Necesito leer tus libros: Capítulo 9.

Capítulo 9.-

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A Jorge le resultaba extraño seguir con el proceso de la publicación del libro sin tener al lado uno de los motivos por los que se inició. No era tanto tener un motivo para publicar sino tener a alguien que le acompañara en el proceso. No, tampoco era eso. Sí, necesitaba un motivo. Carmelo le hubiera acompañado gustoso en ese proceso. No, no… sí, necesitaba un motivo. Que sonara el despertador y él se tuviera que levantar de la cama. El despertador fue Rubén y esa historia de que sus libros le daban la vida. Y resulta que él casi la pierde en el proceso.

Esa madrugada, sobre las 6, empezó a contestar a las dudas que le había ido enviando Jésica mientras repasaba la novela e iba maquetandola. Las características de la edición ya las sabían. Habían seguido en todas sus obras las mismas pautas. Mismo tipo de portada, misma estructura, mismo tipo de papel, márgenes, tamaño de letra.

Las indicaciones de Jésica estaban planteadas más en alguna incongruencia de la historia, algún fallo de racord, como lo llamaban ellos copiando la terminología cinematográfica. En algunas de las cosas que había detectado, se dio cuenta después que eran intencionadas que tenían un por qué. Pero sí hubo unas cuantas que eran pequeños fallos. Los fue repasando y los fueron corrigiendo. Le extrañó que Nadia no se diera cuenta, porque eran en la parte que Jorge no había cambiado. Aunque la verdad, en las últimas correcciones que le había hecho, el resultado no había sido el que él hubiera deseado. Tuvo que recorregir y volvérsela a mandar. Y así varias veces. Estas cosillas se he habían escapado a él también. Debería pensar en buscarse una persona que le ayudara. Una especie de secretario.

Debería buscar un día para hablar seriamente con Nadia. Y estaba el tema de ese comentario de Dimas. No había tenido tiempo de buscar esa entrevista en la que hablaba de Jorge y las novelas que tenía acabadas y aparcadas, en los relatos que también tenía acabados y que no quería publicar, pero lo haría. Y si de verdad había dicho eso, tendría que hablar con Nadia muy seriamente. Era la única que conocía lo que había escrito Jorge. Parte al menos. Esos números coincidían con las obras que había puesto al alcance de su amiga. Y el tema de la tía de Rubén, y su extraño comportamiento en la comida con Dimas…

Que tanto Dimas como Jésica y su gente hubieran pasado la noche preparando la edición era la prueba palpable de que su editor hablaba en serio cuando decía que quería publicar en una semana. Y Jorge empezaba a pensar que eso era posible. Y también pensaba en lo desesperado que debía estar Dimas. “Le han debido ir mal las cosas con el resto de sus autores”. “Jorgito tenía razón y yo no le hice ni caso”.

Esos días tuvo que romper sus costumbres. Hubo algunas reuniones a las que tuvo que asistir. No pudo dedicar al sueño sus horas habituales. En sus noches, volvió a triunfar el reino de los sueños, como en la mayoría de la gente. Dejó sus salidas nocturnas en busca de aire fresco, de luces de neón, de los monstruos de la noche, que aunque algunos pensaban que por la situación especial habían dejado de existir, eso era mentira. Ahí estaban, sorteando a la policía, a los vigilantes del visillo, dispuestos a vivir como siempre, porque no hacerlo supondría para ellos una muerte segura.

Pero no había tiempo, y él sabía mejor que nadie que estar descansado era un requisito esencial para disfrutar de la vida y para poder tomar decisiones. Una primera resolución lleva a muchas otras. Ya no había marcha atrás aunque la razón por la que tomó la primera, ahora había perdido su razón de ser.

Ya era viernes y debía ir a casa de Dimas su editor, a celebrar el cumpleaños de Jorge, su hijo. 18 años ya. No había muchos invitados. Los abuelos, un par de amigos de la familia muy cercanos, una de sus tías, la hermana de Rosa, y Jorge, el padrino.

No cumplían las normas vigentes en ese momento para reuniones privadas. No podían juntarse tantas personas en una casa. Pero nadie les veía. Eso sí, por si acaso, Dimas encargó pruebas para todos. No quería que Jorge Rios corriera ningún riesgo. Era mucho el dinero que se jugaba. Podía suponer, si le salía bien la jugada de esa rentrée, recuperar las pérdidas que había tenido el año anterior. Sus números llevaban ya años sin ser buenos. Y eso que las novelas y las recopilaciones de relatos de Jorge Ríos seguían vendiéndose. Pero esos dos últimos años habían sido nefastos. Veía peligrar su estatus en la editorial. Y lo que era peor, su estatus social.

En su despacho de casa había una caja con los primeros ejemplares de la novela. Ya estaba en la imprenta. Era todo un éxito. No se lo confesaría nunca al autor, pero ese despliegue estaba preparado y diseñado desde hacía siete años. El engranaje funcionó perfectamente.

Ahora Dimas dudaba entre sacar esos ejemplares y enseñárselos a su familia y allegados o dejarlo estar unos días. Con el autor no le quedó más remedio porque se coló en su despacho y lo vio. Le gustó la portada.

-Jésica tenía razón. Era la que mejor le iba.

-Cierto. Iván es un gran diseñador.

-Me gustan mucho sus cómics.

-Se lo diré. Le gustará saberlo.

-Dile que si quiere algún día podríamos colaborar, hacer algo juntos.

-No sería mala idea. Por cierto, te lo voy a pedir una vez más: me gustaría publicar aquellas novelas infantiles que les escribiste a mis hijos cuando eran pequeños.

-No insistas.

No quería publicarlas porque dejarían de ser algo especial para los chicos. Si todos lo podían comprar, ya no tendría gracia.

-Jorge ya tiene dieciocho. No le importará.

Jorge se llamaba Jorge por él. Rosa se empeñó. A Dimas en aquel momento no le hizo gracia. Dimas tardó en que Jorge Rios le cayera bien. Y eso que triunfó nada más llegar, cosa que no solía ocurrir con la mayor parte de los autores. Y si triunfabas, tenías más posibilidades de caerle bien. Era casi siempre una cuestión de réditos. En este caso, hasta cuatro años después de conocerse, de ser el padrino de su hijo y de convertirse en un buen amigo de su mujer, a Dimas no le quedó más remedio que reconocer que: “Pero qué majo es este Jorge Rios”. Eso sí, con la boca pequeña y de cara a la galería.

Quizás también influyó que en aquella época llegó un nuevo jefe a su editorial. Y en una reunión de todos los editores y agentes de la empresa, a Dimas se le ocurrió no ser muy considerado con una de sus estrellas emergentes, Jorge Ríos. Narcís Terragó, el nuevo jefe se lo quedó mirando.

-Tenía algunas sugerencias para hacerte respecto a ese autor – le dijo mirándolo fijamente y en tono muy cortante.

-Es bueno, pero no es para tanto. Veremos su tercera novela. Lleva retraso.

-No hemos pactado con él ningún plazo de entrega, si no me engaña la vista al leer el contrato. Ni ha querido ningún adelanto.

-No quiso. Es cierto.

-Entonces no lleva retraso.

-Le dije que me tenía que entregar un manuscrito hace un mes. Y no lo ha hecho.

-Creo que lo mejor sería que cambiáramos a ese joven autor de editor, ya que parece que tú no consigues conectar con él.

-No creo que quiera cambiar – dijo muy seguro de sí mismo.

-Voy a entrevistarme con él mañana. Se lo plantearé. También le plantearé si son ciertos los rumores de que se ha entrevistado con Ovidio Calatrava.

-¿Ese mafioso?

Algo en el tono del nuevo Jefe, le hizo no estar tan seguro de sus cartas. Él confiaba en Rosa para que se mantuviera fiel a él. Y en que era el padrino de su hijo. Y en Nando su marido. Con él había encontrado el feeling desde el principio que con Jorge no. Ninguna de las dos primeras cosas le gustaban, pero ya que se habían dado, se aprovecharía de ello. El tema era si quería jugársela a esas bazas, que por otro lado no eran muy profesionales. Sentía una antipatía visceral hacia él. No podía soportar su forma de vida. Ni ese aire de falsa modestia. No se creía nada de su pose de “me gusta escribir simplemente”. Le gustaba destacar, ser famoso, que otros autores le buscaran para hablar de libros, de historias. Todo lo que decía antes de publicar era mentira. No lo soportaba. Y no le gustaba tampoco que hubiera conectado tan bien con su mujer y con su hijo, que con apenas tres años ya tenía una devoción por su padrino Jorge que superaba con mucho el aprecio que demostraba por su padre. Pero tampoco podía jugársela a que el Jefe o el mismo Jorge cambiara de editor. Era la mitad de sus resultados. Y subiendo. Llevaba más de año y medio sin novela nueva ni se la esperaba hasta dentro de otro año. Pero sus relatos cortos publicados en El País y en alguna revista especializada, eran la delicia de la gente. Tenía un caché como relatista inigualable. Y si hubiera querido, El Mundo y el ABC le habrían ofrecido doblar su caché. Pero la fidelidad era uno de sus pilares.

Aquellos días fueron convulsos. Dimas intentó que esa reunión con su jefe no se produjera. Pero tuvo lugar. Y sin estar él presente. Y supo que se habían caído muy bien. A ella había asistido Esther, una compañera de Dimas. Con estrategias distintas a las que Dimas marcaba. Estrategias que por casualidad coincidían con las propuestas que le había hecho Jorge un ciento de veces y que él había descartado con altivez.

Tardó una semana en mover ficha. Y lo hizo obligado. Una mañana al llegar a la oficina, se encontró con un mensaje de Narcís Terragó para que fuera a su despacho. Allí lo esperaban Jorge, el citado Narcís y Esther. La reunión duró apenas diez minutos:

-Mira Dimas. En esta carpeta tienes las directrices que a partir de ahora seguirás en la gestión de la obra de Jorge Rios.

Él fue a protestar pero un gesto del Sr. Terragó le hizo desistir. En cambio abrió la carpeta y fue leyendo el informe escrito sin duda por Esther. Se le revolvieron las tripas. Miró a Jorge con todo el odio que pudo transmitir con la mirada. Para su sorpresa, Jorge le mantuvo la mirada sin pestañear.

-Si no te parecen adecuadas, a partir de que esta reunión acabe, Esther se encargará de gestionar su obra.

Los puñales atravesaron el espacio sin encontrar ninguna oposición. Cada mirada, cada gesto de la cara de los contendientes enviaba a su destinatario una daga directa al entrecejo, con la misión de matar. El odio de los contendientes se podía palpar claramente en el ambiente. Al principio no había cuartel, era a vida o muerte. Al poco de la batalla los contendientes entendieron que esa batalla no les haría ni mejores, ni más ricos ni más nada. Deberían aprender a vivir con las cosas del otro que no eran de su agrado. Eso en sí mismo no les haría más felices, posiblemente al contrario, les haría necesitar muchos anti-ácidos para la indigestión. La cuestión era que la guerra total y la rotura de los diques de la corrección y la educación les llevaría a la ruina. Así que por cuestiones prácticas, guardaron los puñales y los cambiaron por claveles multicolores de papel. Falsos, pero no había que cambiarles el agua.

Jorge Rios.

Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para romper la frialdad de su relación con Jorge Rios y cambiarla por una “sincera amistad”. Salió de esa reunión conservando a Jorge Rios entre su cartera de autores. Y con una novela nueva en un pen. Una novela, que según comprobó en el documento, la última corrección estaba hecha antes de la fecha en que se publicó su segunda novela.

-Que cabrón, la tenía escrita desde hacía tres años. Y no me la ha querido dar hasta ahora. Eso quiere decir que tiene a lo mejor otras dos novelas escritas.

Se puso furioso. Se fue de viaje ese fin de semana con Susana, una amiga especial con derecho a roce. Se perdió en una casa rural frente al mar en Cantabria. La furia la fue cambiando por momentos de reflexión. Y llegó a la conclusión de que era cierto, no le había dado la novela, pero tampoco le había dado la patada.

Con el tiempo supo que Jorge estuvo a punto de irse a otra editorial. La reunión con Ovidio Calatrava sí tuvo lugar. Su marido Nando se lo impidió en un primer momento. Y que Narcís Terragó se enteró de ello por una fuente que nunca pudo identificar. Y también se enteró que si él se hubiera emperrado en seguir en sus trece, no solo hubiera perdido a Jorge Rios, sino que hubiera perdido su trabajo. Porque el resto de su cartera de autores no valía nada.

-¿Qué habláis de mí? Me pitan los oídos – Jorgito apareció de repente entre ellos.

-Tu padre que me quiere convencer de publicar los cuentos que os escribí.

-Estaría guay. Siempre que pongas claramente que los escribiste para nosotros. ¡¡Clara!! ¡¡Ven!! que papá va a publicar nuestros cuentos.

-Guay. Así podré presumir.

Jorge el escritor se levantó y fue a la caja que contenían las copias de la novela. Sacó dos y se los tendió.

-Joder, padrino. ¡De puta madre! Tu nueva novela.

La abrió y fue pasando páginas. Y llegó a la dedicatoria.

-¡¡Mira, mira, Clara!!

Clara leyó la dedicatoria y abrió los ojos de la alegría.

-¡¡ Mamá mira!! – y salió disparada de la habitación buscando a su madre. – Mamá mira que regalo me ha hecho Jorge.

-Gracias tío – dijo Jorgito abriendo sus brazos y abrazando a Jorge. – Por nosotros puedes publicar los cuentos. Pero hazlo con aquel pseudónimo que te propuso el tío Nando, cuando empezabas a escribir: Blas Tudor.

-¿Y eso? – le preguntó asombrado de que se acordara de esa historia.

-Para diferenciar las dos facetas. – Jorgito se separó de su padrino y dejó de mirarlo – No hace falta que seas anónimo. La gente puede saberlo. Pero sin que salga tu nombre en la portada.

-Eso quitará ventas – dijo su padre muy serio.

-O las dará – opinó Jorge Rios – porque no inundará el mercado con mi nombre. Eso puede saturar a la gente. Y diferenciará los dos campos. Nadie comprará unos cuentos infantiles pensando que es otra de las novelas de Jorge Rios, llenas de personajes complejos y dolientes.

-Llaman al timbre. Id a abrir, que yo no puedo – gritó Rosa desde la cocina.

Dimas fue hacia la puerta con Jorge detrás comentando lo de los libros infantiles. Abrió la puerta y se encontró frente a los inspectores Ordóñez y Polana. Fue Jorge el que se quedó más sorprendido, porque al fin y al cabo, Dimas no los conocía de nada ni sabía nada de Rubén y su percance.

-Señor Rios nos habían dicho que le podríamos encontrar aquí. Pero en realidad no venimos a verlo a usted, sino a Jorge Nadiel, su ahijado. Aunque nos gustaría que estuviera presente. A lo mejor le interesa lo que vamos a hablar.

La cara de sorpresa de todos no podía llevar a malas interpretaciones. Jorge Rios no sabía de que iba el tema. Y Dimas Nadiel, era como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.

-Tenía razón, Sr. Rios – apuntó el inspector Ordóñez – la vida real a veces es más compleja que la expresada en las mejores novelas. Y de eso sabe usted un montón, porque tiene escritas unas cuantas muy buenas. Mi mujer se las leía todas.

Había quedado con su ahijado en ir a recogerlo a la salida del colegio y llevarlo a merendar. Era algo que hacían casi todas las semanas y muchas de ellas dos veces. Jorgito disfrutaba de la compañía de su padrino. Desde que era un retaco, en cuanto lo veía, corría a su encuentro y le echaba las manos para que le subiera en brazos. Le abrazaba y le besaba profusamente. Su madre sonreía, su padre se daba la vuelta y se metía en su despacho. El niño aprendió pronto que su padrino tenía una imaginación desbordante y era el mejor inventándose cuentos. Y él amaba los cuentos.

Esa relación se mantuvo inalterable hasta los dieciocho. Fueron cambiando las historias que Jorge se inventaba para él, nada más. No cambió ni la atención que le prestaba ni cariño que le demostraba. Y tampoco bajó la intensidad de las muestras de cariño que el niño le profesaba cada vez que se encontraban. Daba igual que estuvieran sus padres delante o que fueran sus compañeros del colegio los espectadores. Igual a los cinco años que a los dieciséis.

Jorge se divertía contándole esas historias. Y por qué no decirlo, sus abrazos y sus besos, pero sobre todo las miradas con las que atendía sus palabras, le daban la vida. Eran las únicas muestras de cariño que aceptaba de buen grado. Y las de Carmelo, pero esas eran de otro tipo.

-¿Y ahora qué? – pensó para sí Jorge, el día del cumpleaños número dieciocho, mientras se montaba en el taxi que le llevaría de vuelta a casa después de que Dimas le echara de la suya.

Jorge Rios.”