Navidad 2014: Dido (II)

Dido está hecho un lío.

Navidad: Dido.

——

Lo llamó varias veces. Y le escribió otras tantas.

Después de la cena y de estar un rato con la familia, con su tío Jaime especialmente pesado, después de haberse llenado el buche como si no hubiera comido en quince días, y con la tía Enriqueta muy graciosa, el cava se le subía enseguida, intentó llamar a Peter por primera vez. Pero el teléfono estaba apagado.

Le mandó un wasap, pero parecía que tampoco lo leía.

Salió de casa “solo a dar una vuelta, mamá, no seas pesada”. Fue a los sitios que sabía le gustaban. A la Quinta, por los botellones, pero no estaba y nadie lo había visto; a “La Rua” por lo de tomar una copa de tranqui, tampoco estaba; al local con los colegas, pero no había nadie.

Se encontró con unos compañeros de la universidad, que le dijeron de irse a la casa de uno de ellos, a montar el belén, pero la verdad es que no le apetecía mamarse esa noche.

Y a lo mejor no era una mala solución. Así dejaba de dar vueltas a lo que hacer con Peter. Porque antes de la cena estaba decidido a ver que pasaba, “guay”, pero según pasaba el tiempo…

Decidió volver a casa. Caminaba despacio, sin dejarse ninguna baldosa de la acera. Valoraba lo que debía hacer. Ya no estaba tan seguro de que fuera una buena idea. No estaba tan convencido de que Peter fuera una opción para tener un rollo con él. Ni Peter ni ningún otro chico.

No, no le gustaban los chicos.

No, no le gustaba Peter. Decididamente, no. “Es un colega y bien, pero no más”.

Miró el wasap que le había mandado, por ver lo que le decía. Le asustaba que se hubiera comprometido en algo por escrito. Pero no le decía nada más que “tenemos que hablar, dime y quedamos”. “Ya he acabado la cena, que rollo. Donde estás?”

Pensó en mandarle otro wasap. Acarició las teclas y pensó en qué decirle.

“Tranki, me abro. Toy mamao.”

No le gustó.

Se le ocurrió que a lo mejor le había pasado algo.

“tas bien?”

Ese si lo mandó. Pero no estaba conectado. “¿Le habrá pasado algo?”.

Casi había llegado a casa, cuando se le ocurrió pasar por delante de la de Peter, por si lo veía por casualidad. Era una tontería, porque si hubiera salido, hubiera ido a los sitios de costumbre y con el móvil en línea.

Estará con la familia, su madre se habrá puesto en plan sargento y no le habrá dejado salir. “Apaga el móvil, que estamos aquí todos”. Seguro. Su madre también se lo decía a veces. Le enfadaba mucho que estuviera contestando wasaps mientras comían.

Dio la vuelta a la esquina de la calle de Peter. Miró hacia su casa y vio luz. “Están ahí todos, fijo”. Fue a darse la vuelta e irse para casa. Por un momento se le pasó por la cabeza el subir y llamar a la puerta, como Peter en la suya hacía unas horas. Pero le dio vergüenza. Era ya muy tarde. Casi las 2 y media. Su madre seguro que le miraría seria “estas no son horas de llamar, Dido”. “Ya es que tenía una necesidad de hablar con Peter” “Pues no es hora. Mañana le mandas un mensaje de esos”. “Es que tiene el móvil apagado”. “Y bien apagado está, Dido; hasta mañana”.

Sin darse cuenta, llegó al portal. Dudó un rato sobre si llamar al portero automático. Dio dos pasos adelante pero no tuvo empuje para dar los dos siguientes. Se dio la vuelta y se alejó.

Pero al llegar a la esquina volvió a cambiar de opinión. “Debo dejar terminado el tema; no puedo seguir así y que se haga ideas tontas”. “No me gusta y punto”. “No soy marica”.

Anduvo decidido hacia el portal. Tan decidido que no vio que salían de él los padres de Peter.

– Hombre Dido, Feliz Navidad.

Su padre se acercó a darle un apretón de manos.

– Feliz Navidad cariño – su madre que le plantó dos besos. – Sube si quieres, Peter está en casa solo. No ha querido venir a tomar algo con nosotros. Nos ha apetecido así de repente, – mirada cómplice a su marido – se han ido todos pronto y nos hemos decidido.

– No aburras a Dido. No tienes que justificarte. Sube, que se alegrará de verte. Hoy parecía un poco mustio.

– Le estaba explicando …

Siguieron un rato los dos con ese intercambio de opiniones. A Dido se le ocurrió la idea de que estaban los dos un poco “pallá, las burbujas, fijo”.

– Sube, que te vas a quedar helado.

El padre de Peter zanjó así la cuestión. Cogió a su mujer del brazo y la arrastró calle arriba.

– Adiós Dido. – se despidió Rosa sin apenas girarse – No corras tanto que me llevas en volandas. – le recriminó a su marido.

Dido les vio perderse cuando giraron por el mismo camino que había utilizado él para llegar. Y después de no verlos ya, estuvo quieto un rato más. Le daba la sensación de que sus piernas se habían desconectado, que si intentaba acercarse al portal, no le harían caso. Tenía como un nudo en la garganta. El corazón le palpitaba más que si hubiera corrido la San Silvestre y estuviera llegando a la meta después de esprintar. No lo traslucía en sus gestos, cualquiera que lo viera pensaría que estaba esperando a alguien lo más tranquilo del mundo.

Ahora que lo habían visto los padres de Peter, debía llamar. Probó a llamar de nuevo al móvil, pero seguía apagado. Lo metió en el bolsillo con un poco de fastidio. “Peter, que gracias y tal, pero que no soy marica, joder, y que no es por nada, pero me caes bien, lo sabes, pero no puede ser”. “Joder, joder, que pensaría la peña, el Peter y el Dido de novios”. “Al Fernando le da algo, si no nos parte la boca, por maricas”.

Empezó a mover el pie con nerviosismo. Por mucho que se repetía esa solución, no le acababa de tranquilizar. Buscaba eso, que lo que se imaginaba que le iba a decir, le relajara. Y no, seguía teniendo ese nudo en la garganta, esa cosa que se movía dentro de él, por el estómago, por los pulmones, por los brazos que temblaban un poco, como la pierna, que era imposible calmarla y repiqueteaba en el suelo contínuamente. Y el puto corazón que no dejaba de bombear sangre como un descosido.

“Pero me cae bien, y me ha regalado lo que quería. Eso es que se fija en lo que digo. Y el caso es que estoy a gusto con él”.

“Pero no, a mi no me gustan los tíos, joder. ¿Yo marica? No, no, no.”

– No.

De repente, su madre se apareció en su imaginario. Era extraño el comportamiento que había tenido desde la aparición de Peter en la puerta de casa esa noche. “Todo está bien” “Todo está bien” “Todo está bien” “Todo está bien” “Todo está bien” “Todo está bien”.

– ¿Qué está bien mamá? – se preguntó en voz alta. “¿Y si ella se imagina algo? Eso sí sería un palo. Yo no soy marica, cómo he de decirlo”.

Todo eso le estaba sacando de quicio. Cada vez estaba más inquieto.

– A la mierda con todo!

Anduvo con grandes zancadas los pocos metros que le separaban del portal. Buscó el botón del 3ºD. Pulsó. Una, dos, tres cuatro veces.

– ¡Quien!

Era Peter. Y parecía enfadado. A lo mejor había pulsado el botón demasiado.

– ¡Quién es joder, como baje al puto bromista le parto las piernas! ¡Hijos de puta!

Se quedó callado. No se atrevió a abrir la boca. “Pero hostias, antes no era así; le hubiera chillado más fuerte; ¿Qué me pasa?”

– ¡Qué os den por el puto culo!

Peter colgó el telefonillo.

Dido respiró profundo. Sin saber por qué, le vino a la cabeza esa vez, en el chamizo, viendo al Madrid. Ese primer día que Peter se le insinuó. Y como le puso de excitado. “No, no, no, Dido. Ni se te ocurra empalmarte, que con estos pantalones se marca la hostia”.

“¿Cómo sería que le tocara un hombre? ¿Cómo sería que le acariciara Peter? “¡No, no, Dido! ¿Cómo sería estar los dos pegados sintiendo sus miembros duros, pegados? ¡No, no, Dido!”.

– A la mierda con todo.

Se giró y volvió a pulsar. Uno, dos, tres, cuatro. Más largos que los primeros.

– ¡Voy a bajar y os parto el alma, hijos de puta! – estaba verdaderamente fuera de si. No recordaba haberlo visto de esa manera.

– Toda la puta fuerza se te va por la boca. Baja y a ver si tienes cojones de partirme nada.

– ¿Dido? – Peter había cambiado el tono de voz. De lobo a cordero.

– ¿Me abres o qué?

– Es que estoy en gayumbos.- no se le ocurrió una escusa mejor.

– Será la primera vez que te veo en calzoncillo, no te jode. Recuerda que nos hemos cambiado juntos cuatro años en el equipo del colegio. No te jode.

Peter no contestó. Solo abrió la puerta del portal.

Dido respiró de nuevo y empujó la puerta. El viaje en el ascensor hasta el tercero se le hizo eterno. Empezó a sudar, el pie se movía sin control. Se quitó la bufanda y se desabrochó el abrigo. Pero los calores emanaban de su piel. Parecía que quemaba. Llegaban de dentro.

Peter le esperaba con la puerta abierta. Se había puesto el pantalón del chándal.

– Tio, me has dado un susto de muerte.

– Y tú a mi. Ni teléfono ni hostias. Yo llamándote 10 veces, y no sé cuantos wasaps.

– Tres.

– Ya serán más.

– Lo acabo de mirar. Y cuatro llamadas.

– Suficientes. Y mira bien que me parece que eran más.

Entró en la casa. Peter cerró la puerta. Se le notaba incómodo. Los dos lo estaban. No dijeron nada durante un buen rato. Los dos de pie. Moviéndose inquietos. En el Hall. Peter no parecía inclinado a invitarle a su habitación. Ni siquiera al salón.

– Me encontré con tus viejos y me dijeron que estabas solo en casa – intentaba romper el hielo, pero Peter no tuvo ninguna reacción.

Así, toda la decisión de Dido se esfumó como por ensalmo. Ya volvía a no saber que decir ni como afrontar el tema. Tenía que hacer algo, pero no sabía el qué. “Yo no soy marica” “Y no soy marica”. Pero cuando Peter le había dicho que estaba en gayumbos, de nuevo, algo le había recorrido el cuerpo, como un calambre. Y todos las partes de su cuerpo se habían puesto en tensión. Otra vez. Todas.

Peter no parecía mucho mejor. Toda la noche se había estado arrepintiendo de lo que había hecho. “Debería haberlo dejado”. “Se va a reír de mí”. “O a lo mejor ya se lo está contando a toda la vasca y se están partiendo el eje”. “El Peter marica, jajajajajaja”. Se había escondido en casa con la esperanza de que a Dido se le pasara. Como había hecho en el chamizo, el día del fútbol y que a él se le ocurrió insinuarse e hizo como si no hubiera pasado nada.

Apagó el móvil en cuanto empezó la cena. Su madre lo miró extrañado. Su padre le dio una palmada en la espalda como reconocimiento. Sus tíos le pusieron de ejemplo ante sus primos. “El único inteligente de la familia, mirad”.

– Que, bueno, que quería darte las gracias por el regalo. Me ha gustado mucho.

– Si, que bien, estoy contento. Me hubiera jodido que lo hubieras tenido. Ahora con tantos regalos.

– Pero nadie sabe que me gusta los cómics. Salvo mi madre y mi hermana. No se como lo has sabido. No se lo digo a nadie. Por si se ríen de mí.

Peter se puso rojo.

– Te vi una postal en el libro de Mates, el año pasado.

– ¿Desde el año pasado lo tenías pensado?

Peter bajó la cara.

– Pero si te molesta, le quito la dedicatoria. A lo mejor te da palo o no sé…

Se calló abruptamente.

Dido tampoco sabía que decir. Si antes de subir estaba hecho un lío, ahora dudaba con más intensidad. Porque de repente, se había dado cuenta de que ver a Peter le gustaba. Y lo peor, es que se estaba percatando de que eso era desde hacía tiempo. Siempre que llegaba Peter cuando quedaban todos, tenía la impresión de que todo estaba bien. Ya podía estar enfadado o preocupado, pero verlo, le relajaba, le hacía sentirse bien. Durante mucho tiempo pensó que era ese continuo bromear que solía exhibir Peter. Pero ahora se daba cuenta de que no era eso. Ese día, esa Nochebuena, en ninguno de sus contactos había contado ni un solo chiste. Ni una sola tontería. Y por alguna causa, estaba muy a gusto, como con nadie.

– No me mires así.

– ¿Eh?

Dido se dio cuenta de que lo estaba mirando fijamente. Y que eso incomodaba a Peter. De repente se le ocurrió una broma. Quizás así rompía un poco la incomodidad. Con un movimiento rápido, se agachó y tiró hacia abajo de los pantalones del chándal de su amigo.

– ¿No decías que estabas en gayumbos? Pues a ver esos…

Peter reaccionó con presteza llevándose las manos a su entrepierna, para taparse el paquete. Pero a pesar de la rapidez, Dido se dio cuenta de que su amigo estaba excitado.

– No me mires así.

En dos segundos volvió a subirse los pantalones, para irse inmediatamente hacia su habitación. Desde el hall, Dido pudo escuchar el pestillo. Se quedó de pie, esperando. No sabía que se traía entre manos. Se sintió mal por haber provocado la incomodidad de su amigo. No se esperaba esa reacción. Ni la reacción, ni que estuviera así. Aunque él mismo lo estaba hasta unos momentos antes. Pero la situación, la incomodidad, habían hecho que al menos, esa parte de su cuerpo, se relajara.

Escuchó como Peter volvía a descorrer el pestillo de su habitación. Y venía hacia él decidido y completamente vestido, con pantalones y el cinturón bien apretado.

– Es mejor que nos olvidemos de todo. Olvida lo que te puse. Te agradecería que rompieras esa página y que no se lo cuentes a nadie.

Ahora era él el que lo miraba fijamente. Dido le mantuvo la mirada durante un rato. Las cosas no estaban saliendo bien. Tampoco sabía a ciencia cierta lo que era “salir bien”, lo que a él le gustaría. Ya no escuchaba con tanta intensidad esa voz en su cabeza que repetía machaconamente: “No soy gay, no soy marica, no soy homosexual”. Aunque esa etiqueta para él, ahora no importaba. Valoraba a Peter y lo que le provocaba. Y ahora le daba pena, porque lo veía sufrir. Y eso le hacía sufrir a él.

– Ha sido una tontería, perdona.

Peter permaneció inalterable. No parecía el mismo que estaba siempre de coña.

– Es mejor que te vayas.

– ¿Es lo que quieres? – preguntó con voz queda.

– Sí – contestó rotundo, sin apenas dejar que terminara la pregunta.

Dido se dio la vuelta y abrió la puerta. Tenía un pie en el descansillo, cuando sintió un impulso. Se giró hacia Peter, le cogió la cabeza entre sus manos, acercó su boca a la de él, y apretó sus labios contra los de él. Fue un poco tosco, porque no acertó del todo. No fue consciente y había cerrado los ojos. Sus narices estaban apachurradas. Sus labios no coincidían perfectamente. Sintió que los labios de él estaban secos y que temblaban. Peter temblaba todo él. Aunque podría ser que le trasladara su propio temblor, porque a Dido parecían recorrerlo unos escalofríos desde la nuca hasta la punta de los pies.

Tardó en separarse de él. Abrió los ojos lentamente mientras se humedecía los labios con la lengua. Quería recuperar el sabor a él. No lo hizo a propósito, pero se dio cuenta de que era por eso. Miró a los ojos de Peter y no los pudo encontrar. Miraba hacia otro lado. Parecía a punto de echarse a llorar. “Joder, que corte. Esto es una puta mierda”.

A Dido le entraron ganas de echarse a correr. Se subió la cremallera del abrigo y se giró para irse. Abrió la puerta y salió al descansillo.

Llamó al ascensor.

Quería volverse y mirarle, pero… no se atrevió. Intentó mirar por el rabillo del ojo, por si lo veía acercarse o hacer algún movimiento. Pero no veía nada. “Qué puto ridículo has hecho, Dido. La hostia.” Intentó empezar con su letanía de siempre: “no soy marica, no soy marica”. “Dime algo, joder, Pet, dime algo, dime que me quede.”

El ascensor llegó. Abrió la puerta y dio un paso para entrar. Cerró los ojos fuerte. “Esto es un sueño, esto es un sueño, nunca ha ocurrido”. “Ahora abro los ojos y llego de nuevo y empezamos de cero”.

– No te vayas.

Fue apenas audible.

Dido cerró la puerta del ascensor, aunque no se atrevió a darse la vuelta. Sintió que Peter se acercaba a él y le ponía su mano en el hombro.

– Perdona.

Seguía hablando bajo.

– Perdona tú. – atinó a contestar Dido. – No debía haberte tirado de los pantalones.

– Mírame, por favor. Si es necesario me bajo los pantalones.

– ¡No! – Dido se asustó y se dio la vuelta de un salto. Le asaltó de repente una duda. Y si ahora se arreglaba y le daba otro beso y con la excitación que tenían… ¿Cómo hacían? ¿Qué? ¿Qué venía después?

– No me mires así que me pones nervioso. No me mires y no digas nada. Bueno, entra en casa, que no hace falta que se enteren todos los vecinos.

Dido entró sin atreverse a levantar la vista del suelo.

– Es que – Peter empezó balbuceando – es que un día me di cuenta de que estaba guay contigo. Y me puse nervioso y dejé de ir unos días con la gente esta, pero te echaba de menos. Me dije que eras por lo de amigos y tal, y que era solo eso. Pero también me di cuenta de que me mirabas especial, que cuando llegaba parecía que te ponías contento y eso me puso más contento. Y nunca pensé que me gustara un hombre, aunque las chicas tampoco me dicen nada, aunque así con la gente pues digas de las peras de esta y aquella, y que le hice y tal. Estuve con un par de chicas y fue una debacle. Pero lo de hacerlo con un chico me pone del hígado, no sé que hacer y tal y no sé que, bueno que me da cosa, y verme así abrazados… aunque sabes, si pongo tu cara así cuando sueño, pues me siento bien y me relajo. Y eso pasó cuando llamaste al portero, que me imaginé besándote pegados y tal, y me puse a cien. Y pensé en regalarte el último de Blacksad y decirte que me molabas un montón, y que, pero es lo escribí y luego me arrepentí luego pues bien, y al final, pues te lo di y me sentí bien, porque pensé que me ibas a dar un puñetazo en la nariz, pero no lo hiciste aunque te vi un gesto raro y me puse luego, en la mesa, mientras cenaba, me puse así a darle a la cabeza y me asusté. Y apagué el móvil. Iba a salir, de hehco pensaba llamarte así y con la escusa pues ver lo que pensabas, pero me rajé al cien por cien.

Hizo una pausa para respirar.

– Y luego apareciste y me puse así palote, por lo de besarte y tal y por eso me puse el pantalón a todo correr mientras subías, porque me daba vergüenza y no sabía que hacer… y es quellevo este tiempo pues dandole vueltas y que me gustabas y aquella vez en el chamizo pues… y que me mirabas así con ojos de estar guay conmigo y…

Dido se cansó de esperar. Peter empezaba a repetir lo mismo que ya había dicho. Amenazaba con convertirse en un disco rallado. Así que de nuevo, tuvo un impulso. Pero esta vez lo hizo más despacio. Se fue acercando lentamente, fue levantando la mirada del suelo, sintió como la voz de su amigo empezaba a temblar, porque se imaginaría lo que iba a ocurrir. Y ocurrió.

Y esta vez no cerró los ojos. Y atinó mejor con las narices, pero aún así, no acertó por completo con los labios, y eso que como le pilló a medias de una palabra, Pit tenía la boca miedo abierta.. Y Peter se calló la boca, porque no le quedó más remedio. E incluso hizo un movimiento con la boca como queriendo devolver el beso, aunque fue todo un poco chapuza.

– Y ahora ¿Qué?

La pregunta la hizo Peter. Aunque Dido la podría haber hecho también, porque estaba pensando eso. Quizás debiera explicarle sus dudas y los miedos, tal y como había hecho él. Pero… no sabía por dónde empezar y … ahora, con tantas tensiones, empezaba a estar cansado.

– ¿Y si nos sentamos a oír música? Pongo el móvil enchufado al equipo de mi padre y lo oímos por los altavoces.

– Guay.

Fueron al salón y después de preparar las conexiones se sentaron el uno al lado del otro.

– ¿Es ese chico que viste en youtube?

– Sí. ¿Te gusta?

.

.

Dido no contestó cerró los ojos y siguió escuchando. Al poco rato, apoyó la cabeza sobre el hombro de Peter. Ahora estaba tranquilo, “Todo está bien”, como le dijo su madre hacía unas horas. Y sentía que Peter estaba también relajado.

Al poco de apoyar Dido la cabeza en su amigo, éste apoyó la suya en él.

Y la música continuo sonando.

.

.

Y todo estaba bien.

Navidad 2014: Susana.

Susana.

Tenía muchas ilusiones cuando era joven. Empezó a estudiar enfermería, se echó de novio a Ignacio, un chico bien plantado y con mucho futuro. Todo iba bien. Era una mujer alegre, con energía, con resolución, con luz en los ojos, se lo decía su abuela. Sus padres se divorciaron, pero no fue nada traumático. Y ya era mayor, le pilló con casi la carrera acabada.

Pero no acabó la carrera.

¿Qué se torció?

Susana se miraba reflejada en la pared del despacho del director de la oficina de Bankia. Estaba esperando para hacer los ingresos de su tienda. Intentaba que su reflejo difuso le solucionara esa duda que tantas veces le acuciaba. Le ponía nerviosa recordar sus sueños y dónde estaba hacía 20 años, y lo que había resultado ser al final esos planes vitales.

Quizás tuvo que ver que se quedó embarazada en el último año de carrera, después del divorcio de sus padres. Justo un mes. Y que Ignacio se asustó y echó a correr. Le cuentan algunos amigos de esa época, cuando se encuentran en la tienda porque van a comprar de vez en cuando, que sigue corriendo. Lo que nadie sabe es hacia dónde.

Pero sigue sin entender como pudo ocurrir. Siempre tomaban precauciones.

Ella sabe que al cabo de los años, se casó. E incluso que tiene hijos. Pero nunca ha mostrado ningún interés por conocer a Iván. Ella tampoco lo ha intentado. Iván es suyo, su hijo. Él no tiene nada que ver, salvo lo del polvo. Y eso no es suficiente para convertir a nadie en padre. Al menos eso piensa ella. Pero tampoco entiende ese desapego absoluto por parte de él. No era así y ella estaba convencida por entonces de que la quería de verdad. Tras el paso de los años, quiere seguir creyendo que era así, pero cada vez se le hace más cuesta arriba.

También sus padres se acobardaron. Todos le aconsejaban que abortara. Y todos se enfadaron con ella cuando decidió no hacerlo. Solo su madre, cuando era evidente que su hija no cambiaría de opinión, la ayudó en lo que pudo. Su padre, en cambio, se fue borrando.

Nació el niño. Y al ver su cara arrugada, y esas manitas de muñeca de Famosa, y esa forma de mover la boquita, como saboreando la vida, Susana se sintió reconfortada. Plena, feliz. Iván ha sido lo único que al cabo de los años, ha hecho bien. Lo único que le ha hecho seguir adelante. Su única fuente de alegrías, también de preocupaciones. Pero le ha hecho sentir que tenía una razón para estar. Es lo que la ataba al mundo. Y si no hubiera sido por él, no le hubiera importado borrarse de la vida.

Por eso se resistía a poner énfasis en que su vida cambió el día que echó un polvo y se quedó embarazada. Porque el resultado de aquello es lo que la mantiene viva.

Y fue duro. No solo criar sola a un niño sin tener muchos recursos. Iván enfermó y nadie sabía qué le pasaba. Tenía 8 años.

Hasta que su hijo se puso malito, Susana trabajó en una tienda de ropa del centro. Se le daba bien vender. Le gustaba. Pero un negocio pequeño, familiar, no es el mejor sitio para que su única dependienta, a parte de los dueños, tenga que salir día sí y día también, a llevar de médicos a su hijo. Así que al final, la despidieron. La jefa lloraba al decírselo. De hecho, luego le ha seguido ayudando en lo que ha podido. Pero… necesitaba a alguien con ella y tuvo que contratar a otra persona.

Después de un tiempo de largas estancias en hospitales, de visita a especialistas, muchos de ellos de pago, llegó el diagnóstico: cáncer. Uno muy raro, muy difícil de diagnosticar, y más difícil de tratar.

Ahí se le vino el mundo encima. Escuchar la palabra cáncer y asociarlo a la cara de su hijo, fue algo que le costó superar.

Su madre tiró al principio de ellos dos. Además, era la única que tenía ingresos. Y ya se habían comido todas las reservas de dinero que tenían. Y era la única a la que le quedaban ánimos.

Lucharon. Tardaron casi dos años. Y al final ganaron. Iván salió adelante. Perdió cursos, perdió amigos, perdió una parte de la vida que no volvería a disfrutar. Y durante un tiempo, viendo todo lo que había pasado, y viendo a su madre tan desmejorada, perdió el ánimo. Esto también costó. Costó tiempo. Y otra vez dolor. Y otros tres años de navegar por la desdicha, con cada vez menos fuerzas. Y cada vez menos dinero.

Debían mucho a los amigos. Menos mal que de eso no andaba mal. Uno de ellos le propuso coger una franquicia de una distribuidora de frutos secos. Él le dejaba el local y le ayudaba con la reforma. Ella aceptó, pero le obligó a cobrarle alquiler. Un soplo de aire fresco.

Fue duro. Mucho trabajo. Muchas horas. Sin tiempo para nada, intentado salir adelante. Sin tiempo para ponerse guapa y salir a ligar, como le decían algunas de sus amigas. Paracía que ellas ponían todas sus esperanzas en que un hombre viniera y se casaran. Ella las miraba y callaba. Para un rato que pasaba con ellas, no quería discutir.

Ya le tocó su turno en la caja de Bankia. Fue sacando sus sobres, con las recaudaciones por separado del viernes, del sábado, y del domingo. Exactas. No se había dado mal la cosa. Ya había tenido que llamar para reponer género. Si las navidades acababan así de bien, a lo mejor podía devolverle algo a alguno de los amigos a los que debía dinero. O pagar parte del entierro de su madre y que todavía debía.

Solo hacía dos años que se había ido. Pero la echaba de menos.

Volvió a mirarse en el cristal. Su pelo grasiento y lacio, su rostro anguloso, su piel mortecina, sus ojos apagados; su ropa sin lustre, gastada. Se encontraba vieja. No le gustaba nada su imagen reflejada. Y eso que ahora, al menos, su Iván estaba bien de salud. Y era un buen chaval. 19 años ya. Durante mucho tiempo pensó que no llegaría a verlo crecido. Eso la hacía sentirse dichosa.

Esa noche era Nochevieja y no había preparado nada especial. No solían celebrar estos días. Debía saldar tantas deudas que… bueno, y tampoco tenía ánimos. Ahora era ella la que estaba un poco deprimida. Por Nochebuena no hicieron nada especial tampoco. Iván y ella en casa, leyendo algo, una tortilla francesa con unas virutas de jamón serrano, y un vaso de leche. Luego se sentaron a leer un rato y se fueron a la cama, como otra noche cualquiera. No encendieron la televisión, así se ahorraban ver la alegría de los demás. Total, tampoco había nada que les apeteciera ver.

– ¡Feliz Nochebuena má! – le dijo agachándose para darla un beso.

– Feliz Nochebuena, niño – le dijo ella acariciándole suavemente la mejilla, mientras le besaba en los labios.

Le hubiera gustado darle algo especial a Iván. Pero… él tampoco se lo pidió.

– Feliz año nuevo – le dijo Delia, la de la caja, en Bankia.

Ella sonrió, aunque no contestó con palabras. Le daba igual eso del año nuevo. Qué más daba 31 de diciembre que 1 de enero.

Volvió a la tienda. Lo revisó todo de nuevo, esperó a que llegara el pedido y lo comprobó metódicamente. Cuando acabó se quedó parada un momento en medio de la tienda, como pasmada. Por primera vez en varios días, decidió dejar a la dependienta sola e irse a casa. Estaba cansada y quizás, empezaba a sentir un poco más de tristeza de la habitual. Seguramente, el espíritu navideño iba calando en su ánimo y le iba derrotando. O el peso de la vida, o esos recuerdos que llevaban todo el día acosándola.

“Un día de descanso y todo volvería a la normalidad”, pensó, aunque no muy convencida.

Cogió el autobús.

Llegó a casa y se fue al salón. Se sentó en una de las butacas y se quedó traspuesta. Había ido con la pretensión de pegarse una ducha y lavarse el pelo. Pero su empuje se había esfumado.

Le despertó Iván al entrar en casa. Cuando se dio cuenta de que estaba adormilada, empezó a andar de puntillas, para no hacer ruido. Se acercó a su habitación y cogió una manta para taparla.

– Estoy despierta, niño. ¿Qué tal te ha ido?

Estaba orgullosa de él. Era guapo. Se parecía a su padre, que otra cosa no sería, pero guapo, sí. Y era cariñoso, responsable. Buen chico y trabajador. Seguía estudiando, eso sí, con un par de años de retraso. Se aplicaba, pero no se podían recuperar 5 años en un chascar de dedos. Y trabajaba de repartidor de publicidad, cuando le salía. Un dinerito para sus cosas, su ropa, su móvil, alguna noche que salía por ahí con los amigos que iba haciendo nuevos. Los otros se fueron con la enfermedad. Y un poco triste también. Ella al menos le notaba como un halo de melancolía permanente. Eso le apenaba. Pero teniendo una infancia como la que le había tocado, era complicado que no fuera así.

– Mamá, mira lo que me ha dado Esteban.

Susana se incorporó de la butaca. Su hijo le tendía una especie de bola arruga de papel de aluminio. La abrió despacio. Pero antes de ver el contenido, por el olor ya sabía.

– ¡Langostinos! Y son grandes.

– Podíamos ponerlos para cenar. Es Nochevieja. Y hoy he hecho doble turno de reparto y con la paga extra, podíamos comprar una botella de champán. He visto una en el súper de a 1,89. aunque me ha dicho Aurora, que la de 2,67 € está muy bien. Y vale la pena la diferencia.

– Y podíamos comprar un poco de jamón serrano. Tiene en oferta uno de 12,50 € que está muy bien. Y podías hacer croquetas, que hace tiempo que no comemos, y me enseñas, asi aprendo y las hago yo. Y luego, podíamos comprar un poco de turrón de ese blando, que está a 2,24 € en oferta.

– Pero Iván, necesitas unas botas nuevas, esas que llevas están rotas. Y te están pequeñas, que sigues creciendo. Y tienes que tener buen calzado para repartir publicidad. Y ropa, que la tienes muy gastada.

– Mamá, es un día. Estás cansada y triste. No me gusta verte así. Y a partir de mañana, iré a la tienda a ayudarte un par de horas. Así estarás más descansada y podrás hacer alguna cosa que te guste.

– No, debes estudiar.

– Mamá.

Se miraron. Susana se rindió. Prepararía la cena de Nochevieja como quería su hijo. Ahí cedería. No lo haría en lo de la tienda.

– Baja a comprar todo eso. Pero no te pases. Y compra harina para las croquetas, que se ha acabado. Y sube un par de pechugas de pollo. Dile a Aurora que te las filetee muy finas. Y subes jamón cocido y queso de barra, y te hago unas pechugas rellenas, como te gustan.

– ¿Y si hacemos ensaladilla rusa para envolverlos en jamón cocido?

Susana sonrió.

– Vamos a tirar la casa por la ventana. ¿Eh? ¿Qué te ha pasado hoy? ¡Oye! ¿No te habrás enamorado?

– ¡¡Mamá!!

Iván retiró la mirada a toda prisa de los ojos de su madre. Y un ligero color sonrosado apareció en sus mejillas. Ella se sonrió.

– Invítala si quieres a cenar.

No dijo nada. Salió del salón y se fue a su habitación. Susana le oyó andar en sus cosas. “Está sacando sus ahorros secretos”. “Éste no ha hecho doble hoy, se va a gastar los ahorros”.

Se apuntó mentalmente salir a comprarle unos zapatos de invierno nuevos. Fuertes y abrigados. Parecía que venía el invierno duro y no quería que fuera por ahí con esas botas rotas y llenas de fisuras. La última vez que llovió llegó a casa con los pies empapados y tiritando.

Tenía que echar cuentas. Ya no podría pagarle nada a ninguno de sus amigos de la deuda. Lo del entierro de su madre, debería adelantar algo, eso no podía dejarlo. Cualquier día temía que se cansaran de esperar y se enfadaran y se lo pidieran todo de golpe.

– Mamá, bajo a la tienda y luego te ayudo a secarte el pelo.

Susana sonrió. Era la forma educada que tenía su hijo de sugerirle que debía lavarse el pelo. Seguramente había estado buscando la forma de decírselo durante un buen rato.

Se levanto y fue al baño. Pensó el lavarse el pelo en el lavabo, pero al final, decidió meterse en la ducha.

Se entretuvo un rato. Dejó que el agua corriera. Quería que se llevara parte de su tristeza por el desagüe, pero no parecía el momento propicio. Al final cogió el champú y se frotó largamente el cuero cabelludo y su media melena rubia. Repitió la operación un par de veces.

Cerró la ducha y salió. Se sentó en una silla que tenía en el baño y se secó despacio. Se puso una toalla recogiendo el pelo y se puso el albornoz.

Iván lo esperaba con el secador en la mano, frente al espejo de su habitación.

Ella se sentó sumisa y se dejó hacer. Le gustaba que le secara él, porque los brazos se le cansaban mucho de tenerlos en alto con el secador y el cepillo. Debía tener artritis o algo parecido. O calcificaciones en los hombros. No sabía. Le decían las amigas. Ella no quería ir al médico. Bastante había ido por su hijo. Y seguía yendo a revisión, todos los años. Al psiquiatra, cada 6 meses.

Acabaron. Iván salió para dejarla vestirse tranquila.

Era ya tarde, debía preparar la comida. Y si quería hacer croquetas, debía ponerse a hacer la bechamel para darle tiempo a que se enfriara y freírlas luego.

Comieron frugalmente y luego se pusieron a sus temas. Iván a recoger la casa, a limpiar a fondo todo y ella con las croquetas y la ensaladilla rusa.

Por la intensidad de la limpieza se imaginó que al final invitaría a esa chica que le gustaba. Tres cubiertos en la mesa.

Y llegó la hora.

Ella se puso su mejor vestido, y su hijo, su mejor pantalón y su camiseta más nueva. Una chaqueta de punto, el último regalo que le hizo su abuela. Solo se la ponía en ocasiones especiales. La cuidaba y la mimaba como si fuera su objeto más preciado. Susana creía que quería hacerla durar mucho tiempo. Y unas deportivas recién lavadas en la lavadora. La comida estaba en la mesa.

– ¿Cuándo va a venir ella?

Él se removió inquieto en la butaca. Miró al suelo.

– No es ella. – hizo una pausa – Es él.

Susana se levantó de la butaca. Se acercó a él y le obligó a levantar la cara, cogiéndole del mentón.

– Pues cuando va a venir él.

Se agachó y le dio un beso en la mejilla.

Justo en ese momento, le llegó un wasap.

Por la cara de desilusión, Susana supo que no iba a venir. “Se ha rajao”, le oyó susurrar a Iván.

– Pues vamos a cenar, que las croquetas nos esperan. Así te toca a más.- exclamó ella aliviada; en el fondo no le apetecía cenar con nadie más. Tendría que fingir más de la cuenta y no estaba muy por la labor.

Le removió el pelo. Normalmente le hubiera echado la bronca, porque lo del pelo y su peinado mojado, era algo que daba mucha importancia y le molestaba mucho que se lo estropeara.

– Si quieres irte con él, vete. No te ha dicho que no quiere estar contigo, sino que no quiere subir ¿no?

– Pero mamá, yo me quedo contigo. Si quiere que suba. Es lo que habíamos quedado.

– Tú, que has organizado todo esto por él.

No se dio cuenta pero a Susana le salió un tono de amargura. En realidad le hubiera gustado que él lo hubiera hecho por pasar la Nochevieja con ella, hacer algo juntos, especial, como casi nunca hacían, acuciados por las necesidades y por las tristezas, o por lo que fuera.

– Mamá, solo quería que lo conocieras. No te enfades, porfa. Es un bobo que le voy a mandar a la mierda por hacerme esto. Es un mamón. Que le den. Y está abajo, pero no se atreve a subir.

Susana se levantó decidida.

– ¿Dónde vas?

– A buscarlo.

– No, joder, es un puto corte. No. ¡Qué se va a pensar!

– Si te pones así, lo conozco. Ahora subo.

– ¡¡Mamá!! – gritó.

Pero su madre ya estaba en el ascensor. Tanta prisa tuvo por salir, que ni cogió el abrigo. Esperaba que la búsqueda fuera corta.

Y por suerte, lo fue, porque hacía mucho frío. Pero enseguida vio a un chico que le sonaba. Era Iñaki, el hijo de los del súper.

Fue directa hacia él. Notó que el chico tenía ganas de salir corriendo, pero no se atrevió.

Se quedó mirándolo. Fijamente. Él intentó bajar la cabeza, pero ella estiró la mano y, como había hecho con su hijo hacía apenas unos minutos, le obligo a mirarla.

No dijo nada. Solo lo miró y estiró el brazo brazo libre hacia el portal.

Suspiró con energía y enfiló hacia la casa. Ella lo seguía de cerca, dispuesta a saltar sobre él si emprendía la huida.

En el ascensor, le colocó bien la corbata. Llevaba corbata. Se lo pensó y se la quitó.

– Iván no se ha puesto corbata – le explicó.

Le desabrochó el último botón de la camisa. Le alisó el pelo, que se le había alborotado.

– Que te vea guapo. Vamos.

Abrió la puerta del ascensor y le dejó salir.

Iván estaba en la puerta. Se le fue suavizando el gesto. No se esperaba que su madre convenciera a Iñaki de que subiera.

– Ya estamos.

Susana entró en casa decidida y directa a la cocina.

– Qué frío hace. – murmuró – Os podéis sentar – dijo levantando la voz para que le oyeran desde el salón. – Llevo el cava y empezamos.

– Ejem ejem.

Se giró y les vio a los dos, con cara de estreñidos. Iñaki con su americana y su camisa de rayas, todo en tonos azules, y su hijo, con la chaqueta de su abuela y una camiseta rosa, la nueva. Y los pantalones negros casi nuevos. Iván le dio un codazo e Iñaki carraspeó.

– Que iba a hacerle un regalo por al cena y lo hablé con Iv y quedamos en que molaría hacer un regalo los dos y tal, porque andamos caninos. Y como él quería desde hace tiempo pues regalarle algo especial por sus noches sin dormir en el hospital y todo aquello que pasó,y por todo, vamos, pues como le faltaba un poco de pasta, que ha estado ahorrando la pasta mucho tiempo, pues le he ayudao yo y así pues lo ha podido comprar.

– Hemos

– Pero tú has puesto casi toda la pasta. No…

– Hemos – insistió terco Iván.

Iñaki alargó el paquete con un movimiento brusco. Susana de repente se puso nerviosa. Era el primer regalo que le hacía nadie desde hacía mucho tiempo. Tuvo la tentación de rechazarlo y que le devolvieran el dinero a esos dos. Pero no podía hacerle ese feo a su hijo y a su novio. En realidad a su hijo, que se había buscado la tapadera de su novio para hacer presión y que no le obligara a devolverlo. Ella lo conocía bien, pero él la conocía bien también. Hoy todas sus triquiñuelas le estaban saliendo bien.

Su hijo con novio. Tendría que acostumbrarse a eso. A compartirlo con alguien. Aunque intuía que hacía algún tiempo que eso era así, aunque ella no tuviera ni idea.

– Me he puesto nerviosa – le dijo cómplice a Iván. – No deberías haberlo hecho. – al final se le escapó. – Pero me alegro que…

– Pero ábrelo, no sabes que es.

Sonrió nerviosa. Como cuando era pequeña y venía su tío de América y le traía alguna nueva muñeca que no había en España. Rasgó el papel sin contemplaciones, abrió la caja  y… se quedó callada, con la boca abierta, sin atreverse siquiera a tocarlo.

Miró a su hijo. Volvió a su regalo. Miró a Iñaki. De repente le entraron ganas de llorar… y no pudo reprimirlas. Al cabo de un rato de pasarle la mano suavemente, cogió la cadena y la quitó del soporte de la caja. La levantó y miró de cerca el colgante de oro.

– Es de oro – explicó Iván, nervioso porque no sabía leer la reacción de su madre.

Susana lo miró y sonrió.

– ¿Me lo pones?

Iván sonrió ya más tranquilo y, con una cierta torpeza, se lo puso a su madre en el cuello. Ella corrió al espejo que tenía en su habitación. Y se lo miró. De cerca. Le quedaba muy bien. Era el emblema de las enfermeras. Su sueño olvidado. Lo poco que le faltó para acabar la carrera.

Corrió otra vez al salón. Allí encontró a su hijo y a Iñaki, mirándose un poco inquietos. Abrazó a su hijo y le dio un sonoro beso en la mejilla. Se giró y le dio otro beso a Iñaki.

Tenía lágrimas en los ojos.

– Muchas gracias, me ha gustado mucho. Vamos a cenar ¿Queréis?

Quizás fue la mejor celebración que recordaba. Al menos la mejor desde que las cosas se torcieron.

Esa noche, a Susana le importaba menos cuando cambió todo. Tenía a su hijo al lado, fuerte y sano, guapo y buena gente. Y parecía que su novio era buena gente también.

Bebió un sorbito de cava. Y le gustó las cosquillas que le hizo las burbujas en la nariz.

Y sonrió mientras cogía un langostino. Que a saber lo que le habían costado a su hijo… que se lo había regalado Esteban… si ese no regala nada… como le había liado el condenado…

Navidad 2014: «Jingle bells» por los chicos de Andrew Christian.

Navidad 2014: «Jingle bells» por los chicos de Andrew Christian.

Tranquilos que no cantan. Solo bailan. Son animados, estupendos, guapos… Andrew Christian me imagino que todos sabéis es una marca de ropa interior que se caracteriza por la cantidad de modelos estupendos que suele utilizar en sus promociones. Muchos de esos modelos vienen del porno, lo cual le da más morbo e interés al asunto. Y por supuesto, se caracteriza por apostar  por los gays como destinatarios de sus mensajes publicitarios.

Hoy, nos traen regalos. Bueno. O ellos son los regalos.

Por cierto, no veáis este vídeo en el trabajo.  Ni las fotos de debajo.

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Otro día os pongo la felicitación de Año nuevo.

Por si os habéis perdido algún detalle, estas fotos.

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