Salieron a desayunar. Carlitos y Jorge el camarero.
Fueron como hacían de niños, al bar de las tortitas. Así lo llamaban. Ni siquiera sabían como se llamaba. Los dos solos. Jorge con sus 18 recién estrenados y Carlos, siendo un retaco de 12 años. Ahí se escapaban para huir de la indiferencia las más de las veces, o el desprecio de su familia.
Y cada domingo, muchos sábados, se escapaban e iban. Y las tortitas con mucha nata y mucho chocolate. Aunque a veces lo cambiaban por un chocolate con churros. O con pan tostado y mantequilla. O con nata. Nata de hervir la leche. La matrona del bar se lo ponía solo a ellos, recordando lo que hacía su abuela en el pueblo.
– Ya la nata no es la misma. Mi abuela lo hacía con la nata de la leche directa de la vaca. Era alucinante.
Y ellos felices. Lejos de su padre que los ignoraba, de su madre, a la que adoraban pero a la que apenas veían.
– ¿Por qué queremos tanto a mamá? – preguntó extrañado Carlos. – Nunca nos ha querido. Ha pasado de todos. No nos ha hecho ni caso.
– Quizás porque ha pasado de todos y no solo de nosotros, como papá y tus hermanos. Quizás porque no se cree más que nosotros, como el resto.
– Ni siquiera fue a tu boda.
– No la eché de menos. Te advierto que me hubiera jodido que hubieran ido. No me molan. Era un día para la gente guay.
– Yo sí. Yo la eché de menos. Pero es triste, porque si lo miras, joder es que toda la peña iba por Ramiro el millonetis. Tú y yo estábamos solos.
– Pero si no ha hecho nada por ti, salvo parirte. Y mira, que me la trae floja lo de la gente. No tengo amigos, es así. Lo sabía antes.
– Es verdad. Pero sabes, hermano, necesito querer a alguien. Es algo visceral. Al menos ella no me ha demostrado que le doy asco. Solo pasa de mí.
– Yo te quiero. – casi se le quiebra la voz de la emoción. Desde que era un bebé, Carlitos le había conquistado. O quizás se refugió en él de la indiferencia del resto. No le decía demasiadas veces eso de que lo quería. “Joder, qué bobo soy”.
– ¿Por qué crees que estoy vivo?
– Carlos, no digas eso. Vives por ti y punto.
– Es la verdad.
– Carlos…
– Si no fuera por ti…
– ¡¡Basta!! Que esto es un relato de risas. Dejemos nuestras miserias para otro día. Joder que me echo a llorar y la jodemos.
– Y estas tortitas están de muerte – Carlitos cambió también de tercio que veía que su hermano estaba acongojado y le daba palo verlo así y tal. Sobre todo después de haberle dicho que le quería, joder, que eso le daba subidón.
– Deberíamos venir más a menudo.
– Pero es que Ramiro, con eso de la cocinera, pues quiere darle un poco de jabón y que nos prepare los domingos un desayuno de esos de película americana o de hotel de cinco estrellas.
– Tú y yo solos. Sí, Jorge. Tú y yo solos. Aquí. Los viernes si no. O el día que libres en el curro. Joder.
– Es una idea eso de buscar otro día. O cuando se vaya de viaje, como hoy. Nos venimos y nos ponemos a tope con las tortitas o con el chocolate.
– Cuando vuelva Ramiro, lo voy a coger de los huevos y lo voy a traer aquí. A desayunar. Que le den a la cocinera. Es un vampiro, que lo sé yo. Da yuyu.
– Oye, oye, los huevos de mi marido ni tocar. Y la pobre es que es malencarada, pero es buena gente.
– Es una forma de hablar.
– Ya, ya, lolito. Que nos conocemos.
– Ya estamos. Soy inocente, casto y virgen.
– ¡Ja, ja, ja! Sobre todo virgen. Y ya con lo de inocente y casto, me parto la caja. Mira como me parto la caja.
Carlos puso su mejor cara de inocente indignado y se la dedicó a su hermano que estaba haciendo una correcta exhibición de caja partida por la cintura.
– ¡¡Hola Jorge!!
– Huy madre – murmuró Carlos llevándose la mano a la frente. Le acababan de entrar sudores fríos y en sus entrañas, notaba como se avecinaba tormenta.
¡¡Quietos parados!! Un adonis de casi metro noventa, rubio, con las facciones afiladas, sonrisa rutilante y pelo rubio platino, con un cuerpo que marcaba la ropa que llevaba, con brazos torneados, tronco fibroso adivinándose una tableta de chocolate cuasi perfecta y que adivinaba una V perfecta, una V que alojaba unos genitales apetitosos y dispuestos y un miembro recto y bonito, se había plantado delante de Jorge el camarero, dejándolo con la boca abierta, abierta, de la cual manaba una cantidad ingente de baba. “Te como ahora mismo y no dejo nada, nada”.
– Pau – balbuceó como pudo.
Después, Jorge emitió una especie de suspiro de amor, deseo o algo parecido.
– Estás estupendo – dijo el tal Pau, mirándolo con una sonrisa perfeta, enseñando una dentadura perfecta, blanca, brillante, en un rostro perfecto dentro de un todo perfecto. Es que el tal Pau es perfecto. Unas piernas perfectas, que partían de esa V perfecta, debajo de un tronco perfecto, y un cuello perfecto… y un miembro prefecto, que se le marcaba, como si la ropa fuera simplemente una segunda piel. “Hasta le noto la venas, por Dios”. Es un todo perfecto. Y encima lo miraba con cara de deseo y le había dicho que lo veía estupendo. “Por todos los diosoes del Olimpo, me está mirando con cara de querer” “¡¡¡¡La hostia!!!!”
– Tú, tú… tú también – consiguió decir Jorge, al que se le había hecho una bola en la boca con el último trozo de tortita.
Y es que la boca se le había abierto de repente. Jorge era muy de abrir la boca, ya estáis dandoos cuenta. Y Pau siempre había tenido esa habilidad. La de hacer abrirle la boca. Pero es que encima ahora, estaba mejor que nunca, la leche.
– Me he enterado de tu boda. ¡¡Felicidades!! Te mereces ser feliz. Y se te nota tan feliz… – lo miraba con esos ojos azules, mirada intensa, mordiéndose el labio inferior mientras sonreía.
Aunque Jorge el camarero no estaba para sutilezas y no se enteró de nada, todo en Pau sonaba falso, falso.
Para Carlitos, la cosa era distinta. La bombilla de los problemas se habñia encendido en su cabeza.
– ¡Ah!
– Te veo muy feliz. ¡Qué envídia me das! ¡Me da tanta pena no haber aprovechado cuando pude conquistarte! Eres tan atractivo, tan buena gente.
– ¡Ah!
Carlos le dio una patada a su hermano, con todas sus fuerzas, pero apenas consiguió ninguna reacción. “Éste es bobo, se ha quedado pasmado y no se entera de nada. Joder, que éste nos la arma”.
– Llevaba tiempo queriéndote ver. Incluso el otro día le dije a Carlos, que me lo encontré por casualidad en la Compañía de danza, por casualidad, no te creas. Hola Carlos. – lo saludó, pero ni siquiera lo miró. El tal Pau solo tenía ojos para Jorge el camarero.
– Hombre, hola. No está mal. Diez minutos en saludarme. – contestó malhumorado Carlitos, molesto por la aparición de Pau, por la respuesta de su hermano al encuentro y porque el tal Pau hubiera citado su encuentro días atrás, que él había decidido omitir a Jorge.
Paro Pau no hizo caso de Carlos y siguió atento a las reacciones de Jorge. No quería perder su contacto visual. Quería que Jorge solo tuviera ojos para él.
– Toma un poco de mermelada – le ofreció inesperadamente a Jorge el camarero. – Está tan buena ¿La has probado?
Éste miraba como embobado a Pau mientras cogía a cucharadas la mermelada que le ofrecía Pau.
Pau. Pau. Resonaba ese nombre en su cabeza. Pau. Pau. Lo que había estado enamorado de Pau. Y el poco caso que le había hecho. Esa perfección hecha cuerpo, esa sonrisa, ese culo… recordaba el culo, su culo en los vestuarios, ese… bla, bla, bla…. bla, bla, bla… todo, vamos. Perfecto.
– Pau – dijo en voz alta.
– Dime.
Pero Jorge no era capaz de articular palabra. Si hubiera tenido que levantarse, no hubiera podido, porque las piernucas se le movían sin parar; parecían de goma, “piernas de goma” le llamaban en el equipo de voley del instituto. Se había apuntado solo porque en él jugaba Pau. Y Pau pasaba de él. Creyó que apuntándose le haría caso, pero muy al contrario, solo sirvió para que lo despreciara. Es que era tan malo… y Pau era tan bueno… y estaba tan bueno… con su melena rubia hasta los hombros, melena que se ataba en una coleta que le hacía ser todavía más arrebatador. Aunque posiblemente a Jorge le hubiera dado igual que se hubiera rapado al 0. Con esos labios finos, siempre dispuestos a sonreír, aunque a la mayor parte de la gente le parecía una sonrisa de superioridad, de suficiencia. A Jorge siempre le había parecido una sonrisa de ángel. “Mi ángel” repetía una y otra vez al meterse en el baño y agarrar su cipote con saña y masturbarse para mitigar su calentura, su dolor de corazón. Bueno, en ese caso más bien su dolor de huevos. Y lo hacía en la cama, en su casa, en la ducha, en su casa o en el instituto. En su casa también. En los matorrales del parque. Todo era masturbarse a la salud del Dios Pau.
“¡Dios Pau! Bendita la leche que sale de tu miembro”.
Leche que Jorge no pudo catar nunca.
Leche que el Dios Pau no creyó conveniente compartir con Jorge, al cual despreciaba, ya lo he dicho antes. “Si es un mindungui, ¿No lo veis?” decía a sus colegas. Colegas que luego se reían de Jorge en los pasillos del Instituto. Colegas que luego tiraban los apuntes al suelo de Jorge, le quitaba las gafas, que entonces llevaba gafas. Del gordo, que entonces Jorge era rellenito. No era gordo, pero tampoco era un super cachas como Pau. Los otros no eran nada del otro mundo, no vayáis a pensar. Pero ellos eran los líderes del Insti. Ellos marcaban las norma, el territorio. Y como ellos eran los líderes, daba igual que fueran feos, gordos o unos perfectos ignorantes. Marcaban a los amigos y a los apestados. Y Jorge era el apestado. “El camarero” que lo vieron alguna vez trabajar para su padre en algún evento al que ellos iban de invitados con sus padres. Y se lo lanzaban como un desprecio, “el camarero”.
Y Jorge el camarero trastabillaba con piernas que de repente se ponían en medio de su camino.
– ¡Torpe! – se burlaban riéndose a carcajadas, un poco excesivas y forzadas, que tampoco daba para tanto el tema.
– Mira si llegas a llevar la bandeja, Jorge el camarero.
Luego Jorge convirtió lo de “Jorge el camarero” en un nombre de orgullo. “Qué les peten”, se dijo un día al cabo de los años. Pero antes de esa decisión, la cosa era de ignominia y vergüenza.
Y le desaparecía la ropa del vestuario mientras se duchaba y tenía que salir a la calle en bolas a mirar en las ramas de los árboles a ver dónde la había lanzado. Y subirse a buscar sus pantalones, que en cosasiones estaban mojados. Pero él no se arrendraba y se los ponía sin decir nada, sin mostrar asco, que también tenía su orgullo. Y cuando salía desnudo, no se tapaba los genitales como hacía otros que habían pasado por los mismos episodios. El mostraba su anatomía al completo, cosa que le granjeó la admiración del resto del colegio y le facilitó algún que otro ligue posteriormente.
– ¡Miralo, si no sabe ni dónde deja los pantalones! Ja, ja, ja. – gritaban intentado que se sintiera mal. Pero no colaba. Aún rellenito, él se sabía atractivo a su manera. Y sabía que no tenía nada de que avergonzarse. Y tenía un punto exhibicionista, para que negarlo.
Y Pau. Miraba la escena sonriendo, de esa forma, con esos labios finos que nunca cató Jorge, aunque soñara con ellos todos los días. Y aplaudía a sus colegas por la imaginación. Lo cual indicaba los pocos recursos que en el fondo tenía el tal Pau en aquella época. Y por qué no, miraba con ganas de catar ese cuerpo que exhibía Jorgito el camarero”, pero que no estaba a su altura y que no se dignaría catar, porque sería rebajarse. “Un Dios solo está al alcance de otro Dios”. La de buenos polvos que perdió por ser tan divino.
Pero siempre llegaba un día en que Pau le daba una palmadita en la espalda, para animarlo. Y eso le daba fuerzas al pobre Jorge y le hacía concebir esperanzas: “Me va a querer, claro que sí”; “Y vamos a ser novios, vaya que sí”; “Y follaremos toda la noche, 3456 veces seguidas, porque somos la leche y tenemos mucha leche”.
Pero después de la palmada y de que Jorge tuviera ese empujón en sus esperanzas, ahí estaban sus amigotes para lanzarle un cubo de agua al salir a la calle ese día que hacía tanto frío. O en hacer que toda la clase se riera de él sacándole fotos desnudo en la ducha, incluso mientras se masturbaba seguramente pensando en Pau el Dios, aunque eso no salía en la foto.
– Llevo unos días recordando esas fotos tuyas en la ducha, haciéndote una manuela.
Jorge abrió mucho los ojos. “Esto es nuevo”. Nunca se había dado cuenta de que le habían grabado en el baño. Y mucho menos supo nunca que Pau lo había visto. Ahora entendía por qué la gente se reía delante de él cuando miraban sus portátiles.
– ¿Me grabaste?
– Sí. Me ponías mucho. Veía las imágenes tuyas en los vestuarios mientra te frotabas el cipote y me imaginaba que era mi mano la que te producía tanto placer. Pero salía con el entrenador de voleibol. Era muy celoso. Y debía mantener el secreto.
“¿Te ponía?” “Si ni siquiera me mirabas cuando nos chocábamos” “¿El de voleibol? Si ese hombre era un adefesio, y olía a sudor.”
– Pero no le hagas ni caso – le dijo Carlos. – No jodas lo que me costó a mis 11 años quitarte a este pavo de la cabeza. Y ahora otra vez está aquí, con su divinidad de adonis, hijo de Poseidón.
Ni Pau ni Jorge escuchaban a Carlos.
Jorge cada vez tenía el rostro más perdido en los mundos de yupi. “Pero si parece que está puesto” se dijo en un momento Carlitos. “Si no supiera que no ha tomado nada, pensaría que se ha puesto ciego a algo”.
– Si quieres venir a casa, podemos recuperar el tiempo perdido. Te deseo tanto – dijo esto último en un tono que pretendía ser sensual a tope, pero que no quedó muy convincente, por lo menos a oídos de Carlos.
– ¡Ni se te ocurra! ¡¡Jorge!! – Carlos le agarraba el brazo y le zarandeaba, pero Jorge estaba como hipnotizado.
Pau se puso en medio de Carlos y su hermano. Con un movimiento de su brazo, empujó a Carlos hacia atrás, con tan mala suerte que chocó con la señora el bar que les traía un chocolate espesito y calentito. Y el chocolate espesito y calentitio cayó en su cabeza distribuyéndose por la cara y cayendo después por sus hombros.
Quemaba y Carlos corría a la cocina para meter la cabeza debajo del grifo. Maldecía y maldecía. Y aunque se dio mucha prisa, cuando salió, su hermano y el tal Pau ya habían salido cogidos del brazo. Más bien Pau cogía del brazo a Jorge y lo empujaba.
– Han salido guapísimos mientra se besaban – dijo la matrona mientra miraba a su marido de reojo, como recordando tiempos mejores y por ver si el otro se daba por enterado y le daba una alegría pastelosa. Pero el marido se hizo el loco y entró en el almacén para buscar una caja de Kas Naranja.
En esto, un joven se había acercado a Carlos y le enseñó la foto de su hermano siendo besado por Pau.
– Mira como se entrega tu hermano. Ramiro el millonetis se va a poner contento. Me va apagar la foto a precio de oro. Con esto me retiro.
– Ramiro el millonetis sabe como besa mi hermano. Y ese beso, no lo da, se lo dan. Así que olvídate de la pasta y del escándalo.
El chico hizo un gesto de “A mí que me importa lo que digas”.
– Se lo voy a enviar ahora mismo.
– ¿Y a ti que te va y que te viene?
– Me gusta joder a las parejas felices. Si yo sufro por amor, que lo hagan los demás. ¡¡Fuera el amor y la felicidad!! ¡¡Mueran las parejas felices!! Y si me gano una pasta, pues mejor que mejor. Primero le mando la foto y si me da pasta, le mando el vídeo.
Carlos pensó por el maleficio que había hecho que ese día en que iba a disfrutar de su hermano como hacía tiempo, se había convertido en una sucesión de encuentros con personas de mirada turbia y mentes con los tornillos desajustados. Confió en que Óscar retuviera la información. El móvil de Ramiro no lo sabía nadie. El móvil que todos tenía era el de Óscar, que hacía de pantalla.
El hombre se fue triunfante.
– ¡He jodio otra pareja!! ¡¡¡Bien!!! A por la siguiente.
Incluso dio un pequeño salto de alegría, pensando en qué iba a gastar la pasta que le iba a dar Ramiro el Millonetis.
Carlos se quedó cabizbajo, mientras observaba al joven alejarse del bar.
Y la matrona de la cafetería, de repente se quedó como embobada.
– Señora matrona. ¿Qué la pasa?
Pero solo alcanzó a sonreír como una boba.
– Huy madre, la misma sonrisa que la de Jorge.
– ¿Que has comido, Mamá? – preguntó su hijo, un mozalbete con 18 recien cumplidos en el que Carlos nunca había reparado pero que en ese momento atrajo toda su atención. Un brillo especial lo envolvía e hizo que Carlos casi se olvidara hasta de como se llamaba. Objetivamente no era para tanto, pero como hacía tanto tiempo que no ligaba… que se mantenía a base de refrotarse consigo mismo… a parte de lo del narrador, que eso parece no contar, claro. El hambre, ya se sabe. Y es evidente que Carlos estaba hambriento.
– Manuela (Pobre mujer, hablando de manuelas y da la casualidad que la matrona se llama Manuela) ¡Que te pasa! – su marido salió de la cocina alertado por el tono de preocupación de su hijo.
– Ha comido de esto, de la mermelada que le gusta a tu hermano.
– ¡¡Hostias!! Está envenenada. Guardemos un poco en esta bolsa, como si fuera CSI.
– Pareces policía – dijo el hijo de los hosteleros con ojos de admiración intelectual y una cierta admiración física, que le hizo una radiografía a Carlitos en un par de segundos, viendo su cuerpo de bailarín, con esas piernas y esos brazos potentes, potentes. Y otras cosas, que no citaré, potentes también.
El chico de Manuela sonrió. Y Carlos, sonrió también. Y sus sonrisas se encontraron en el espacio que los separaba, construyendo de la nada, un todo de deseo y pasión. En esas sonrisas estaban sus cuerpos pegados, sus miembros palpitantes, sus labios besándose, sus manos recorriendo sus cuerpos, las de uno el del otro y viceversa.
En un plis, juntaron sus manos y salieron corriendo. Sin despedirse ni nada, olvidándose de la pobre matrona, ahí, como una estatua de sal a punto de desintegrarse en partículas infitesimales. Y Carlos tiró del chico, del que no sabía siquiera el nombre y lo llevó a un pisito de 34 m2 que tenía en el vecindario; era su refugio secreto. Y lo pagaba con los dineros que le daba Ramiro, su cuñado.
– ¿Seguiría siendo su cuñado después de eso?
Fue una pregunta rayo. Aparece y desaparece. El hijo de la matrona y el hambre tenía prioridad absoluta. Luego se ocuparía de su cuñado y compañía. De momento, para una vez que podía ligarse a un tío bueno así, sin más, no lo iba a desaprovechar. Total, Jorge estaría en lo mismo con su amado Pau. (Ya se le había olvidado lo de ser drogado, la mermelada y la matrona, la pobre, y su marido, el pobre, que se quedó con todo el embolado él solo, él que no era nada resolutivo, que para eso estaba su Manuela o en su defecto, su chico; pero Manuela estaba OFF y el chico estaba en modo “polvo a tope”).
Luego arreglaría el embolado, pensó Carlitos en un breve momento de lucidez, mientras volaba tirando del hijo de la matrona. Pero ya que se había peleado con el narrador, se iría a matar penas y gritar de pasión con el hijo de la matrona, que estaba de vicio. ¡Viva el hijo de la matrona!
– ¡Qué te den, narrador! – Gritó silenciosamente mirando a la pantalla – mira como me lo voy a montar con el pavo éste.