La vida es sinuosa, impredecible (2).

La vida es sinuosa, impredecible (2).

La vida es sinuosa, impredecible.

Las personas paseamos por ella, a veces tristes, a veces alegres, unas veces sabiendo lo que hacemos y dónde estamos, y otras sin querer saber. Unas veces intentamos olvidar, o no recordar lo que nos deparará el futuro, y por fin, otras veces, no queremos mirarnos en el espejo de nuestro juicio, para no enturbiar la imagen que nos hemos ido forjando de nosotros mismos.

Unas veces sabemos, y otras, cualquiera que nos mire en cualquier cafetería, mientras tomamos un café con leche, corto de café, si nos mira de aquella manera, sabrá más de lo que nosotros queremos conocer.

Levanto un momento la mirada del portátil, y repaso las personas que están sentadas a mi alrededor. La señora de la cartera y la foto de sus hijos en ella, da vueltas a su café como todos los días. Hoy todavía no ha hecho la tarta a su hija, ni posiblemente la hará. Hoy está más triste que de costumbre. No ha dormido ni siquiera diez minutos en toda la noche. Tiene ganas de morir, pero ni eso sabe hacer a estas alturas.

Una chica joven entra en la cafetería. Se sienta en la mesa de la ventana. Abre su bandolera, y saca un cuaderno con sus apuntes de econometría. Tiene examen dentro de dos días, y todavía no ha empezado siquiera a leer. El camarero se acerca, y le pide un café bien cargado: tiene que estudiar, le dice sonriendo al camarero, un chico joven, no más de 20 años. Éste se pone colorado. Ella piensa que le gusta.

Le lleva el café saltándose otros pedidos anteriores. Y le pone un platito con pastas, el doble que a cualquiera. Sonríe: el doble que a cualquiera.

La chica sonríe coqueta. Le da las gracias coqueta.

La pareja de la mesa de al lado se enfada con el camarero: “ellos estaban antes”. Le llaman la atención, no de muy buenos modos, por cierto. A sus cuarenta años, hace tiempo que olvidaron las miradas cómplices, y las ganas de vivir y de conocer gentes. Y no recuerdan ya, como es sentirse enamorados. Se casaron hace ya quince años, y hace diez que no se soportan. Tuvieron el primer niño, porque creían que iba a ser algo para toda la vida. Tuvieron el segundo, para hacer la parejita. Salió chico también, lo cual jodió sobremanera al hombre, porque quería tener una niña. Al tercero lo tuvieron para arreglar su matrimonio, que parecía que se iba a la mierda. Otro chico. Y al cuarto, lo tuvieron apenas hace tres años, en una noche loca, en la que el alcohol hizo su trabajo, y ellos el suyo. Otro chico.

Igual que no supieron tener a sus hijos, no saben como hacer que la vida sea un poco más agradable para todos. Y como ellos no saben ser felices, quieren que los demás no lo sean tampoco. No, no es eso. Lo que les pasa en realidad es que no quieren que el resto de los animales racionales o no, sean felices a su paso, para no recordar su propio fracaso.

Su hijo mayor es homosexual. Todavía no lo sabe casi ni él. Y cuando lo sepa, tampoco se lo contará a sus padres, porque ya hace tiempo que dejó de contarles nada. Su hermano de trece, dejó de invitar a sus amigos a casa, cuando tenía diez: le avergonzaban las discusiones de sus progenitores. El de siete, es un adicto a los juegos de la Play: está mejor ese mundo que el que le tocó vivir.

El de tres, llamó papá a su hermano mayor, antes de darse cuenta, que solo era su hermano.

El camarero apenas tardó un par de minutos en llevarles sus cafés: un manchado, y un cortado, con gotas de coñac.

La señora se quejó de que estaba muy cargado.

El señor se quejó de la “mierda de coñac que le había puesto”.

El chico bajó la cabeza, otra vez colorado. Les ofreció traerles otros cafés, pero la pareja no quiso. Total iban a estar igual de malos. “No volvería a ese antro” dijeron los dos casi al unísono, mientras miraban con asco y desprecio al chico de casi veinte años, y que se ganaba la vida como camarero, desde los 16, porque sus padres murieron en un accidente. El camarero buscó el apoyo cómplice de la chica de los apuntes de econometría, pero ella pasaba del tema, y miraba por la ventana, pensando en como decir a su novio, que le gustaban las mujeres, y que había empezado una relación con su prima Herminia. A sus 23 años, se había dado cuenta, así de repente, que le gustaban las mujeres. De que no le gustaba la carrera que estaba estudiando, se dio cuenta dos años antes de empezarla. Pero a su padre le hacía ilusión. A su madre, no, porque sabía que eso no le gustaba a su hija, pero como siempre decía ella, con una alegría igual de contagiosa que falsa: “No hay duda de que eres hija de tu padre”. En realidad su madre siempre se había sentido excluida de la vida de su hija. Y le dolía más, porque su marido nunca tuvo ninguna intención siquiera de conocer mínimamente a la niña. De ello habían hablado muchas veces al irse a la cama, pero siempre acababan igual: una girada del lado derecho llorando en silencio, el otro leyendo el Marca del lado izquierdo de la cama, con cara de saber y de conocer, y de dominar.

La pareja cabreada de los cafés, llamaron de nuevo al camarero. Lo hicieron con esa palabra mágica y que a los camareros les suele causar inmediatamente unas ganas irremediables de dar una patada en los miembros de los que las pronuncian: “¡Chico, eh!”.

El camarero iba a ir a atenderles con su habitual diligencia, pero su jefe, que había visto la escena anterior, le hizo un gesto y fue él mismo hacia la mesa. La pareja aprovechó para quejarse del niñato ese que tenía como camarero, y que lo mejor que podía hacer era despedirlo. Precisamente no lo hicieron en voz baja, sino que lo hicieron en un volumen lo suficientemente alto para que el camarero supiera lo que estaban diciendo. El camarero, y el resto de la gente que había en el establecimiento. Darío, que así se llama el camarero, empezó a ponerse nervioso por los comentarios que escuchaba. En realidad lo que le pasaba era que no estaba acostumbrado a ser el centro de atención, y ahora, gracias a esos señores, toda la cafetería le miraba: unos con pena, y otros con asco, porque pensaban que si esos señores hablaban así, sería por algo. Un señor todo trajeado, incluso, llegó a despedirse de él, cuando pagó su zumo de naranja, porque pensaba que después de eso, el jefe le echaría.

El jefe escuchó la retahíla de la pareja enfadada. Les invitó a las consumiciones.

Darío estaba al borde del llanto: necesitaba ese trabajo. Le gustaba, y él estaba convencido de que lo hacía bien. Y no se esperaba que su jefe le desautorizara de esa manera. Para él su jefe no era solo eso, jefe. Era un amigo, un apoyo. Un padre sustituto.

El jefe volvió a la barra. No dijo nada.

La pareja seguía hablando de lo inútil del camarero. En voz alta. Para que todos escucharan.

El jefe llenó de café el mando. Puso dos tazas debajo. Una la quitó después de que solo cayeran unas gotas de café. Calentó la leche hasta que casi hervía. Para el manchado. Cogió una botella de coñac, Magno, para el “con gotas”.

El camarero fue a atender a unos chicos que habían entrado, echándole huevos, porque se le notaba en la cara que tenía la mismas ganas de atender a nadie en esos momentos, que de pillarse la lengua con el quicio de la puerta de la cocina.

El jefe puso las tazas en la bandeja. Cogió dos azucarillos y dos cucharillas. Dio la vuelta a la barra y salió por el lateral. Apoyó la bandeja en su mano izquierda y fue hacia la mesa de la pareja. Puso el manchado delante de la señora y el café con gotas de coñac, Magno, delante del señor. Los miró expectantes mientras echaban el azúcar y daban vueltas al café. La señora probó el café primero. Dijo “esto es otra cosa”. El señor probó después. Miró al dueño e hizo un gesto inequívoco levantando el pulgar de su mano derecha haciéndole ver que el café era de su gusto.

– Me alegra que les haya gustado el café que les he preparado.

– Estos sí son buenos cafés – dijo el señor.

El dueño se fue a dar la vuelta para dirigirse otra vez a la barra. Sólo dio dos pasos y reculó.

– Lo que no entiendo… es como estos cafés que les he preparado les han gustado tanto y los anteriores, que también los he preparado yo, no les han gustado nada. Porque… el camarero no les ha preparado los cafés, solo los ha traído.

El dueño apoyó la bandeja sobre la mesa y se apoyó sobre ella, inclinándose hacia delante para estar más cerca de la pareja. Miró primero a la señora. Después miró al señor. Ellos se miraban entre sí, sin saber muy bien que decir. Estaban desconcertados por la actitud del dueño de la cafetería. El cliente siempre tiene la razón, pensaban, y ellos debían tener razón. Eran los clientes y ese señor, era el dueño. Debía darles la razón.

En un movimiento rápido, y sin que nadie de los que estaban observando la escena se lo esperara. Miguel, que así se llamaba el dueño de la cafetería, metió su mano por debajo del platillo del café de la señora y levantó la mano. Apenas unos segundos después hizo lo mismo con el café del señor. Con tal mala suerte que el café, y la taza y el platillo cayeron sobre su regazo, manchándoles lo que se suele llamar por pudor, “las partes bajas”.

Tanto ella como él reaccionaron instintivamente levantándose y sacando culo, o poniéndolo en pompa, como dicen algunos por ahí, intentando separar la ropa de su cuerpo, ya que era evidente que el café estaba caliente, “muy caliente”. Le miraban con cara de estupefacción. Miguel les miraba alternativamente, impávido.

-A estos cafés también les invito yo – dijo sin siquiera pestañear.

La clientela de la cafetería miraba con sorpresa y en silencio la escena. Darío, el camarero que seguía colorado, y que había entrado en la barra para poner el pedido de los jóvenes que habían entrado los últimos, se había girado al escuchar el silencio repentino que había llenado el establecimiento. Su jefe iba hacia él, sonriéndole, aunque de repente se acordó de una cosa y volvió sobre sus pasos nuevamente:

-Les agradecería que no volvieran otra vez por aquí. No me gustan las personas que no saben respetar a la gente que trabaja conmigo igual que me respetan a mi.

Darío metió la jarra con la leche en la boquilla para calentarla, la chica que estudiaba econometría guardó sus apuntes en la mochila y se levantó para irse. El grupo de los chicos del fondo que esperaban sus consumiciones volvieron a su conversación, la señora de la foto en la cartera que había salido unos minutos antes volvió a entrar. Traía una bandeja en sus manos, se dirigió a la barra y se puso a la altura a la que estaba el camarero.

-Darío – llamó la señora.

Mientras éste se volvía, la señora apoyó la bandeja en la barra.

-Ayer hice una tarta de chocolate blanco. He pensado que te gustaría comerla de postre.

Darío sonrió sorprendido mientras la señora se giró y fue a sentarse a su mesa de siempre, en donde había dejado antes su café a medias, al cual siguió dándole vueltas como si nada hubiera pasado.

Darío miró como la chica que estudiaba econometría, salía por la puerta, y se lamentó con una mirada silenciosa, que se le hubiera escapado, hoy que se había decidido a preguntarle por un chico que la acompañaba a veces, y que le gustaba. Porque a Darío le gustaba ese chico, no la que estudiaba econometría. Pero era tímido.

Pero al menos podría llevar a casa parte de la tarta de la señora, y compartirla con su hermano pequeño, al cual adoraba y mantenía desde que sus padres murieron en ese accidente, cuando él tenía 16 años, y dejó de repente la juventud y la adolescencia para otra vida.

Entran los chicos serios del otro día, justo cuando la pareja del café en sus partes salen sin que nadie les mire siquiera. Hoy vienen un poco menos serios, y un poco más sociables. Pero por hoy ya es suficiente. Se sientan en la mesa de la ventana, la misma de la que pocos minutos antes se había levantado la chica de la econometría. Pero hoy no toca hablar de ellos.

Espera, se dan un pico.

Parece que empiezan a saber por qué se quieren.

El camarero les mira con envidia; él quisiera hacer lo mismo con el amigo de la de econometría.

Pero todo esto será otra historia. Quizás la escribas tú, o a lo mejor lo hago yo.

O tú escribirás sobre mí, cuando me veas caminar por cualquier calle del mundo, con mi pañuelo cubriendo mi pelo, y mi bandolera colgando.

Y eso será otro día: “El día”.

¿Qué día preguntaréis?

Pues el día del amor fraterno, el día de la tarta de Frambuesa, o de la de chocolate blanco. El día del respeto, o el día de “Me cagüen to”. O el día en el que tú y yo, nos miraremos a los ojos, y nos digamos: “te quiero”.

La vida es sinuosa, impredecible (1).

La vida es impredecible. Nunca sabes por dónde te va a sorprender. Lo que ayer era blanco, hoy puede ser negro. Los amigos de hoy, mañana podrán chocarse en una estrecha acera, y hacer que nunca se han conocido, ni tomado un penúltimo chupito a las 8 de la mañana, en la playa, los dos desnudos y contando entre risas su última aventura amorosa.

Hoy puedes tener la vida solucionada, y mañana tener problemas para comprar un kilo de macarrones que te permitan comer durante toda la semana, con un poco de salsa de tomate, para darles color.

Hoy puedes estar a punto de morir. Y ayer reías feliz con tus amigos.

O puedes volver a notar que tu corazón bombea sangre, después de pasear tu cadáver por la vida durante 40 años.

Me gusta observar a la gente. Puedes imaginarte muchas cosas. Ahora por ejemplo, tengo delante de mi a dos chicos. Miran distraídamente por la ventana, uno; el otro, tiene la vista perdida en el suelo. Llevan sentados media hora sin apenas decir palabra. Ayer a lo mejor hablaban interrumpiéndose continuamente el uno al otro, de tantas cosas que tenían que contarse. Reían, bromeaban el uno con el otro. Se contaban sus secretos, y también lo que habían leído cuando fueron a ver libros al mercadillo de los domingos. Pero hoy, no tienen nada que contarse. Y sus caras indican que no lo van a tener en un futuro cercano. Sus silencios no son enriquecedores, son asesinos.

Una señora está sentada en una mesa apartada. Pelo lacio, canoso. Su media melena la recoge con un par de horquillas a los lados, que dejan a la vista sus orejas. Piel aún tersa, aunque no puede disimular los años, ¿60? Tiene un aire señorial en la pose, aunque nada de sus complementos, ni de su ropa, ni de su aliño, la acompañan. Abre su cartera y mira una foto. Una chica joven, y un chico. Sonríen. Ella está en medio. Sonríe también. Ellos apoyan su cabeza en la de ella. Eran jóvenes, felices y todavía la querían. Son sus hijos. Él murió hace un par de años de sobredosis. Ella se fue lejos ante la imposibilidad de volver a mirar a la cara a su madre de tantos reproches.

La señora murió un poco ese día en que un psicólogo del hospital la llamó para avisarla. Desde ese día, ella repasa en esa esquina, la vida que no tuvo con sus hijos. Las veces que le pidieron que les hiciera ese pastel que tanto les gustaba, de chocolate blanco, pero que ella, ocupada en sus relaciones, en su vida, en los amigos, en la ropa, en sus joyas, no les hizo. Cuenta los días en que vio a su hijo triste y preocupado, porque ella lo notaba, porque esas cosas las nota una madre, pero que pospuso el preguntarle, el hablar con él, el abrazarle, aunque la rechazara, “qué pesada eres mamá”, porque ella sabía que aunque le dijera eso, su hijo lo necesitaba, necesitaba ese abrazo, porque esas cosas las nota una madre. Cada día recuerda, dando vueltas al café, en esa mesa apartada, la primera vez que vio esa expresión de odio de su hija, de culpabilidad. Y cada día algo se rompe en su espíritu.

La señora ya no tiene vida social, ni se pone joyas, ni se pinta los labios con ese rojo pasión que desde niña le había gustado. Ya no tiene a quién hacer el pastel de chocolate blanco, que tantas veces evitó hacer. Aunque ahora, todos los días hay una tarta de chocolate blanco encima de la mesa de la cocina de su casa, y otra tarta en la basura, intacta, perfecta, al lado de las hojas feas de lechuga que todos los días quita, para hacer la ensalada que es su casi único alimento.

La señora un día vivía, pero ya solo es un muerto que anda, hace tartas, toma un café sentada en una esquina de la cafetería de enfrente de su casa. Y come ensaladas.

Su hija se fue. Ella espera que vuelva. Es su esperanza para dejar de estar muerta.

Dos chicos entran. ¿22 años? El rubio empuja al castaño. El castaño se da la vuelta y le levanta la mano haciendo amago de darle un golpe en la espalda. Pone cara de enfado, pero es pura comedia. El otro pone cada de miedo, pero es puro teatro.

Se sientan. El castaño pasa la mano por la cara del rubio. El rubio la aparta enfadado. Pasan dos minutos. El rubio pasa la mano por la cara del castaño. Éste se enfurruña: pura comedia. Ríen, hablan atropelladamente. Los chicos de la mesa de al lado, los callados, les miran con envidia. El que miraba a los pies se levanta, y coge sus cosas. El que miraba por la ventana, le imita. Se miran de reojo, y se van cabizbajos. Uno de ellos mira de reojo a la pareja que acaba de llegar. Una nube de envidia empaña su mirada.

Los chicos parlotean. Siguen con sus juegos, con sus roces, se pegan, se ofenden, y vuelven a empezar. Se miran. Hablan de sus ligues. El rubio echa en cara al otro que está colado por Adrián. El castaño contraataca, y le pica con Lázaro. El castaño aprieta la cara del rubio, y éste le golpea suave en el estómago.

Ellos no lo saben, pero mañana, serán pareja. Una mirada me hace cambiar el diagnóstico: sí lo saben, pero no quieren saberlo. ¿Contradictorio? Como la vida misma.

Y quizás pasado mañana, el rubio y el castaño salgan cabizbajos de esta misma cafetería, cuando una pareja como ellos hoy, entre alborotando, y se sienten en la mesa que hoy ocupan.

Pero sabes, mi amor, los chicos que se fueron con el rabo entre las piernas, mañana, volverán a ser felices. Lo he visto en sus ojos al irse. Porque se quieren. Y pasado mañana, volverán a reír. No será de la misma forma que al principio. Reirán de esa forma que lo hacen los que ya saben que se quieren, y sobre todo, saben por qué se quieren.

Cierro el periódico, y me levanto.

Hoy estoy escribiendo yo, quizás mañana, sea otro el que escriba. Y se imagine mi vida cuando me vea pasar con mi bandolera y mi bastón, al lado de la mesa en donde toma una piña colada, y escribe en su Black.

La vida da muchas vueltas. Es impredecible.

Quizás sea yo el que juguetee con otro chico. Y no me entere que va a ser mi chico. Y seas tú quien me mire, y lo sepas. Y a lo mejor, lo escribas en tu blog, o a lo mejor en un libro. O quizás te acerques a la mesa en donde estamos, y nos felicites por nuestro próximo matrimonio.

Cierro el portátil.

Mañana será otro día. Y quién sabe, a lo mejor es “el día”.

¿Qué día preguntas?

El día de la esperanza, del amor fraterno, de los abuelos, de los príncipes azules, de los amores imposibles, de los amores posibles, de la alegría, del apoyo, del amigo, de la ironía, de la tristeza en proceso de erradicación, de la conquista del corazón perdido, o de “aquí está mi mano y mi hombro, para lo que gustes”.

“El día”.

El hombre de la gabardina, y los ojos verdes.

40 grados. El sol cae sin piedad.

Un hombre pasea por la calle. A pleno sol. Solo. Su gabardina le define. Raída. Arrugada. Un sempiterno cigarrillo cuelga de sus labios. Unas gotas de sudor perlan su frente.   Su mirada perdida hacia delante, siempre hacia delante.

Siguiendo su camino, un par de ojos sentados en una terraza. Sin poder retirar,  ni siquiera un segundo, la mirada de ese hombre desubicado.

El ruido de los coches es la única banda sonora que acompaña al hombre de la gabardina y a los ojos que le siguen.

Esos ojos. Son verdes. Verdes esperanza. Unos ojos que piensan. Unos ojos que traspasan. Unos ojos que leen lo que hay debajo de las gotas de sudor, debajo de la gabardina. Que traspasan esa máscara que rodea el corazón del hombre de las gotas de sudor en la frente.

Un dolor. Una desesperanza. Un… “ya da igual”. Un… “pudo ser, pero no fue”. Un miedo muy parecido a una camisa de fuerza. Una historia que no significó nada. Aunque lo significó todo. Un querer que se perdió en los miedos y la indecisión. Una huida a la carrera. Una carrera que nunca se acabará. Pudo ser, pero nunca será. Él se fue. Solo pudo ver su silueta perdiéndose en el horizonte.

Otro dolor. Más aséptico. Una coraza quizás llegó a tiempo.  O un stop. “No pases, no” No le mereces. Una imagen devuelta por un espejo maldito. Un pobre corazón que late con pereza al ritmo de la última canción que suena en la radio de su cabeza. ¿Para qué amar? ¿Para que vivir?

Un vivir sin vivir. Un vivir caminando sobre la arena ardiente del desierto. Un desierto lleno de verde césped, de hermosos árboles acunando sus frondosas ramas al ritmo de una suave brisa. Un desierto de color gris ciudad, de verde bosque, o de mar azul. Un desierto corazón, cerrado con cadenas y candado. Y una llave tirada a la alcantarilla.

El hombre de la gabardina sigue su caminar. Despacio. El sol en lo alto. Inapelable. Un cigarrillo que se acaba. Un cigarrillo que cae de los labios que lo sostienen. Un cigarrillo que lo sustituye. Una columna de humo que sube, y sube, perdiéndose en los rayos del sol que la acogen con indiferencia. Y una mirada sin vida, que camina al son de la canción de este verano.

Los ojos de la terraza. Esos que traspasan la celosía de la gabardina. Se levantan. Dejan unas monedas en la mesa. Apuran su cerveza. Helada hace unos minutos. Ahora solo ligeramente fría. Esos ojos caminan detrás de la gabardina, y su columna de humo, que se pierde entre los rayos del sol inapelable. Esos ojos…

Esos ojos alcanzan a la gabardina. Un ligero toque en su hombro. El hombre se dio la vuelta. Sus ojos semicerrados se posan en los ojos, verdes esperanza. Unos instantes que parecen una vida. Dos miradas que se encuentran. Unos ojos verdes, y unos marrones semicerrados. Una voluta de humo que se cuela en ellos, unos dedos que intentan sacarla. Unos ojos rodeados de sudor. Sin vida. Sin alma. Enfrente, unos ojos verdes. Verdes esperanza. Con una sonrisa debajo. Apenas pergeñada. Tímida.

– Te estaba esperando. ¿Dónde estabas?

El hombre de la gabardina había apartado el cigarrillo de sus labios. Y de lo más profundo de su garganta, sin poder evitarlo, dejó salir esas palabras, con una voz ronca, grave. Rotunda.

– No te encontraba. Te busqué. Pero no hubo suerte.

Los ojos verdes, con unos bonitos labios debajo, contestaron sin dudar. Sin apartar la mirada de esos ojos marrones, rodeados de sudor, y con una gabardina debajo.

– Ya nos conocemos. ¿Cómo es que no me viste? – contestó el hombre de la gabardina.

– Porque estaba ciego. Unas luces cegadoras me impidieron verte.

– ¿Y ahora me ves?

– Ahora te veo. ¿Me ves tú? ¿Quitarás tu stop?

El hombre de la gabardina se dio la vuelta y siguió su camino.

Los ojos verdes, con esos labios turgentes debajo, siguió sus pasos.

En apenas un par de zancadas, se puso a su lado.

Giró su mirada.

Dos miradas se encontraron. Un rayo de sol les deslumbró. Dos sonrisas se encontraron después.

– Va a llover – dijo el hombre de la gabardina.

– ¿Me dejarás tu gabardina para guarecerme?

– Está raída y vieja.

– Pero es tu gabardina. Me protegerá.

Dos sonrisas emprendieron el camino juntas. Apenas dibujadas. Un grupo de turistas que pasaban por su lado, apenas las vieron. Pero no sabían mirar.

Un trueno sonó… lejos. Una nube venció a los rayos del sol. Y una gota cayó. El hombre de la gabardina, se la quitó, y la puso cubriéndoles a los dos.

La otra fiesta en el parque…

Hubiera querido saber que pájaro estaba escuchando. Pero nunca prestó atención cuando su madre, hacía ya muchos años, le quería enseñar.

Ahora se arrepentía. Entonces no le interesaba nada. Ahora tampoco, en realidad. Pero en ese momento, su estado de ánimo le empujaba a desear que no hubiera sido así.

Estaba sentado en el parque. Era un parque enorme. Lleno de árboles, de césped. De flores. De caminos que se entrecruzaban. Había a lo lejos un estanque. Hacía algunos años, había barcas. Pero ya no.

Hacía frío. Aunque lucía el sol. Llevaba una pelliza marrón, con los cuellos subidos. Miraba sin ver. Veía sin mirar.

Había unos niños jugando un poco más allá. Sus cuidadoras estaban sentadas sin prestarles mucha atención. Era una de esas islas de juegos infantiles, con muchos colores, una de esas que eran iguales en todos los sitios. Les oía parlotear.

Un joven corría con los auriculares de su MP3 en el oído. No era guapo. Al revés, era más bien feo. No, tampoco era feo. Era fea su expresión adusta, malencarada. Parecía perdonar al mundo a su paso.

Dos chicas pasaron por delante. Hablaban. De novios. No tendrían más de 16 años. Tenían un gusto horroroso para vestir.

Tres viejecitos, paseaban al otro lado de los juegos infantiles. Era su gimnasia. Llevaban deportivas. No pegaban con sus pantalones de franela cremas o grises claros. Andaban a paso rápido. Seguro que su médico se lo había recetado.

Encendió un cigarrillo. Aspiró profundamente. Retuvo el humo unos instantes. Luego, mirando al cielo, fue soltándolo. Llevaba ya media hora sentado en ese banco. Menos mal que hoy se había puesto al sol. Menos mal que hoy, al menos en esos momentos, había sol.

Entonces llegó. Cuando ya estaba pensando en irse.

Era un chico de unos veintitantos. Tenía una mirada brillante, que salía de unos ojos marrones, grandes y expresivos. Como todos los días, se sentó tres bancos más allá, en el otro lado del camino. Hoy no se había afeitado. Eso le daba ese toque de descuido, perfectamente «cuidado» que tanto le gustaba. Su pelo castaño desordenado… Sus labios… esos labios que tantas veces se había imaginado besando… hoy se le notaban un poco secos. En realidad casi no podía ver esos detalles. Pero se los imaginaba. Hace algunos días coincidió con él en una cafetería cerca del parque, y pudo comprobar que era de su misma altura. Se le notaba que estaba un poco rellenito. Pero intuía unas formas en su cuerpo que hacían pensar que, hasta hacía poco tiempo, practicaba algún deporte con regularidad. Natación, quizás.

El chico hurgó en su mochila y sacó una lata de Pepsi Light. La abrió y le dio un sorbo. Sacó un bocadillo, envuelto en papel de aluminio. Lo abrió y le dio un mordisco. Extendió una servilleta en un lado del banco y colocó ahí el bocata. Al lado, la lata. Volvió a abrir la mochila y sacó un libro. Era el mismo de los últimos días. Los Episodios Nacionales, de Benito Pérez Galdós. El chico iba leyendo, mordía su bocadillo distraídamente, para apoyarlo otra vez en el banco. De vez en cuando, pegaba un sorbo a la lata.

Las cuidadoras se levantaron y llamaron a los niños. El hombre, se dio cuenta de que se hacía tarde. El chico del parque, se había retrasado hoy. Abrió su bandolera. Y sacó una bolsa de Hipercor. De ella, sacó un recipiente. Era una tarta de queso individual de marca desconocida. Sacó un plato de plástico. Sacó un tenedor de plástico. Lo puso todo sobre el banco. Abrió la tarta de queso, y la puso sobre el plato. Rebuscó en los bolsillos de su abrigo. La encontró. Era una vela pequeña, de esas de cumpleaños.  La colocó sobre la tarta de queso… y presionó, hasta que penetró en ella.

Miró al chico. Seguía inmerso en su lectura.

Volvió a rebuscar en sus bolsillos. Sacó un mechero. Un zippo.

Encendió la vela.

Ahora sí. Ahora sí que podía soplar la vela. En la mejor compañía. En la del chico de sus sueños. Un chico que nunca le despreciaba, que siempre le amaba. Que le acariciaba todas las noches. Que ponía su cabeza en su hombro por las tardes. Al que contaba todas las cosas de su trabajo. Era lo mejor que tenía en su vida. Lo mejor. Al que amaba varias veces cada día. Que le comprendía y que se dejaba comprender. Y que no le pedía nada a cambio.

–         ¡Feliz cumpleaños, Juanjo! – se dijo en voz alta.

Se agachó… y sopló la vela.

Miró al chico del banco… ¡¡Le estaba mirando!!

Se asustó al sentirse descubierto.

El chico cogió su lata, la levantó, e hizo un gesto, levantándola, como si estuviera brindando.

El hombre, tras un instante de perplejidad sonrió e hizo un pequeño movimiento de cabeza. Hacia abajo. Recibiendo y agradeciendo el gesto del brindis.

Cogió el tenedor, y la tarta. Apartó la vela.

Iba a empezar a comer la tarta… pero antes hizo un gesto ofreciéndosela al chico.

El chico, le dio las gracias con otro gesto, pero rechazando la invitación y apremiándole para que la degustara.

Y empezó a comer la tarta.

Se sentía feliz. Muy feliz. Sentía… como un gozo dentro… como… como si se sintiera pleno… como si fuera a estallar de felicidad… como si pudiera vencer a los molinos de viento que la vida le ponía todos los días en su camino…

Acabó la tarta.

Metió todo en la bolsa de Hipercor.

Cogió su bandolera.

Se levantó y miró por última vez al chico.

Se iba a girar para irse, cuando comprobó que el chico le volvía a mirar.

El chico levantó la mano en señal de despedida.

Juanjo sonrió e hizo lo mismo.

El chico le devolvió la sonrisa.

Se giró… y se fue camino de su trabajo.

Llegaba tarde. Pero… daba igual.

Y es que hoy, había sido el mejor cumpleaños que era capaz de recordar. La primera vez que celebraba su cumpleaños con su mejor amigo. Con el chico del parque.