San Valentín.

Ya ha pasado. Ha sido un suspiro.

Casi 20 días con los preparativos. Que si hacemos esto especial, que si vamos a cenar, a bailar, o si follamos vestidos de colegialas, o de policías de los GEO, que molan mazo y es muy morboso. Te regalo una rosa, o mejor un clavel, que me gusta más y no pincha. Y es más barato. O podemos regalarnos una caja de bombones y comerlos los dos abrazados frente al televisor cada uno con nuestro móvil, contando mentiras por wasap. Mentiras o verdades, dependiendo de a quién y el momento y el tema.

Fulanito me ha dicho que se lo ha montado con su chico 34 veces desde las 2 de la tarde. Será bobo el tío. Pero si su novio le pone los cuernos con su jefe, que yo les vi en el garaje de la c/Abelardo Jiménez.

A mí Zutanito me ha dicho que Zulema le ha invitado a cenar al Savoy. Pero si no tiene un duro la tía. Le he dicho que me mande una foto, no te jode. Joder la ha mandado, seguro que es un truco, que se nota un huevo. Lo tenía preparado, lo que yo te diga.

Casi se les olvida follar, aunque cuando se pusieron a ello, empezó a llegar más y más mensajes. Y estaban pensando más en lo que dirían y quién les había escrito que en lo suyo.

20 días de preparativos. De si a ver que le regalo, le voy a preguntar a Jimena su mariliendres preferida, lo que le gustaría de verdad. Y luego le preguntaré a su madre y a Carlos, su ex-novio. Y luego veré… si le regalo ese libro que le gusta, o una corbata para el trabajo, o si aprovecho y compro algo para la casa, algo que pase por regalo pero que nos haga falta, a lo mejor un exprimidor nuevo de naranjas, que nos gusta el zumo por la mañana, o a lo mejor una tostadora de pan, que se rompió en Navidades la que teníamos. Tampoco la usábamos demasiado, pero desde que se estropeó, parece que tenemos más ganas de pan tostado que nunca.

O una licuadora.

Vamos, con romanticismo, un anillo o unos pendientes. O una tarta con forma de corazón, con mucha dulzura. O los bombones, o el clavel, o perfume o… el exprimidor.

Un traje nuevo, para ir a bailar, o una camisa de Prada, o unos gayumbos de Dolce. O un camisón para dormir, que me da morbo. Aunque a lo mejor no le gusta, porque en realidad, aunque sería para que él se lo pusiera, en verdad al que le daría morbo es a mí.

Darle vueltas a donde comemos, a dónde cenamos, a con quién nos vemos o con quién no, si bailamos o nos vamos pronto para follar hasta que amanezca y desayunar en la cama pan tostado y zumo de naranjas recién exprimidas en el regalo de San Valentín.

20 días o más pensando en el puto San Valentín para que todo haya pasado tan rápido. Y no lo hagas que parecerá que no quieres a tu chico. Que todos dicen que no les importa, que es consumismo, que si tal, que el resto de los días… ¡Una mierda! Que se te olvide algo al respecto que te dijo un día cualquiera cuando estabas a punto de dormirte después de una noche de sábado de polvo, el día del polvo. La falta de costumbre te hace quedarte dormido, exhausto por el esfuerzo. Ese día tu pareja te dice que le gustaría que por San Valentín, le compraras el último libro de Domingo Villar. Pues no, no lo escuché, porque me quedé dormido. Y el tío capullo no lo ha repetido más en estos días. Solo coñas que no entendía. Y yo voy y le regalo unos pendientes de oro estupendos. Pues no, tío, él quería “El último barco” la última novela de Domingo Villar.

Al final se ha puesto los pendientes. A regañadientes. Y al final le han gustado. Y diría que mucho. Pero no lo dice como castigo por lo del libro que te conozco. Así que me he escabullido a comprar el libro, para regalárselo ipso facto.

Y ahora ¿qué? 20 días o más para San Valentín y todo ha pasado tan rápido… hasta el polvo ha sido rápido y a ritmo de wasap. Mierda de polvo, pero ahí he tenido parte de culpa.

¿Y que hacemos hasta el próximo San Valentín? La vida se nos ha quedado vacía. Aunque pensándolo mejor, siempre nos podemos hacer un zumo de naranja y tostar un poco de pan para rememorar San Valentín. Y ponte los jodidos pendientes que me han costado una pasta, joder, que ya tienes el puto libro. Y el pan tostado y el zumo ya lo hago yo, que en definitiva han sido mis regalos de San Valentín. Gracias querido por tu practicismo. Maldita la hora en que no decidí regalarle el camisón. ¡Maldita sea! Solo de pensarlo me pongo a cien. Y cuando veo sus pendientes en el aparador y el exprimidor y la tostadora en la encimera de la cocina… me llevan los demonios. Carlos, te espero el próximo San Valentín. Te juro que te compro una llave Allen y un destornillador, a ver si montas de una puta vez la mesa que compramos a finales del verano. Como que me llamo Quim. Y el camisón, claro.

Rápido, que llega la Navidad.

Y nosotros con estos pelos.

Con brevedad. Que espero vuestras cosas para Navidad. NO pensaba hacer nada, pero Dídac me ha mandado alguna cosa, así que no le vamos a hacer el feo ¿no?.

Venga.

Canciones, fotos, historias. Lo que os apetezca. A mi correo, por favor.

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All I Want For Christmas – La Voix and The London Gay Big Band

 

 

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Estás conmigo.

Ahora mismo, si a Chus le hablan de orgullo, dignidad y eso conceptos tan grandilocuentes, se echaría a reír con ganas. De hecho, está en plena carcajada, al lado de la cama de su amante, desnudo, tirado en el suelo y con las sábanas y mantas sobre él. No entiende como se ha podido caer de la cama tan tontamente. Pero ahí está. Todavía no lo sabe, pero el vaso de agua que se llevó a la mesilla sobre un platito, que su amante es muy remilgado, está a punto de caer sobre su cabeza. Le queda nada, un pequeño movimiento del suelo con las risas del propio Chus, que su amante salga del baño (aunque conociéndolo todavía tardará como media hora) y abra la puerta con decisión, o que se cuele por la ventana una pequeña brizna de aire.

El vaso pende de un hilo, que diría aquél.

Y el hilo se rompió, porque Chus acabó riéndose otra vez a carcajadas (miró al espejo del armario y vio la pinta que tenía además, con su cara llena de carmín, que le gustaba a su amante el tema del carmín, espatarrado, con las mantas aquí y allá, y con su tripita, que no se había dado cuenta de que era cierto lo que le había dicho Carlos de la Cuesta Contigo, su remilgado amante: has engordado, cariño, pero me pones más así), el vaso se volcó derramándose sobre Chus y cayendo luego sobre su pecho, ya vacío. Todo esto volvió a provocar otra carcajada. Que cuando uno se siente ridículo es mejor reírse, sobre todo si no le ve nadie. Chus era incapaz de levantarse del suelo, lo que le hacía reír de nuevo. Un círculo vicioso que estaba consiguiendo que su miembro viril quisiera ponerse contento para unirse a la fiesta. Ponerse cachondo en esa situación era para echarse a reír. Una vez más.

El remilgado amante de Chus, salió del cuarto de baño, espantado de la algarabía que escuchaba en la habitación, con su camisa impoluta, su peinado perfecto, afeitado y con la boca sabiendo a clorofila.

– ¿Qué ha pasado? – preguntó caminando hacia Chus, con una ligera sonrisa en su boca, que no dejaba de ser el asunto gracioso y la risa de Chus era contagiosa.

– No me puedo levantar, como la canción.

– ¿La canción?

– De Mecano. – Chus empezó a cantarla.

– ¡Ah! Esa.

– Carlitos, pareces un viejo.

– Y tú un crío.

– Lo que somos.

– No somos críos, tenemos veintitantos.

– Da igual. Somos unos críos. Aunque parezcas un viejo.

– Tengo muchas responsabilidades.

– Tienes un palo metido por el culo.

– No es cierto.

– Lo es. Déjate de cháchara y ayúdame a levantarme.

Carlos de la Cuesta se acercó a Chus decidido a solventar el tema, con tan mala suerte que no vio el vaso en el suelo y lo pisó, resbalándose. Intentó mantener el equilibrio agitando los brazos como si fueran aspas de molinos de viento en medio de un huracán. Lo más que consiguió es caer hacia delante en lugar de hacia atrás. Chus vio la jugada y se movió para ponerse en la trayectoria de su caída y amortiguarla.

– ¡Carajo! -exclamó fastidiado Carlos de la Cuesta– tendré que volver a arreglarme. (su camisa de lino se había humedecido con el agua del vaso y Chus, para fastidiarlo, había pasado su cara rasposa de barba de dos días y carmín de la última noche, por la suya, poniendo colorete en su rostro, estaba seguro de ello).

– Vayamos al Orgullo, Carlitos.

– Deja. No me van esas movidas.

– Subámonos en una carroza.

– Quita, quita.

– Follemos. Ahora. Por primera vez hoy.

Iba a decir que no tenía ganas, pero notó la mano de Chus sobre su miembro y supo que no podía disimular. Y notó el pene de su amante, que acababa de ponerse a tono. Sintió su piel mojada, el carmín en su cara, el gesto de pillo que le ponía… y sin más disquisiciones, se lanzó a besarle como un desesperado.

La camisa acabó en la manilla de la ventana, la corbata directamente sobre el cuello, hacia atrás. Los pantalones hasta hacía unos minutos, pulcramente planchados, estaban arrugados debajo de la cama.

Se abrazaron, dieron varias vueltas sobre sí mismos, besándose apasionadamente. Chus fue a despeinar a su amante, pero éste le detuvo la mano.

-No, que me ha costado…

El comienzo de un beso nuevo, calló las quejas de Carlos. Y Chus consiguió su propósito y lo despeinó completamente. Y a Carlos no le importó, un día es un día. Y dos, son dos.

El tiempo pasó como una exhalación. No dejaban de besarse, de tocarse, cambiaban de posición, jadeaban, reían. Se saboreaban.

De repente, Carlos escuchó en el carrillón del salón que daban las 12,30 h.

– Cáspita, no voy a llegar.

– ¿No puedes decir joder como todo el mundo?

– ¿Qué más da?

– Sácate el palo, joder.

– No seas grosero. No tengo un palo en mi culo, tengo… – se detuvo porque le daba corte decir en voz alta lo que tenía en su culo en lugar del palo. – Acabemos que tengo que…

– Ya se me ha cortado el rollo – exclamó un fastidiado Chus notando como su miembro viril se ponía flácido y salía de Carlos de la Cuesta Contigo.

Chus se puso a horcajadas sobre Carlos. Le agarró las manos y se las sujetó por encima de su cabeza.

– Estás ridículo con todo ese carmín – le dijo de repente Carlos, intentado inútilmente que le soltara.

– Pues bien que te pone caliente. Y tú eres ridículo a tiempo completo. ¿Me quieres?

– Qué pregunta más tonta. Sabes que sí.

– Dímelo.

– Ya lo sabes.

– Dímelo.

– Te… te… te… quiero.

– Vas a llamar a esos con los que has quedado y les vas a decir que te ha surgido algo y no vas a poder ir.

– Pero…

– Nos vamos a ir a la manifestación. A la fiesta. Te vas a poner algo de ropa informal, de la mía, que la tuya es toda de viejos. Con el pelo así, y sin ducharte, oliendo a sexo y sudor. Oliendo a mí. Yo iré oliendo a ti.

– No, eso no.

– Y vamos a pasar la tarde juntos, de la mano, como hacen los novios.

– Pero…

– Tú me quieres, yo te quiero. Así que somos novios – dijo muy serio y convencido Chus.

– No me gusta los…

– ¿Compromisos? Pues bien te comprometes para otras cosas.

– No es lo mismo. E iba a decir las etiquetas. No me gustan las etiquetas.

– Yo te miro con orgullo. Quiero que hagas lo mismo. Y quiero ir por la calle contigo. Quiero subirme a una carroza, bailar contigo, quiero besarte… quiero ponerme un cartel en el pecho: soy el novio de Carlos de la Cuesta Contigo.

– ¿Y tu carrera? Tu representante decía que…

– Que le den a todos. ¿Estás conmigo?

– Bueno… pensaba que no querías…

– ¿Estás conmigo, Carlos? O ésta será la última vez que veas estas lorzas que tanto te ponen…

– Pero…

– ¿Estás conmigo?

Se hizo el silencio.

Los dos sin moverse, respirando agitados, mirándose. Cada uno en su lucha.

– Te quiero – dijo de repente Carlos. Lo dijo decidido y sin trastabillarse.

Se besaron.

– Hago todo eso, incluido lo de novios. Pero a cambio te pido una cosa. Dos.

– Dispara.

– Te vienes a vivir conmigo y… – carraspeó – te casas conmigo.

Chus abrió la boca de la sorpresa. Soltó las manos de Carlos. Y se inclinó sobre él para besarlo.

– Hecho. Te quiero, bobo. Que les den a todos. Vamos a ser la pareja del año. ¡¡Ja!!

Chus se levantó del suelo y fue a buscar su móvil.

– ¿Qué vas a hacer?

– Voy a mandar a todos un wasap, para anunciar nuestra decisión.

Carlos de la Cuesta Contigo se movió insinuante en el suelo, sobre su ropa y las sábanas de su cama. Puso morritos. Chus lo miraba de reojo. Y puso el culo en pompa. Chus miraba de reojo. Dejó de escribir. Empezó a salivar. Carlos se hizo un ovillo en el suelo, pegando sus piernas a su pecho, a la vez que le lanzaba un beso.

Chus dejó el teléfono en la sifonier.

Carlos se volvió a estirar, tumbándose boca arriba, con su miembro apuntando al techo.

– La madre que te parió – exclamó Chus yendo hacia Carlos.- Carlitos, Carlitos, he despertado a la bestia. Me pones a 100.

– Aplácala, pues.

Dio los dos pasos que lo separaban se tumbó al lado de su amante y… se puso al tema.

– No se si llegaremos a la fiesta del Orgullo.

– ¡Joder!

Y no llegaron.

La increíble historia de como vivieron su primera crisis, Ramiro el millonetis y Jorge el camarero. Capítulo 15.

A pie del avión esperaban no menos de 40 vehículos monovolumen con los cristales tintados. El personal de Ramiro el millonetis se bajó a la carrera y ocupó sus puestos. Ramiro el millonetis, bajó con cara de ningún amigo en el mundo y se subió a uno de ellos. Los tres mosqueteros lo siguieron en otro coche, que no querían enfrentarse a él en ese momento. Iban cabizbajos, mesándose los cabellos hacia atrás, con su traje de superhéroe apretándoles los huevos, que se había hecho pequeñitos, pequeñitos.

Óscar era el más afectado. Al problema de Ramiro se le unía el problema con Locatis. En su sueño inducido se había tirado a no menos de 25 hombres de distintas edades, condición económica y con detalles minuciosos sobre sus miembros y sus otras características corporales. A algunos de ellos los conocía y las dudas sobre la vida en general, se habían apoderado de su ánimo. Por su mente pasó la de irse a buscar Jorge y cogerse de la mano con él y salir pitando hacia el desierto del Gobi y perderse allí, entre las dunas, solos, sin nadie más, alejados del mundanal ruido, sin sexo. Bueno, o con sexo entre ellos, que tampoco iban a convertirse en monjes de clausura.

La caravana inmediatamente fue rodeada por otros tantos coches de la policía que los serviría de escolta. Era un problema de seguridad nacional y las precauciones eran las máximas. No estaba claro que los intentos de matar a la pareja se pudieran repetir. El servicio secreto había interceptado unas comunicaciones que resultaban cuando menos, inquietantes. El ministro del interior tenía los cojones de corbata, pensando que pudiera pasar algo a alguno de ellos dos. Y daba igual que Jorge el camarero hubiera dejado a su marido. Los malos podían pensar que lo mismo que se separan, se pueden juntar. Así que la única forma de solventar el peligro es cargándose a uno, al otro o a los dos. Muchos intereses económicos y políticos estaban en juego.

La primera parada de la caravana era el restaurante. Ramiro bajó como una exhalación. El camarero de la barra, nada más entrar, le lanzó el móvil que Jorge le había entregado e intentó huir. Pero el dedo acusador de Ramiro el millonetis, apuntándole al entrecejo, le dejó temblando, inmovilizado por unas cuerdas invisibles, en medio de la barra.

– Explícame por que has mirado con ojos turbios a mi marido.

– No me cae bien – susurró mientras notaba como se le escapaba un hilillo de orina y bajaba por sus piernas hasta encharcar sus zapatos. – me ha quitado el puesto de camarero principal porque es tu marido – explicó en un arranque de valentía.

– Te ha quitado el puesto porque es mejor que tú, imbécil.

– Sí señor.

– Hueles a mierda, quédate ahí a saborearlo.

– Si señor.

– Y se te puede ocurrir mirar con mala cara de nuevo a Jorge el camarero, que te mato. Escúchame bien: te mato.

– Se giró lentamente hacia el jefe, ex-dueño.

– ¿No te dije que guardaras el secreto?

– Yo no estoy para guardar secretitos.

– ¡¡ Óscar !! – bramó Ramiro, mientras tendía la mano hacia atrás.

Óscar apareció corriendo con unos papeles en la mano. Sabía de que iba su jefe y lo que necesitaba en cada momento. Muchos años de servicio íntimo lo avalaban.

– ¿Ves este contrato?

Se lo mostró al ex-dueño.

– Pues sí, la venta del local. Ya está.

– Léete esas cláusulas que tienes marcadas.

– Me da igual lo que diga.

– Te lo digo yo. Dice que si rompes la confidencialidad de la operación siquiera con tu mujer o marido, o con tus hijos legítimos o ilegítimos, pagarás una penalización del 250 % sobre el precio pactado.

– Vale. Vete a buscar el dinero. Ahí lo tengo, esperándote.

Ramiro sonrió de forma maléfica.

– Mejor vete a buscarlo tú. Después de recoger tus cosas y largarte.

– Ya las he recogido – el ex-dueño lo miraba ufano, muy seguro de sus argucias – tengo avión reservado a las Islas H5 y H8 en el Pacífico. Las he comprado para mí. Adiós Ramiro el millonetis. Yo se vivir, no como tú.

Ramiro sonrió otra vez.

– Quítate de mi vista.

El ex-dueño interpretó su invitación como una derrota de Ramiro el millonetis. Óscar, que sabía mejor que nadie como se las gastaba su jefe, miró al ex-jefe de Jorge el camarero con una cara de pena inmensa. “Ni los calzoncillos te van a quedar, pobre hombre”.

– Fito, cierra este sitio. No tiene objeto que esté abierto.

– Jefe, mejor es que…

– ¡¡¡Que lo cierres, maldita sea!!!

Fito dejó de respirar y se puso a ello.

Sin mediar más palabrería, Ramiro salió del restaurante y montó en su coche.

– Juanma, llévame a casa.

El chofeur cogió la directa y sobre dos ruedas, tardó menos de tres minutos en dejarlo a la puerta de su casoplón.

– ¡¡Jorge!! – gritó en el hall.

Jorge bajaba por la escalera cargado con una maleta, una mochila y una bandolera con su portátil. Se paró a mirar a Ramiro el millonetis, que de repente, se le había apagado el volumen de su atronadora voz y su ira se había esfumado ante la visión de su Jorge. Lo vio desmejorado. Muy pálido. Notó que había estado llorando. Notó que no estaba bien “voy a llamar al médico ese que ha dicho que está bien y se va a cagar”.

Jorge también miraba a su Ramiro. No le gustó lo que vio, porque lo vio triste, con unas ojeras como nunca le había notado. Y muy pálido, con los hombros hundidos.

– Me has traicionado, Ramiro.

Éste se arrodilló, abrió los brazos y lo miró fijamente.

– Perdóname.

Lo dijo con tanta dulzura, que a Jorge le empezaron a temblar las piernas. Dudó en su decisión. Pero era cabezota, bien lo sabía su padre. Y era orgulloso, eso no lo sabía casi nadie, porque a casi nadie había tenido oportunidad de mostrárselo. Y si pasaba por alto ese desprecio que le había hecho Ramiro, no se podría mirar en el espejo nunca más. Las mañanas serían oscuras, porque se había traicionado a si mismo, como los demás lo habían hecho antes con él.

– Solo tenía una cosa, Ramiro. Y me la has quitado. Debo salir a buscarlo.

– Por favor – suplicó.

Jorge levantó a duras penas la maleta y empezó a bajar nuevamente las escaleras. Quiso poner un gesto rudo y hierático. Pero cuanto más se acercaba a Ramiro, que seguía de rodillas, con los brazos abiertos, más pena el embargaba el alma. Y al pasar junto a él, no pudo por menos que agacharse y posar un suave beso en sus labios, justo un par de segundos antes de echarse a llorar.

Continuó su camino hacia la puerta, lento, arrastrando como podía la maleta, cuyas ruedas se negaban a rodar. Arrastrando su pena, su desamor, el orgullo herido, cosas todas ellas que pesaban un quintal, demasiado para sus escasas fuerzas.

No miró atrás. No vio como Ramiro se hacía un ovillo en el suelo y se echaba a llorar, con sus dedos tocando sus labios, ahí donde Jorge había posado su último beso.

Eduardo, un miembro del personal, se reía para sus adentros. Y sin ser consciente, dijo en voz media:

– El pavo ese ha hecho la comedia del siglo. Se va todo digno por unos meses de folleteo y sacará unos cuartos al jefe. A vivir tocándose los cojones.

Ramiro se levantó como un rayo y lo enfrentó.

– ¿Sabes lo primero que hizo ese del que has hablado con tanta ligereza? ¿Sabes la condición que me puso para formalizar nuestra relación?

Eduardo tragó saliva y negó lentamente con su cabeza.

– Me hizo firmar un papel ante notario que si la cosa salía mal, no le daría ni un euro. Así que no hables mal de ese que se va, porque nunca le llegaremos ninguno a la suela del zapato.

Ramiro enfiló la escalera camino de su habitación, mientras Jorge seguía su andar, siguiendo el camino de salida de la mansión.

Cuando solo le faltaban unos metros para salir de la propiedad de Ramiro el millonetis, las fuerzas le fallaron y cayó al suelo, sin sentido. Juanma y Óscar estaban en la puerta y lo vieron. Montaron los dos en el coche y fueron a recogerlo. Lo subieron y lo llevaron a toda leche al hospital.

– No respira. Joder, no respira – gritaba Óscar rompiéndole la camiseta e iniciando un masaje cardíaco.

– Atención, hombre joven en parada cardíaca – anunció a la red de emergencias Juanma con falsa calma a través de la radio que llevaba en el coche – Es Jorge el camarero que ha abandonado el hospital esta mañana. Dr. Huertas.

– Preparados para recibirlo – contestaron desde el hospital.

Óscar seguía afanándose sobre el pecho de Jorge. Y lo alternaba con el boca a boca, pero no percibía resultados positivos.

Nunca podría olvidar esa sensación de posar sus labios en la acción de reanimación de Jorge el camarero. Esos labios que había besado hacía unos años y que le habían parecido los más intensos y vivos que había probado nunca, ahora, estaban sin vida, secos.

– ¡¡Joder, Jorge!! – gritó desesperado. Y sin poder evitarlo, sin buscarlo, le plantó un morreo como no había hecho nunca antes. Un beso desesperado, lleno de vida, lleno de desesperación. Lleno de las lágrimas que le caían irremediablemente de sus ojos.