Hemos estado todos los fines de semana juntos. O casi.
Ya dos meses y medio.
Saúl y Cristian. Qué bien suena.
Todavía no se nos han acabado los temas de conversación. Cotorras nos llaman mis amigos. Y los suyos.
Todavía no se nos ha pasado las ganas de estar juntos.
Vivimos en ciudades distintas. Eso es un pequeño problema. Los fines de semana son nuestros. Casi siempre, viene él aquí. Luego, entre semana, tenemos el teléfono siempre en la mano, con los wasaps y las llamadas.
Creo que me he enamorado.
Creo que me quiere.
¿Qué hacemos por Navidad?
Claro. Navidad. No había caído.
La suele pasar con su hermana.
Su hermana es maja. Me cae bien. Comimos un para de veces, cuando he ido yo a su casa.
– Si quieres, puedes venir – me propuso tras un largo silencio por mi parte.
No es que no me apeteciera, pero…
– ¿Y si lo pasamos juntos, solos? – propuse.
Ahí surgió un problema. Nuestro primer desencuentro. Lo vi en su cara, que no dijo nada. No es que me caiga mal, repito. Pero así de pronto, ir a casa de su hermana, con los niños, su marido, los padres de él… no era mi ideal. Normalmente suelo pasar la Navidad solo, o en todo caso, con algún amigo que está en mi misma situación. Una cena un poco especial, y un poco de música, y si acaso, un juego de mesa tipo Trivial. Con mis padres me acuerdo que jugábamos al Monopoly. Le encantaba a mi madre. Mis hermanos están lejos, muy lejos. Y no tenemos una relación especial.
Cambiamos de tema. El siguiente fin de semana, fue el primero que pasamos separados. Era el anterior a Navidad. Le surgió un problema con no sé muy bien que. El trabajo o algo así. Recuerdo que pensé que me pareció una excusa barata, pero no me atreví a decir nada. Me importaba Saúl. Quería que saliera bien la cosa. Pero por otro lado, no estaba preparado para hacer una inmersión en su familia a las primeras de cambio. Que gracia, pensé, la familia nos separa.
Que conste que su hermana me cae bien. Y creo que yo a ella, igual.
Sebas me llamó para preguntar lo que iba a hacer.
– No lo sé. Como siempre, en casa.
Tuve la impresión de que quería decirme algo, pero se cortó.
Tuve la impresión de que estaba metiendo la pata con lo de Navidad. Quizás debería decirle algo a Saúl. Esos días no hablamos. Nuestro primer disgusto.
Al final le llamé. Noté que se alegraba. Me dijo que me iba a llamar esa noche, que me había adelantado. No le creí pero me alegré.
– Iré a pasar la Navidad con tu familia – le dije a la primera ocasión.
– No, mejor no – se apresuró a contestar.
– ¡Ah! – exclamé. Fue una respuesta tonta, pero no se me ocurrió otra.
– Es que los padres de Rubén, no… no ven con buenos ojos lo nuestro.
– Que les den a los padres de Rubén – le dije escandalizado. – Los importantes somos nosotros y tu hermana y Rubén.
– Ya, pero Rubén… sus padres, sus hermanos…
– ¿También estaban sus hermanos? – la cosa ahora sí que no me gustaba un pimiento.
– Mejor es que las pasemos como teníamos previsto – me dijo al final.
Ahora era yo el que estaba enfadado. Que los padres de su cuñado fueran unos retrógrados, no me parecía justificación. Pasé en unos minutos de estar enfadado por una cosa, a estarlo por la contraria. Ahora quería ir a esa celebración de la Navidad, del amor y esas pamplinas, y darles en los morros a esos señores y al resto de familia de Rubén, demostrándoles la buena pareja que hacemos.
Esa noche pensé que … pensé muchas cosas. Al final llegué a la conclusión de que no debía meterme y que era mejor preservar lo nuestro que hacer una guerra de la que Saúl podría salir herido. Su hermana era importante para él, muy importante. Y sus sobrinos, también.
Así que hice los preparativos para pasar la Nochebuena en casa, solo. Bueno, con Hugo, un amigo al que su novia no le permitía todavía incorporarse a las fiestas familiares. Luego pasarían por casa otros amigos de la panda. Para tomar unas copas. Y algunos acabarían jugando al Tabú o al Trivial o a algo parecido.
– A la brisca – propuso Sebas en un wasap.
– Conmigo no contéis.
Hablé con Saúl esa tarde. De hecho, me ayudó por teléfono a hacer la compra. Elvira, otra amiga, se apuntó a última hora. Y Jonás, uno del que estuve enamorado un tiempo. Un enamoramiento en secreto y platónico, que no había nada que hacer al respecto.
– Compra de más – me aconsejó – no vaya a ser que se siga apuntando gente.
Le hice caso. Y menos mal.
Al final me dieron la sorpresa y anunciaron su presencia Sebas y Rosa. Y luego Eduardo, ese compañero del trabajo que me gustaba. Ya no le vi tan atractivo. Y me dio al sorpresa Álvaro, un antiguo compañero de trabajo. Otro amor platónico. Una cena llena de amores platónicos. Y mi amor de verdad, en casa de su hermana, cenando con los suegros de ella y los cuñados, todos unos retrógrados de mierda.
– Luego hacemos un skype – me dijo al despedirse Saúl – tengo que vestirme para la cena.
Recuerdo que pensé en broma si es que pensaba ir desnudo o algo parecido. Si era así, mejor que no se vistiera, pensé con un poco de broma. Una broma para mí, que no se la conté a nadie. Me lo imaginé entrando en casa de los padres de su cuñado, desnudo, bamboleando su miembro al ritmo de su caminar. Y miré en mi imaginación los carrillos de su culo, saltarines, temblando a cada paso. Me metí tanto en esos pensamientos algo excitantes, que me quedé en el hipermercado quieto, embobado, con una sonrisa estúpida. Lo sé por la cara de espanto que puso una señora al pasar a mi lado. A lo mejor no me miró a la cara sino a otro sitio en el que de repente apareció un bulto sospechoso.
Quita, dejemos el tema.
Acabé las compras. Hugo me esperaba en el portal. Y Elvira llegó al poco.
Elvira había traído una merluza enorme, ya rellena, lista para meter al horno. Y Hugo había traído unos hojaldres que había hecho esa tarde.
– Casi no hace falta preparar más comida – les dije. – No somos tantos.
– Pero ya sabes, estas fechas se come mucho.
– Y se bebe mas, – dijo Sebas apareciendo con una caja de cava.
– La madre del cordero – exclamé – no tengo sitio en el frigo.
Pues ahí estábamos todos preparando la comida.
A las nueve y media, llamó Saúl. Cogí el móvil y ahí estaba, sonriendo. Videoconferencia. Estaba guapo el capullo. Y como sonreía. Iba andando mientras hablaba conmigo.
– Te tengo que dejar, que llego a casa.
– Vale. Yo acabaré con la cena.
Nos lanzamos uns besos al aire. Y sabes, me quedé triste, muy triste. Hasta se me humedecieron los ojos.
– Luego te vuelvo a llamar.
Me lo dijo en el último momento. Él también estaba compungido. Se lo noté.
Y me llamó. Solo había pasado 20 minutos. Y hablamos. Y volvimos a despedirnos.
Y volvió a llamar al cuarto de hora. Y hablamos. Y volvimos a despedirnos, compungidos.
Y le volví a llamar. A la media hora. Joder, se me había hecho muy largo.
Y hablamos.
Y volvimos a despedirnos.
Con la merluza, volvimos a hablar.
Y cuando sacamos el cordero.
Y con la tarta.
Y brindamos.
Y nos despedimos.
– Mañana hablamos, dijo. Voy a jugar con los niños.
Se me humedecieron los ojos. Otra vez.
Se acercaron algunos amigos más. Eramos ya casi quince. Era divertido. Una de las Nochebuenas más agradables que recordaba. Y aunque echaba de menos a Saúl, las llamadas había cumplido su objetivo.
Y sí, pasó lo que imagináis. Casi a la una de la mañana, llamaron a la puerta. Ni me enteré. Fue Eduardo a abrir la puerta.
– Mira a ver, que es un repartidor de Telepizza. Dice que has pedido 5 familiares barbacoa. Ya le he dicho que no. Pero insiste.
– ¿5 familiares? Ese está tonto.
Y salí escopetado con ganas de discutir con el repartidor de Telepizza.
Y sí, os habéis imaginado bien: el repartidor de Telepizza era Saúl, que había cogido el coche y me quería dar la sorpresa.
Que guapo lo vi. Como me miraba. Nos quedamos así, él en la puerta, con una gorra de Telepizza, no os penséis que lo de repartidor era una cosa gratuita, no. Llevaba puesta una gorra roja de Telepizza. Yo lo miraba. Él me miraba. Sonreíamos. Yo apoyado en la puerta del hall. El apoyado en la puerta de casa.
– ¿Váis a estar así toda la noche?
Después de decir esto, Rosa me pegó un señor empujón. Y Sebas, el cabrón, empezó a dar palmas al grito de:
– Que se besen, que se besen.
Al segundo que se besen, los quince estaban dando palmas. Un escándalo. Me fui acercando despacio. El hall apenas da para tres o cuatro pasos, pero yo di veinte. Saúl no se movió. Luego me dijo que le temblaban las piernas, estaba nervioso, porque no sabía como iba a reaccionar yo. Que bobo es. Y después de esos pasos eternos, apoyé mi frente en la suya y estiré los labios para buscar los suyos. Un pico. Dos picos. Y él, de repente, se quitó la gorra, me abrazó, y me dio un señor beso.
Los quince, aplaudían. En otra ocasión me hubiera dado la vuelta y les hubiera echado la bronca:
– Joder, los vecinos, que se van a quejar.
Pero no, ni se me pasó por la cabeza. Me estaban besando. Me estaba besando Saúl. Saúl estaba en mi casa en Nochebuena. Y yo estaba en la gloria.
Mis amigos siguieron a lo suyo. Unos a la brisca, otros al Trivial. Música. La tele puesta. La mesa llena de turrón y marquesas. Mucho cava.
Yo sentado en un lado el sofá. Saúl sentado en el otro lado, con las piernas sobre mí. Cada uno con una copa de cava en la mano. Las manos que teníamos libres, entrelazadas. Nuestras miradas también entrelazadas. Callados. Sonriendo. Ni una palabra dijimos. Ni una. Y os juro que, ese silencio entre los dos, ha sido hasta ahora, el mejor momento de mi vida. Hasta ahora. Porque estoy seguro de que otros mejores momentos, llegarán cada día, con Saúl. Estoy convencido.
La cosa comenzó así: