Susana.
Tenía muchas ilusiones cuando era joven. Empezó a estudiar enfermería, se echó de novio a Ignacio, un chico bien plantado y con mucho futuro. Todo iba bien. Era una mujer alegre, con energía, con resolución, con luz en los ojos, se lo decía su abuela. Sus padres se divorciaron, pero no fue nada traumático. Y ya era mayor, le pilló con casi la carrera acabada.
Pero no acabó la carrera.
¿Qué se torció?
Susana se miraba reflejada en la pared del despacho del director de la oficina de Bankia. Estaba esperando para hacer los ingresos de su tienda. Intentaba que su reflejo difuso le solucionara esa duda que tantas veces le acuciaba. Le ponía nerviosa recordar sus sueños y dónde estaba hacía 20 años, y lo que había resultado ser al final esos planes vitales.
Quizás tuvo que ver que se quedó embarazada en el último año de carrera, después del divorcio de sus padres. Justo un mes. Y que Ignacio se asustó y echó a correr. Le cuentan algunos amigos de esa época, cuando se encuentran en la tienda porque van a comprar de vez en cuando, que sigue corriendo. Lo que nadie sabe es hacia dónde.
Pero sigue sin entender como pudo ocurrir. Siempre tomaban precauciones.
Ella sabe que al cabo de los años, se casó. E incluso que tiene hijos. Pero nunca ha mostrado ningún interés por conocer a Iván. Ella tampoco lo ha intentado. Iván es suyo, su hijo. Él no tiene nada que ver, salvo lo del polvo. Y eso no es suficiente para convertir a nadie en padre. Al menos eso piensa ella. Pero tampoco entiende ese desapego absoluto por parte de él. No era así y ella estaba convencida por entonces de que la quería de verdad. Tras el paso de los años, quiere seguir creyendo que era así, pero cada vez se le hace más cuesta arriba.
También sus padres se acobardaron. Todos le aconsejaban que abortara. Y todos se enfadaron con ella cuando decidió no hacerlo. Solo su madre, cuando era evidente que su hija no cambiaría de opinión, la ayudó en lo que pudo. Su padre, en cambio, se fue borrando.
Nació el niño. Y al ver su cara arrugada, y esas manitas de muñeca de Famosa, y esa forma de mover la boquita, como saboreando la vida, Susana se sintió reconfortada. Plena, feliz. Iván ha sido lo único que al cabo de los años, ha hecho bien. Lo único que le ha hecho seguir adelante. Su única fuente de alegrías, también de preocupaciones. Pero le ha hecho sentir que tenía una razón para estar. Es lo que la ataba al mundo. Y si no hubiera sido por él, no le hubiera importado borrarse de la vida.
Por eso se resistía a poner énfasis en que su vida cambió el día que echó un polvo y se quedó embarazada. Porque el resultado de aquello es lo que la mantiene viva.
Y fue duro. No solo criar sola a un niño sin tener muchos recursos. Iván enfermó y nadie sabía qué le pasaba. Tenía 8 años.
Hasta que su hijo se puso malito, Susana trabajó en una tienda de ropa del centro. Se le daba bien vender. Le gustaba. Pero un negocio pequeño, familiar, no es el mejor sitio para que su única dependienta, a parte de los dueños, tenga que salir día sí y día también, a llevar de médicos a su hijo. Así que al final, la despidieron. La jefa lloraba al decírselo. De hecho, luego le ha seguido ayudando en lo que ha podido. Pero… necesitaba a alguien con ella y tuvo que contratar a otra persona.
Después de un tiempo de largas estancias en hospitales, de visita a especialistas, muchos de ellos de pago, llegó el diagnóstico: cáncer. Uno muy raro, muy difícil de diagnosticar, y más difícil de tratar.
Ahí se le vino el mundo encima. Escuchar la palabra cáncer y asociarlo a la cara de su hijo, fue algo que le costó superar.
Su madre tiró al principio de ellos dos. Además, era la única que tenía ingresos. Y ya se habían comido todas las reservas de dinero que tenían. Y era la única a la que le quedaban ánimos.
Lucharon. Tardaron casi dos años. Y al final ganaron. Iván salió adelante. Perdió cursos, perdió amigos, perdió una parte de la vida que no volvería a disfrutar. Y durante un tiempo, viendo todo lo que había pasado, y viendo a su madre tan desmejorada, perdió el ánimo. Esto también costó. Costó tiempo. Y otra vez dolor. Y otros tres años de navegar por la desdicha, con cada vez menos fuerzas. Y cada vez menos dinero.
Debían mucho a los amigos. Menos mal que de eso no andaba mal. Uno de ellos le propuso coger una franquicia de una distribuidora de frutos secos. Él le dejaba el local y le ayudaba con la reforma. Ella aceptó, pero le obligó a cobrarle alquiler. Un soplo de aire fresco.
Fue duro. Mucho trabajo. Muchas horas. Sin tiempo para nada, intentado salir adelante. Sin tiempo para ponerse guapa y salir a ligar, como le decían algunas de sus amigas. Paracía que ellas ponían todas sus esperanzas en que un hombre viniera y se casaran. Ella las miraba y callaba. Para un rato que pasaba con ellas, no quería discutir.
Ya le tocó su turno en la caja de Bankia. Fue sacando sus sobres, con las recaudaciones por separado del viernes, del sábado, y del domingo. Exactas. No se había dado mal la cosa. Ya había tenido que llamar para reponer género. Si las navidades acababan así de bien, a lo mejor podía devolverle algo a alguno de los amigos a los que debía dinero. O pagar parte del entierro de su madre y que todavía debía.
Solo hacía dos años que se había ido. Pero la echaba de menos.
Volvió a mirarse en el cristal. Su pelo grasiento y lacio, su rostro anguloso, su piel mortecina, sus ojos apagados; su ropa sin lustre, gastada. Se encontraba vieja. No le gustaba nada su imagen reflejada. Y eso que ahora, al menos, su Iván estaba bien de salud. Y era un buen chaval. 19 años ya. Durante mucho tiempo pensó que no llegaría a verlo crecido. Eso la hacía sentirse dichosa.
Esa noche era Nochevieja y no había preparado nada especial. No solían celebrar estos días. Debía saldar tantas deudas que… bueno, y tampoco tenía ánimos. Ahora era ella la que estaba un poco deprimida. Por Nochebuena no hicieron nada especial tampoco. Iván y ella en casa, leyendo algo, una tortilla francesa con unas virutas de jamón serrano, y un vaso de leche. Luego se sentaron a leer un rato y se fueron a la cama, como otra noche cualquiera. No encendieron la televisión, así se ahorraban ver la alegría de los demás. Total, tampoco había nada que les apeteciera ver.
– ¡Feliz Nochebuena má! – le dijo agachándose para darla un beso.
– Feliz Nochebuena, niño – le dijo ella acariciándole suavemente la mejilla, mientras le besaba en los labios.
Le hubiera gustado darle algo especial a Iván. Pero… él tampoco se lo pidió.
– Feliz año nuevo – le dijo Delia, la de la caja, en Bankia.
Ella sonrió, aunque no contestó con palabras. Le daba igual eso del año nuevo. Qué más daba 31 de diciembre que 1 de enero.
Volvió a la tienda. Lo revisó todo de nuevo, esperó a que llegara el pedido y lo comprobó metódicamente. Cuando acabó se quedó parada un momento en medio de la tienda, como pasmada. Por primera vez en varios días, decidió dejar a la dependienta sola e irse a casa. Estaba cansada y quizás, empezaba a sentir un poco más de tristeza de la habitual. Seguramente, el espíritu navideño iba calando en su ánimo y le iba derrotando. O el peso de la vida, o esos recuerdos que llevaban todo el día acosándola.
“Un día de descanso y todo volvería a la normalidad”, pensó, aunque no muy convencida.
Cogió el autobús.
Llegó a casa y se fue al salón. Se sentó en una de las butacas y se quedó traspuesta. Había ido con la pretensión de pegarse una ducha y lavarse el pelo. Pero su empuje se había esfumado.
Le despertó Iván al entrar en casa. Cuando se dio cuenta de que estaba adormilada, empezó a andar de puntillas, para no hacer ruido. Se acercó a su habitación y cogió una manta para taparla.
– Estoy despierta, niño. ¿Qué tal te ha ido?
Estaba orgullosa de él. Era guapo. Se parecía a su padre, que otra cosa no sería, pero guapo, sí. Y era cariñoso, responsable. Buen chico y trabajador. Seguía estudiando, eso sí, con un par de años de retraso. Se aplicaba, pero no se podían recuperar 5 años en un chascar de dedos. Y trabajaba de repartidor de publicidad, cuando le salía. Un dinerito para sus cosas, su ropa, su móvil, alguna noche que salía por ahí con los amigos que iba haciendo nuevos. Los otros se fueron con la enfermedad. Y un poco triste también. Ella al menos le notaba como un halo de melancolía permanente. Eso le apenaba. Pero teniendo una infancia como la que le había tocado, era complicado que no fuera así.
– Mamá, mira lo que me ha dado Esteban.
Susana se incorporó de la butaca. Su hijo le tendía una especie de bola arruga de papel de aluminio. La abrió despacio. Pero antes de ver el contenido, por el olor ya sabía.
– ¡Langostinos! Y son grandes.
– Podíamos ponerlos para cenar. Es Nochevieja. Y hoy he hecho doble turno de reparto y con la paga extra, podíamos comprar una botella de champán. He visto una en el súper de a 1,89. aunque me ha dicho Aurora, que la de 2,67 € está muy bien. Y vale la pena la diferencia.
– Y podíamos comprar un poco de jamón serrano. Tiene en oferta uno de 12,50 € que está muy bien. Y podías hacer croquetas, que hace tiempo que no comemos, y me enseñas, asi aprendo y las hago yo. Y luego, podíamos comprar un poco de turrón de ese blando, que está a 2,24 € en oferta.
– Pero Iván, necesitas unas botas nuevas, esas que llevas están rotas. Y te están pequeñas, que sigues creciendo. Y tienes que tener buen calzado para repartir publicidad. Y ropa, que la tienes muy gastada.
– Mamá, es un día. Estás cansada y triste. No me gusta verte así. Y a partir de mañana, iré a la tienda a ayudarte un par de horas. Así estarás más descansada y podrás hacer alguna cosa que te guste.
– No, debes estudiar.
– Mamá.
Se miraron. Susana se rindió. Prepararía la cena de Nochevieja como quería su hijo. Ahí cedería. No lo haría en lo de la tienda.
– Baja a comprar todo eso. Pero no te pases. Y compra harina para las croquetas, que se ha acabado. Y sube un par de pechugas de pollo. Dile a Aurora que te las filetee muy finas. Y subes jamón cocido y queso de barra, y te hago unas pechugas rellenas, como te gustan.
– ¿Y si hacemos ensaladilla rusa para envolverlos en jamón cocido?
Susana sonrió.
– Vamos a tirar la casa por la ventana. ¿Eh? ¿Qué te ha pasado hoy? ¡Oye! ¿No te habrás enamorado?
– ¡¡Mamá!!
Iván retiró la mirada a toda prisa de los ojos de su madre. Y un ligero color sonrosado apareció en sus mejillas. Ella se sonrió.
– Invítala si quieres a cenar.
No dijo nada. Salió del salón y se fue a su habitación. Susana le oyó andar en sus cosas. “Está sacando sus ahorros secretos”. “Éste no ha hecho doble hoy, se va a gastar los ahorros”.
Se apuntó mentalmente salir a comprarle unos zapatos de invierno nuevos. Fuertes y abrigados. Parecía que venía el invierno duro y no quería que fuera por ahí con esas botas rotas y llenas de fisuras. La última vez que llovió llegó a casa con los pies empapados y tiritando.
Tenía que echar cuentas. Ya no podría pagarle nada a ninguno de sus amigos de la deuda. Lo del entierro de su madre, debería adelantar algo, eso no podía dejarlo. Cualquier día temía que se cansaran de esperar y se enfadaran y se lo pidieran todo de golpe.
– Mamá, bajo a la tienda y luego te ayudo a secarte el pelo.
Susana sonrió. Era la forma educada que tenía su hijo de sugerirle que debía lavarse el pelo. Seguramente había estado buscando la forma de decírselo durante un buen rato.
Se levanto y fue al baño. Pensó el lavarse el pelo en el lavabo, pero al final, decidió meterse en la ducha.
Se entretuvo un rato. Dejó que el agua corriera. Quería que se llevara parte de su tristeza por el desagüe, pero no parecía el momento propicio. Al final cogió el champú y se frotó largamente el cuero cabelludo y su media melena rubia. Repitió la operación un par de veces.
Cerró la ducha y salió. Se sentó en una silla que tenía en el baño y se secó despacio. Se puso una toalla recogiendo el pelo y se puso el albornoz.
Iván lo esperaba con el secador en la mano, frente al espejo de su habitación.
Ella se sentó sumisa y se dejó hacer. Le gustaba que le secara él, porque los brazos se le cansaban mucho de tenerlos en alto con el secador y el cepillo. Debía tener artritis o algo parecido. O calcificaciones en los hombros. No sabía. Le decían las amigas. Ella no quería ir al médico. Bastante había ido por su hijo. Y seguía yendo a revisión, todos los años. Al psiquiatra, cada 6 meses.
Acabaron. Iván salió para dejarla vestirse tranquila.
Era ya tarde, debía preparar la comida. Y si quería hacer croquetas, debía ponerse a hacer la bechamel para darle tiempo a que se enfriara y freírlas luego.
Comieron frugalmente y luego se pusieron a sus temas. Iván a recoger la casa, a limpiar a fondo todo y ella con las croquetas y la ensaladilla rusa.
Por la intensidad de la limpieza se imaginó que al final invitaría a esa chica que le gustaba. Tres cubiertos en la mesa.
Y llegó la hora.
Ella se puso su mejor vestido, y su hijo, su mejor pantalón y su camiseta más nueva. Una chaqueta de punto, el último regalo que le hizo su abuela. Solo se la ponía en ocasiones especiales. La cuidaba y la mimaba como si fuera su objeto más preciado. Susana creía que quería hacerla durar mucho tiempo. Y unas deportivas recién lavadas en la lavadora. La comida estaba en la mesa.
– ¿Cuándo va a venir ella?
Él se removió inquieto en la butaca. Miró al suelo.
– No es ella. – hizo una pausa – Es él.
Susana se levantó de la butaca. Se acercó a él y le obligó a levantar la cara, cogiéndole del mentón.
– Pues cuando va a venir él.
Se agachó y le dio un beso en la mejilla.
Justo en ese momento, le llegó un wasap.
Por la cara de desilusión, Susana supo que no iba a venir. “Se ha rajao”, le oyó susurrar a Iván.
– Pues vamos a cenar, que las croquetas nos esperan. Así te toca a más.- exclamó ella aliviada; en el fondo no le apetecía cenar con nadie más. Tendría que fingir más de la cuenta y no estaba muy por la labor.
Le removió el pelo. Normalmente le hubiera echado la bronca, porque lo del pelo y su peinado mojado, era algo que daba mucha importancia y le molestaba mucho que se lo estropeara.
– Si quieres irte con él, vete. No te ha dicho que no quiere estar contigo, sino que no quiere subir ¿no?
– Pero mamá, yo me quedo contigo. Si quiere que suba. Es lo que habíamos quedado.
– Tú, que has organizado todo esto por él.
No se dio cuenta pero a Susana le salió un tono de amargura. En realidad le hubiera gustado que él lo hubiera hecho por pasar la Nochevieja con ella, hacer algo juntos, especial, como casi nunca hacían, acuciados por las necesidades y por las tristezas, o por lo que fuera.
– Mamá, solo quería que lo conocieras. No te enfades, porfa. Es un bobo que le voy a mandar a la mierda por hacerme esto. Es un mamón. Que le den. Y está abajo, pero no se atreve a subir.
Susana se levantó decidida.
– ¿Dónde vas?
– A buscarlo.
– No, joder, es un puto corte. No. ¡Qué se va a pensar!
– Si te pones así, lo conozco. Ahora subo.
– ¡¡Mamá!! – gritó.
Pero su madre ya estaba en el ascensor. Tanta prisa tuvo por salir, que ni cogió el abrigo. Esperaba que la búsqueda fuera corta.
Y por suerte, lo fue, porque hacía mucho frío. Pero enseguida vio a un chico que le sonaba. Era Iñaki, el hijo de los del súper.
Fue directa hacia él. Notó que el chico tenía ganas de salir corriendo, pero no se atrevió.
Se quedó mirándolo. Fijamente. Él intentó bajar la cabeza, pero ella estiró la mano y, como había hecho con su hijo hacía apenas unos minutos, le obligo a mirarla.
No dijo nada. Solo lo miró y estiró el brazo brazo libre hacia el portal.
Suspiró con energía y enfiló hacia la casa. Ella lo seguía de cerca, dispuesta a saltar sobre él si emprendía la huida.
En el ascensor, le colocó bien la corbata. Llevaba corbata. Se lo pensó y se la quitó.
– Iván no se ha puesto corbata – le explicó.
Le desabrochó el último botón de la camisa. Le alisó el pelo, que se le había alborotado.
– Que te vea guapo. Vamos.
Abrió la puerta del ascensor y le dejó salir.
Iván estaba en la puerta. Se le fue suavizando el gesto. No se esperaba que su madre convenciera a Iñaki de que subiera.
– Ya estamos.
Susana entró en casa decidida y directa a la cocina.
– Qué frío hace. – murmuró – Os podéis sentar – dijo levantando la voz para que le oyeran desde el salón. – Llevo el cava y empezamos.
– Ejem ejem.
Se giró y les vio a los dos, con cara de estreñidos. Iñaki con su americana y su camisa de rayas, todo en tonos azules, y su hijo, con la chaqueta de su abuela y una camiseta rosa, la nueva. Y los pantalones negros casi nuevos. Iván le dio un codazo e Iñaki carraspeó.
– Que iba a hacerle un regalo por al cena y lo hablé con Iv y quedamos en que molaría hacer un regalo los dos y tal, porque andamos caninos. Y como él quería desde hace tiempo pues regalarle algo especial por sus noches sin dormir en el hospital y todo aquello que pasó,y por todo, vamos, pues como le faltaba un poco de pasta, que ha estado ahorrando la pasta mucho tiempo, pues le he ayudao yo y así pues lo ha podido comprar.
– Hemos
– Pero tú has puesto casi toda la pasta. No…
– Hemos – insistió terco Iván.
Iñaki alargó el paquete con un movimiento brusco. Susana de repente se puso nerviosa. Era el primer regalo que le hacía nadie desde hacía mucho tiempo. Tuvo la tentación de rechazarlo y que le devolvieran el dinero a esos dos. Pero no podía hacerle ese feo a su hijo y a su novio. En realidad a su hijo, que se había buscado la tapadera de su novio para hacer presión y que no le obligara a devolverlo. Ella lo conocía bien, pero él la conocía bien también. Hoy todas sus triquiñuelas le estaban saliendo bien.
Su hijo con novio. Tendría que acostumbrarse a eso. A compartirlo con alguien. Aunque intuía que hacía algún tiempo que eso era así, aunque ella no tuviera ni idea.
– Me he puesto nerviosa – le dijo cómplice a Iván. – No deberías haberlo hecho. – al final se le escapó. – Pero me alegro que…
– Pero ábrelo, no sabes que es.
Sonrió nerviosa. Como cuando era pequeña y venía su tío de América y le traía alguna nueva muñeca que no había en España. Rasgó el papel sin contemplaciones, abrió la caja y… se quedó callada, con la boca abierta, sin atreverse siquiera a tocarlo.
Miró a su hijo. Volvió a su regalo. Miró a Iñaki. De repente le entraron ganas de llorar… y no pudo reprimirlas. Al cabo de un rato de pasarle la mano suavemente, cogió la cadena y la quitó del soporte de la caja. La levantó y miró de cerca el colgante de oro.
– Es de oro – explicó Iván, nervioso porque no sabía leer la reacción de su madre.
Susana lo miró y sonrió.
– ¿Me lo pones?
Iván sonrió ya más tranquilo y, con una cierta torpeza, se lo puso a su madre en el cuello. Ella corrió al espejo que tenía en su habitación. Y se lo miró. De cerca. Le quedaba muy bien. Era el emblema de las enfermeras. Su sueño olvidado. Lo poco que le faltó para acabar la carrera.
Corrió otra vez al salón. Allí encontró a su hijo y a Iñaki, mirándose un poco inquietos. Abrazó a su hijo y le dio un sonoro beso en la mejilla. Se giró y le dio otro beso a Iñaki.
Tenía lágrimas en los ojos.
– Muchas gracias, me ha gustado mucho. Vamos a cenar ¿Queréis?
Quizás fue la mejor celebración que recordaba. Al menos la mejor desde que las cosas se torcieron.
Esa noche, a Susana le importaba menos cuando cambió todo. Tenía a su hijo al lado, fuerte y sano, guapo y buena gente. Y parecía que su novio era buena gente también.
Bebió un sorbito de cava. Y le gustó las cosquillas que le hizo las burbujas en la nariz.
Y sonrió mientras cogía un langostino. Que a saber lo que le habían costado a su hijo… que se lo había regalado Esteban… si ese no regala nada… como le había liado el condenado…