¿Tienes coartada?

Llamaron a la puerta.

Pablo dejó de sacar la ropa de la lavadora. Pensó en no ir a abrir «Seguro que es alguien vendiendo calcetines». Volvió a agacharse y sacar las camisas «Si no luego va a costar más plancharlas».

Volvieron a llamar, con insistencia.

Al final no tuvo más remedio que ir hacia la puerta. Miró por la mirilla y vio a un hombre joven con cara seria y que le enseñaba una placa que parecía de policía. Detrás de él había una mujer con cara de pocos amigos que también enseñaba lo que parecía una acreditación de policía. Se quedó sorprendido. ¿Qué querrían? Cogió las llaves que tenía en una mesita llena de fotos. Volvió a pensar que tenía que quitarlas algún día. Le estorbaban y no le decían nada. Eran recuerdos de sus padres, familiares que no merecían un sitio en la mesa en ninguna parte, cogiendo polvo que luego había que limpiar. Aunque él hacía tiempo que no se lo quitaba.

– ¿Sí? – preguntó  al abrir la puerta.

En ese momento se dio cuenta de que iba descalzo. Y fue consciente que no se había cortado las uñas. Menuda pinta debía tener con la ropa de estar en casa. El policía, porque así se identificó también de palabra, era atractivo. Y tenía unos ojos marrones que hipnotizaban. Se quedaron mirando unos instantes hasta que la mujer tomó la iniciativa y se coló en casa.

– Perdonen, estaba haciendo limpieza – y aprovechó para coger el pijama para lavar que había dejado en una butaca y que se le había olvidado meter en la lavadora «Ya sabía yo que me había dejado algo».

Les acomodó en el sofá y  se sentó enfrente de ellos. De repente se le ocurrió que a lo mejor era de buena educación ofrecerles algo.

– Perdonen estoy un poco despistado. ¿Quieren tomar algo?

La mujer se apresuró a decir que no, pero el hombre, poniendo una sonrisa que hacía juego con sus ojos dijo:

– Un café estaría bien. ¿No quieres tú uno, Carmen?

La aludida se lo quedó mirando y puso una cara próxima a la burla.

– Yo también sí. Estaría bien. Gracias.

– ¿Quieren leche?

– Si por favor. Unas gotitas de leche – dijo socarrona la tal Carmen.

Pablo se levantó y se fue a la cocina. Metió rápidamente los platos que había sucios sobre la encimera en la pila. Encendió la Nexpreso y metió una cápsula doble. Sacó una jarrita de cristal de una alacena que era evidente que hacía meses que no abría, por el polvo que tenía todo lo que había en ella. La limpió con un paño de cocina, la llenó de leche y la metió en el microondas. Sacó también una bandeja a juego con las tazas y platillos, que también limpió en un momento. Suspiró un poco agobiado por la situación. Pero ese hombre le había llamado la atención y no quería defraudarlo.

– ¿Te ayudo?

El policía se había acercado a la cocina y lo miraba sonriente en la puerta. No le pasó desapercibido a Pablo que el de los ojos hipnotizantes había cambiado el voseo por el tuteo.

– No, no hace falta – respondió Pablo algo incómodo «menos mal que he limpiado las tazas y la jarra antes de que llegara».

Pero el policía no le hizo caso. Escuchó el sonido del microondas anunciando que la leche ya estaba caliente. Fue a abrirlo. Sacó la jarrita sin casi fijarse en el interior, lo cual tranquilizó a Pablo que recordó que se le había olvidado limpiarlo el día anterior cuando la salsa de tomate del bonito saltó y lo dejó todo perdido.

Pablo puso las tazas en los platillos con el café humeante  y el policía dejó la leche en una esquina.

– Ya lo llevo yo, no te preocupes.

Y cogió la bandeja y la llevó al salón. Pablo disimuló limpiando un poco al soporte de la cafetera. Y fue detrás de él. No pudo evitar fijarse en su cuerpo, en el movimiento de su culo al andar, en los muslos apretados; y no pudo dejar de reconocer que estaba bueno el jodido.

La tal Carmen estaba sentándose. Pablo miró hacia el mueble que había en la pared de enfrente y comprobó que la policía había estado curioseando las fotos y los adornos que estaban cuidadosamente colocados delante de los libros.   Incluso se dio cuenta de que había ojeado alguno de los libros.

-Pues ustedes dirán.

-Estamos investigando la muerte de su vecina.

Pablo echó hacia atrás la cabeza, sorprendido. No sabía nada de que hubiera muerto una vecina.

-Sí, Doña … – La tal Carmen hizo como que miraba su libreta para buscar su nombre – Elisa Peñalva.

-Si les digo la verdad, no sé quién es.

-La vecina de abajo. Justo debajo.

-María… – dijo Pablo dejando el nombre en el aire – No lo sabía – dijo al final acabando la frase.

-Elisa.

-Yo la conocía como María.

-María es su hermana.

-¿Tenía una hermana? No lo sabía. ¿Y vivía aquí? – preguntó incrédulo. – Nunca la he visto. O eso creo.

El policía le tendió su móvil para enseñarle una foto de la fallecida.

Pablo puso su mejor cara de tonto. No conocía a esa señora y la verdad, si eran hermanas, lo serían de padres distintos. No se parecían en nada.

-¿Y dicen que vivía aquí?

-Al menos murió aquí ayer noche – dijo el policía.

-No me he quedado con su nombre – preguntó Pablo dirigiéndose al hombre.

-Kevin – contestó éste iluminando de nuevo su rostro con una sonrisa maravillosa que derritió las neuronas de Pablo y provocó algunas otras reacciones en partes de su cuerpo.

-Kevin, que nombre tan bonito – dijo impulsivamente el anfitrión.

-Bueno – Carmen cortó en seco el momento mágico que parecía instalarse de nuevo entre  los dos hombres – Entonces no la conoce – y cogió la taza para tomar un sorbo de café. «Qué bueno está este café».

-Siento no poder ayudarles.

-Tratémonos de tú, por favor – dijo Kevin otra vez poniendo su sonrisa embriagadora.

-Eso, eso, que ligar de usted está anticuado – le susurró a su compañero al oído.- Se lo tenemos que preguntar, es el protocolo. Para situar a los vecinos en el momento de la muerte. – Dijo levantando el volumen de la voz – ¿Dónde esta.. bas ayer?

-¿Ayer? – Pablo se quedó pensando – Pues fui a trabajar a las nueve de la mañana, volví a las cinco, comí y me eché la siesta. Fue una siesta larga, había dormido mal la noche anterior. Y luego vi algo la tele, una serie de policías francesa que me entretiene. Y luego me puse con el ordenador a ver un poco de porno.

Los policías se quedaron sorprendidos por la respuesta tan sincera.

-¿Te han dicho que hay un actor porno americano que se parece a ti? – le preguntó a bocajarro al policía.

Su compañera soltó una carcajada mientras le daba un golpe en la espalda. Kevin se sonrió, porque no era la primera vez que se lo decía alguien. Y ya tenía la salida preparada.

-Espero que ese actor tenga un miembro grande. Así seremos verdaderamente parecidos.

A lo cual Carmen y Pablo rieron juntos, mientras Kevin ponía su mejor cara de niño bueno.

-Apunta aquí tu teléfono – Kevin le tendió su móvil de nuevo – Por si necesitamos hacerte alguna pregunta más.

Su compañera se sonreía mientras movía la cabeza de lado a lado. Pablo acató la petición y escribió su número de teléfono.

-Pon tú el nombre que quieras.

Kevin recogió su teléfono y escribió «Pablo admirador porno» como nombre del contacto. Carmen que lo vio volvió a menear la cabeza sonriéndose.

-Nos imaginamos que no hay nadie que confirme tu coartada – preguntó la mujer casi levantándose del sofá.

-El historial de mi navegador. Y el historial de visionados de Movistar+. Lamentablemente suelo ver el porno solo.

Ahora era Pablo el que puso su mejor cara socarrona dirigida exclusivamente a Kevin.

-No te molestamos más. Seguro que alguna pregunta más se nos ocurrirá.  ¿Nos abrirás la puerta si volvemos? – pregunta capciosa, como no, proveniente de Carmen.

-Incluso quitaré el polvo para la próxima vez.

Esta vez fueron Pablo y Carmen quienes se mantuvieron la mirada. Ésta acabó con otra carcajada. Era claro que la habían pillado. Había subestimado a su testigo.

Los policías se levantaron, no sin antes de apurar el café.

-Estaba muy bueno, el café digo – afirmó Kevin. Pablo entendió perfectamente que Kevin en realidad no se refería al café. Eso le alegró.

Pablo les acompañó a la puerta. Se despidieron con un apretón de manos, aunque Pablo hubiera preferido un par de besos. Les siguió con la vista mientras iban al otro lado del descansillo para seguir con sus indagaciones. Lo último que vio antes de cerrar la puerta es a Kevin girándose ligeramente y guiñándole el ojo.

Pablo cerró la puerta y volvió a echar la llave. Era su seguro para no olvidárselas cuando salía de casa. Se apoyó en la puerta un momento para cerrar los ojos y soñar con la siguiente visita de Kevin. Por si acaso, fue al mueble de los productos de limpieza y sacó el Pronto y una bayeta. Y comenzó a quitar el polvo de toda la casa. Tendría que poner otra lavadora con las sábanas y las toallas. Y con el pijama olvidado en el salón. Tenía mucho trabajo.

eché una siesta larga…

Déjame tocarte.

Miró un momento por la ventana antes de sentarse en la butaca. Miró pero no vio nada. Cerró los ojos un momento para coger aire y suspiró.

Ya en la butaca, buscó una manta ligera para echársela por encima. La casa estaba fresca. Puso los pies sobre otra butaca que había puesto de medio lado y entrelazó sus dedos sobre su regazo.
Volvió a suspirar.
Miró un segundo el reloj: solo media hora de paz antes de volver al rugido de la vida, para escapar de las desdichas de un mundo que andaba cojo hacía años, y que no parecía recuperar el resuello. Cansado de luchar contra los elementos, cansado de bregar con las desdichas que asolaban una y otra vez su mente, cuando descansaba.
Volvió a suspirar.
Buscaba un sueño reparador. Corto, pero imprescindible para seguir la vida. Pero sin buscarlo, en su imaginario, aparecieron unas curvas turbadoras. Eran las de un cuerpo estimulante, pero sin cuerpo y sin alma. Sintió un escalofrío provocado por la turgencia de esa piel sin tacto. De ese calor sin temperatura. Sus dedos sentían, aunque seguían entrelazados en su regazo, quietos, apretados. Sintió el sabor de su boca, en la suya, cerrada, apretada. Sintió la humedad de su saliva en sus pezones. Sintió un mordisco en uno de sus muslos, sin saber a ciencia cierta cual de ellos.
Abrió los ojos y miró a su alrededor. Miró hacia la ventana que le había servido hacía unos minutos de mirador. No vio nada, salvo unas nubes negras que habían oscurecido el mediodía.
Quiso despegarse del desasosiego de ese cuerpo invisible, pero perceptible. Quiso pensar que lo había conseguido y cerró de nuevo sus ojos, buscando paz y serenidad. Pero apenas habían pasado unos segundos y volvió a advertir que sus manos recorrían de nuevo, las curvas de ese cuerpo inexistente: los muslos, los tobillos, los hombros, el pecho; los labios, la nariz, el culo, sus orejas. Volvió a sentir el calor de esa piel, su mirada posada en la suya, unos ojos azules, o verdes, o marrones, vete tú a saber, que lo taladraban con amor y deseo.
¿Deseo? ¿Amor?
Sintió su cuerpo palpitar. Desapareció la modorra y la desesperanza cubrió su ánimo.
– ¿Dónde estás? – preguntó.
– ¿Cómo te llamas? – preguntó.
– ¿Cómo es tu cuerpo? – preguntó.
– ¡Déjame verte! – pidió.
– Por favor – suplicó.
– ¡Déjame tocarte! – pidió.
– ¡Déjame besarte! – pidió.
– Por favor.
– ¿Dónde estás? – reiteró.
Estuvo atento, expectante, pero no recibió respuesta.
El tiempo había pasado. Se levantó cansinamente camino de sus zapatos, de su abrigo. Fue al servicio y cogió un peine. Lo utilizó sin mirarse, de memoria. Por no ver su amargura, su tristeza.
Suspiró.
Cogió su bandolera y salió de casa.
El cielo estaba negro. Las primeras gotas se estampaban contra el suelo. Se subió el cuello del abrigo, escondió la cabeza todo lo que pudo, y se lanzó a vivir. Esa tarde, la vida sería más llevadera que el imaginario que ese día le había tocado sentir.
Era un consuelo. O no. Era lo que había.

La última foto juntos.

Fue la última excursión que hicieron juntos. A Raúl se le ocurrió que podían hacer algo extraordinario. Para tener un recuerdo de su amistad. Se olían que tardarían en juntarse todos otra vez.

– ¿Y si nos sacamos una foto en gayumbos?

Y dijeron que sí. A todos les pareció muy divertido.

– ¿Y si después nos sacamos la foto desnudos? – apuntó Dani.

Al principio a algunos les dio corte. A parte que hacía un poco de frío. Aunque Dani apuntaló:

– Por quitarnos los calzoncillos, no vamos a pasar mucho más frío.

Guillermo y Ramón, que eran los más reacios, no tuvieron excusa. Así que, dijeron que sí.

– Pensad que en mucho tiempo no nos volveremos a reunir – recordó Emilio, el más callado. Él era el que más echaría de menos a sus amigos.

Al final quedaron en que serían tres fotos: vestidos, en calzoncillos y desnudos. Con el valle a la espalda. Contentos, felices.

Solo quedaba buscar a alguien que las hicieras.

En eso tuvieron suerte, porque al poco, mientras pensaban en cómo dejar la cámara en una roca y poner el retardador, apareció por allí un pastor con su perro y sus ovejas. Dani, el más lanzado, corrió a pedírselo. El pastor accedió sin ningún problema. Aunque cuando para la tercera foto, les vio desnudarse completamente, aunque no dijo nada, pensó eso de «esta juventud, está loca».

Al volver a casa, Dani recogió su equipaje y puso rumbo a París, para seguir estudiando. Guillermo emprendió viaje a Madrid para trabajar al cabo de un par de días. Raúl tardo casi un mes en irse a Argentina, para ayudar a unos familiares que vivían allí. Emilio se quedó en casa, cuidando a su padre, que por entonces luchaba con un cáncer. Y Ramón que nunca se había ido, siguió trabajando con sus padres en el taller de artesanía y artes plásticas que tenían.

Seguían en contacto, pero estar juntos, como en esa excursión y como casi todos los días hasta ese momento, no lo hicieron nunca. Pero cada uno de ellos, mirando la foto, volvió a sentir esa camaradería que les unió durante casi veinte años. Y eso era algo, que en los momentos de tristeza, lograba levantarles el ánimo.

Miro dentro de sus ojos…

En ese momento me acerco más a Diego. Quiero besarle. No puedo retrasar más el momento. Me voy acercando más y más. Estiro los labios, no cierro los ojos, quiero ver los suyos. Me encuentro con los suyos. Están resecos. No te preocupes – pienso – ahora te los humedezco. Y lo hago. Lentamente, saco la lengua. Abrazo su labio superior con los míos. Paso la lengua por él. Saca su lengua a encontrarse con la mía. Las juntamos. Moja su lengua en la mía. Parece que tiene sed. La doy de beber. Creo que lo agradece. Sonríe. Sonrío. Me incorporo un poco. Tengo mejor perspectiva así de sus ojos. Miro dentro. Me gusta lo que veo. Me quiere. Me quiere. Vuelvo a bajar. Me toca dar de beber al labio de abajo. Lo abarco con los míos. Paso muy lentamente la lengua por él. Otra vez sale envidiosa su lengua al encuentro. Quiere más agua. Quiere mi saliva. Se la doy. Le quiero. No lo puedo evitar. Me incorporo. Vuelvo a mirar dentro de sus ojos. Sonrío. Me sonríe. Mira también a través de mis ojos. Creo que lo que ve, le gusta tanto como lo que veo yo en los suyos.

Navidad 2016. «Una moneda en un sombrero.»

Es una buena metáfora.

Una niña pone una moneda en el sombrero de un músico que toca en la calle. Es una pequeña acción. Pero mirad lo que desencadena.

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Es una gran metáfora de la vida. Tú haces una pequeña buena acción, y eso puede desencadenar miles de buenas cosas. Tú sonríes, y eso puede originar miles, millones de sonrisas. Tú escribes una historia, aunque solo la lea una persona, si a esa persona le llega, puede producir reacciones inconmensurables.

O si haces una foto bonita.

O si pones una canción dulce. Aunque parezca que nadie la escucha, que nadie la ve.