Retazos de vida imperfectos: No pegamos.

Quise verte aquel día. No lo medité mucho. Llegué y pregunté por ti.  La recepcionista me miró de una forma… de una forma… no se definirla. Pero estuve seguro  que me iba a decir que no estabas o alguna excusa parecida.

En efecto, me dijo que estabas en una reunión y que habías dado orden expresa de que no te interrumpieran. Yo dije entonces que esperaría. Ella me dijo tajante: No es posible. No se dignó ni disimular lo más mínimo el rechazo que le producía.

No pude verte.

Intenté esperar en la calle, como me dijiste si pasaba algo parecido. Casualmente vino un policía al poco para pedirme la documentación y recomendarme que no era buen sitio para estacionarse. ¿Estacionarme? Me pregunté. He venido en autobús. Estoy en la acera, apoyado en una barra de las de aparcar bicicletas, pero sin bicicletas.

Si hubiera ido con traje, no con mi chándal viejo, bien afeitado,  no con esta barba de varios días que perdió hace ya unos cuantos el encanto de la barba de un par de días. Con unos zapatos nuevos, en lugar de estas deportivas, que aunque son de marca y costaron una pasta, están gastadas y sucias. Y huelen, que las he usado mucho. Eso no creo que lo notara el policía, ni la de recepción de tu empresa. Pero esas zapatillas me han acompañado mucho. Y sabes, son muy cómodas. Las tengo cariño. ¿Para que voy a comprar otras?

Otras tengo. De hecho, tengo muchas. Nuevas. sin estrenar. Pero no pensé que debiera ponerme de punta en blanco para ir a verte.

Claro, están acostumbrados a verte limpito, recién afeitado, con tu corbata perfectamente anudada, recta, tu camisa impoluta, tu gesto risueño, pero circunspecto, de persona importante.   No debieron pensar que de mi visita se derivara nada bueno para ti.

No pegamos juntos, te lo he dicho siempre. Tu me dices que me quieres, y sé que es verdad. Y yo te quiero, y es verdad. Te amo. Amo. AMO. Mayúsculas. Quién me iba a decir a mí que tus canas me llevaran por la calle de la amargura.

Pero no pegamos. Y nos lo dicen a cada paso que damos. Nos lo dicen de palabra, con la mirada, con la obra.

Y tenemos que decidir si lo dejamos y les damos la razón o de si intentamos darnos una oportunidad. Aún así, hay muchas probabilidades de que salga mal. Hay cosas que de tanto escucharlas al final, acabas por creértelas.

 

Retazos de vida imperfectos 08: «Vergüenza».

Alejandro lo notó enseguida. En cuanto Nano se encontró con sus amigas Esther y Rebeca, su actitud cambió. No lo presentó y además, se interpuso entre ellas y él. Lo apartó disimuladamente. Intentaba por todos los medios que sus amigas no pensaran que iban juntos. Aunque tontas eran si no se daban cuenta.

Nano se avergonzaba de Alejandro.

Éste sonreía en segundo plano. No entendía la actitud de su amigo. Pero no sabía muy bien que hacer. Al principio miraba al grupo de viejos amigos. Sonrisa de compromiso, a la expectativa de que Nano lo presentara. Pero al cabo de un rato, se dio cuenta de que no existía para ellos. Parecían haber llegado a un acuerdo silencioso en hacerlo desaparecer. Y no veía atisbo de que la situación evolucionara.

Alejandro, sin dejar de sonreír, se fue alejando. Al principio mirando al grupo, esperando quizás que Nano lo llamara para presentarlo a sus amigas o que dijera algo de ir juntos a tomar algo, poniendo una disculpa tonta para su olvido. Al cabo de unos metros les dio la espalda: era evidente que Nano no iba a hacer nada de eso.

Entró en un bar cercano y se sentó en la barra, sin perder de vista al grupo. Aparentemente no hicieron ningún gesto que delatara que se habían dado por enterados de su ausencia. Era lo normal, nunca había existido para ellos.

Se pidió un Bifrutas tropical y se miró en el espejo que ocupaba todo el frontal de la barra. No se vio tan feo ni tan viejo; ni tan bajo ni tan joven; ni tan zoquete ni tan pedante; ni tan grande ni tan soso ni tan… lo que sea.

Suspiró y se puso a hablar con el camarero.

– Como está el Madrid ¿Eh? – dijo el camarero.

– Ni que lo digas – contestó Alejandro, – como siga así arrasamos. ¡Ese Zidane!

Retazos de vida imperfectos 07: «La sorpresa de Tomás».

 

Tomás carraspeó con persistencia.

Ernesto, su padre, seguía escribiendo. Estaba acabando las últimas frases de su próxima novela.

– ¡¡Bien!! – gritó exultante Ernesto al acabar el capítulo.

– Ejem. – volvió a la carga Tomás. – Grrrr, grrrr, ejem.

Arturo los miraba divertido desde la puerta.

– Papá.

Ernesto no le hizo ni caso.

– ¡¡Papá!! – dijo casi gritando.

– ¿Eh?

Ernesto dio un salto. Estaba tan concentrado que no se había percatado de nada.

– ¿Qué pasa Tomás? Me has asustado. ¿Estás enfermo?

Se acerco a él asustado. En un momento se dio cuenta que su hijo pequeño estaba angustiado. Tenía la frente perlada de gotas de sudor y su tez estaba pálida. Le puso la mano en la frente y le abrazó.

– ¿Estás bien mi vida? ¿La gripe? ¿Has soñado con la maga mala?

– Tengo que decirte algo. – tragó una saliva de la que no disponía.

Ernesto se separó de su hijo para poder verlo.

– Mira que eres dramático, enano. Suelta lo que sea, que a papá le va a dar un algo. – apuntó Arturo.

– Tranquilo, Tomás. ¿qué ha pasado? – matizó Ernesto.

– Pues que… ejem, tengo novia. – estas dos últimas palabras fueron casi un susurro.

Arturo estuvo tentado de soltar una carcajada. Ernesto levantó una ceja y no se atrevió a respirar.

– ¡Dí algo! – apremió Tomás. – y tú, no te rías imbécil – le espetó a su hermano – que ya te vale contigo y tus rollos.

– Oye, enano, déjame en paz que no me he metido contigo. Todavía.

– ¡Papá! – Tomás volvió su atención a Ernesto. – Perdóname, ya sé que pensabas que lo mío con Ricardo iba en serio, pero… Valentina… es que me he enamorado.

– ¡Ah! ¿Valentina?

– ¡¡Dí algo!! Joder, ya sabía que te iba a decepcionar. No debería habértelo contado. Debería haber fingido estar con un chico.

– Pero que dices, Tomás, si te quiero y te querré siempre, ya lo sabes. Me da igual que estés con un chico o con una chica. Solo que me he sorprendido. Pensaba que te gustaba Ricardo o en todo caso, Guillermo.

– O Manú – apuntó Arturo. “O Eduardo, o Luis, o Hugo…” pensó, aunque no lo dijo en voz alta.

Arturo seguía intentando controlar una carcajada so amenaza de su padre de partirle las piernas en cuanto se quedaran solos. Ernesto a Arturo: mirada de “te la estás jugando”.

Ernesto se levantó y dio un abrazo a Tomás. Hizo un gesto a Arturo que se acercó corriendo y se abrazó a los dos.

– Sé que no os cae bien Valentina… – Tomás miró alternativamente a su padre y a su hermano.

Ni Ernesto ni Arturo se atrevieron a negar lo evidente. Siempre les había caído como una patada en los testículos: era antipática, chula, muy engreída.

– Lo importante es que tú estés bien, a gusto. Si os queréis pues no hay nada más que hablar. Tienes casi 17 años. No te he dicho con 12 lo que debías hacer, no te lo voy a decir ahora. Otro abrazo de los tres.

– Papá, tengo que decirte otra cosa. – Tomás se mordió el labio de abajo.

– Dispara. – Ernesto estaba expectante.

– Pero no te enfades.

– No hombre no.

– Vamos a tener un niño.

– ¿Eh?

– Valentina está embarazada de mí.

Arturo estuvo listo para agarrar a su padre antes de que llegara al suelo. Ernesto había perdido el conocimiento.

Retazos de vida imperfectos 06. «Lo sabía».

 Mauro se había quedado desencajado. Felipe, sentado enfrente de él en el “Tómate otra” no se atrevía a mirarlo.

– ¿Y cómo ha sido?

– Se puso en medio de la autovía. Iba borracho – contestó lacónico Felipe, sin levantar la vista.

Se quedaron en silencio. Mauro cogió con las dos manos su taza de café y pegó un trago. Intentó posarla en el platillo con una sola mano, pero el temblor irrefrenable de su brazo derecho, le aconsejaron volver a coger la taza con las dos.

– ¿Cuándo ha sido? – inquirió a Felipe sin atreverse a mirarlo.

– Hace algo más de un mes.

– ¿Más de un mes? Pero si… – iba a decir que lo había visto hacía un par se semanas, pero se dio cuenta que no era cierto. Que eso solo era una disculpa que se quería poner, una más. Hacía mucho tiempo que no lo veía, ni hablaba, ni sabía nada de Elías. – ¿Por qué no me lo has dicho antes? – ahora sí enfrentó la mirada de su amigo.

– Qué más da. Ya no podías hacer nada. – aunque la verdadera razón es que ninguno del grupo de amigos se atrevía a hacerlo.

Mauro quiso enfadarse con Felipe. Quiso sacar su ira, su desesperación y hacerlas descansar sobre los hombros de su amigo. Estuvo a punto de hacerlo, pero pensó que sería injusto con él.

– No podrías haber hecho nada, Mauro – le dijo suavemente Felipe, apretándole el brazo suavemente.

“¿No podía o no me vino bien?” “No tuve cojones”.

Mauro conocía bien a Elías y sabía que algo pasaba. Habían sido pareja no hacía tanto y una buena pareja, forjada casi desde la infancia. Pero esas cosas que no puedes controlar, el amor, la lujuria, la pasión, la atracción de lo nuevo o la monotonía de lo ya conocido, vete tú a saber qué, lanzaron a Elías en brazos de aquel tal Ovidio. Y desde ese momento, Elías cambió. Se apartó de todos, empezó a adelgazar, perdió la luz en sus ojos, la sonrisa en sus labios. Él decía “Estoy guay, Ovidio es un hacha, me quiere mucho”, pero… Mauro que siguió teniendo contacto con él varios meses, sabía que mentía. Pero todavía estaba dolido con él por dejarlo. Porque Mauro lo amaba con todo su alma. Y porque pensó que si decía algo, la gente creería que era por despecho. Pero lo sabía.

– Tenía marcas por todo el cuerpo. Parece que Ovidio le…

– ¿Para que me lo dices, Felipe? – estalló Mauro – ¿Para qué me dices eso? ¿Ahora? Recuerda que lo hablamos todos un día. Os lo avisé. Y os reísteis de mí. ¿Ahora me lo dices? ¿Ahora me dices que ese cabrón le pegaba día sí y día no? ¿Qué lo tenía cogido por los huevos? ¿Qué lo humillaba como el miserable que es?

– Cálmate Mauro. Estabas dolido entonces, lo amabas y pensamos…

– Vale. Pues pensasteis. Y ahora pensáis que es guay para mí que me coma los mocos cada noche pensando que no debía haberme callado, que debería haber hecho algo. Joder, tío, está muerto. ¡Iba borracho! Dices. ¡Iba borracho! Lo dices tan normal ¿Tan poco lo conocíais que no sabéis que no bebía nada, nada, nada? Nunca le ha gustado, ni cuando a causa de eso era el raro de toda la ciudad. “El único adolescente de 16 que bebe coca-cola estando de botellón”. Ese era Elías. Iba borracho, dices…

– Él parecía feliz – se disculpó Felipe.

– ¿Parecía? Pero de qué me hablas, Felipe. ¿Estabais ciegos? ¿No lo conocíais? No, no lo conocíais.

– Tú lo conocías mejor que nadie.

Mauro recapacitó durante unos segundos la última afirmación de Felipe.

– En eso tienes razón. – admitió pesaroso.

Mauro asentía con la cabeza, pausado, creciendo en intensidad. La culpa empezó a aprisionar sus pulmones haciéndole difícil respirar. Su corazón empezó a latir desbocado. Felipe lo miraba y empezaba a asustarse. Se levantó y se acercó a él agarrándole del hombro, intentando que se relajara. Pero Mauro se zafó del intento de consuelo y se levantó de un salto enfilando la puerta de la calle sin siquiera coger sus cosas.

Corrió un rato sin saber a donde. ¿Dónde podría esconderse de su culpa? “Lo sabía, lo sabía, lo sabía.” “Lo sentía y miré para otro lado”.

Llegó exhausto a la casa de los padres de Elías. No lo había previsto, pero acabó allí. Y mecánicamente se sentó en el banco en donde, desde niños, pasaban horas y horas hablando o jugando a la consola. O descansaban después de jugar un partido de fútbol con los del barrio o comentaban la película que acababan de ver en el cine. Allí fue su primer beso, sus confidencias, su amor, sus dudas, allí se dijeron todas esas cosas. Incluso allí se metieron mano, una noche con luna llena, a las tantas, después de la fiesta de cumpleaños de su amiga Desiré.

Se acurrucó en su esquina del banco y se hizo un ovillo, y lloró mientras sus entrañas se desgarraban en un dolor insoportable.

Retazos de vida imperfectos 04.

Son casi las tres de la mañana y he sentido la necesidad imperiosa de levantarme de la cama y ponerme a escribir. Era algo como un ataque de ansiedad de escribir. Nada concreto. Ninguna historia, o a lo mejor se me ha perdido en el camino.

Son las tres y cinco de la mañana y estoy mirando la pantalla. El camión de la basura se acaba de ir y ha dejado en silencio la noche.

Es de noche.

Es hora de dormir.

¿Qué hago levantado?

Ya he escrito, aunque no haya escrito nada. Pero escrito está.

Me voy a dormir.

—-

Mi amigo imaginario, Pancho, se viene conmigo. Otro día os cuento cosas de él. Pancho tiene una historia. Se ha empeñado en que la cuente esta misma noche, pero no va a ser posible. La niebla me empaña el entendimiento y la vista. O no es la niebla sino el cansancio. Es que llevo cuatro días durmiendo apenas un par de horas.

Pancho es un tío elegante, con su pajarita de rombos y su camisa verde camel. Corre por los tejados recabando información para los servicios secretos. Es como el pequeño Nicolás, pero en serio. Aunque no te creas, que tiene gracia contando chistes y anécdotas graciosas. Y sí, existe, no como ese Nicolás, que es un producto de lo servicios de espionaje rusos para despistarnos y evitar que cojamos a los verdaderos espías del ejército rojo de Stalin.

Stalin ya murió ¿no?

Una pena. Lo del Nicolás, no lo de Stalin.

El otro día me dijo un amigo que había soñado que se lo montaba con el Nicolás ese. Le di la tarjeta de mi psicólogo.

Me voy a la cama. Ahora sí.

Son las 3 y veinte. Y no pasa un alma por la calle. Todo en silencio.

4 grados de temperatura y sin viento.