre con sirvientes. Ni siquiera les di de mamar. Con Carlos el mayor tuve un ama de cría. Con Laura ya había buenas leches en polvo. Eso fue un gran avance. Ahora se ha vuelto a lo de dar el pecho. Pero hubo un tiempo en que estaba hasta mal visto. Siempre he pensado que si les hubiera dado el pecho, hubiera establecido unos lazos con ellos que no se crearon. Aunque con mi nieto evidentemente no tuve esa oportunidad y si se crearon.

A Carlos lo perdí en un accidente. Iba borracho, como una cuba. Nuestra desgracia fue que atropelló a un hombre. Murió al instante. La familia hizo mucho ruido. No se lo reprocho. Era un hombre mayor que no tuvo ninguna oportunidad. Caminaba por dónde le correspondía y cruzaba la calle por el paso de cebra. Pero mi hijo estaba centrado en la carrera. Ganar era su máxima aspiración en la vida. Ganar al parchís, a la oca, al mus, al bridge, las carreras de sacos, las de bicis, las de coches.

Laura en cambio parecía que estaba bien encarrilada. Llegó a la universidad con un expediente casi perfecto. Y sacó la carrera de arquitectura sin tropiezos. Encontró trabajo en Londres en un estudio de renombre. Y conoció a Peter.

Peter era el yerno ideal. Guapo, educado, de buena familia, mucho dinero, buen trabajo. Se casaron rápido, sin invitar a nadie a la boda. Ni a los padres de Peter ni a nosotros. Coincidió con el accidente de Carlos, así que tampoco estábamos para muchas celebraciones. Tampoco nos pareció el mejor momento, precisamente por eso. Enseguida se quedó embarazada y nació Henry. Tampoco nos enteramos de eso.

Mi marido y yo dedicados a la empresa. Laura en Londres con su marido. Y un niño del que no sabíamos nada.

Nos hicieron una oferta por la empresa. Era de una filial de “El Corte Inglés”. Habíamos trabajado bastante para ellos. Nos compraban todo con la condición de que yo siguiera a cargo del departamento de diseño, incluso asumiendo el diseño de toda la parte de hombre de las marcas propias de “El Corte Inglés”. Pero para mi marido no había hueco.

A mi marido eso le hizo polvo. Decidimos vender, no nos podíamos permitir no hacerlo. Y la firma de la venta, fue lo último que hizo mi marido. Al cabo de una semana le dio un ataque al corazón. No soportó la falta de actividad, de responsabilidad. En realidad no soportó que yo siguiera yendo a trabajar todos los días con más responsabilidades que antes y él se quedara en casa, como un mueble inservible. Su amor propio no lo soportó. Intenté llamar a Laura para contarle. Pero no hubo forma de localizarla. Enterré a mi marido sola, rodeada de muchas personas, muchas, pero sola. Nunca me he sentido tal soledad que el día del entierro de mi marido. En el de mi hijo estaban él y Laura.

Me enfadé con mi hija. Tardó más de diez días en devolverme las llamadas. Y su respuesta fue un mensaje en el buzón de voz mandado a las 5 de la madrugada. Fue tan aséptico, tan… frío.

Pasó el tiempo. Me refugié todavía más en el trabajo. Al final acabé asumiendo el departamento de diseño de todas las marcas y de todas las líneas de la empresa.

Y un día, al cabo de cinco años de la muerte de mi marido, recibo una llamada cuando estaba en mi despacho. Era una mujer que me soltó a bocajarro:

I’m calling you from Bradford’s Childcare Department. We would like to know if you are taking care of your grandson, Herny Reno.

Le hice repetir y la mujer lo hizo pero de muy malos modos. Parecía que estuviera enfadada conmigo. Como si me odiara. Y yo no la conocía. Y me hablaba de algo que yo no tenía ni idea.

Movilicé a todos los servicios de la empresa que se me ocurrieron. Y unas semanas más tarde, me encontraba en una pequeña ciudad de Inglaterra en las puertas de una especie de casa de acogida. Yo iba rodeada de asistentes, de abogados, llevaba un séquito que ni los ministros. Y ahí me topé con Henry. Un muchacho malencarado, enfadado con el mundo, dispuesto a una mala pelea antes que a una buena conversación. Me recibió la mujer que me había llamado de tan malas formas. Al ver el despliegue de personal a mi alrededor, se le bajaron los humos. Eso me repugnó. Ella llamó a una abuela en España y por eso debía ser una muerta de hambre y que no merecía ningún respeto porque iba dejando tirados a sus nietos por ahí. Ni preguntó ni investigó: solo juzgó. Dejé a mi séquito que se ocupara del papeleo y de esa funcionaria y yo me fui a conocer a mi nieto, que hasta unos días antes no sabía que existía. Y resulta que ya tenía siete años.

Entré en la habitación donde jugaba solo. En realidad no jugaba, solo miraba por la ventana. Me miró con tal cara de desprecio, de odio, que de buena gana me hubiera dado la vuelta. Pero sus ojos me conquistaron. Era evidente que eran los ojos de Laura. Y a pesar de que el resto de su cuerpo solo mostraba odio, en sus ojos solo vi soledad. Miedo.

Me llamó puta, desgraciada, muerta de hambre, fea, vieja y otras lindezas que prefiero no decir. Las recuerdo, no os penséis. Así estuvo no menos de media hora. Escupía al hablar. Me llegaban pequeñas gotas de su saliva a cada insulto. Me había arrodillado enfrente de él. Estábamos a la misma altura. No dije nada. Solo lo miraba. A esos ojos que me recordaban a los de mi hija. Mi hija desaparecida con su marido. Aún no los he encontrado. Pero eso es otra historia.

Fue bajando el volumen de sus insultos. Yo le miraba y él me miraba a mí. Cuando parecía empezar a calmarse le sonreí. En un momento determinado, sus ojos empezaron a brillar. Empezó a llorar desconsolado. Gateé un poco para acercarme a él. Le puse la mano en la rodilla. Tuvo un primer impulso de retirarla. Al final no lo hizo. Di otro pequeño paso, de rodillas. Me empezaban a doler, pero no quise cambiar de posición. Cambié mi mano de sitio. En lugar de tocarle la rodilla, se la puse en la mejilla. Él seguía mirándome fijamente. Ya lloraba desconsolado. Abrí mis brazos y él se lanzó a abrazarme. Así estuvimos un buen rato.

Ese mismo día me lo traje a España. No hablaba ni palabra de español. Pero aprendió rápido. Ahora hablamos a ratos español a ratos en inglés a ratos en francés. Lo adopté. Legalmente es mi hijo, pero sigue siendo mi nieto y quiero que siga siéndolo. Fracasé con mis hijos, no quiero que pase lo mismo con él.

Luego llegó el cáncer, coincidiendo con esto del COVID. Y todo se ha hecho cuesta arriba. No puedo acompañarlo. Ahora ya estoy vacunada, espero que me dejen. Pero cada paso en ese sentido es tan complicado, tan tedioso… por eso suelo preferir que esté en casa. Eso cuesta mucho dinero. Pero al menos estoy con él. Aquí solo puedo verlo por la ventana.

Siempre ha leído los libros de Jorge Rios. Se siente identificado con muchos personajes. Ese amigo vuestro crea un ambiente de normalidad para los gays. Mi nieto lo es. Y no ha tenido problemas al respecto por eso precisamente.

Y esa es la historia.

Jorge Rios

-Que bonito – comentó Cape.

-Antes no os he dicho la verdad. En esa alfombra roja, cuando te acercaste al escritor y le cogiste la mano, el que se fijó fue él. Dijo algo así como “Me gustaría tener algún día alguien a mi lado que me quisiera como ellos se quieren”.

-El mundo os pide que seáis pareja, Carmelo. – bromeó Cape.

Carmelo miró al cielo pidiendo ayuda. Hubiera asesinado a Cape si no hubiera habido decenas de personas como testigos, unos cuantos policías entre ellos.

-Mira mi niño – dijo la abuela mirando a una ventana del hospital. En ella se había asomado un chico en pijama que saludaba con la mano con mucha energía.

-Hoy tiene un buen día. Mirad que fuerza tiene. Hasta sonríe.

Su teléfono empezó a sonar. El chico tenía el móvil ya en la oreja.

-Cariño, hoy te veo bien.

-Sí, son ellos. Me ha dicho el actor que el escritor va a escribir tu historia. Se la he contado.

-Vale, me saco un selfie con ellos. Pero cuéntame lo que has hecho.

La mujer puso la mano en el micrófono del teléfono.

-Me dice que le ha traído la enfermera la última novela de Jorge Rios y que precisamente se ha puesto a leerla esa mañana.

Poco a poco, la mujer se fue alejando de Carmelo y Cape.

Carmelo miró la hora en el teléfono. Era la hora en que tenía previsto emprender viaje, se lo habían comentado los escoltas. Habían pasado muchas cosas en las últimas horas. Podría haber retrasado la partida, pero Carmelo sabía que no era la idea de Cape. Sabía que si él se lo pidiera, o Jorge, él lo haría. Pero ninguno de los dos lo iban a hacer. Carmelo se levantó del banco y abrazó a Cape. No se dijeron nada. Simplemente se miraron a los ojos y se despidieron. Cape puso sus manos en el rostro de Carmelo y le dio un beso en los labios.

Cape se dio media vuelta y caminó decidido hacia el coche. Una parte de los escoltas le siguieron. Se montaron en dos de los coches y se fueron.

Carmelo cogió el teléfono y mandó un wasap a Jorge.

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“Se ha ido.”

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Jorge no tardó ni cinco segundos en llamarlo.

-Te escucho.

Y hablaron.

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Lo mismo que un día se reencontraron sin buscarse, hoy se separaron. Había sido un tiempo de recordar el pasado. De volver a sentirse cerca, protegiéndose el uno al otro. De irse conociendo de nuevo. Podían haber sido otra vez familia. Siempre cercanos. Siempre juntos.

Pero lo secretos del pasado ganaron la partida. Cape no los pudo soportar. Y decidió huir, como antes lo habían hecho sus padres. Se fue además guardando la mayor parte de las cosas que había descubierto. No quiso compartirlo con nadie, ni siquiera con Carmelo del que decía que era su otra mitad. Del que un día sin consultárselo, empezó a decir que era su marido.

Ese pasado les incumbía a los dos. Y también a Jorge. Y ni Jorge ni Carmelo, aunque tenían la certeza de que les ocultaba muchas cosas, tuvieron cuajo para obligarle a contarles. Era su decisión y decidieron ellos a su vez, respetarla.

Pero aún así, la partida dolía. Hay situaciones en las que necesitas el apoyo de todos los cercanos, y más si conocen los detalles del sufrimiento. Necesitas verdad, certezas, en lugar de incertidumbre. Necesitas respuestas, en lugar de preguntas. La partida de Cape hacía crecer de manera exponencial la incertidumbre y aumentaba en grado superlativo las preguntas pendientes de respuestas.

Jorge y Carmelo habían construido su relación con calma. Para un Carmelo que durante la mayor parte de su vida había sido un caballo desbocado, había constituido una transformación radical. Ya no sintió el impulso de vivir la vida a todo correr, ir de amante en amante para saciar su deseo de contacto. Para Jorge, acostumbrado a esconderse debajo del ala, como las avestruces, o como los niños pequeños que se tapan los ojos y creen que nadie les puede ver, porque ellos no lo pueden hacer, también había sido un gran cambio. Cada día levantaba más la vista del suelo. Cada día era más proclive a escuchar a la gente, sin que su mera presencia le incomodara, o incluso le asustara. Y esa transformación la habían vivido cada vez más cercanos, cada vez más juntos.

Jorge no era capaz de recordar el primer abrazo de verdad que se dieron. Uno de esos bien pegados y largos. Apretados. De verdad. Una vez se lo preguntó a Carmelo y éste tampoco supo responder. Tampoco era capaz de recordar ninguno de ellos cuando fue su primer beso en los labios. Cuando cambiaron de besarse como dos autómatas en las mejillas a hacerlo mostrando todos sus sentimientos y mirándose a los ojos. Nunca lo hablaron, nunca dijeron “Huy que nos hemos dado un pico” “Huy, que abrazo tan fuerte nos hemos dado”. “Huy, sabes que te he echado de menos”. “Huy, llámame”. Todo había sido una evolución natural de su relación. Lenta. Segura. Sin marcha atrás.

Cuando Carmelo le propuso que le acompañara a Francia para rodar la serie, Jorge apenas dudó. Sí, puso alguna pega al principio. Pero fue más por miedo a que Carmelo se lo hubiera pedido por pena o por compromiso. Por miedo a que fuera un obstáculo para que él desarrollara su trabajo y su vida social. Un estorbo, en definitiva. Era una tontería, porque otras veces no se lo había pedido. Así que en realidad, cuando lo hizo, estaba seguro del todo. Nunca ninguno de los dos, le había pedido hacer algo por compromiso. Así que aceptó para alegría de Carmelo.

En cuanto llegaron al hotel en que se iban a alojar en París, la cosa fue igual de natural. Llegaron los dos, ocuparon la suite que tenían reservada y aunque tenía dos habitaciones, los dos habían ido a la misma, los dos sacaron su equipaje y lo colgaron en los mismos armarios, incluso mezclando prendas del uno y del otro; y llenaron el mismo cajón con su ropa interior. Por la noche, uno ocupó el lado derecho de la cama y el otro el izquierdo. Se dieron las buenas noches con un beso y los buenos días con otro.

Algunos días leían en la cama. Normalmente Carmelo apoyaba la cabeza en el pecho de Jorge. Éste le rodeaba el cuello con su brazo derecho que luego agarraba el libro o la tablet. A veces comentaban alguna cosa de las que estaban leyendo cada uno. Carmelo sobre todo del guion de la serie. Cada noche llegaba un momento en que acababan los dos con el guion, leyéndolo los dos. Y luego, repasando el papel. Jorge le daba las réplicas, intentando ponerse en el papel, entonando las frases como si de verdad fuera a interpretar a esos personajes. Carmelo decía sus frases de varias formas. A veces discutían sobre cual de ellas era la más apropiada. Jorge se había leído todo el guion, o sea que conocía las vicisitudes por las que pasaba el personaje de Carmelo. Este tenía en cuenta los comentarios del escritor. Nunca antes le había pasado. Nunca antes había ensayado en casa con nadie.

Una mañana, al despertarse, se lo dijo. Jorge se sintió bien. Se sintió… importante. Era curioso, pensó, porque no había dado tanta importancia a que Carmelo anduviera desnudo por la habitación. Y a compartir baño. Ni incluso, cuando se retrasaban, ducharse a la vez. Pero ese detalle de que el actor multipremiado en muchos países, que cobraba una millonada por cada papel que hacía, que siempre se dejaba guiar por su instinto, de repente, escuchara las apreciaciones de él … eso era un tema distinto.

Un día, uno de ellos le llamó “cariño” al otro. Y el otro respondió sin sorprenderse. Otro día uno de ellos le llamó al otro “amor”, y el contrario respondió como si eso hubiera pasado desde siempre. Un día, Jorge se sentó en el regazo de Carmelo y se quedó dormido. Éste veló su sueño y le besaba de vez en cuando. Le acariciaba la cara. Le miraba. Cuando Jorge despertó de su siesta, le sonrió y le besó en los labios. Por la noche, Carmelo se sentó en el suelo, entre las piernas de Jorge, las rodeó cada una con uno de sus brazos. Y cerró los ojos. Jorge le empezó a acariciar la cabeza con las yemas de sus dedos, despacio. Carmelo puso una sonrisa satisfecha en sus labios. Así estuvieron horas, relajados. ¿Felices?

Otro día Carmelo estaba tumbado en el suelo, leyendo una de los relatos pendientes de publicar de Jorge. Éste estaba en la butaca, leyendo una novela de Alejandro Palomas. Carmelo levantó los pies desnudos y los apoyó sobre las piernas de Jorge. Éste, al cabo de unos minutos, dejó la lectura y empezó a darle un masaje en los pies. Jorge sonreía al escuchar el suave ronroneo de placer que emitía Carmelo, que había también dejado de leer y se dedicaba a disfrutar el masaje.

Volvieron a España. Y en apariencia cada uno volvió a sus costumbres, a su casa. Pero en el confinamiento, Carmelo apareció el primer día con dos maletas en la casa de Jorge. Entró con su propia llave que tenía desde hacía años y se fue directo al armario. Jorge acabó de ducharse y fue a darle un beso.

-¿Has desayunado? – le preguntó Carmelo.

-Me acabo de levantar.

-Cuelgo las americanas y lo preparo.

Jorge sonrió y se fue a vestir. Carmelo le llamó y el escritor volvió sobre sus pasos. Le dio otro beso.

-Ahora ya puedes ir a vestirte – le dijo poniendo cara de pilluelo.

No se separaron en esos meses. Salían a la calle a escondidas. Recibían a sus amigos también a escondidas. Iban los dos a reuniones o fiestas clandestinas. Daban de comer o merendar a los escoltas de Carmelo. Salían a la compra o la pedían por internet. Ninguno se extrañó de la deriva de su relación. Y tampoco lo hablaron.

Al acabar el confinamiento, Carmelo volvió a la casa de Cape. La llamaba así, porque nunca había acabado de sentirla como propia. Aunque pasaba más días en casa de Jorge que en la de Cape. Cada vez fue llevando más ropa. Cosas personales. Fotografías, cuadros, que Jorge se encargaba de colgar en las paredes o de ponerlas sobre las mesas. Cosas de su casa de Madrid antes de venderla y que nunca había sentido la necesidad de sacarlas del almacén donde las guardaba.

Ahora cada día decidirían si iban a su casa de Concejo o se quedaban en su casa de Madrid. Siempre juntos. Y buscarían las respuestas que sus amigos les estaban hurtando desde siempre. Juntos. Llorando con cada descubrimiento y apoyándose el uno en el otro.

Cape se había ido. Fue triste para Carmelo. No por esperado fue menos… traumático. Pero tenía a Jorge. Y en realidad se dio cuenta, que no necesitaba nada más. Durmieron abrazados y al levantarse, Carmelo volvió a sentirse bien.

-Amor ¿Qué quieres desayunar?

-¿Hay macedonia?

-No, pero la preparo en un momento.

-Nos duchamos y te ayudo.

Carmelo y Jorge fueron al cuarto de baño. Cuando estaban bajo la alcachofa, sintiendo el agua caliente cayendo sobre sus cuerpos, se miraron. Jorge fue el que dio el paso de besar a Carmelo con deseo. Éste le rodeó con sus brazos y le pegó a su cuerpo. Mientras se besaban, los dos se acariciaban suavemente. Y por primera vez, hicieron el amor. Un amor carnal. Porque los dos sabían que en realidad, llevaban haciendo el amor cada vez que hablaban, cada vez que se encontraban, desde el mismo momento de conocerse. Los dos lo sabían, aunque eso tampoco, lo dijeron en voz alta. Es una de las cosas que se decían solo con sus miradas.

Jorge Rios.