Una buena mañana para correr (68).

Era uno de estos días en los que llovía azúcar glas. Todo eran emociones, lágrimas, besos, abrazos y otros roces varios, “amores”, cariños… Jaime con su amor reencontrado, empalagosos los dos hasta decir basta. Raúl con su hermano, Carlos con Diego. Diego debería tener ya a estas horas una costra de azúcar como segunda piel. Y el tío capullo se quería tirar desde un tejado… “no me quiere nadie” “nadie me entiende” “no quiero que sufran por mí”… y no tiene más que gente a su alrededor que le quiere, y encima se lo dice. Joan alucinaba. Raúl su segunda piel. Su madre que respiraba al son que marcaba el ánimo de su hijo mayor. Sus hermanos pequeños, unos diablos, pero divertidos y sobones como pocos… El padrastro que se podría presentar a cualquier concurso del padre del año.

Y el otro tío capullo, Carlos… la madre que lo parió lo que había cambiado en una semana. De ser un tío de “culo veo, culo quiero, culo follo y ¡Hasta luego!” a poner esa mirada de cordero degollado mientras mira al “gordo ese” como le llamaba hasta hacía apenas unas horas. “El gordo ese”… y ahora de derretía por sus michelines.

Joan se sonreía pensando todas estas cosas, mientras descansaba tirado en el sofá de su salón. Miraba al techo, con las piernas cruzadas sobre uno de los apoya brazos del sillón, y la cabeza reposando sobre el otro. Una copa de Brandy en la mesa central, y su mente repasando todas las imágenes del día.

Todos los demás se habían ido al cine. Pero Joan estaba agotado y se había disculpado. Esa era la disculpa oficial, pero en realidad, todo esas demostraciones exuberantes de amor por doquier, habían conseguido que se sintiera mal, descolocado, desubicado, el bicho raro. Porque él era la oveja descarriada, o se sentía así, al menos. Era el que, curioso, no tenía a nadie que le dijera “te quiero”. El que había tenido que adoptar el papel de consejero, y el que se amargaba viendo a todos felices, con palabras de cariño en sus labios y en sus oídos, permanentemente. Él, que había vivido con Ignacio una historia de amor de novela.

En esos días Joan se preguntaba con demasiada frecuencia si en realidad era capaz de querer de verdad. Una noche se le ocurrió pensar en que a lo mejor, su historia con Ignacio había sido posible gracias a que aquél tomó la iniciativa, y le enseñó a ser cariñoso con él, a preocuparse… pero las clases habían acabado demasiado pronto como para que esas facultades arraigaran en él de manera definitiva.

Se arrepentía ahora de no haber dicho que sí a Ignacio, cuando le propuso adoptar un niño. Ahora sentiría ese cariño del que estaba huérfano. Ahora sería el padre de un par de chicos que le adorarían, seguramente. Y él a ellos. Y puede que no necesitara buscar desesperadamente un hombre al que amar. O al que follar. Ya no estaba seguro de no confundir esos sentimientos. Se arrepintió de inmediato de esos pensamientos. No se podía adoptar a nadie con la esperanza de estar menos solo, de recibir cariño. ¿O sí? Quizás fuera un intercambio natural. Cada parte aporta lo que tiene, y recibe lo que necesita. Y a lo mejor, las dos partes dejan de sufrir y se sienten mejor.

Se levantó y sin haberlo pensado, inconscientemente, se fue a la habitación “secreta”. El teléfono estaba sobre la mesa, orgulloso, rutilante, llamando su atención. No sabía ya a ciencia cierta las veces que había cogido ese móvil y lo había vuelto a dejar en la mesa. De hecho a veces se sorprendía de llevarlo encima, y otras de no encontrarlo. Esta vez su cabeza había apuntado bien el último camino que había hecho el aparato.

Se sentó en el sillón que había delante de la mesa en la que reinaba el móvil. Se quedó mirándolo inclinado hacia delante. Cualquiera que observara la escena, pensaría que Joan iba a manipular alguna clase de explosivo y necesitara concentrarse y contener sus movimientos, incluso su respiración. Pasó repetidamente sus manos por las perneras de sus pantalones para secarse el sudor.

Al final, sin pretenderlo, sin ser nuevamente consciente de haber tomado la decisión, lo encendió, y fue directo a la carpeta de mensajes. Abrió el buzón… allí estaban los sms de estos últimos días. Eran casi todos de publicidad. Un par de ellos, de hacía unos días, de Juan Carlos, el “casero ideal”, como lo había empezado a llamar de coña Diego. “El casero ideal” le amenazaba de muerte, o cuando menos, con partirle las piernas. Y también había un par de mensajes de Alberto. Alberto, uno de sus mejores clientes de antaño.

Me pareció verte el otro día en el hospital. Estabas guapísimo. Te he echado de menos, Flip. Me gustaría verte de nuevo. Tú pones las condiciones. Ningún otro chico me ha hecho sentir tan feliz como tú”. Alberto.

Joan suspiró. Se recostó y cerró los ojos.

Abrió el siguiente mensaje.

espero que no me hayas olvidado”.

Volvió a recostarse.

Alberto reservó una habitación en un hotel de lujo. Era la segunda o tercera vez que lo contrataba. Luego, cuando vio la película de Pretty Woman, se sintió un poco Julia Roberts. El baño de espuma, la ropa, el cenar en un restaurante de lujo, antes también un corte de pelo, una depilación del pecho y del culo, mucha crema hidratante, un masaje. En la habitación le hacía pasearse desnudo.

Ese fin de semana, la primera noche, después de todo este acicalamiento, y de la cena en un reservado de uno de los mejores restaurantes de Barcelona, Alberto, después de mirarlo mientras se desnudaba lentamente, lo cogió de la mano, y lo llevó lentamente hacia el salón de la suite. Hizo que se tumbara sobre la mesa. Le cerró los ojos suavemente con sus dedos, y le fue recitando unos versos en murmullos. Joan no recordaba esos versos, ni siquiera los entendió en ese momento, de tan bajo que se los recitó. Pero sonaban bien; consiguieron que se olvidara de todo, de su vida, de Alberto, de la miseria que le esperaba al lunes siguiente, de la soledad, del abandono, de la desesperación de no tener nada que hacer, ni nadie con quien hacer nada.

Esa noche, Alberto le dio el primer beso en el cuello. Fue a abrir los ojos, y a decir algo, pero aquel puso un dedo en los labios de Joan, y éste calló, y volvió a lanzarse al abismo de la incertidumbre, que era a lo que le empujaba la oscuridad de los ojos cerrados. Por un momento, recuerda Joan, pasó por su mente que Alberto fuera un asesino, y le fuera a matar. Pero no sintió miedo. Al revés, se sintió más tranquilo que en cualquier momento de su pasado más cercano. Quizás era lo que deseaba, morir. Quizás esa fuera la solución en aquel momento.

En realidad, hasta esa noche, no podía decir que conocía a “ese señor, de unos sesenta años, con barba blanca”, como lo describían entre los chaperos. Ninguno con los que había estado, podían decir nada malo de él. Lo único que comentaban es que era “rarito”. O sea, que no le gustaba follar así a lo bestia, o a lo menos bestia tampoco. Le gustaban los juegos. Y eso era raro. Tampoco podían decir mucho los otros chicos, porque en general no había repetido con ninguno de ellos. Joan era un privilegiado en porque ese fin de semana con él, iba a ser su tercera vez. Solo eso ya le hizo sentirse especial.

El segundo beso se lo dio en el ombligo. Notó como posó suavemente sus labios sobre su piel. Como al cabo de unos instantes de notarlos, la lengua también la tocó, y como esa humedad, y un suave movimiento de ésta, le produjo sin poder evitarlo, un estremecimiento de placer por todo el cuerpo. Estuvo tentado de abrir los ojos, pero se contuvo a tiempo.

Le fue besando suavemente cada parte de su cuerpo. Alberto no parecía tener prisa, y Joan se dejó hacer. Hubo un momento en que creyó que debía hacer algo para que Alberto disfrutara, que al fin y al cabo era el cliente quien le estaba dando placer, y debía ser al revés. Pero aunque se le pasaron por la cabeza diferentes formas al final Joan concluyó que debía dejarle a él que hiciera lo que quisiera. Porque en el fondo, él notaba que Alberto parecía disfrutar con el juego. “Y al fin y al cabo, está haciendo todo a su puta bola”.

Su miembro acabó duro, mirando al techo. Joan lo sentía palpitar sin control, sobre todo cuando Alberto besó la parte interior de sus muslos. Y cuando lo hizo en una cicatriz que tenía en un lateral de la pierna. Por un momento pensó que sería capaz de eyacular sin que nadie tocara su pene. Lo había oído a alguno de los chicos, pero siempre hablando de otros. Algún cliente parecía obsesionado por eso, y siempre contaban historias de alguien que lo había hecho, sobre todo cuando el cliente les había penetrado duramente. Pero ninguno de ellos lo había conseguido, ni conocía a nadie que lo hubiera hecho.

Pero esa noche, Joan pensó que podría ser cierto, y no una leyenda urbana. El placer que sentía por todo el cuerpo era algo extraordinario, distinto a todo. Era como si fuera un orgasmo lento y repartido por cada célula de su organismo. Nada que ver con una “simple” eyaculación, por mucho que ésta fuera gloriosa.

En un momento dado, notó como el beso que le dio su cliente, era justo en la cabeza de su miembro. Con sus labios abarcó su cabeza, le bajó suavemente un poco más la piel con sus dedos, también húmedos, y notó como puso su lengua sobre la punta, suavemente. Ahí sí, sin apenas nada más, sin que hiciera ninguno de ellos movimiento alguno, y aunque al principio Joan intentó controlarlo, tuvo el mejor orgasmo de su vida. Ese placer distribuido por sus piernas, por sus brazos, por el pecho, por su miembro, por la nuca… fue creciendo, tensó todos los músculos del cuerpo, y sin poder evitarlo, levantó un poco su cuerpo, curvándolo hacia arriba, y explotó. Alberto se apartó, y quitó su boca. Joan jadeaba… notaba los golpes de su miembro con cada píldora de semen que expulsaba a velocidad de vértigo.

Cayó rendido sobre la mesa. Quería retener en su cabeza, y en cada parte de su escuálido cuerpo, el éxtasis que acababa de vivir. Ya no tenía ese hormigueo repartido por sus piernas, por su pecho, en su cuero cabelludo; lo había sustituido una sensación de placidez extrema. En ese momento tenía una percepción distinta sobre todo lo que le rodeaba, sobre todas las cosas, sobre su vida, sobre él mismo. Quizás sí mereciera la pena, después de todo, vivir.

Joan se levantó de la silla y se paseó por la habitación. Se había empalmado rememorando esa situación. Valoró el hacerse una paja, incluso el intentar repetir esa escena, cambiando los besos de su cliente, por sus manos. No sería lo mismo, seguro, pero al menos a lo mejor curaba su ansiedad, y le daba algunas claves para afrontar su vida, la cual parecía derrumbarse, al menos en el aspecto emocional.

De repente tomó una decisión.

Cogió el teléfono.

Marcó.

– Alberto, soy Flip.

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Historia completa seguida.

Historia por capítulos.