La Pinares se pone bigote.

La Pinares un día tuvo una idea, paseando por su bosque preferido. ¡A cuantos jóvenes del pueblo había llevado allí para desvirgarlos! Nadie le había reconocido nunca el bien social que había hecho al género masculino de su pueblo y alrededores. Ya había perdido la esperanza de que ese reconocimiento llegara algún día. Ahora estaba casada, felizmente casada, se repetía una y otra vez para auto-convencerse. No tan feliz, reconocía al final siempre, porque su marido era un patán en la cama. Era un patán en general, pero en la cama, lo era en grado superior. Mira que había conocido hombres, pero como este, ninguno. Si lo llega a saber se lo deja al Eduardo ese, que debió ser el único en la tierra capaz de sacarle un orgasmo a su marido.

-Tengo que ir a preguntarle un día – se decía a menudo después de un nuevo intento de sexo desenfrenado en la casa que le había comprado su padre.

-Que generoso es papá – decía Carlos. La Pinares odiaba cuando su marido llamaba papá a su suegro. Él ya tenía su padre.

-Déjale mujer – decía su padre. – Solo quiere agradar.

-Pues que aprenda a follar – contestó furiosa su hija.

-Para eso tendrías que gustarle aunque fuera un poco. – Su padre le había dado a la botella de nuevo. Si no, tanta sinceridad no era propia de él. Menos mal que al día siguiente no recordaría ni palabra.

Pero aquel día, por la tarde, una cualquiera del mes de octubre, las hojas cayendo ya, procurando un manto ocre en los bosques que rodeaban el pueblo, se encontró con sus amados pinos. Algunas ramas pequeñas habían sucumbido al ulular del viento otoñal. Cogió una de ellas, pequeña, con sus hojas en forma de pincho. Se lo puso en el labio, cual mostacho varonil. Entonces tuvo una idea: recogió pequeñas ramas del suelo y usando su falda a modo de bolsa, las fue recolectando para llevarlas a casa. Que bonita imagen tan bucólica y tan Sonrisas y Lágrimas.

-Oh, sí, ahora te vas a enterar, Carlitos. Marido querido.

Y esa noche, se puso frente al espejo.

-Espejito mágico conviérteme en un maromo muy varonil, con un mostacho del 15. ¡Oh espejito mágico! Para que le pinche al idiota que tengo por marido y se le ponga dura.

Se lo pegó debajo de la nariz. Recortó cuidadosamente lo que sobraba. Hizo una prueba con esparadrapo, pero no aguantaba mucho. Así que cogió un poco de pegamento Imedio, como en el colegio. Movió arriba y abajo los labios, los abrió y cerró. Semejó un beso sin beso. Parecía que aguantaba. A lo mejor aguantaba demasiado bien. Luego sería el problema de quitárselo. Pero eso le daba igual. Si su marido había aguantado el desplume de su cuerpo por parte de su madre, pluma a pluma, ella podría aguantar un poco de irritación al quitarse el pegamento. Además con la mascarilla nadie se enteraría.

-Vamos allá – se dijo para darse ánimos.

Caminó segura hacia la estancia de su marido. Dormían en cuartos independientes. No quería ser un obstáculo para que se la pelara pensando en algún hombre que hubiera visto ese día en el mercado de frutas y verduras. Hombres agrestes, mal afeitados y mal encarados, que eran los que le parecían gustar a su marido. Le había notado, oh sí, lo había hecho, que su miembro se le ponía duro mirándolos desde la furgoneta. Y ella moría de envidia. Con ella nada, y eso que todos decían que la comía como nadie. Pero el Eduardo ese debía ser mejor.

Pero esa noche, iba a ser distinto. Todo antes de pedirle a ese Eduardo que le enseñara a comerla como le gustaba a su marido.

-Carlos – llamó engolando su voz para que se le pareciera un poco a cualquiera de esos hombres de pelo en pecho.

-Carlos – volvió a llamar con voz sensual y varonil.

-¿Quién me llama? – dijo un poco despistado su marido que efectivamente estaba pensando en el hombre del puesto de tomates que había al final del pueblo.

-Soy Ángel del infierno que viene a follar contigo.

La Pinares abrió la puerta de la habitación de su marido. Apagó la luz al entrar. Se movió rápido hasta la cama en dónde yacía con las piernas abiertas y mirando al techo, como lo hacia su miembro duro. ¡La primera vez que se la veo dura, madre mía! No es nada del otro mundo, pero servirá.

-Te voy a follar, querido Carlos. Te he visto esta mañana en el mercado y me has puesto a cien. Te he seguido hasta tu casa y ahora, que todos duermen, me he aventurado a tu lecho, ¡oh mi hombre!

La mujer se tumbó en la cama junto a él. Le agarró las manos y se las ató al cabecero de la cama con un coletero que llevaba en la muñeca. Y le vendó los ojos con un pañuelo de vaquero.

-No te muevas, va a ser peor. Te voy a hacer mío, mi hombre. Soy tu dueño.

Buscó sus labios y besó su boca, con el mostacho de pino que llevaba sobre el labio superior.

-¡¡Pinchas!! – gritó alborozado Carlos.

-Claro que pincho. Soy un hombre, maricón.

-¡Ahhhhhhhhh! – gritó al borde de un orgasmo el ínclito Carlos, y eso sin casi tocarle.

Pero eso asustó a la Pinares. Se puso sobre él a horcajadas, agarró el miembro palpitante de su marido y se lo metió en su sexo, que lubricaba desde hacía unos minutos, excitado por la perspectiva de recibir algo que no fuera un calabacín de la huerta.

-Cabalga, maricón – le volvió a gritar con esa voz engolada, imitando a un macho de la estepa castellana que cada vez le gustaba más.

-Ag, ag, ag, ag, ag, ag, aggg., aggggg, aggggggggg, AGGGGGGGGGGHHHHH!!!!! (Escríbelo en mayúsculas y con muchas admiraciones)

-Aghhhhhhhhhhhh! – Suspiró la Pinares.

-¡Ahhh! Ángel del Infierno. Eres mi hombre.

-Lo soy maricón. Y ahora te vas a tragar mi tranca por ese ojete malcriado que tienes.

-¡¡Oh!! ¡¡Sí!!

Alargó la mano y cogió su calabacín preferido. Esto le abriría las carnes a su marido y se acordaría de Ángel del Infierno durante semanas al sentarse.

Te voy a follar – le susurró la Pinares con su voz engolada, semejando la de un semental.

Carlitos había levantado las piernas y le ofrecía su peludo agujero. “Este idiota al menos podía quitarse toda esa pelambrera”, pensó la Pinares. Mira que habré visto culos de hombres, pero ninguno como el de éste.

-Sí. sí, fóllame – suplicaba medio llorando Carlitos.

-Ahora voy, si encuentro el agujero. Para otro día te afeitas, maricón.

-Sí, me depilaré si tú quieres Ángel del Infierno.

Cogió el calabacín y lo apoyó en el agujero.

Empuja y respira hondo – le ordenó.

Carlitos obedeció. Y la Pinares, sin ningún miramiento, le metió el calabacín de un solo golpe.

¡¡¡Aghhhhhhhhhhhh!! – gritó extasiado su marido, que seguía atado al cabecero y con los ojos tapados.

-Sí, sí, sí, síiiiiiiiiiiii.

Para sorpresa de la Pinares, en menos de dos minutos su marido volvió a tener un orgasmo del cien. No del diez. Del cien. Convulsionaba todo él. Le dio un último golpe al calabacín y se fue.

-Ha sido el mejor polvo de mi vida. ¿Me desatas Ángel del Infierno?

-Que te desate tu puta madre, idiota – le espetó su mujer con voz enfadada y ronca.

Y salió de la habitación.

-¡¡Qué hombre!! – le oyó decir la Pinares desde el pasillo.

Por la mañana, corrió al lecho de su marido y le desató y le quitó el calabacín de su culo, que seguía allí. También le quitó la venda de los ojos. Retiró todo lo que podía recordar a su marido lo que había sucedido la noche anterior.

En la cocina estaba la Pinares, sentada a la mesa, desayunando plácidamente unas tostadas. Su marido apareció con su rostro irritado, por los besos de pino del Ángel del Infierno. Y con unos andares cuando menos, peculiares. Pero rebosaba felicidad.

-Será maricón el tío – se dijo para sí la Pinares.

Se fue a sentar y lo hizo apoyando la pierna en la silla y sentándose de tal forma que dejaba libre sus posaderas.

-Huy, se te ve incómodo. ¿Estás estreñido cariño?

-Sí, sí, estreñido. Uff, ir al servicio es un suplicio.

-No te preocupes, hoy te voy a preparar calabacines, que eso arregla el tránsito intestinal que es una pasada.

-¿A sí? Nunca lo había oído.

-Sí, sí, hazme caso.

-Ya, bueno, pues comeremos calabacín.

-Precisamente tengo uno ahí que tiene una pinta maravillosa.

Y la Pinares cogió el calabacín que había tenido toda la noche su marido dentro de él y se lo enseñó.

-Este calabacín te vas a comer hoy, cariño. Con toda tu esencia.

-¡Imbécil! – dijo para si la Pinares.

Estás conmigo.

Ahora mismo, si a Chus le hablan de orgullo, dignidad y eso conceptos tan grandilocuentes, se echaría a reír con ganas. De hecho, está en plena carcajada, al lado de la cama de su amante, desnudo, tirado en el suelo y con las sábanas y mantas sobre él. No entiende como se ha podido caer de la cama tan tontamente. Pero ahí está. Todavía no lo sabe, pero el vaso de agua que se llevó a la mesilla sobre un platito, que su amante es muy remilgado, está a punto de caer sobre su cabeza. Le queda nada, un pequeño movimiento del suelo con las risas del propio Chus, que su amante salga del baño (aunque conociéndolo todavía tardará como media hora) y abra la puerta con decisión, o que se cuele por la ventana una pequeña brizna de aire.

El vaso pende de un hilo, que diría aquél.

Y el hilo se rompió, porque Chus acabó riéndose otra vez a carcajadas (miró al espejo del armario y vio la pinta que tenía además, con su cara llena de carmín, que le gustaba a su amante el tema del carmín, espatarrado, con las mantas aquí y allá, y con su tripita, que no se había dado cuenta de que era cierto lo que le había dicho Carlos de la Cuesta Contigo, su remilgado amante: has engordado, cariño, pero me pones más así), el vaso se volcó derramándose sobre Chus y cayendo luego sobre su pecho, ya vacío. Todo esto volvió a provocar otra carcajada. Que cuando uno se siente ridículo es mejor reírse, sobre todo si no le ve nadie. Chus era incapaz de levantarse del suelo, lo que le hacía reír de nuevo. Un círculo vicioso que estaba consiguiendo que su miembro viril quisiera ponerse contento para unirse a la fiesta. Ponerse cachondo en esa situación era para echarse a reír. Una vez más.

El remilgado amante de Chus, salió del cuarto de baño, espantado de la algarabía que escuchaba en la habitación, con su camisa impoluta, su peinado perfecto, afeitado y con la boca sabiendo a clorofila.

– ¿Qué ha pasado? – preguntó caminando hacia Chus, con una ligera sonrisa en su boca, que no dejaba de ser el asunto gracioso y la risa de Chus era contagiosa.

– No me puedo levantar, como la canción.

– ¿La canción?

– De Mecano. – Chus empezó a cantarla.

– ¡Ah! Esa.

– Carlitos, pareces un viejo.

– Y tú un crío.

– Lo que somos.

– No somos críos, tenemos veintitantos.

– Da igual. Somos unos críos. Aunque parezcas un viejo.

– Tengo muchas responsabilidades.

– Tienes un palo metido por el culo.

– No es cierto.

– Lo es. Déjate de cháchara y ayúdame a levantarme.

Carlos de la Cuesta se acercó a Chus decidido a solventar el tema, con tan mala suerte que no vio el vaso en el suelo y lo pisó, resbalándose. Intentó mantener el equilibrio agitando los brazos como si fueran aspas de molinos de viento en medio de un huracán. Lo más que consiguió es caer hacia delante en lugar de hacia atrás. Chus vio la jugada y se movió para ponerse en la trayectoria de su caída y amortiguarla.

– ¡Carajo! -exclamó fastidiado Carlos de la Cuesta– tendré que volver a arreglarme. (su camisa de lino se había humedecido con el agua del vaso y Chus, para fastidiarlo, había pasado su cara rasposa de barba de dos días y carmín de la última noche, por la suya, poniendo colorete en su rostro, estaba seguro de ello).

– Vayamos al Orgullo, Carlitos.

– Deja. No me van esas movidas.

– Subámonos en una carroza.

– Quita, quita.

– Follemos. Ahora. Por primera vez hoy.

Iba a decir que no tenía ganas, pero notó la mano de Chus sobre su miembro y supo que no podía disimular. Y notó el pene de su amante, que acababa de ponerse a tono. Sintió su piel mojada, el carmín en su cara, el gesto de pillo que le ponía… y sin más disquisiciones, se lanzó a besarle como un desesperado.

La camisa acabó en la manilla de la ventana, la corbata directamente sobre el cuello, hacia atrás. Los pantalones hasta hacía unos minutos, pulcramente planchados, estaban arrugados debajo de la cama.

Se abrazaron, dieron varias vueltas sobre sí mismos, besándose apasionadamente. Chus fue a despeinar a su amante, pero éste le detuvo la mano.

-No, que me ha costado…

El comienzo de un beso nuevo, calló las quejas de Carlos. Y Chus consiguió su propósito y lo despeinó completamente. Y a Carlos no le importó, un día es un día. Y dos, son dos.

El tiempo pasó como una exhalación. No dejaban de besarse, de tocarse, cambiaban de posición, jadeaban, reían. Se saboreaban.

De repente, Carlos escuchó en el carrillón del salón que daban las 12,30 h.

– Cáspita, no voy a llegar.

– ¿No puedes decir joder como todo el mundo?

– ¿Qué más da?

– Sácate el palo, joder.

– No seas grosero. No tengo un palo en mi culo, tengo… – se detuvo porque le daba corte decir en voz alta lo que tenía en su culo en lugar del palo. – Acabemos que tengo que…

– Ya se me ha cortado el rollo – exclamó un fastidiado Chus notando como su miembro viril se ponía flácido y salía de Carlos de la Cuesta Contigo.

Chus se puso a horcajadas sobre Carlos. Le agarró las manos y se las sujetó por encima de su cabeza.

– Estás ridículo con todo ese carmín – le dijo de repente Carlos, intentado inútilmente que le soltara.

– Pues bien que te pone caliente. Y tú eres ridículo a tiempo completo. ¿Me quieres?

– Qué pregunta más tonta. Sabes que sí.

– Dímelo.

– Ya lo sabes.

– Dímelo.

– Te… te… te… quiero.

– Vas a llamar a esos con los que has quedado y les vas a decir que te ha surgido algo y no vas a poder ir.

– Pero…

– Nos vamos a ir a la manifestación. A la fiesta. Te vas a poner algo de ropa informal, de la mía, que la tuya es toda de viejos. Con el pelo así, y sin ducharte, oliendo a sexo y sudor. Oliendo a mí. Yo iré oliendo a ti.

– No, eso no.

– Y vamos a pasar la tarde juntos, de la mano, como hacen los novios.

– Pero…

– Tú me quieres, yo te quiero. Así que somos novios – dijo muy serio y convencido Chus.

– No me gusta los…

– ¿Compromisos? Pues bien te comprometes para otras cosas.

– No es lo mismo. E iba a decir las etiquetas. No me gustan las etiquetas.

– Yo te miro con orgullo. Quiero que hagas lo mismo. Y quiero ir por la calle contigo. Quiero subirme a una carroza, bailar contigo, quiero besarte… quiero ponerme un cartel en el pecho: soy el novio de Carlos de la Cuesta Contigo.

– ¿Y tu carrera? Tu representante decía que…

– Que le den a todos. ¿Estás conmigo?

– Bueno… pensaba que no querías…

– ¿Estás conmigo, Carlos? O ésta será la última vez que veas estas lorzas que tanto te ponen…

– Pero…

– ¿Estás conmigo?

Se hizo el silencio.

Los dos sin moverse, respirando agitados, mirándose. Cada uno en su lucha.

– Te quiero – dijo de repente Carlos. Lo dijo decidido y sin trastabillarse.

Se besaron.

– Hago todo eso, incluido lo de novios. Pero a cambio te pido una cosa. Dos.

– Dispara.

– Te vienes a vivir conmigo y… – carraspeó – te casas conmigo.

Chus abrió la boca de la sorpresa. Soltó las manos de Carlos. Y se inclinó sobre él para besarlo.

– Hecho. Te quiero, bobo. Que les den a todos. Vamos a ser la pareja del año. ¡¡Ja!!

Chus se levantó del suelo y fue a buscar su móvil.

– ¿Qué vas a hacer?

– Voy a mandar a todos un wasap, para anunciar nuestra decisión.

Carlos de la Cuesta Contigo se movió insinuante en el suelo, sobre su ropa y las sábanas de su cama. Puso morritos. Chus lo miraba de reojo. Y puso el culo en pompa. Chus miraba de reojo. Dejó de escribir. Empezó a salivar. Carlos se hizo un ovillo en el suelo, pegando sus piernas a su pecho, a la vez que le lanzaba un beso.

Chus dejó el teléfono en la sifonier.

Carlos se volvió a estirar, tumbándose boca arriba, con su miembro apuntando al techo.

– La madre que te parió – exclamó Chus yendo hacia Carlos.- Carlitos, Carlitos, he despertado a la bestia. Me pones a 100.

– Aplácala, pues.

Dio los dos pasos que lo separaban se tumbó al lado de su amante y… se puso al tema.

– No se si llegaremos a la fiesta del Orgullo.

– ¡Joder!

Y no llegaron.

Sin regalo.

Una vez más, un año más, pasó el día de Reyes.

He tenido la sensación durante todo el día que, en algún momento, llegaría mi regalo. Sería un regalo único, de los que cambian la vida. Algo que ni siquiera puedo imaginar. Un regalo que no escribí en la carta a los Reyes Magos.

Una ¡Sorpresa!

Uno es adulto pero merece disfrutar de la ilusión.

He abierto el correo un ciento de veces, pensando que podría llegar por ese medio.

He bajado un par de veces al buzón, hasta lo he hecho en pijama, antes de meterme en la cama, por si acaso.

He oído que los Reyes Magos se han modernizado. Ahora incluso me han contado que los camellos llevan GPS para no perderse. Ahora que pienso, ese puede ser el problema: mi casa no está bien situada en el GPS. Si una noche de borrachera lo pusiera para no perderme, acabaría en cualquier acantilado, o en el pantano cercano. No un pantano de esos de guardar agua, sino de esos de aguas cenagosas y arenas movedizas en los que si alguien pisa, el barro se lo va engullendo poco a poco. En una película de aventuras de los años cincuenta, aparecería el guía de la expedición, un tío resabido al que nadie le hace caso, que tiraría una cuerda y salvaría al héroe romántico, o a la heroína tirando de ella en el último momento. Porque sería en el suspiro final, cuando apenas queda la nariz por encima del barro, y los brazos agitándose sin rostro, cuando el héroe o heroína en peligro lograría coger la cuerda y el otro, el guía sabelotodo de la expedición, tirar de ella para salvarlo. Luego el guía le echaría la bronca, vaya que sí.

Por eso no han venido los Reyes magos.

Pero digo yo, que a pesar de que la tecnología ocupe su lugar en el mundo, estos reyes son importantes porque son Magos. ¿Es que ya no tienen magia? ¿Es que la magia no tiene un lugar en el mundo? Y no me refiero a los ilusionistas o como se quieran llamar. Y deberían saber que yo también soy un niño peque, que necesita de sus regalos. De ilusiones. Yo también tengo ilusiones. Y creo en la magia. Eso sí, no me vale un madelman, o un puzzle. Prefieron algo de más enjundia. ¿Una vida nueva? ¿Un premio de la primitiva? ¡Un Príncipe azul! Con sus medias y su canesú.

No me ha tocado la lotería del Niño.

He abierto la puerta varias veces, creyendo que llamaban. Si hubiera tenido chimenea, me hubiera apostado junto a ella toda la tarde. Con el fuego encendido, para llamar su atención. Con los zapatos delante de mí, bien lustrosos, sin polvo del camino. Como no tengo chimenea, me he quedado frente a la televisión, cambiando de canal una y otra vez, viendo como unos concursan para adelgazar y hacer de ello un espectáculo, o viendo relatar crimenes horrendos e increíbles. He visto como iban a buscar tesoros ocultos por los graneros de USA para comprarlos y venderlos de nuevo, indicando lo bobos que son los que lo venden porque los que los compran van a sacarse un beneficio del copón. He observado la técnica de puja y la comedia que se montan esos que van buscando subastas de trasteros abandonados. No sé si sacarían algo de mi trastero, los pobres. Y como eso significaría que había palmado y la pasta se la llevaría el del trastero, que le peten.

He mirado el Facebook, por si llegaba ahí mi sorpresa de los Reyes magos.

Nada.

Quizás es que, como es un regalo de enjundia, de los que cambian la vida, llegará mañana. O pasado. O al otro. Pero a mí me hacía ilusión que llegara hoy, día de Reyes. De Reyes Magos.

También me hacía ilusión que me llegaran un pedido de libros que hice el otro día a una tienda online. Resulta que no me han encontrado en casa. Vaya. Hubiera jurado que estaba. Al final casi acabo antes yendo a comprar esos libros a Nueva York.

Acabo de abrir el correo de nuevo y nada. No ha llegado nada.

Voy a bajr un momento al buzón.

¡Nada!

Pero es que he sido bueno. He sonreido y saludado al conductor del autobús todos los días. Sonrío al del banco, a la de la panadería. Me apunto a la rifa de una cesta de la tienda del barrio para que cobren su extra. Me dejo engañar, si me piden algo, corro para darles satisfacción.

He sido bueno…

Ya es de madrugada. Tengo un poco de sueño. Me he resistido a irme a la cama, por si habían pillado un atasco en la autopista o algo y no les había dado tiempo a acabar el reparto. Y juro que no he salido de casa, no fuera a ser que me pasara como los de Seur que no me encontraron.

Así que, con gran tristeza, he de declararme un año más, derrotado y vencido. Sin regalo. Sin regalo de Reyes. Y para más inri, el rosco ha venido sin sorpresa.

¿Será que ser bueno no compensa?

PD. Ya ha pasado el día siguiente a Reyes, y nada.

PD1. Ya ha pasado el día siguiente al día siguiente al de Reyes, y nada.

PD2. Ya ha pasado el día siguiente, al día siguiente, al día siguiente a de reyes, y nada.

PD3. Ya ha pasado…

La increíble historia de como vivieron su primera crisis, Ramiro el millonetis y Jorge el camarero. Capítulo 10.

– Ramiro, estás enfadado y no tienes razón.

– No estoy enfadado.

– Sí lo estás – afirmó decidido Óscar.

– ¡¡No lo estoy!! – gritó Ramiro.

-¡¡¡¡¡SÍ LO ESTÁS, COJONES!!!!! – gritó más fuerte Óscar, el secretario.

El resto del séquito hizo mutis. Miradas al suelo, o de reojo para ver el panorama sin que se notara. Visto que la cosa amenazaba tormenta con rayos, truenos y centellas, desaparecieron a una velocidad equiparable a la de la luz. Todos eran empleados antiguos de la empresa y conocían los prontos de su jefe, prontos que desde la aparición de Jorge en su vida, habían desaparecido. Pero nadie quería recordar viejos tiempos y sus consecuencias. “Despedido, despedido, despedido”. Que luego nada de nada, pero que el susto te lo llevabas igual

Es que lo dice de una forma que parece de verdad, jopetas”.

Y todos cuentan historias que alguno de esos “despedido, despedido”, al final pues resultó que fue despedido. Aunque eso no se sabe muy bien si es una de las muchas leyendas urbanas que pueblan nuestras vidas y que las hacen más interesantes.

Óscar imperturbable, mantenía fija la mirada de su jefe.

– ¡¡Qué!! – le espetó éste de malas formas.

– A mí no me asustas, Ramiro el millonetis.

– Pues deberías.

– Tengo callo de tu mala baba.

– ¿A que te despido?

– Hazlo – retó Óscar.

Ramiro bajó la cabeza y se dio la vuelta para que su secretario no pudiera mirarlo fijamente. Óscar tenía una mirada profunda que siempre le había desarmado. Le conocía muy bien, le tenía cogido el tranquillo.

– Tenía que haber venido. Lo quería a mi lado. Lo organicé todo – se quejó amargamente en voz baja.

– ¿Lo organizaste? – las alarmas sonaron en la cabeza de Óscar “La madre que le parió, la que se va a armar como se entere el otro”. De repente veía peligrar el estilo de vida sin altercados de gravedad que había adquirido desde que la relación de Jorge el camarero y Ramiro el millonetis se asentara. Se vio de nuevo mandando a templar gaitas a los hombres desechados. A los malos humores. Veía su relación con Loca rota en mil pedazos. “Loca, mi amor” gritaba en su alterada imaginación en su despedida.

Ramiro empezó a andar hacia los ascensores del hotel. Jorge detrás, inasequible al desaliento. O a la fuerza ahorcan, intentando salvar la nave del naufragio.

– ¡¡Ramiro!! ¿Qué has hecho que no nos has contado? No me jodas – Óscar echó a correr para alcanzar a su jefe con una cierta cara de susto que consiguió controlar al enfrentar la mirada de su jefe de nuevo. “La madre que le parió, le mato”. “Disimula, disimula”. “Le estrangulo”.

– Compré el restaurante y el jefe ese como se llame, tenía órdenes de dejarle libre estos días.

– ¿Qué has comprado el restaurante?

– ¡¡Claro!!

– Y Jorge no lo sabe. Es más, le dijiste y él te dijo ¡No!

– NO.

– ¡Te dijo NO!

– Pero quería decir sí.

– Una mierda. Quería decir NO. NO quiere ser tu sombra. No quiere ser tu protegido. Quiere ganarse su sustento. Quiere ser él. No quiere ser tu mantenido. ¡Por eso te gusta, joder! No como la caterva de aprovechados que te han rodeado toda la vida.

– Paparruchas.

Lo mato, lo mato, lo mato” “Adiós Loca. Mi mundo tan bonito se derrumba”. “Nuestro amor será imposible.” Tendré que recorrer el mundo buscando a sus amores, convenciendo a los desechados que era mejor que lo olvidaran, consolándoles si fuera menester”. Intrigas palaciegas para conquistar el corazón y de paso la fortuna de Ramiro el millonetis.

Entraron en el ascensor. Había otros clientes del hotel pensando en subir también, pero la situación era tan tensa que a todos les entró unas repentinas ganas de mirar las plantas del hall.

– ¡¡Quiero que esté conmigo!! ¿Es tan raro?

– Pero no haciendo cosas de Ramiro el millonetis. Él no es tu sombra. Es él. Y quiere seguir siéndolo. Y te gusta por eso, ¡¡¡JODER!!!

– ¡¡Soy Ramiro el millonetis!! ¡¡Y soy tu jefe!! No te olvides. Parece que estás de su parte. Y él no te va a pagar tu sueldo con su sueldo de camarero. ¡¡No lo olvides!! – Ramiro amenazó con el dedo a su secretario.

– Durante unos meses has sido un hombre enamorado de Jorge el camarero. Te has olvidado de eso.

– ¡No me olvido! Por eso estoy así, cojones. No puedo estar sin él. – gritó. – ¿Te enteras de una puta vez?

– No estoy sordo, Ramiro el millonetis.

– Te la estás jugando.

– Fíjate que miedo. Los demás estarán cagando, a mí me la trae floja, ya lo sabes. Me conoces lo suficiente, Ramiro el millonetis.

– Joder, no sé por qué te contraté. Siempre me has caído como el culo.

– Me has contratado porque precisamente me la trae floja y no me dejo intimidar por tus exabruptos. Recuerda que tus anteriores secretarios apenas te duraban 2 ó 3 días.

– Que te den.

– Ahora que lo vas a dejar con Jorge, lo conquistaré – le salió así, sin pensar. El subconsciente. Cuando Jorge le preguntó si se había enamorado de él cuando follaron una noche de frío invierno del mes de junio, al filo del amanecer en el cuarto que tenía alquilado en una pensión de mala muerte del barrio de las locas. Fue memorable. Los dos bebidos, los dos puestos de algo más que alcohol, pero aún así, lo que nunca le había pasado, ese chico, Jorge, siempre triste, siempre apagado, como olvidado de los hados del Cielo, le hizo sentirse bien consigo mismo. Y eso nadie lo había hecho hasta entonces. Pocos después de aquello. Loca quizás, pero era distinto.

– ¿Y Loca? Vamos, dile que le dejas por Jorge. Ten cojones. Voy a llamarlo para decirle que estás con él porque no tienes nada mejor.

– No seas capullo. Eso no es cierto.

– Una mierda. Eres un puto arribista. – Ramiro pasó al ataque.- Me quieres quitar al marido.

– Haremos un matrimonio a tres – intentó imprimir un tono de coña, pero no le pareció convincente. Se había metido en un jardín lleno de hierbajos y malas hierbas. “Loca, por favor, perdóname, te quiero, vaya que sí”.

– Estás chalado. Y no voy a dejar a nadie. Así que olvidarte de Jorge. Te estaré vigilando por si lo incitas a ponerme los cuernos.

– Él te va a dejar a ti. La estás cagando, Ramiro el millonetis. En cuanto se entere de lo del restaurante. Ya puedes deshacer la operación.

– No se le ocurrirá dejarme. Lo destruiré. Y a su hermano. Y a ti. Y al mundo entero si se tercia. Y ni sueñes que vaya a echarme atrás en la operación.

– Claro que sí. Porque te has olvidado de por qué te enamoraste de él y quieres convertirlo en otra persona.

– Buenas noches.

Ramiro y Óscar se giraron hacia la puerta. Estaban tan acalorados discutiendo que no se habían dado cuenta de que el ascensor se habían parado. Un rubio estupendo (otro rubio, por Dios) con una sonrisa de medio lado y unos ojos azules brillantes, les miraba dubitativo. Miento. Solo tenía ojos para Ramiro el millonetis. Y lo de dubitativo, era a todas luces una pose seductora. Una nube de tormenta envolvió la cabeza de Óscar. “Este viene a por cacho, la de veces que he visto esa mirada en las noches de caza”.

– ¿Subes o bajas? Por entrar o no. Aunque viendo lo presente me da igual y creo que voy a entrar de todas formas e iré donde tú vayas. – y miró de arriba a abajo a Ramiro el millonetis.

– ¿No nos conocemos de algo? – inquirió suavemente después de un rato de silencio.

– Esa es la excusa más antigua para iniciar una conversación – escupió Óscar – De primero de ligoteo en las saunas. – “Joder, joder, que viene tormenta”.

– Más bien para iniciar una conquista – contestó el aparecido del ascensor, sin tan siquiera mirar a Óscar el secretario. – No me puedo resistir a un pedazo de hombre como éste – y recorrió con la vista el cuerpo de Ramiro de arriba a abajo.

Óscar el secretario estaba a punto de saltarle a la yugular. Para él era tan evidente las intenciones de ese hombre… “Y el gilipollas de Ramiro parece embobado de repente”.

– ¿Y dónde estabas tú que no te había visto antes? – el tono de Ramiro era el de un corderito camino del matadero.

Joder, joder. Tengo que hacer algo, pero ¿Qué?” Pensamiento desesperado de Óscar.

– ¿Y tú? – el aparecido le hacía ojitos. Vaya ojitos, por favor. No es de extrañar que Ramiro el millonetis estuviera obnubilado.

– Ramiro, debes subir a cambiarte para la recepción con el Presidente.

– ¡Ah! Eres tú Ramiro el millonetis. Son Sven, del gabinete de protocolo. Venía a concretar los detalles del encuentro. Contigo, sin intermediarios. Sentados uno junto al otro, nuestras piernas rozándose. ¿Me dejarás besarte ese cuello fuertote que gastas?

– Manu se encargar… – intentó decir Óscar, pero Ramiro le puso la mano delante de la cara en señal de “Para, majadero, no me jodas el ligue”.

– Ya me encargo yo personalmente.

– Ramiro, no me jodas.

– A eso voy, Óscar, a joder. No contigo, no te asustes. Y por cierto, estás despedido.

– Una mierda.

– Dos.

– Ramiro.

– Me voy con Sven. – voz de cordero degollado.

– ¡¡Ramiro!! – voz histérica.

Óscar intentó ponerse en medio pero tropezó con algo y aunque intentó evitarlo moviendo los brazos muy deprisa, como si intentara convertirse en un pájaro y volar, al final acabó cayendo al suelo. Ramiro pasó por encima de él y cogió la mano del tal Sven.

– Así no te escapas.

Lo último que vio Óscar es que giraban por el pasillo del fondo y que empezaban a acercar sus bocas.

– Mierda, mierda, mierda. Ha dicho “Así no te escapas”. Esto no es normal. Ni en sus mejores momentos de pasión ha dicho semejante cutrez.

Hablaba solo. Una camarera de planta que acarreaba su carrito lleno de ropa de camas varias y la fregona a modo de lanza en ristre, lo miraba con desdén con un pitillo colgando de los labios.

Cogió el teléfono y llamó a Manu, que estaba en plena sesión de friegas y refriegas, con un masajista rubio, rubio, (¡Otro rubio, por favor!), con unas manos de esas que te hacen soñar y un par más de cosas que también hacen soñar. Y el hombre las empleaba todas con suma destreza. Como ya no podía contar con sus compañeros para encuentro sexuales, que de repente todos habían encontrado el amor, “qué cursilería, lo del jefe es contagioso”, él buscaba consuelo dónde podía. Y el rubio, rubio masajista era una muy buena opción para este viaje a las Rusias. Cogió el teléfono con desgana. Pero ante las noticias de Óscar, Manu no lo dudó: salió escopetado de la sala de masajes. Salió tan escopetado que se olvido de vestirse y de darle el número de teléfono al masajista. Se olvidó hasta de su idea de llevárselo de extranjis a España en el viaje de vuelta. “Lo facturo y punto”.

Manu a su vez, mientras corría desnudo por los pasillos del hotel, llamó a Fito. Éste estaba en medio de una bacanal que había organizado con una semana de antelación. 17 chicos estupendos y él en medio. Todos con todos, pero lo más importante, todos con Fito. Era su sueño desde que tenía 15 años y su madre había decidido regalárselo por su cumpleaños. Y que mejor que hacerlo en Rusia.

– ¡17 chicos estupendos! – gritó desesperado Fito mirándolos con pena mientras corría pasillo arriba, hacia el ascensor. – Y al Ramiro se le ocurre irse de bolos. Cuando se entere mi madre de que he tenido que dejarlo a medias, me deshereda.

Fito entró en la habitación de Óscar poniéndose un jersey. Y Manu entró sin nada y sin nada que ponerse, y sin intención de hacerlo.

– Joder, encima esto – y les mostró la foto que acababa de recibir de Jorge besando al tal Pau. – el que la envía piensa que la recibe Ramiro. Y pide una pasta por un vídeo.

– Esto es un montaje. Jorge está drogado. Y tú deberías saberlo que le has conocido antes. Tiene la mirada perdida, perdida. ¡Miradlo!

Óscar miró la pantalla con más atención.

– ¡Joder! Esto es una crisis. Es peor de lo que pensaba. No puede ser casualidad que ese rubio despampanante – fue un “ese” absolutamente despectivo – se acerque a Jorge el mismo día que el rubio ese – este segundo “ese” fue más despectivo si cabe – ataque las defensas bajas de Ramiro.

– Pero… – Manu no acababa de ver la confabulación. – a ver que se han peleado y ahora pues tienen un rollo. Mañana agua bendita y a mirar palante. Una canilla al aire y punto.

Fito meneaba la cabeza de lado a lado. Dudaba sobre si hablar o callar. Al final habló.

– A mí el otro día, salí por ahí de caza, ya sabes.

– ¡¡Fito!! – dijeron al unísono Óscar y Manu. Fito era peligroso por las noches, buscando ligue por los garitos. Se había metido en cada una… y sus amigos siempre debían ir a sacarlo del atolladero.

Fito levantó las manos para implorar silencio a sus amigos y de paso un poco de clemencia. Y continuó. “Al fin y al cabo no he tenido que llamaros hace al menos un par de siglos”.

– Y pues escuchaba comentarios de tal y cual, del amor de Ramiro y Jorge, que parece que ha calado en la gente y tal, todo el mundo habla de ellos y de sus polvos, sobre todo desde que la radio del obispo empezó a anunciar la retransmisión de la sesión nocturna de ayer, por cierto que fue memorable. Que sincronía, que ritmo, que…

– ¡Al grano, joribia!

– Huy joribia, que cursi.

– ¡Fito!

– Se te ha contagiado el humor de tu jefe.

– ¡Fito! – acució Manu.

– Que es también el tuyo. – apuntilló Óscar.

Los tres se quedaron mirándose. En concreto Óscar y Manu miraban a Fito y éste alternaba entre los otros dos.

– Pues que alguien me dijo así con mucho misterio que no les quedaban más de tres telediarios. Que había mucha gente interesada en que el matrimonio fracasara. Había muchos candidatos despechados al trono de ser el marido de Ramiro el millonetis y tener acceso a su fortuna. Y algún que otro allegado que…

– ¡¡Sigue joder!!

– … pues que – Fito se hacía el interesante – algún allegado a lo mejor intentaba que fracasara para quedase con la herencia. Y algún resentido buscaba desquitarse, vengarse, mandando a restregarse por el fango de la traición y el desamor a Ramiro el millonetis y ese arribista, Jorge el camarero, un sinsorgo sin oficio ni beneficio.

– Pero eso es una tontería. Todo es una tontería. Antes que cualquier allegado a Ramiro, que todos sabemos que los tiene muy lejanos, pero muy lejanos, nos lo dejaba todo a nosotros, fíjate lo que te digo. A parte que todo eso suena a que lo van a matar o algo así… – se calló de repente.

– Sí, lo sería si no estuviéramos aquí, tú en pelota picada y yo con los calzoncillos del revés; y Óscar con la ceja sangrando y con un cabreo del quince.

Fito aprovechó para colocarse al menos las gomas del calzoncillo bien para que no le pillara un huevo que empezaba a protestar con bastante insistencia.

Manu se puso en jarras: le daba igual estar desnudo. Total, sus amigos y él habían compartido muchos momentos de pasión desenfrenada. Solos o en compañía de otros.

– Óscar se palpó la ceja. Solo sangraba un poco. Ni se había percatado de la circunstancia.

– Llama a ése que te dijo.

– Si no sé el número.

– Llama a ese policía que fue novio tuyo. Seguro que lo encuentra. Y luego que busque a Jorge. Y a Carlitos, por si las moscas.

– No le voy a molestar a Javi para eso. Si es una bobada…

Manu y Óscar se quedaron mirando a Fito fijamente.

– Para no creer en la conspiración… vale, vale, ya le llamo. Joder el carácter del jefe se os ha contagiado.

Fito estuvo rápido para eludir los cachivaches que sus amigos empezaron a lanzarle a la cabeza.

– Si me dais la razón.

Pero no dijo nada más, porque le cayó encima el contenido de una cubitera que había usado para enfriar una botella de champán. Sin botella ya, que alguien se la había bebido a la salud del zar. O de la vida.

La increíble historia de como vivieron su primera crisis, Ramiro el millonetis y Jorge el camarero. Capítulo 9.

Salieron a desayunar. Carlitos y Jorge el camarero.

Fueron como hacían de niños, al bar de las tortitas. Así lo llamaban. Ni siquiera sabían como se llamaba. Los dos solos. Jorge con sus 18 recién estrenados y Carlos, siendo un retaco de 12 años. Ahí se escapaban para huir de la indiferencia las más de las veces, o el desprecio de su familia.

Y cada domingo, muchos sábados, se escapaban e iban. Y las tortitas con mucha nata y mucho chocolate. Aunque a veces lo cambiaban por un chocolate con churros. O con pan tostado y mantequilla. O con nata. Nata de hervir la leche. La matrona del bar se lo ponía solo a ellos, recordando lo que hacía su abuela en el pueblo.

– Ya la nata no es la misma. Mi abuela lo hacía con la nata de la leche directa de la vaca. Era alucinante.

Y ellos felices. Lejos de su padre que los ignoraba, de su madre, a la que adoraban pero a la que apenas veían.

– ¿Por qué queremos tanto a mamá? – preguntó extrañado Carlos. – Nunca nos ha querido. Ha pasado de todos. No nos ha hecho ni caso.

– Quizás porque ha pasado de todos y no solo de nosotros, como papá y tus hermanos. Quizás porque no se cree más que nosotros, como el resto.

– Ni siquiera fue a tu boda.

– No la eché de menos. Te advierto que me hubiera jodido que hubieran ido. No me molan. Era un día para la gente guay.

– Yo sí. Yo la eché de menos. Pero es triste, porque si lo miras, joder es que toda la peña iba por Ramiro el millonetis. Tú y yo estábamos solos.

– Pero si no ha hecho nada por ti, salvo parirte. Y mira, que me la trae floja lo de la gente. No tengo amigos, es así. Lo sabía antes.

– Es verdad. Pero sabes, hermano, necesito querer a alguien. Es algo visceral. Al menos ella no me ha demostrado que le doy asco. Solo pasa de mí.

– Yo te quiero. – casi se le quiebra la voz de la emoción. Desde que era un bebé, Carlitos le había conquistado. O quizás se refugió en él de la indiferencia del resto. No le decía demasiadas veces eso de que lo quería. “Joder, qué bobo soy”.

– ¿Por qué crees que estoy vivo?

– Carlos, no digas eso. Vives por ti y punto.

– Es la verdad.

– Carlos…

– Si no fuera por ti…

– ¡¡Basta!! Que esto es un relato de risas. Dejemos nuestras miserias para otro día. Joder que me echo a llorar y la jodemos.

– Y estas tortitas están de muerte – Carlitos cambió también de tercio que veía que su hermano estaba acongojado y le daba palo verlo así y tal. Sobre todo después de haberle dicho que le quería, joder, que eso le daba subidón.

– Deberíamos venir más a menudo.

– Pero es que Ramiro, con eso de la cocinera, pues quiere darle un poco de jabón y que nos prepare los domingos un desayuno de esos de película americana o de hotel de cinco estrellas.

– Tú y yo solos. Sí, Jorge. Tú y yo solos. Aquí. Los viernes si no. O el día que libres en el curro. Joder.

– Es una idea eso de buscar otro día. O cuando se vaya de viaje, como hoy. Nos venimos y nos ponemos a tope con las tortitas o con el chocolate.

– Cuando vuelva Ramiro, lo voy a coger de los huevos y lo voy a traer aquí. A desayunar. Que le den a la cocinera. Es un vampiro, que lo sé yo. Da yuyu.

– Oye, oye, los huevos de mi marido ni tocar. Y la pobre es que es malencarada, pero es buena gente.

– Es una forma de hablar.

– Ya, ya, lolito. Que nos conocemos.

– Ya estamos. Soy inocente, casto y virgen.

– ¡Ja, ja, ja! Sobre todo virgen. Y ya con lo de inocente y casto, me parto la caja. Mira como me parto la caja.

Carlos puso su mejor cara de inocente indignado y se la dedicó a su hermano que estaba haciendo una correcta exhibición de caja partida por la cintura.

– ¡¡Hola Jorge!!

– Huy madre – murmuró Carlos llevándose la mano a la frente. Le acababan de entrar sudores fríos y en sus entrañas, notaba como se avecinaba tormenta.

¡¡Quietos parados!! Un adonis de casi metro noventa, rubio, con las facciones afiladas, sonrisa rutilante y pelo rubio platino, con un cuerpo que marcaba la ropa que llevaba, con brazos torneados, tronco fibroso adivinándose una tableta de chocolate cuasi perfecta y que adivinaba una V perfecta, una V que alojaba unos genitales apetitosos y dispuestos y un miembro recto y bonito, se había plantado delante de Jorge el camarero, dejándolo con la boca abierta, abierta, de la cual manaba una cantidad ingente de baba. “Te como ahora mismo y no dejo nada, nada”.

– Pau – balbuceó como pudo.

Después, Jorge emitió una especie de suspiro de amor, deseo o algo parecido.

– Estás estupendo – dijo el tal Pau, mirándolo con una sonrisa perfeta, enseñando una dentadura perfecta, blanca, brillante, en un rostro perfecto dentro de un todo perfecto. Es que el tal Pau es perfecto. Unas piernas perfectas, que partían de esa V perfecta, debajo de un tronco perfecto, y un cuello perfecto… y un miembro prefecto, que se le marcaba, como si la ropa fuera simplemente una segunda piel. “Hasta le noto la venas, por Dios”. Es un todo perfecto. Y encima lo miraba con cara de deseo y le había dicho que lo veía estupendo. “Por todos los diosoes del Olimpo, me está mirando con cara de querer” “¡¡¡¡La hostia!!!!”

– Tú, tú… tú también – consiguió decir Jorge, al que se le había hecho una bola en la boca con el último trozo de tortita.

Y es que la boca se le había abierto de repente. Jorge era muy de abrir la boca, ya estáis dandoos cuenta. Y Pau siempre había tenido esa habilidad. La de hacer abrirle la boca. Pero es que encima ahora, estaba mejor que nunca, la leche.

– Me he enterado de tu boda. ¡¡Felicidades!! Te mereces ser feliz. Y se te nota tan feliz… – lo miraba con esos ojos azules, mirada intensa, mordiéndose el labio inferior mientras sonreía.

Aunque Jorge el camarero no estaba para sutilezas y no se enteró de nada, todo en Pau sonaba falso, falso.

Para Carlitos, la cosa era distinta. La bombilla de los problemas se habñia encendido en su cabeza.

– ¡Ah!

– Te veo muy feliz. ¡Qué envídia me das! ¡Me da tanta pena no haber aprovechado cuando pude conquistarte! Eres tan atractivo, tan buena gente.

– ¡Ah!

Carlos le dio una patada a su hermano, con todas sus fuerzas, pero apenas consiguió ninguna reacción. “Éste es bobo, se ha quedado pasmado y no se entera de nada. Joder, que éste nos la arma”.

– Llevaba tiempo queriéndote ver. Incluso el otro día le dije a Carlos, que me lo encontré por casualidad en la Compañía de danza, por casualidad, no te creas. Hola Carlos. – lo saludó, pero ni siquiera lo miró. El tal Pau solo tenía ojos para Jorge el camarero.

– Hombre, hola. No está mal. Diez minutos en saludarme. – contestó malhumorado Carlitos, molesto por la aparición de Pau, por la respuesta de su hermano al encuentro y porque el tal Pau hubiera citado su encuentro días atrás, que él había decidido omitir a Jorge.

Paro Pau no hizo caso de Carlos y siguió atento a las reacciones de Jorge. No quería perder su contacto visual. Quería que Jorge solo tuviera ojos para él.

– Toma un poco de mermelada – le ofreció inesperadamente a Jorge el camarero. – Está tan buena ¿La has probado?

Éste miraba como embobado a Pau mientras cogía a cucharadas la mermelada que le ofrecía Pau.

Pau. Pau. Resonaba ese nombre en su cabeza. Pau. Pau. Lo que había estado enamorado de Pau. Y el poco caso que le había hecho. Esa perfección hecha cuerpo, esa sonrisa, ese culo… recordaba el culo, su culo en los vestuarios, ese… bla, bla, bla…. bla, bla, bla… todo, vamos. Perfecto.

– Pau – dijo en voz alta.

– Dime.

Pero Jorge no era capaz de articular palabra. Si hubiera tenido que levantarse, no hubiera podido, porque las piernucas se le movían sin parar; parecían de goma, “piernas de goma” le llamaban en el equipo de voley del instituto. Se había apuntado solo porque en él jugaba Pau. Y Pau pasaba de él. Creyó que apuntándose le haría caso, pero muy al contrario, solo sirvió para que lo despreciara. Es que era tan malo… y Pau era tan bueno… y estaba tan bueno… con su melena rubia hasta los hombros, melena que se ataba en una coleta que le hacía ser todavía más arrebatador. Aunque posiblemente a Jorge le hubiera dado igual que se hubiera rapado al 0. Con esos labios finos, siempre dispuestos a sonreír, aunque a la mayor parte de la gente le parecía una sonrisa de superioridad, de suficiencia. A Jorge siempre le había parecido una sonrisa de ángel. “Mi ángel” repetía una y otra vez al meterse en el baño y agarrar su cipote con saña y masturbarse para mitigar su calentura, su dolor de corazón. Bueno, en ese caso más bien su dolor de huevos. Y lo hacía en la cama, en su casa, en la ducha, en su casa o en el instituto. En su casa también. En los matorrales del parque. Todo era masturbarse a la salud del Dios Pau.

¡Dios Pau! Bendita la leche que sale de tu miembro”.

Leche que Jorge no pudo catar nunca.

Leche que el Dios Pau no creyó conveniente compartir con Jorge, al cual despreciaba, ya lo he dicho antes. “Si es un mindungui, ¿No lo veis?” decía a sus colegas. Colegas que luego se reían de Jorge en los pasillos del Instituto. Colegas que luego tiraban los apuntes al suelo de Jorge, le quitaba las gafas, que entonces llevaba gafas. Del gordo, que entonces Jorge era rellenito. No era gordo, pero tampoco era un super cachas como Pau. Los otros no eran nada del otro mundo, no vayáis a pensar. Pero ellos eran los líderes del Insti. Ellos marcaban las norma, el territorio. Y como ellos eran los líderes, daba igual que fueran feos, gordos o unos perfectos ignorantes. Marcaban a los amigos y a los apestados. Y Jorge era el apestado. “El camarero” que lo vieron alguna vez trabajar para su padre en algún evento al que ellos iban de invitados con sus padres. Y se lo lanzaban como un desprecio, “el camarero”.

Y Jorge el camarero trastabillaba con piernas que de repente se ponían en medio de su camino.

– ¡Torpe! – se burlaban riéndose a carcajadas, un poco excesivas y forzadas, que tampoco daba para tanto el tema.

– Mira si llegas a llevar la bandeja, Jorge el camarero.

Luego Jorge convirtió lo de “Jorge el camarero” en un nombre de orgullo. “Qué les peten”, se dijo un día al cabo de los años. Pero antes de esa decisión, la cosa era de ignominia y vergüenza.

Y le desaparecía la ropa del vestuario mientras se duchaba y tenía que salir a la calle en bolas a mirar en las ramas de los árboles a ver dónde la había lanzado. Y subirse a buscar sus pantalones, que en cosasiones estaban mojados. Pero él no se arrendraba y se los ponía sin decir nada, sin mostrar asco, que también tenía su orgullo. Y cuando salía desnudo, no se tapaba los genitales como hacía otros que habían pasado por los mismos episodios. El mostraba su anatomía al completo, cosa que le granjeó la admiración del resto del colegio y le facilitó algún que otro ligue posteriormente.

– ¡Miralo, si no sabe ni dónde deja los pantalones! Ja, ja, ja. – gritaban intentado que se sintiera mal. Pero no colaba. Aún rellenito, él se sabía atractivo a su manera. Y sabía que no tenía nada de que avergonzarse. Y tenía un punto exhibicionista, para que negarlo.

Y Pau. Miraba la escena sonriendo, de esa forma, con esos labios finos que nunca cató Jorge, aunque soñara con ellos todos los días. Y aplaudía a sus colegas por la imaginación. Lo cual indicaba los pocos recursos que en el fondo tenía el tal Pau en aquella época. Y por qué no, miraba con ganas de catar ese cuerpo que exhibía Jorgito el camarero”, pero que no estaba a su altura y que no se dignaría catar, porque sería rebajarse. “Un Dios solo está al alcance de otro Dios”. La de buenos polvos que perdió por ser tan divino.

Pero siempre llegaba un día en que Pau le daba una palmadita en la espalda, para animarlo. Y eso le daba fuerzas al pobre Jorge y le hacía concebir esperanzas: “Me va a querer, claro que sí”; “Y vamos a ser novios, vaya que sí”; “Y follaremos toda la noche, 3456 veces seguidas, porque somos la leche y tenemos mucha leche”.

Pero después de la palmada y de que Jorge tuviera ese empujón en sus esperanzas, ahí estaban sus amigotes para lanzarle un cubo de agua al salir a la calle ese día que hacía tanto frío. O en hacer que toda la clase se riera de él sacándole fotos desnudo en la ducha, incluso mientras se masturbaba seguramente pensando en Pau el Dios, aunque eso no salía en la foto.

– Llevo unos días recordando esas fotos tuyas en la ducha, haciéndote una manuela.

Jorge abrió mucho los ojos. “Esto es nuevo”. Nunca se había dado cuenta de que le habían grabado en el baño. Y mucho menos supo nunca que Pau lo había visto. Ahora entendía por qué la gente se reía delante de él cuando miraban sus portátiles.

– ¿Me grabaste?

– Sí. Me ponías mucho. Veía las imágenes tuyas en los vestuarios mientra te frotabas el cipote y me imaginaba que era mi mano la que te producía tanto placer. Pero salía con el entrenador de voleibol. Era muy celoso. Y debía mantener el secreto.

¿Te ponía?” “Si ni siquiera me mirabas cuando nos chocábamos” “¿El de voleibol? Si ese hombre era un adefesio, y olía a sudor.”

– Pero no le hagas ni caso – le dijo Carlos. – No jodas lo que me costó a mis 11 años quitarte a este pavo de la cabeza. Y ahora otra vez está aquí, con su divinidad de adonis, hijo de Poseidón.

Ni Pau ni Jorge escuchaban a Carlos.

Jorge cada vez tenía el rostro más perdido en los mundos de yupi. “Pero si parece que está puesto” se dijo en un momento Carlitos. “Si no supiera que no ha tomado nada, pensaría que se ha puesto ciego a algo”.

– Si quieres venir a casa, podemos recuperar el tiempo perdido. Te deseo tanto – dijo esto último en un tono que pretendía ser sensual a tope, pero que no quedó muy convincente, por lo menos a oídos de Carlos.

– ¡Ni se te ocurra! ¡¡Jorge!! – Carlos le agarraba el brazo y le zarandeaba, pero Jorge estaba como hipnotizado.

Pau se puso en medio de Carlos y su hermano. Con un movimiento de su brazo, empujó a Carlos hacia atrás, con tan mala suerte que chocó con la señora el bar que les traía un chocolate espesito y calentito. Y el chocolate espesito y calentitio cayó en su cabeza distribuyéndose por la cara y cayendo después por sus hombros.

Quemaba y Carlos corría a la cocina para meter la cabeza debajo del grifo. Maldecía y maldecía. Y aunque se dio mucha prisa, cuando salió, su hermano y el tal Pau ya habían salido cogidos del brazo. Más bien Pau cogía del brazo a Jorge y lo empujaba.

– Han salido guapísimos mientra se besaban – dijo la matrona mientra miraba a su marido de reojo, como recordando tiempos mejores y por ver si el otro se daba por enterado y le daba una alegría pastelosa. Pero el marido se hizo el loco y entró en el almacén para buscar una caja de Kas Naranja.

En esto, un joven se había acercado a Carlos y le enseñó la foto de su hermano siendo besado por Pau.

– Mira como se entrega tu hermano. Ramiro el millonetis se va a poner contento. Me va apagar la foto a precio de oro. Con esto me retiro.

– Ramiro el millonetis sabe como besa mi hermano. Y ese beso, no lo da, se lo dan. Así que olvídate de la pasta y del escándalo.

El chico hizo un gesto de “A mí que me importa lo que digas”.

– Se lo voy a enviar ahora mismo.

– ¿Y a ti que te va y que te viene?

– Me gusta joder a las parejas felices. Si yo sufro por amor, que lo hagan los demás. ¡¡Fuera el amor y la felicidad!! ¡¡Mueran las parejas felices!! Y si me gano una pasta, pues mejor que mejor. Primero le mando la foto y si me da pasta, le mando el vídeo.

Carlos pensó por el maleficio que había hecho que ese día en que iba a disfrutar de su hermano como hacía tiempo, se había convertido en una sucesión de encuentros con personas de mirada turbia y mentes con los tornillos desajustados. Confió en que Óscar retuviera la información. El móvil de Ramiro no lo sabía nadie. El móvil que todos tenía era el de Óscar, que hacía de pantalla.

El hombre se fue triunfante.

– ¡He jodio otra pareja!! ¡¡¡Bien!!! A por la siguiente.

Incluso dio un pequeño salto de alegría, pensando en qué iba a gastar la pasta que le iba a dar Ramiro el Millonetis.

Carlos se quedó cabizbajo, mientras observaba al joven alejarse del bar.

Y la matrona de la cafetería, de repente se quedó como embobada.

– Señora matrona. ¿Qué la pasa?

Pero solo alcanzó a sonreír como una boba.

– Huy madre, la misma sonrisa que la de Jorge.

– ¿Que has comido, Mamá? – preguntó su hijo, un mozalbete con 18 recien cumplidos en el que Carlos nunca había reparado pero que en ese momento atrajo toda su atención. Un brillo especial lo envolvía e hizo que Carlos casi se olvidara hasta de como se llamaba. Objetivamente no era para tanto, pero como hacía tanto tiempo que no ligaba… que se mantenía a base de refrotarse consigo mismo… a parte de lo del narrador, que eso parece no contar, claro. El hambre, ya se sabe. Y es evidente que Carlos estaba hambriento.

– Manuela (Pobre mujer, hablando de manuelas y da la casualidad que la matrona se llama Manuela) ¡Que te pasa! – su marido salió de la cocina alertado por el tono de preocupación de su hijo.

– Ha comido de esto, de la mermelada que le gusta a tu hermano.

– ¡¡Hostias!! Está envenenada. Guardemos un poco en esta bolsa, como si fuera CSI.

– Pareces policía – dijo el hijo de los hosteleros con ojos de admiración intelectual y una cierta admiración física, que le hizo una radiografía a Carlitos en un par de segundos, viendo su cuerpo de bailarín, con esas piernas y esos brazos potentes, potentes. Y otras cosas, que no citaré, potentes también.

El chico de Manuela sonrió. Y Carlos, sonrió también. Y sus sonrisas se encontraron en el espacio que los separaba, construyendo de la nada, un todo de deseo y pasión. En esas sonrisas estaban sus cuerpos pegados, sus miembros palpitantes, sus labios besándose, sus manos recorriendo sus cuerpos, las de uno el del otro y viceversa.

En un plis, juntaron sus manos y salieron corriendo. Sin despedirse ni nada, olvidándose de la pobre matrona, ahí, como una estatua de sal a punto de desintegrarse en partículas infitesimales. Y Carlos tiró del chico, del que no sabía siquiera el nombre y lo llevó a un pisito de 34 m2 que tenía en el vecindario; era su refugio secreto. Y lo pagaba con los dineros que le daba Ramiro, su cuñado.

– ¿Seguiría siendo su cuñado después de eso?

Fue una pregunta rayo. Aparece y desaparece. El hijo de la matrona y el hambre tenía prioridad absoluta. Luego se ocuparía de su cuñado y compañía. De momento, para una vez que podía ligarse a un tío bueno así, sin más, no lo iba a desaprovechar. Total, Jorge estaría en lo mismo con su amado Pau. (Ya se le había olvidado lo de ser drogado, la mermelada y la matrona, la pobre, y su marido, el pobre, que se quedó con todo el embolado él solo, él que no era nada resolutivo, que para eso estaba su Manuela o en su defecto, su chico; pero Manuela estaba OFF y el chico estaba en modo “polvo a tope”).

Luego arreglaría el embolado, pensó Carlitos en un breve momento de lucidez, mientras volaba tirando del hijo de la matrona. Pero ya que se había peleado con el narrador, se iría a matar penas y gritar de pasión con el hijo de la matrona, que estaba de vicio. ¡Viva el hijo de la matrona!

– ¡Qué te den, narrador! – Gritó silenciosamente mirando a la pantalla – mira como me lo voy a montar con el pavo éste.