Necesito leer tus libros: Capítulo 97.

Capítulo 97.-

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El viaje a Nueva York fue tranquilo. Olga tuvo oportunidad de conocer a algunos otros agentes importantes de la Agencia que compartieron vuelo con ellos. Le sorprendió que todos parecían haber oído hablar de ella y de sus compañeros en España. Parecía que les tenían mucha consideración profesional.

Aunque la mayor parte del viaje se entretuvo en observar a Ventura. Se dio cuenta rápidamente de que sus compañeros no lo respetaban. Y si mantenían con él la compostura era debido a que el jefe de Operaciones del FBI le consideraba un colaborador importante. Pero no dejaba de ser un español dentro de una organización muy estadounidense. Y posiblemente, se había corrido la voz de su mala relación con sus superiores en España. Que esos superiores fueran gente de dudosa reputación y que posiblemente si su intuición era correcta respecto al interés de Peter Holland en Anfiles, algún día esos compañeros policías saldrían en sus informes en la parte en la que se describía a las personas que apoyaban a esos malhechores. O puede que se hubieran enterado de que Ventura había recalado en Estados Unidos debido a la influencia de su padre. O lo más probable: Que tuviera unas virtudes que eran difíciles de encontrar en una agencia tan encorsetada como el FBI. Virtudes, que como había comprobado al leer el historial de Ventura en la Agencia, le habían reportado numerosos éxitos en su carrera profesional y pocos fracasos.

Ventura en este caso se mantenía al margen de esa aparente hostilidad de sus compañeros. No parecía darse por enterado. Pero Olga ya lo conocía lo suficiente para saber que era consciente de la situación. Mantenía su gesto serio, sin dejar ningún resquicio a la amabilidad o al compañerismo. Esos agentes no le tenían ninguna consideración, pero él no mostraba tampoco ninguna por ellos. A Olga le daba la impresión de que incluso los despreciaba. Y creía que no era solo una mera cuestión profesional. También los despreciaba como personas.

A su llegada al aeropuerto, en la misma pista, les esperaba un coche del FBI con un agente como conductor. Los agentes especiales con los que compartieron vuelo, se despidieron de Olga muy efusivamente. A Ventura apenas le dirigieron un saludo con la cabeza. Y la comisaria estaba convencida de que el gesto en realidad, lo habían hecho por respeto a ella. Un respeto que, por algún comentario que les había escuchado casi al final del viaje, hecho en la seguridad que les dio que pensaban que Olga no dominaba el inglés con fluidez, era debido principalmente a que se había corrido la voz de su relación cercana con Peter Holland, uno de los hombres más poderosos del FBI, más que a una consideración profesional como había pensado al principio del viaje.

Ventura y ella se montaron en los asientos de detrás. Ventura le preguntó al agente si no le importaba.

-Tenemos que preparar nuestra entrevista. No te molestes.

El hombre que dijo llamarse Allan, se mostró conforme. Era un agente de segunda categoría que posiblemente si le hubiera tocado con sus compañeros de vuelo, le hubieran ignorado directamente y le hubieran tratado como a un simple chófer.

Una vez los dos sentados detrás, Olga no pudo evitar acariciar la cara de Ventura. Cada vez se sentía más cerca de él. Ventura la miró sonriendo agradecido.

-En todas partes cuecen habas – le dijo Olga con tono dulce. – No les hagas caso, se creen que están por encima de los demás.

-¡Qué bien te lo has pasado fingiendo que no hablas bien el inglés! Son bobos hasta para eso. – Ventura negaba con la cabeza sonriendo – Me consideran un advenedizo. Estoy aquí para trabajar. Es lo que hago. No me interesa ser su amigo. No son personas interesantes. Ni son cultos, ni son inteligentes. Bueno, ya lo has visto. Por no ser no son ni atractivos, aunque si les oyes hablar, ellos piensan que son irresistibles. Su pasión es seguir los partidos de los Wizars de baloncesto o de los Commanders de fútbol. Son los equipos de Washintong y ninguno es de allí. Son falsos hasta para eso. No tienen personalidad. Lo normal es que fueran de sus equipos de su lugar de procedencia. Como la mayoría de los compañeros. Si eso además, le da salsa a las reuniones. Piques entre todos por ver si ganan los equipos de Florida o los de Minnesota. Su hacer profesional se circunscribe a seguir los protocolos marcados. En el FBI hay uno para cada tipo de caso. En muchos casos complicados, que no se adaptan exactamente a los modelos, debes emplear otras facultades, de las que ellos carecen.

-Tampoco hace falta que sean complicados. Cada caso tiene matices que los diferencian de los de su especie. Y esos matices, a veces hacen inservibles los protocolos establecidos. En este negocio, dos más dos, no siempre son cuatro. Y a veces las manzanas no son lo que parecen, sino que a lo mejor son peras. Por eso sigue valiendo la intuición, la percepción de pequeños detalles que para la mayoría son invisibles. La imaginación. La empatía tanto con la víctima como con los sospechosos e incluso con el culpable. La capacidad de sacar lo máximo de los testigos en las entrevistas.

-Estos serían incapaces de salirse de los cánones establecidos. No lo digo por decir. Te puedo contar casos que han llevado que acabaron en otras manos.

-¿Las tuyas?

Ventura se sonrió.

-Alguno de ellos sí. Otros cayeron en manos de otros compañeros. Con algunos colaboré también. Ahora no vuelvas a insistir en que debo volver contigo a España.

-No iba a decir nada de eso. Lo juro.

Ventura se echó a reír. Olga había puesto cara de niña buena pillada en renuncio y había levantado la mano izquierda con dos dedos levantados para prestar juramento.

-¿No te gusta los deportes? ¿O es que solo te gusta nuestro fútbol?

-Sí, claro que me gusta. No se trata de eso. Se trata de que solo saben hablar de eso. Yo soy de los Mavericks, por Luka Doncic. Me encantaba cuando jugaba en el Madrid. Cierto que el fútbol americano no … me aburre, vaya. Pero el béisbol sí me gusta. Sigo a mi Madrid de fútbol, como siempre. Pero también me gusta hablar de libros, de música, de cine, de política. Se me ha olvidado decir que también hablan de mujeres. Y alguno está casado. Entiende que la expresión “hablar de mujeres”, quiere indicar una determinada forma de referirse a ellas. Con expresiones y gestos propios de tus padres.

-Pues tú habla de hombres. Sin esos gestos y esas expresiones, no me fastidies.

-No me interesan. Y seguro que si lo hiciera, ellos me harían la cruz definitivamente. Son muy machos. No son homófobos porque Tom Holland no soporta esas actitudes.

-No me creo que no tengas algún rollo por ahí.

-Tú lo has dicho, rollos. No tengo ganas de tener una relación. De plegarme al otro. Me gusta ir a mi aire. Ya no valdría para vivir con nadie. Creo que … ya no sería capaz de enamorarme, aunque supiera que no tendría que convivir con esa persona. No entiendo lo que es eso de enamorarse. Por mucho que insistas en el tema, no voy a cambiar mi versión, que por la cara que pones sé lo que estás pensando. Y no me veo viviendo con nadie, te lo juro. Me he vuelto muy mío. No quiero que nadie me diga cuando debo quitar el polvo o recoger la cocina.

-Así que entiendo que no recibes a nadie en casa.

-No. Es mi santuario. Es una pocilga, pero mi pocilga. Y estoy contento. Llego, tiro los zapatos nada más entrar, si me apetece me pongo en pelotas y me tiro en el suelo cual largo soy. Cojo el mando, me pongo música o algo en la tele y ya. Me hago una pizza en el horno, la como en el suelo con una birra bien fría o con una Coke. El día que tengo que poner la lavadora voy recogiendo los gayumbos que he ido dejando por ahí y bajo a una de esas lavanderías que metes la ropa mientras lees un libro y en veinte minutos la tienes lavada y seca. Planchar … es un deporte que no practico. Cuelgo las camisas en sus perchas, y ese es el planchado.

-Un poco de cariño nos viene bien a todos. No hay que plegarse al otro. Es llegar a un término medio. Y un poco de ayuda en la vida, o de compañía, tampoco viene mal.

-Que no me vas a convencer. Estoy muy decepcionado en ese sentido. Ya tuve historias de amor que … ya está, se acabaron y no tengo ganas de iniciar otra. ¡Qué pereza!

Olga se sonrió.

-Habría cientos de hombres que estarían encantados de conocerte. Buenos hombres. Y ya verás como alguno de ellos, cuando lo conozcas, no te podrás resistir.

-Si eso pasara, seguro que él sería el que no gustara de mí. ¡Buenos hombres dices! ¿Existe eso? No los he encontrado en mi camino. Te lo juro, Olga, no me mires de esa forma.

-Ya hemos llegado – les dijo Allan parando delante del hotel Galaxy.

-¿En qué sala toca nuestro hombre? – preguntó Olga.

-La sala está a la derecha del hall. Es el comedor principal. Entrad mejor por ahí, es más discreto. Suelen venir a veces gente conocida a comer y suele haber paparazzis en la puerta directa del restaurante a la calle.

-¿Conoces el hotel? ¿Sabes que hay distintas salas? – A Ventura no le había pasado desapercibida la pregunta de la comisaria.

-He estado varias veces. El hotel es de Mark. – sonrió con picardía al decirlo.

-¿Te conocen?

-No creo. Nunca hago alarde. Y que yo recuerde, nunca he estado con él.

-Había pensado por un momento que al entrar tú, nos iban a poner la alfombra roja y un centenar de empleados iba a salir a nuestro encuentro para abanicarnos.

-Quita, quita. ¿No entras con nosotros? – le preguntó Olga a Allan.

-Os espero en el coche mejor. Si me necesitáis, me llamáis.

-Puede que tardemos mucho.

-Tranquilos. Estoy acostumbrado.

Ventura se bajó primero del coche. Tendió la mano a Olga para ayudarla a bajarse. Esta vez se habían puesto de acuerdo para vestirse los dos del mismo estilo. Ventura había dejado por un día su traje oficial colgado en su armario y vestía unos pantalones chinos de color avellana y una camisa marrón oscura, con mocasines del mismo color. La chaqueta era de sport, con un solo botón y de color blanco roto. Olga había dejado sus vaqueros y lo había cambiado por unos pantalones de loneta grises con zapatos de medio tacón negros y una blusa color bermellón, con un chaleco por encima de color violeta muy clarito. Ventura llevaba bandolera y Olga llevaba un bolso negro muy amplio también con bandolera.

-¿Sabes dónde están los servicios? Nunca he usado los de abajo.

-Pues ni idea – respondió Ventura a la vez que oteaba el hall del hotel sin resultado.

Un empleado pasó por su lado y Olga le preguntó al respecto. El botones se la quedó mirando sorprendido. Olga se dio cuenta que había hablado en español sin darse cuenta. Cuando estaba con Ventura cambiaban de idioma sin ser conscientes de ello. Hasta hacía unos momentos habían estado hablando en inglés. Pero al bajar del coche, habían cambiado al español. Fue a repetir la pregunta en inglés, pero el botones se adelantó.

-En aquella esquina, detrás de esas plantas – le contestó el empleado también en español. Su acento les hizo pensar que era chileno o argentino.

-Vaya – exclamó Olga.

-¿De España? – les preguntó el botones.

-Sí ¿Y tú?

-De Uruguay. Aunque llevo muchos años aquí.

-Vendrías muy joven – se interesó Ventura.

-Con doce. Perdonen, tengo que atender a unos clientes que están esperando. Luego, si me necesitan, estaré encantado de ayudarles.

El joven se alejó con gesto decidido.

-Te acompaño – le dijo Ventura a Olga.

-Vete si quieres …

-No pienso dejarte sola, Olga. Sabes que entre las cosas que me encargó el Jefe Holland, era la de protegerte. Y me lo ha reiterado esta mañana antes de salir.

Olga no protestó. Hubiera sido inútil. Fue camino de los servicios seguido por Ventura a un metro de distancia. Olga se sonrió porque se comportaba como un perfecto escolta. Vio su reflejo en unos espejos. Iba mirando a todos lados con gesto escrutador. Estaba segura que si le preguntaba luego, sería capaz de enumerar a todas las personas que había visto en su camino.

Ventura se quedó en la puerta de los baños, observando a la gente. Una mujer que acababa de entrar le llamó la atención. La recordaba vagamente de haberla visto en el aeropuerto de Washintong. Sus miradas se cruzaron durante un instante. La mujer rápidamente apartó sus ojos de él y se encaminó hacia el mostrador de recepción. Ventura no se lo pensó y se acercó a ella. Se puso a su lado. Ella no se giró para mirarlo. Ventura sabía que se había dado cuenta de que estaba junto a ella.

-Este señor me está molestando – le dijo al recepcionista sin dar tiempo a que el agente del FBI abriera la boca.

Ventura no pudo evitar sonreír por la reacción de la mujer. El recepcionista se lo quedó mirando dispuesto a llamar a la policía. De hecho, Ventura pensó que habría pulsado el botón de emergencia que tenían casi todos los hoteles importantes de Nueva York. Estaba seguro que en unos minutos, una pareja de policías aparecería en la recepción.

-¿Me enseña su pasaporte? – dijo Ventura en tono oficial, mientras sacaba su documentación del FBI. El recepcionista para sorpresa de Ventura, se puso más nervioso todavía. Eso confirmó sus sospechas de que la policía estaba en camino.

-¿Por qué sigues a la comisaria Rodilla? – Ventura había cambiado al español.

-Eso no es de tu incumbencia.

-Claro que lo es. Estoy a cargo de su seguridad. Si quieres lo podemos tratar aquí o en la comisaría de policía más cercana.

El gesto de la mujer se endureció.

-No sabes con quién estás hablando.

Ventura se sonrió.

-Y tú tampoco. Tu jefe es poderoso, tú no, querida. Puede que el recepcionista te conozca y por eso ha llamado a la policía sin hacerse ninguna pregunta. Pensaría en ganarse unos puntos con el jefe. Este hotel es de Mark Lemon. Y mejor será que Olga no se entere que su pareja le ha puesto alguien a seguirla. No creo que le guste. Y la comisaria a buenas, es encantadora. Ahora, te digo una cosa: no la quiero como enemiga.

-¿Qué no me va a gustar?

Olga estaba a su lado. Miraba con gesto duro a la mujer. Parecía que solo había escuchado la última parte de la frase de su compañero, pero no era así.

-Solo quiere protegerla. – contestó la mujer por primera vez bajando el tono de altivez y también bajando un poco la cabeza.

-¿Nos conocemos? – interpeló Olga a la mujer mientras ésta bajaba más la cabeza. – Me suena tu cara.

-¿Su documentación por favor? – volvió a reiterar Ventura. La mujer hurgó en el bolso y sacó su pasaporte de mala gana.

-Nieves Poncela Fernández. Tú estabas en la comisaría de Portes.

El gesto de Ventura se había endurecido de nuevo. Parecía que no tenía buen recuerdo de esa mujer. No se había cruzado mucho con ella en su época en España, pero su nombre sí lo tenía muy presente. Era una de las lacayas del comisario Portes y sus ayudantes.

-Tú también estabas. ¿Algún problema?

-No. Ninguno. Me alegra que hayas encontrado un nuevo empleo en lo privado. Me imagino que solo en dietas habrás mejorado enormemente en tus ingresos. Eso decían todos que era muy importante para ti.

-Tu siempre has sido un muerto de hambre sin ambición. Amante de los pordioseros y los muertos de hambre como tú. Al fin y al cabo, uno acaba juntándose con los de su misma calaña.

Olga se echó a reír. Le sorprendía como su compañero había sido capaz de ocultar siempre de quién era hijo. Decía muy poco de esa inspectora, porque la ropa que vestía Ventura valía el sueldo de un mes de cualquier policía. Volvió a endurecer su gesto.

-Has cambiado mucho inspectora Poncela. Has conseguido despistarme en el aeropuerto de Washintong.

Olga no tenía ganas de seguir con el tema. La mujer le iba a contestar pero le hizo un gesto para que se callara. Fue un gesto autoritario. No admitía réplica. Sacó el teléfono del bolso y marcó un número.

-Lieber, ich habe Ihre Mitarbeiterin Nieves Poncela vor mir. Wir werden später darüber sprechen. Im Moment würde ich sie am liebsten nicht mehr sehen. (Querido, tengo enfrente de mí a tu empleada Nieves Poncela. Ya hablaremos de esto luego. De momento, preferiría no verla de nuevo.)

Ninguno pudo escuchar nada más porque Olga se giró y se alejó de ellos. Ventura sonrió por la elección del idioma en el que hablaba la comisaria con su marido. Por las caras que ponían tanto el recepcionista como la antigua inspectora, ninguno hablaba alemán. El recepcionista de repente parecía compungido. Empezaba a ser consciente de que había cometido un error. Esa sensación aumentó cuando una pareja de policías hicieron su entrada y se dirigieron directos a recepción. Se encaminaron hacia Ventura, con ánimo de detenerlo. El agente del FBI sin más, les puso su acreditación delante. Los policías se miraron sorprendidos.

-Me gustaría que comprobaran que esta mujer tiene la documentación de su arma en regla. Parece que es una empleada de una empresa de seguridad que nos estaba siguiendo. Si tienen alguna duda, llamen al jefe de operaciones del FBI en Washintong. No queremos que haya ningún problema. ¿Verdad?

Los policías consultaron con sus superiores y decidieron llevarse a la empleada de la empresa de Mark Lemon a su comisaría. Nieves Poncela miraba con todo el odio del que era capaz a Ventura.

-Estás acostumbrada a pisar a la gente, inspectora Poncela. Has jugado una partida y hoy te ha tocado perder. Sé positivamente que en general, nunca sueles hacerlo, porque siempre buscas un buen parapeto. Que a mí me desprecies, lo entiendo. Pero que lo hagas con la comisaria Rodilla, me parece cuando menos de poco inteligente.

Olga volvió donde ellos, una vez acabada su charla con su marido. Si las miradas pudieran matar, su antigua compañera en la Policía Nacional, habría caído en ese momento fulminada. Fue a decir algo pero se arrepintió. Sencillamente la siguió con los ojos mientras los policías de la ciudad de Nueva York la conducían a su coche.

-¿Ves a lo que me refería cuando me insistes que vuelva a España?

-Para acabar con tipas como esta es por lo que debes volver.

-¿Y como ha acabado trabajando para tu marido?

-Ese me va a oír también. Espero que me explique su política de captación de personal. ¿Te crees que le ha dicho en sus informes que nos acostamos? Y el tío capullo se lo ha debido creer. Mark a veces es imbécil. No tengo bastante con que piense que tengo un lío con Peter, sino que ahora está convencido de que lo tengo contigo.

Ventura abrió mucho los ojos.

-Te prometo que si no me gustaran solo los hombres, tú serías mi primera opción. – el agente sonrió con picardía.

-Mas te vale. – le advirtió muy seria señalándolo con el dedo. – ¿No es ese Allan?

Efectivamente, en una esquina estaba su agente de apoyo. Ventura le hizo un gesto para que se acercara.

-¿Has cambiado de opinión?

-He visto a esa mujer entrar. Me ha dado mala espina. Y he visto que estaba armada. Ha entrado detrás de vosotros. Pero he visto que el agente Carceler la ha detectado enseguida. Me he quedado a la expectativa por si necesitaba de mi ayuda.

-Entra con nosotros. Te invitamos a comer.

-Mejor me quedo a distancia. Por si aparece alguien más.

-Vamos a entrar a esa sala. Al final no vamos a pillar a …

-He mirado mientras estaba pendiente y no toca hasta dentro de media hora. Lo hace justo en la hora de la comida. Es la atracción principal junto con una cantante, Penélope Armitage. Aunque ésta hoy no va a actuar, por un problema de salud.

-Nos da tiempo a pedir la comida.

-De eso me encargo yo. – propuso Ventura.

-No te pases – le advirtió Olga sonriendo.

-Hoy somos tres. En dos mesas, pero tres.

-Haz lo que quieras. Me rindo. Tendremos que repetir lo de salir a correr.

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Si el motivo de la visita no fuera de trabajo, la velada hubiera sido maravillosa. La comida era buena y el ambiente inmejorable. Y tanto para Olga como para Ventura, la compañía era agradable. Eso era algo que ya tenían claro los dos hacía muchos días.

Cuando la camarera les llevó los entrantes que habían pedido, Guillermo Plaza tomó asiento al piano y empezó a tocar. A Olga le sorprendió que no se parecía en nada a su hermano pequeño. Ni a Nati Guevara, su madre. Interpretaba una música tranquila, agradable, bebía de la tradición de Frank Sinatra y sus amigos de esa época. Todas eran melodías reconocibles por la mayor parte de los comensales. Había alguna pequeña incursión en el apartado de canciones que pertenecían a musicales. Para sorpresa de Olga, la gente atendía a la música. Guillermo tenía mucha sensibilidad tocando. Y a Olga le pareció que su técnica era perfecta. No entendía la opinión que Nati Guevara le había trasladado a Jorge sobre las habilidades de su hijo mayor al piano. Era claro que en su familia no sabían que se ganaba la vida con la música. Y se imaginaba que no se la ganaba mal. Allan les había informado que los días que tocaba, la sala siempre estaba llena. Los precios del servicio no eran precisamente asequibles, así que el que optaba por esa experiencia, debía rascarse el bolsillo.

Ventura le hizo ver a Olga que en la carta que les habían traído venía el nombre del pianista. La cantante, según les había explicado el jefe de sala, se solía incorporar a la actuación en la hora de los postres. Salvo hoy.

-Ya lo he visto en otros locales a los que he ido con mi padre – le explicó Ventura. – Dependiendo de la actuación así son los precios. Guillermo ocupa el rango alto. ¿No te gusta?

-No al revés. Me parece que es un buen pianista. Y tiene mucha sensibilidad y personalidad. Eso me imagino que le viene de familia. Su hermano es … maravilloso. Luego te paso un vídeo que me ha mandado Jorge.

-¿Y cual es el problema?

-Que su madre opina que no lo es. Que es del montón. ¿A ti que te parece?

-Si su hermano es tan bueno, a su lado cualquiera puede parecer un mediocre. De todas formas, me parece que tiene buena técnica y tiene, como has dicho antes, personalidad propia a la hora de afrontar su repertorio. A parte, como bien apuntas, sabe imprimir sentimiento a su técnica. Y una cosa importante: toca sin partitura. Tiene la música en la cabeza. Y en alguna canción, no sigue la partitura original. Es como si hubiera hecho una adaptación para hacerla más actual.

-Puede que sea así, que comparado con Sergio, parezca un mediocre. O puede que a éste no le guste la música clásica y destaque en otros géneros.

-Si te sobran doscientos dólares, puedes enviarle una petición. Ponle a prueba con algo de clásica.

Ventura cogió un papel del centro de la mesa y se lo pasó a Olga. Ésta no se lo pensó.

-Le voy a dar tres opciones.

Olga le tendió la mano a modo de muda petición de un bolígrafo. Ventura siempre llevaba uno. Éste se sonrió resignado, porque sabía que si no estaba al loro, acabaría en el bolso de Olga. Debía tener ya cuatro o cinco en él. Se lo tendió resignado.

-Con vuelta ¿eh? Que no gano para comprar repuestos.

-No uses Mont Blanc, no te jode. Bic, bic, bicbicbic.

Olga escribió tres obras. Se las enseñó a Ventura.

-¡Joder! Le has puesto un examen. Ninguna es fácil. Podías haberle puesto el “Claro de Luna”. O “Para Elisa”.

Olga volvió a coger el papel y escribió las obras que le había dicho Ventura. Éste se lo cogió y se lo dio al camarero.

Cuando acabó la pieza que estaba tocando, el jefe de sala le llevó el papel. Guillermo se sonrió y miró al público.

-Mesa 35. – dijo mirando hacia Olga. – ¿Cuál prefieres que toque? – Guillermo sonreía, aunque a Olga le pareció que tenía un toque de melancolía. – Te advierto que hace tiempo que no las toco. Salvo el Claro de Luna, y “Para Elisa”.

-Entonces una de las otras tres – respondió Ventura adelantándose a Olga. Ésta le miró con sorna. Algo en la cara de Ventura había cambiado de repente, al escuchar la voz de Guillermo. Y ese cambio no pasó desapercibido a la comisaria. Escuchar la voz del pianista, aunque fuera hablando en inglés, le había recordado algo.

El músico lo miró interesado. Parecía que hasta que lo escuchó hablar, no se había fijado más que en Olga.

-¿Nos conocemos? – preguntó el músico esta vez en español.

-Quizás de niños compartimos alguna tarde de juegos. En verano. En mi casa.

Olga se quedó ojiplática. Resopló a la vez que negaba con la cabeza. El padre de Ventura parece que también tenía intereses que atañían al padre de Guillermo y Sergio.

Guillermo se había quedado paralizado. Parecía estar ordenando sus recuerdos. Al final sonrió y empezó a hablar, de nuevo en inglés.

-Toco la tocata de Prokófiev. Y luego, te acercas y tocamos algo de Mozart a cuatro manos. Para recordar quizás esas tardes de juegos de hace años frente al piano de tu casa. ¿Mozart? ¿La sonata en fa mayor, por ejemplo? Recuerdo que no nos salía nada mal.

-Hace siglos que no toco.

El gesto de Guillermo no admitía réplica. Ventura acabó por asentir con la cabeza.

Guillermo Plaza empezó a tocar esa pieza de Prokófiev. Olga se acercó al oído de su compañero y le habló en susurros.

-¿Tocas el piano? Cabrón, no me lo habías dicho. Así que sabías de la dificultad de las obras que le he propuesto.

Ventura se encogió de hombros. Olga volvió toda su atención a esa pieza del autor ruso. Era una pieza exigente con bastante ritmo. Y aún así, el pianista le estaba dando unos matices muy interesantes. No era una simple exhibición de técnica y de velocidad en las manos.

La salva de aplausos del público fue cerrada. Algunos comensales se levantaron para aplaudir de pie. Guillermo se levantó y saludó a la sala con leves inclinaciones de cabeza. Parecía satisfecho. Cuando los aplausos bajaron en intensidad, le hizo un gesto a Ventura que no dudó en acercarse. Olga estaba maravillada. Pensaba que se iba a resistir. Se lo había imaginado preparando una excusa para no sentarse al piano.

Los dos músicos parlamentaron sobre de qué parte del teclado se ocupaba cada uno. Un camarero les acercó otro banco para que Ventura pudiera sentarse con comodidad. Se miraron y pusieron sus manos en el teclado para empezar la sonata de Mozart en Fa Mayor.

Olga apoyó el codo en la mesa y en esa mano, apoyó la cabeza. Una ligera sonrisa se instaló en sus labios. Se dispuso a disfrutar.

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Mozart: Sonata in D for 4 hands, KV 381 – Lucas & Arthur Jussen

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En la hora de los aplausos, Olga no pudo evitar llevarse los dedos a la boca y sacar a relucir su famoso chiflido. En el otro lado de la sala, otro de los espectadores decidió unirse a ella en esa manifestación de entusiasmo. Los demás aplaudían enfervorecidos. Quizás porque, al menos para los que repetían e iban a comer los días que tocaba Guillermo, no estaban acostumbrados a que éste incorporara algunas piezas de música clásica. Y las dos que había tocado esa tarde, habían sido dos magníficas interpretaciones de dos autores muy distintos.

El que le tenía absolutamente sorprendida era Ventura. No solo tocaba el piano sino que lo hacía bien. Y hasta ese momento, nunca lo había comentado. Olga estaba convencida de que, no lo practicaba con frecuencia. En algunos momentos, se había retrasado unas milésimas de segundo respecto a Guillermo, pero éste enseguida se había adaptado a su compañero. Se habían mirado muchas veces y de esa forma habían conseguido coordinarse. Había que tener en cuenta que en todo caso, tocarían juntos en su juventud, a no ser que Ventura le hubiera engañado también en eso y tuviera trato con Guillermo. Pero eso lo descartó inmediatamente. La actitud de Guillermo al reconocer a Ventura, había sido de sorpresa mayúscula.

Ventura, una vez acabados los saludos, se encaminó feliz hacia la mesa que compartía con Olga. Era la primera vez que ésta le veía un cierto gesto de felicidad. Sonreía ligeramente. La comisaria se levantó y abrió los brazos para abrazarlo. Él recibió el gesto con agradecimiento.

-Te voy a matar, querido. Engañarme así.

-No te he engañado. En todo caso, te he omitido hablar de un aspecto de mi vida.

-¿Pero sigues practicando ahora?

-Un par de días me voy a unas salas que se pueden alquilar por horas. Y toco dos o tres horas. Me relaja.

-¿Otro de los hijos de amigos de tu padre?

Olga se arrepintió de cambiar de tema de forma tan brusca. Pero las preguntas se agolpaban en su cabeza y debía empezar a sacarlas.

-Mejor dejamos que nos cuente él. Le quedan veinte minutos y se sienta con nosotros.

-Lleva mucho tiempo tocando. Estará cansado.

-Me imagino que estará acostumbrado. Le noto en plena forma.

Volvieron de nuevo su atención a la actuación de Guillermo. El restaurante les llevó, cortesía de la casa, un surtido de postres que hizo que Olga abriera mucho los ojos.

-Menos mal que no te gusta el dulce – a Olga le faltó un gesto con la mano para completar el tono de pique que había imprimido a sus palabras.

-Hoy creo que me apetece. Además, creo que lo han traído en mi honor, por haber actuado.

-¡Ah no!

-¡Ah sí!

-Mal amigo.

-¿Ves como no debes insistir en que vuelva a España? Te iba a sorprender quitándote tus postres en cuanto te despistaras.

-Pues yo te quitaría las patatas. O los últimos mordiscos de la hamburguesa. Eso jode más.

-La madre que te parió, que vengativa eres – Ventura le dio un ligero puñetazo en el brazo.

-Luego te vas a enterar.

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Roberto se dirigía con paso decidido hacia la entrada del restaurante del Intercontinental. Varios miembros de la UIP entraron en el hotel para evitar que nadie accediera al restaurante por la puerta interior. A esa hora, solo estaba el personal que hacía la limpieza del local. La mujer que parecía la encargada, una tal Ramona Jenny Lusa se puso en contacto inmediatamente con el encargado para pedirle que fuera.

La sala de interés de la policía estaba cerrada con llave.

-Según el parte de trabajo, no debemos limpiar esa sala hoy. – le explicó Ramona a Roberto.

-¿Es normal que se la encuentre cerrada?

-La verdad es que no. No me he dado cuenta de que no debíamos tocarla hasta que una compañera me ha avisado de que estaba cerrada con llave.

-¿El resto de los comedores privados?

-Están abiertos. Todavía no hemos empezado con ellos.

-Es mejor que mientras trabajamos, se sienten ustedes en algún rincón. Ya les avisaremos cuando puedan reanudar sus tareas. – apuntó Beca que estaba al lado de Roberto.

-En cinco, minutos llega Juanjo con sus detectores. – anunció Ainhoa.

-Que haga un barrido de todo el local. Hasta de la cocina y los almacenes.

Pablo Lubo, el jefe de la UIP entró en ese momento y se dirigió directo a Roberto.

-Que alegría me da verte ya recuperado – Lubo tendió la mano para saludar al inspector.

-Todavía estoy un poco renqueante. Me canso enseguida. Salvo un viaje a Londres, solo he leído expedientes para ponerme al día.

-Lo raro sería lo contrario.

-¿Cómo así has venido?

-Me han dicho que te encargabas tú, y me apetecía saludarte.

-Pablo … – Roberto le miraba sonriendo. Sabía que esa no era la razón.

-El director del hotel es un viejo conocido. Con ínfulas. Malas compañías. Con amigos. Patricia ha pensado que por si acaso, era mejor tener a un jefazo, como dice ella ¿Cómo quieres que distribuya a mi gente?

-Que se vea, nada más. Paseando por delante. Echando un pitillo cerca de la puerta en grupo, con los cascos colgados de la cintura. Y en la entrada del hotel igual. De forma que en caso de tener …

-Pido unas vallas para hacer una barrera en un momento. Doy las instrucciones y vuelvo. Por cierto, has llamado a Juanjo.

Roberto le tendió su teléfono. En la pantalla había un mensaje:

Dangerous transmissions detected. You are not sure!

(Detectadas transmisiones peligrosas.¡No estás seguro!)

-Es una manía que me inculcaron mis abuelos. Llevar siempre un detector. Ahora lo llevo en el móvil.

-El mundo de los negocios trasladado al mundo policial. Dile a Javier. Puede que su “protector” cibernético pueda hacer algo.

-Tenemos una orden. Creo que debemos hacer uso de los medios oficiales.

-Pero él puede ayudar a que la búsqueda de Juanjo sea más rápida.

-Ahí llega Juanjo. Que decida él.

-Ahora vuelvo. – el comisario Lubo emprendió el camino de salida del restaurante para organizar a sus hombres. Se cruzó con Juanjo, con el que se paró para intercambiar saludos.

-Voy a interponer una demanda contra el Ministerio del Interior. Esto roza el acoso. ¿Ustedes quienes creen que se han creído? Esta es una institución respetable. Creo que va a acabar usted en la cola del paro. Nos han dicho que está usted al mando.

El director del hotel acababa de hacer su aparición. Iba escoltado por su secretaria y por un hombre bien trajeado que sin lugar a dudas era su abogado.

Roberto le hizo un gesto con la mano para que esperara un momento. Estaba pendiente de contestar unos mensajes de Javier y Carmen. Y un par de sus abuelos ingleses.

-¡Que me atienda cojones! ¡Qué falta de respeto!

Roberto le volvió a hacer un gesto con la mano para que le disculpara por la espera. El director le fue a dar un manotazo en la mano que sostenía el teléfono, pero Roberto se la interceptó con la otra mano. Se la retorció y con un gesto rápido le obligó a tumbarse en el suelo con el brazo que sujetaba a la espalda.

-Tinet, por favor, esposa al detenido e infórmale de sus derechos. Está acusado de atentado contra un agente de la autoridad.

El comisario Pablo Lubo entraba de nuevo en el local a paso rápido. Sonreía y movía la cabeza negando.

-Pues sí que estás recuperado – le dijo a Roberto a la vez que se agachaba para hablar con el detenido. – Señor Cantalosa, encantado de verle de nuevo. Le presento al Inspector Jefe Roberto Abbey.

-Ha cavado su tumba. ¡Dígaselo, Lubo!

-Esto es una ignominia – dijo el abogado.

-¿Y usted es? – Roberto miraba con gesto duro al abogado.

-José Antonio del Prado, abogado del despacho Valbuena.

Lubo sonrió.

-Tenía ganas de conocerlo. Seguro que su colega Óliver Sanquirián se alegrará cuando le cuente que le hemos conocido – Lubo lo miraba sonriente. – Tenemos un cierto trato.

-No sé a que viene eso. Hace mucho tiempo que no tengo contacto con él. – No le había hecho mucha gracia que mencionaran a su antiguo compañero y también pareja.

-Estamos convencidos de ello – zanjó el tema Roberto.

-Que sepa que su cliente va a ser acusado de atentado.

-Ustedes están borrachos – dijo el director ahora sentado en una silla custodiado por Tinet. – Presentarse aquí, invadir el restaurante como si fuera su casa. Creo que …

-Haga lo que considere. Nosotros vamos a seguir con el registro. Si nos disculpa …

-Esto es una violación de los derechos de …

-Acaba de llegarme la ampliación de la orden de registro del juez para abarcar las transmisiones con origen y destino del hotel y el restaurante. También incluye el registro de todo el hotel y su anexo. Incluidos los despachos. Nos da acceso a los datos de alojamiento de todos los clientes. Compararemos los alojados efectivamente con los listados que por obligación deben enviar a la Guardia Civil. La gente de Garrido está ya preparando esa información.

Carmen acababa de entrar en el restaurante. Venían con ella Bruno y Elías. Tere había entrado por la puerta del hotel y se dirigía directamente a los despachos del Director y otros jefes intermedios. Dos de los compañeros que iban con ella fueron directos a la recepción. Varios miembros de la policía científica también habían hecho su entrada.

-Último piso. – les indicó Tere.

-No te esperaba Carmen – dijo Roberto.

-No lo tenía previsto. Ahora te cuento.

Se giró hacia el abogado y el director.

-La orden de detención de su defendido. Sr. del Prado. Mucho gusto de conocerle al fin. Carmen le tendió la mano para estrechársela. El abogado no hizo intención de saludar a la comisaria.

-No sé a que se debe tanto interés en conocerme.

-Amigos comunes nada más. He oído hablar de usted. Y ponerle cara y tener oportunidad de saludarlo, me alegra sobremanera.

El gesto de la comisaria era neutro. Miraba directamente a los ojos al abogado.

-A pesar de los amigos comunes, la informo de que voy a presentar una queja oficial contra su Unidad y contra sus subordinados. El Sr. Cantalosa es un hombre conocido y respetado y ha sido avasallado y detenido sin justificación. Ha sido agredido por su hombre, alguien que evidentemente le falta algo de educación y no sabe tratar a los dirigentes de …

El Sr. Cantalosa le hizo un gesto para que se callara. Señaló con los ojos imperceptiblemente a Roberto.

-¡Qué gracioso! El Sr. Director ha caído. Ya sabe quien es tu madre y tu abuelo, Roberto.

-Ahora le mando un mensaje a mis abuelos para decirles que me acaban de decir que todo el dinero que se gastaron en que fuera a Eton a estudiar, no ha servido de nada. Seguramente el Sr. del Prado fue a mejores colegios y recibió una educación mucho más esmerada que la mía.

-Pues yo fui al instituto y no me ha ido mal – dijo en tono de broma Carmen.

-A mí tampoco me fue mal, la verdad. – el comisario Lubo se solidarizó con la comisaria Polana.

-Nuestros compañeros están a punto de iniciar el registro de su despacho y de su apartamento en el hotel. Si me acompañan, podrán comentar lo que consideren de los hallazgos que vayan haciendo. Yo les escucharé con mucha atención.

-Creo que las esposas son innecesarias.

-Es el protocolo, abogado. Y usted lo sabe.

-Es un abuso de poder.

-Le enseñamos las imágenes que ha grabado la cámara del Inspector Abbey y la de la agente Beca Autor. El juez ha considerado esas imágenes una prueba irrefutable de un intento de agresión.

-¡Cámaras?

-Sí. Todos llevamos. Ahora mismo es posible que el Ministro del Interior esté escuchando esta conversación. Seguro que está contento. Y más que va a estar cuando descubramos lo que seguro vamos a descubrir.

-El caso es que hace media hora que nos hubiéramos ido. El encargado del restaurante lleva ahí ese tiempo esperándonos. Nos hubiera abierto la sala que veníamos a registrar y estaríamos desayunando en el bar de la esquina en la Unidad.

Roberto sonrió y se encogió de hombros mirándolos con los brazos abiertos.

-Ustedes sabrán quién ha tomado la decisión de bajar para marcar jefatura. O por qué causa les ha entrado miedo. ¿Qué quieren evitar que descubramos? No es lo que pudiera haber en ese comedor, estoy seguro.

-Y de repente se han encontrado con dos comisarios jefes, y más órdenes de registro de las que traíamos al principio. Porque teníamos una orden. Su personal la ha visto. Ahora tenemos muchas.

-No saben de verdad, que los que han cometido un error son ustedes. Tan gallitos. Esos gallardos policías en la puerta, ustedes con ese aire de controlarlo todo. No saben con la gente que se enfrentan. Voy a disfrutar de ver como van cayendo uno a uno.

-Defina ir cayendo uno a uno.

-Interprételo como quieran.

-Así lo haremos. – Lubo era, de todos los policías, quien parecía más enfadado. Y no lo disimulaba.

-Usted Sr. abogado ¿También suscribe las palabras de su cliente?

-No, no. Pero entiendan que en la situación que le han puesto …

-Le corrijo, letrado: en la situación que ustedes se han puesto. – Roberto señaló con el dedo alternativamente al abogado y al Director.

-Vamos. Esta charla está quedando muy larga. Roberto, sigue con lo que habías venido a hacer. Ustedes, si no les parece mal, vamos a sus aposentos.

Carmen sin más, enfiló el camino hacia los ascensores.

Jorge Rios.

Necesito leer tus libros: Capítulo 90.

Capítulo 90.-

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Para sorpresa de Jorge, la velada fue extremadamente agradable. Nadie hizo mención de sus libros, ni de las películas de Carmelo. Ni del rumor casi confirmado de que éste iba a llevar a la pantalla una de las novelas de Jorge. Tampoco dijeron nada por los motivos de su ausencia, mientras hablaba con Javier. Simplemente se alegraron de verlo volver del brazo de Dani. Algunos se fijaron en que tenían irritados los labios y sus alrededores. Pero apenas se sonrieron ligeramente. Parecían todos que habían entendido y aceptado que “Que buena pareja hacéis”, se convirtiera en algo más que una frase.

Allí, en el bar de Gerardo, eran unos vecinos cualquiera con sus invitados con los que se comentaban las cosas del pueblo, se hablaba de política o de fútbol. De vacunas, del cierre de la hostelería, de contagios o de fiestas clandestinas.

-El otro día vino la Guardia Civil a Vecinilla, el pueblo de al lado, porque un vecino había denunciado a otro por una fiesta ilegal de decenas de personas a las tantas. Llegaron allí cuatro patrullas y se encontraron a los vecinos con sus hijos y dos primos que habían llegado esa tarde de visita. Sus padres habían ido de viaje y los habían dejado allí. Cenaron en el patio y pusieron una película en una pantalla grande que solían usar en verano. Era la película de la vida de Elton John, con conciertos y así. El sargento de la Guardia Civil se echó a reír. “Por Dios, bajen el volumen. Sus vecinos piensan que tienen aquí una bacanal”. “Veníamos dispuestos a meterlos a todos en chirona”.

-Fui yo uno de los que acudió a la llamada – dijo Luis. – El sargento le dijo al padre entre bromas si no habría gente escondida en el pajar. El hombre que del susto no estaba para muchas zarandajas le dijo que mirara si quería debajo de las camas o en el motor del tractor.

-Se llevarían mal con los vecinos.

-Que va. Ven mucho la tele. Están acojonados. Fuimos a tranquilizarlos. Estaban avergonzados. Acababan de ver imágenes de las fiestas del fin se semana y que un “experto” decía que eso iba a llevar a no se cuantas personas a la muerte. Pensaron que iban a ser los siguientes porque los vecinos tenían una fiesta.

-Y los vecinos ni fiesta ni nada.

– Ellos se vieron ya en su propio velatorio.

-¿No viene Eduardo? – preguntó Gerardo a Ana. – No me creo que se aguante para conocer a su autor fetiche. Con todo lo que habla de Jorge. Alguna vez ya le he tenido que decir que se callara, que me estaba poniendo la cabeza como un cencerro.

-Tú como no eres muy de los libros de Jorge …

-Ni los de Jorge ni los de Juan Jurado.

-Juan Gómez-Jurado.

-Pues eso. Fíjate lo que me importa como se llame.

-Te aseguraría y no creo que me equivocara mucho, que ni ha dormido. Estará al caer. – Explicó Ana, su madre – Viene con su padre. Pero las niñas no vienen. Se quedan de guardia. Ha parido una vaca y Fabiola, nuestra ayudante, ha tenido que irse por una urgencia familiar. Y Eduardo viene porque no quería perderse conocer a Jorge Rios, como dices, su escritor favorito. Pero muy favorito. Está muy enfadado por no haberse enterado que había estado un par de noches con Dani en la Hermida. Incluso creo que estuvo aquí contigo, Oli. Sobre todo porque no le contaste nada. Ni tú.

Esto último se lo dijo a Óliver, el abogado.

-Hablamos de trabajo. Retomando una cita anterior que fue frustrada por una aparición fantasmal. Aquí tienes al flamante nuevo abogado de Jorge Rios, el gran escritor. – Óliver abrió los brazos y sonrió contento.

-Mira, si ya se ha decidido a trabajar – le tomó el pelo Jose Mari, el de la librería. – Empezaba a rumorearse que te ibas a convertir en monje budista o algo parecido.

Gerardo se sonrió al escuchar la explicación de Óliver y las bromas posteriores.

-Como se entere Oti que le has llamado fantasma … – bromeó Gerardo.

-Que confianzas. “Oti”. Así solo le llaman Presidentes de Gobierno y Reyes.

Gerardo y Óliver se rieron juntos. Los demás asistían a la complicidad de los dos, sin entender nada. Pero se reían, así que todos felices.

-Ya estamos aquí. – dijeron Felipe y Eduardo entrando por la puerta, como si hubieran acudido al reclamo de Ana.

Jorge se alegró de conocer al final al famoso Eduardo, el que emplumó a un novio descreído y traidor, ahora casado con una joven del pueblo de al lado con el único fin de maquillar su gusto por los miembros viriles. Había visto un ciento de vídeos al respecto. Carmelo, en cuanto lo vio entrar y captó la mirada aterrada del chico al ver a su ídolo, fue donde él, lo cogió de la mano y lo arrastró hasta dónde estaba Jorge. Éste le miró sonriendo. El joven le tendió el puño para saludarlo a la vez que hacía esfuerzos por tragar. No era capaz de decir ni palabra. Jorge sin hacer caso del puño, se acercó a él y le dio un beso en la mejilla. Aprovechó y le susurró:

-Me ha dicho tu hermano Ignacio que tus abrazos son los mejores del mundo. ¿Me darías uno?

Jorge casi muere del abrazo tan fuerte que le dio Eduardo. Algunos pensaron que Jorge estaba sintiendo lo que deben sentir las víctimas de las pitones cuando las abraza para romperles todos los huesos y poder tragársela luego.

-Así que tu eres Eduardo, el que emplumó a su novio traidor y cobarde. El que luego se casó con ¿la Pinares? ¿Así la llamáis?

El tal Carlos era famoso en el mundo entero. Se había dejado un bigote ridículo para intentar que no lo reconocieran. Alguno de los vídeos del suceso tienen varios millones de reproducciones en Youtube.

-Mira que bigote se ha dejado – Eduardo le pasó su móvil a Jorge, como si ya lo conociera de toda la vida. Aunque por el brillo de sus ojos y por el movimiento incontrolable de sus piernas, era evidente que alucinaba de estar al lado de su escritor favorito.

-De ese bigote se podría sacar un relato. Cuatro pelos mal puestos. Me recuerda a una ramita de abeto. ¿Os imagináis a esa mujer con un bigote postizo haciendo de maromo para su marido?

-De pino, para hacer honor al mote de su mujer, “La Pinares”.

-“El bigote mascarilla” dijo Ana.

-“El bigote que conquistó a “la Pinares” – apuntó Eduardo.

-“Carlos, el bigote y el espejo”. – propuso Jorge sin querer.

Todos se quedaron mirando esperando. Jorge les devolvía la mirada sin entender.

-Vamos, Jorge – le invitó Carmelo. – Desarrolla. Estamos todos expectantes.

-¿Quién va a escribir? – dijo resignado, echando una de sus miradas asesinas dirigida a Carmelo. Pero éste era inmune a esas miradas. Y con una sonrisa que le dedicó, Jorge quitó esa mirada y la cambió por otra de resignación.

-Yo mismo – se ofreció Óliver sacando la tablet de su bandolera y poniéndola en un soporte. Luego sacó un teclado plegable y lo instaló. – Cuando quieras.

-Apunta este día – le dijo Jose Mari, – el día que escribiste al dictado de Jorge Rios.

¿Quién le había mandado abrir la boca? Se preguntaba en ese momento Jorge. Nunca había escrito nada delante de veinte personas. En realidad treinta con los que estaban en otras mesas pendiente de lo que decía y hacía el grupo de los Danis y sus invitados.

La Pinares un día tuvo una idea, paseando por su bosque preferido. ¡A cuantos jóvenes del pueblo había llevado allí para desvirgarlos! Nadie le había reconocido nunca el bien social que había hecho al género masculino de su pueblo y alrededores. Ya había perdido la esperanza de que ese reconocimiento llegara algún día. Ahora estaba casada, felizmente casada, se repetía una y otra vez para auto-convencerse. No tan feliz, reconocía al final siempre, porque su marido era un patán en la cama. Era un patán en general, pero en la cama, lo era en grado superior. Mira que había conocido hombres, pero como éste, ninguno. Si lo llega a saber se lo deja al Eduardo ese, que debió ser el único en la tierra capaz de sacar un orgasmo a su marido.”

-Bueno, bueno, mira al Eduardo éste. Qué callado se lo tenía – dijo Eugenia la de la granja Heredad de Santillán, que estaba sentada en una de las mesas del fondo.

-Con la cara de santo que tiene el chico.

-Y lo soy. Un santo. Inocente. ¿Sexo? ¿Orgasmo? ¿Qué son esas cosas de las que habláis? Soy un alma pura e inocente. Asexual.

-Ya, ya, ya vemos – bromeó Timoteo, un camionero en su día de descanso.

-Es un cuento – se vio en la necesidad de aclarar Eduardo. Esa explicación innecesaria provocó las sonrisas de la mayor parte de los que estaban pendientes.

-Sigue Jorge – invitó Cape.

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-Tengo que ir a preguntarle un día – se decía a menudo después de un nuevo intento fallido de sexo desenfrenado en la casa que le había comprado su padre.

-Que generoso es papá – decía Carlos.

La Pinares odiaba cuando su marido llamaba papá a su suegro. Él ya tenía su padre. Un hombre que como era consciente del desastre de hijo que tenía, procuraba no acercarse a menos de un kilómetro de él. Y eso que ningún juez había dictado orden de alejamiento contra él.

-Déjale mujer – decía su padre. – Solo quiere agradar.

-Pues que aprenda a follar – contestó furiosa su hija.

-Para eso tendrías que gustarle aunque fuera un poco.

Su padre le había dado a la botella de nuevo. Si no, tanta sinceridad no era propia de él. Menos mal que al día siguiente no recordaría ni palabra.

Pero aquel día, por la tarde, una cualquiera del mes de octubre, las hojas cayendo ya, procurando un manto ocre en los bosques que rodeaban el pueblo, se encontró con sus amados pinos. Algunas ramas pequeñas habían sucumbido al ulular del viento otoñal. Cogió una de ellas, pequeña, con sus hojas en forma de pincho. Se lo puso en el labio, cual mostacho varonil. Entonces tuvo una idea: recogió pequeñas ramas del suelo y usando su falda a modo de cesto, las fue recolectando para llevarlas a casa.

-Tralará, lara, larito. Tralará, lara, larito. – cantaba feliz saltando por los prados.

-Oh, sí, ahora te vas a enterar, Carlitos. Te vas a enterar de una vez por qué me llaman “La Pinares”.

Y esa noche, se puso frente al espejo.

-Espejito mágico conviérteme en un maromo muy varonil, con un mostacho del quince. ¡Oh espejito mágico! Para que le pinche al idiota que tengo por marido y se le ponga duro el cipote.

Probó con varias de las ramitas que había recogido del campo. Fue haciendo una selección hasta que al final se decidió por una que tenía las hojas bien duras y que parecían resistir bien. Pensaba besarlo en la boca y que tuviera irritada toda la cara durante una semana al menos.

Espejito, entiéndeme, es que no le saco gusto ni a los besos. Ese que besa muy mal el jodido.

¿Y como lo elegiste a él como marido, Pinares?

¡¡Espejito!! Tú me tienes que apoyar. Eres mi espejito mágico.

El espejito dio la callada como respuesta. No volvió a hablar. La Pinares pasó a la acción: Pegó su mostacho improvisado debajo de la nariz. Recortó cuidadosamente lo que sobraba. Hizo una prueba con esparadrapo, pero no aguantaba mucho. Así que cogió un poco de pegamento Imedio, como en el colegio. Movió arriba y abajo los labios, los abrió y cerró. Semejó un beso sin beso. Parecía que aguantaba. A lo mejor aguantaba demasiado bien. Luego sería el problema de quitárselo. Pero eso le daba igual. Si su marido había aguantado el desplume de su cuerpo por parte de su madre, pluma a pluma, sus gritos se oyeron en veinte kilómetros a la redonda, ella podría aguantar un poco de irritación al quitarse el pegamento. Además con la mascarilla nadie se enteraría.

-Vamos allá – se dijo para darse ánimos.

Caminó segura hacia la estancia de su marido. Dormían en cuartos independientes. No quería ser un obstáculo para que se la pelara pensando en algún hombre que hubiera visto ese día en el mercado de frutas y verduras. Hombres agrestes, mal afeitados y mal encarados, que eran los que le parecían gustar a su marido. Le había notado, oh sí, lo había hecho, que su miembro se le ponía duro mirándolos desde la furgoneta. Y ella moría de envidia. Con ella nada, y eso que todos decían que la comía como nadie. Pero el Eduardo ese debía ser mejor en la tarea.

Pero esa noche, iba a ser distinto. Todo antes de pedirle a ese Eduardo que le enseñara a comerla como le gustaba a su marido.

-Carlos – llamó engolando su voz para que se le pareciera un poco a cualquiera de esos hombres de pelo en pecho.

-Carlos – volvió a llamar con voz sensual y varonil.

-¿Quién me llama? – dijo un poco despistado su marido que efectivamente estaba pensando en el hombre del puesto de tomates que había al final del pueblo y empezaba a acariciarse sus partes pensando que eran sus manos, las del hombre del puesto de tomates, quién le acariciaba el miembro.

-Soy Ángel del infierno que viene a follar contigo.

La Pinares abrió la puerta de la habitación de su marido. Apagó la luz al entrar. Se movió rápido hasta la cama en dónde yacía con las piernas abiertas y mirando al techo, como lo hacia su miembro duro. ¡La primera vez que se la veo dura, madre mía! No es nada del otro mundo, pero servirá.”

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Todos rieron y miraron a Eduardo de reojo. Éste reía despreocupado. Ni afirmaba ni negaba. Él era todo un caballero.

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-Te voy a follar, querido Carlos. Te he visto esta mañana en el mercado y me has puesto a cien. Te he seguido hasta tu casa y ahora, que todos duermen, me he aventurado a tu lecho, ¡Oh mi hombre!

La mujer se tumbó en la cama junto a él. Le agarró las manos y se las ató al cabecero de la cama con un coletero que llevaba en la muñeca. Y le vendó los ojos con un pañuelo de vaquero.

-No te muevas, va a ser peor. Te voy a hacer mío, mi hombre. Soy tu dueño.

Buscó sus labios y besó su boca, con el mostacho de pino que llevaba sobre el labio superior.

-¡¡Pinchas!! – gritó alborozado Carlos.

-Claro que pincho. Soy un hombre, maricón.

-¡Ahhhhhhhhh! – gritó al borde de un orgasmo el ínclito Carlos, y eso sin casi tocarle.

Pero eso asustó a la Pinares. Se puso sobre él a horcajadas, agarró el miembro palpitante de su marido y se lo metió en su sexo, que lubricaba desde hacía unos minutos, excitado por la perspectiva de recibir algo que no fuera un calabacín de la huerta.

-Cabalga, maricón – le volvió a gritar con esa voz engolada, imitando a un macho de la estepa castellana que cada vez le gustaba más.

-Ag, ag, ag, ag, ag, ag, aggg., aggggg, aggggggggg, AGGGGGGGGGGHHHHH!!!!! (Escríbelo en mayúsculas y con muchas admiraciones)

-¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Aghhhhhhhhhhhh! – Suspiró la Pinares.

Nueve meses después, nació Ramón, un niño muy sano, con la misma cara de pánfilo que su padre, para sorpresa de éste.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Jorge Rios.

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-Bravo, bravo – vitorearon los comensales y el resto de los clientes de Gerardo.

-Y eso sin prepararlo. Madre mía – le felicitó Ana.

-Parece que la conoce de toda la vida.

-Pues no, había oído hablar de ella, pero hace tiempo y de pasada.

-O sea Dani que vas contando mi historia por ahí. – se quejó Eduardo.

-Edu, sabes que te quiero un montón. Era solo para halagar tu determinación.

En ese momento se abrió la puerta del local, que hacía tiempo que tenía las luces de fuera apagadas y el cartel de cerrado. Todos se giraron, porque el que hubiera entrado, tenía que ser de confianza. Y en efecto, lo era. Aunque hacía tiempo que no lo veían y estaba muy desmejorado, todos lo reconocieron. Era Alberto, el hijo de Gerardo, que había desaparecido hacía unos meses sin que su padre acertara a explicar la causa.

-Esta era la sorpresa que os tenía reservada. Mi hijo ha vuelto – explicó Gerardo señalándolo, visiblemente emocionado.

Carmelo se levantó de un salto y fue a abrazarlo. Según se acercaba a él se fijó en que estaba mucho más delgado, parecía tener diez años más de los que tenía. Y su mirada estaba apagada. En su cara había un montón de moratones y cortes en proceso de curación. No quiso ni imaginar como luciría su rostro unos días antes. No dijo nada. No hizo ver que se había dado cuenta. Lo abrazó mientras el resto aplaudían con ganas.

Jorge miró a la gente. Él no conocía a Alberto, había escuchado cosas. El tal Alberto había ido a trabajar con Carmelo y Cape cuando el primero retomó su carrera después de dos años sabáticos escondido en Concejo. Pero algo había pasado que ni Carmelo ni Cape acertaron a explicar y Alberto tuvo que irse de repente. Y no habían vuelto a saber nada de él. Alguna vez Gerardo les decía que les mandaba recuerdos. Pero sin dar detalles de dónde estaba. Todos los presentes parecían alegrarse y se levantaron para abrazarlo. Menos Eduardo que estaba paralizado. Le miraba sin saber que hacer. Esos dos tuvieron algo, pensó Jorge. Si Eduardo después de su historia con Carlos se juntó con Alberto y éste había desaparecido de repente, era claro que el chico no había tenido mucha suerte con sus historias amorosas. Y ahora lo reencontraba en un estado lamentable.

Era evidente que Alberto había sufrido mucho. Su cara era un cromo. Y por la forma de estar del joven, el resto de su cuerpo estaba igual de magullado que su rostro. Cuando le abrazó Carmelo hizo un gesto contenido de dolor. Agradecía el abrazo, lo devolvió con intensidad, pero a la vez, le dolía. Y mucho. Y siguió saludando al resto de la gente.

Miró a Hugo. Si conocía a Gerardo era natural que conociera al hijo. Y efectivamente, Hugo no pudo reprimir un gesto de sorpresa y de pena. Se acordó entonces que un tal Alberto estuvo implicado en la muerte de Ghillermo. Un policía. Se lo contó Helga. No tuvo ninguna duda de que estaba ante ese Alberto. Ahora ya no podía dudar de la teoría que le contó Óliver sobre el posadero y su hijo. Los dos eran policías. Tuvo la tentación de avisar con un mensaje a Javier, por si todavía estaba sentado en ese rincón discreto. Pero pensó que como no conocía los detalles de la historia, podía ser un error darle la noticia.

Carmelo presentó a Jorge y Alberto.

-Tus libros me han ayudado mucho. Gracias. – y le abrazó. Jorge no supo como reaccionar. No se lo esperaba y menos con esa efusividad. Intentó no hacerle daño al corresponder al abrazo.

-No se que decirte – le contestó. – En todo caso, me alegro de que así fuera.

Alberto sonrió con tristeza. Siguió saludando a los presentes a los que parecía conocer a todos. Y al final llegó dónde su padre. Ahí sí, se abandonó en sus brazos. Y Gerardo lo abrazó con todas sus fuerzas. Y se echó a llorar. Besó a su hijo en la frente en la coronilla, donde podía.

Cuando recibió aquel mensaje de un número desconocido, diciéndole que su hijo estaba vivo, Gerardo no supo si creerlo. La policía le había asegurado que pensaban al 90% que estaba muerto. La policía no se equivocaba, eso lo sabía él mejor que nadie. No se equivocaba de esa manera, porque si te decían eso, es que estaba casi convencidos al 100. Si no se callan. Te hablan de que todas las posibilidades están abiertas, que hay distintas líneas de investigación, bla, bla, bla.

Llamó a la policía y les dijo. Ellos callaron. Lo que le puso más nervioso porque no se lo habían negado.

Al cabo de unos días llegó otro mensaje. Y otro. Y luego llegó “el mensaje”.

Papá, estoy bien. Cansado. Tardaré unos días pero iré. Tengo ganas de que me hagas la comida. Estoy en los huesos. Y prepárame tu crema catalana. No digas nada a nadie, por favor”.

Tardó un par de semanas en poder hablar con él. Fueron solo cinco minutos. Y lo escuchó agotado, deprimido. Pero al menos estaba vivo, pensó. Lo otro ya lo arreglarían poco a poco.”

Ignacio el niño pequeño de Ana, se había cansado de estar en brazos de su hermano Eduardo y reclamó la atención de Jorge. Le sonrió y le subió a su regazo. Señaló a Alberto y preguntó:

-¿Está malito? Tiene pupitas.

-Ha tenido un viaje muy largo. Y no ha podido dormir mucho. Como tú.

-No tengo sueño – dijo pasándose los puños por los ojos mientras ponía pucheros en la cara.

-Dame que se va a quedar frito – le propuso su padre.

-Tranquilo. Luego te lo paso.

-¿Has cenado bien? – le preguntó a Ignacio.

El niño asintió con la cabeza.

-Espera que te abrazo. ¿Me das un abrazo? – preguntó Jorge.

El niño asintió con la cabeza y le abrazó. Colocó su cabeza sobre el hombro de Jorge y en ese instante, se quedó dormido.

-Tienes mano con los niños – le comentó Felipe, que estaba pendiente de su hijo.

-Practiqué con los hijos de mis amigos. Uno de ellos es mi ahijado.

-Dame – se ofreció Felipe.

-No, déjalo diez minutos para que asiente el sueño. Así habrá menos posibilidades de que se despierte – comentó Óliver que estaba atento.

-Mira, otro con ahijados. Ya tenemos canguros. – bromeo Ana hablando con su marido.

-No sabes como los echo de menos desde que he vuelto aquí. Aunque hablo todos los días con ellos. Y vamos, si necesitáis, me quedo con Ignacio encantado.

-Yo me apunto también – dijo Jorge besando a Ignacio y acariciando su cabeza.

-¿Cenamos o qué? – propuso Carmelo.

-Vamos que se enfría – dijo un emocionado Gerardo.

Hugo, intentando que nadie se diera cuenta, salió del local. Al cabo de un minuto, entró Alicia, la que parecía segunda del dispositivo de escolta. Jorge, intrigado, se asomó a la ventana. Y vio como Hugo sacaba otro teléfono del bolsillo y lo encendía. No era el suyo del trabajo ni el personal. Era un tercer teléfono. Y eso quería decir que ese teléfono era para cosas que no quería que supiera nadie.

-Otro misterio – dijo en voz queda.

-Esto parece que cada vez se complica más – Carmelo estaba a su lado.

-Cape quiere hablar conmigo a solas. ¿Lo sabes?

Carmelo suspiró.

-Se va. Ya te dije que iba a desaparecer.

-¿Cómo que se va? No te he entendido cuando me has hablado de ello. ¿Te lo ha dicho? Define “Se va”. Define “desaparecer”. Yo creía que era otro de sus viajes. En todo caso que iba a ser más largo.

A Jorge le fastidiaba volver a no ser sincero del todo con Carmelo. Aunque eso ya se lo esperaba, comprobar que su pálpito se iba a convertir en una certeza, le desconcertaba. Cada vez tenía menos querencia por ese hombre. Decidió esperar a su conversación anunciada para tener un juicio certero sobre ello.

-No, no hace falta que me diga. Sencillamente lo deja todo y desaparece. No digas nada escritor. Solo quiéreme.

-Por eso te has pasado antes a recoger tus últimas cosas de su casa. No querías volver a ella. – Jorge se calló de repente. Era una bobada insistir en el tema. Lamentaba haber acertado en lo relativo a que la marcha de Cape, iba a afectar a Carmelo. – Te quiero. Lo sabes. No puedo quererte más. Te lo juro.

-Si que puedes – le contestó sonriendo con los ojos tristes. – Vamos a cenar. Ya hablaremos.

Mientras Jorge buscaba su asiento para cenar, pensó en la de conversaciones que tenía pendientes. Necesitaría más de un mes a jornada completa para llevarlas a buen puerto.

La historia volvía a repetirse. Algunos actores cambiaron, pero la esencia estaba. Un músico prodigioso tocando en la calle. Un grupo de gente lo rodeaba para disfrutar de su interpretación. Los aplausos al acabar las piezas. Algunos espectadores que daban dos pasos adelante para echar un puñado de monedas en el estuche del violín abierto. Algunos seguían su camino, pero otros llegaban para llenar ese vacío. Aunque en esta ocasión, la mayor parte de la gente esperaba a que el músico tocara otra pieza.

Muy pronto, al poco de empezar su improvisado concierto, dos policías locales le aconsejaron que cambiara su ubicación en la c/Carlos III por la Plaza de Oriente. Se colocó entonces a los pies de Felipe IV a lomos de su caballo.

Había muchos detalles en la situación que para la mayoría, pasaban desapercibidos. La primera era que había dos personas que en todo momento estaban situadas muy cerca del violinista. De eso no era consciente ni el propio interesado. Esas personas estaban pendientes de todo lo que ocurría a su alrededor. Llevaban cada uno un estuche, parecido al de un violín. Con toda seguridad, contenían otro tipo de instrumentos.

Había otra circunstancia que casi nadie se percató: el concierto estaba siendo grabado. El violín del músico tenía un pequeño micrófono que grababa cada detalle de su interpretación. Varias cámaras discretas tomaban también imágenes desde todos los ángulos posibles.

Entre los espectadores también había algunas cosas a resaltar. Algunos de ellos eran personas importantes en el mundo de la música clásica. Había dos directores de orquesta, varios músicos de la ONE y también algunos de la orquesta del Teatro Real, a parte de algunos musicólogos cuyo trabajo consistía en armar un programa de conciertos para cada temporada que satisficiera a la organización para la que trabajaban.

Cuando Juan Ignacio, uno de esos programadores, llegó empujando la silla de ruedas de su mujer, Sergio llevaba ya más de veinte minutos tocando en la Plaza de Oriente. Se le notaba que estaba a gusto con su música y sus oyentes. La tarde era agradable de temperatura y soleada. Los espectadores que estaban atentos a la música, al percatarse de la silla de ruedas, les abrieron paso para que Claudia pudiera escuchar el concierto desde la primera fila. Su cara reflejaba el placer que le producía esa pequeña excursión que le había propuesto su marido. A su lado, iba también su hijo mayor, Ramiro. El segundo, Garcés, llegaría más tarde: tenía un examen de inglés en la Escuela de Idiomas.

Cuando los policías locales le habían aconsejado cambiar de ubicación, le indicaron también que se subiera a un pequeño escenario que había montado a los pies de la estatua de Felipe IV. Así la gente podría verlo sin problemas y el sonido se distribuiría mejor. Eso además impediría que hubiera avalanchas entre el público debido a movimientos incontrolados buscando una ubicación dónde ver o escuchar mejor.

Carmen y Jorge se encontraron en la plaza de Ópera. Apenas se saludaron con dos besos y Carmen se colgó del brazo de Jorge y caminaron ambos hacia la Plaza de Oriente. Era una plaza bulliciosa normalmente, pero ese día, parecía que todos hacían menos ruido para que se pudiera escuchar la música. Y así era. Muy bajo, pero el ligero aire que venía de los jardines, traían las suaves trinos de las cuerdas del violín. Jorge miró a Carmen que se estremeció de placer. No podía evitar emocionarse al escuchar tocar a Sergio. Le había pasado cada vez que había ocurrido. Era debido seguro a que le caía bien ese joven, pero también a que su forma de interpretar cualquier pieza le tocaba alguna tecla en su interior que hacía que se emocionara. Y cuando escuchó los aplausos de los espectadores, ese hormigueo de satisfacción se acentuó.

-¿Qué ha tocado?

-El Vals de las Flores de Tchaikovsky.

-¿Te ha dicho que iba a tocar?

-Ni se lo he preguntado. No suele hacer un programa fijo. Se deja guiar por lo que siente en la gente que está escuchando. Tiene la suerte de que tiene en la cabeza un amplio repertorio. Y si no, lleva su tablet con cientos de partituras.

-¡Vaya! Otro manipulador en la familia.

Jorge se sonrió.

Ya llegaban a donde los últimas filas de espectadores escuchaban. Christian, el operador de sonido que grababa la actuación, había puesto también unos pequeños altavoces para que las personas que estaban más alejadas pudieran disfrutar de los matices de la interpretación de Sergio. Una señora reconoció a Jorge y se acercó a él.

-Dile que toque a Boccherini. El día que viniste a escucharlo se lo pediste y me encantó. Acércate, acércate.

Poco a poco les abrieron paso. Cuando solo había cuatro filas de gente delante, Sergio les vio. Les hizo una señal para que se acercaran. Y luego, invitó a Jorge a subir al escenario.

-Señores y señoras, por si no lo conocen, éste es Jorge Rios, uno de los mejores escritores del mundo. Y una de las personas por la que me arrepentí de haber dejado la música.

Jorge hizo gestos para quitarse importancia, pero Sergio parecía decidido a darle protagonismo. Así que Jorge tomó la palabra.

-Me ha dicho una mujer que suele venir a escucharte, que le gustaría que tocaras las Noches de Madrid.

-¿Repetimos el primer concierto que viniste a verme?

-Por mí, estupendo. Aunque no recuerdo si tocaste la Primavera de Vivaldi. Pegaría bien con el día tan maravilloso que tenemos.

-Yo me apunto a tocar también. Me encanta Vivaldi y su Primavera.

Todo el público se giró hacia donde se había escuchado a esa voz. Era una voz potente, decidida, no demasiado grave pero sin llegar a ser atiplada. Dídac Fabrat caminaba hacia el escenario con su violín en la mano. Algunos le reconocieron y empezaron a aplaudir. Dídac se cruzo con Valentí Ormazábal y Andrew Polster, los dos directores de orquesta que asistían como espectadores. Se saludaron los tres con cercanía. También reconoció a algunos de los músicos que estaban entre el público a los que hizo un gesto de complicidad.

-He venido con unos amigos. – dijo nada más subir al escenario. – Espero que no te importe.

Sergio le miró sin saber que decir. Estaba siendo una tarde rara para él. Primero, el cambio de ubicación. Después, darse cuenta que lo estaban grabando en vídeo. Ese Christian solo le había dicho que le iba a grabar el sonido a petición de Jorge.

-Me lo ha pedido encarecidamente. No te preocupes que todo corre de su cuenta. Tú solo preocúpate de tocar el violín.

Ahora, al aumentar el número de músicos en el escenario, los técnicos de sonido del equipo de Christian estaban distribuyendo más micrófonos alrededor del escenario. Y de repente, Sergio vio a Yura, a Jun, a otro joven al que recordaba también de las clases de Mendés pero que no recordaba su nombre. Era uno de los enchufados, como los llamaban los demás. Pero si Jorge, que lo abrazó al subir al escenario, lo había saludado de esa forma, es que era de los suyos. Y si Dídac lo había llevado, no había más que decir.

-Carter, quiero presentarte a Sergio.

Los dos chocaron los arcos a modo de saludo.

-He escuchado algo de que había que tocar la primavera. Doña Rosa, no se preocupe que luego tocamos a Boccherini. Y a Saint Saëns. Es que también es fan mía – explicó Dídac de forma divertida.

-Bueno, yo me bajo. Que aquí no pinto nada. Voy a saludar a esa señora que tiene cara de que le gustan mis libros.

Jorge fue en dirección a Claudia, la mujer de Juan Ignacio. El matrimonio se puso nervioso, aunque cada uno por distintas razones. Juan Ignacio porque después de la entrevista con Carmen, había indagado y se había enterado de la visita que le hizo Jorge a Mendés en las instalaciones del club. Mendés había intentado luego echarlo de socio, y no lo había conseguido. Entre otras cosas porque era medio dueño del mismo. A parte, sus fuentes le habían contado que el escritor humilló al profesor de una forma que nadie creía que fuera posible. De hecho, Mendés, después de sus gestiones frustradas para echar a Jorge del Club, había tardado en volver. Pero cuando lo hizo, volvió con un aire chulesco y pisando a todo el que parecía haberse enterado de lo sucedido. Aunque algo había cambiado, porque muchos de ellos se enfrentaron a él. Y a esas personas, no les podía mandar a un grupo de matones a darles unos “toques”. Uno de esos esbirros, empezó a acompañarlo muchos días. Todo parecía indicar que había perdido esa seguridad que hasta ese día, había blandido en cualquiera de los foros a los que asistía.

Juan Ignacio, al ver a Jorge caminar hacia ellos, lo primero que pensó es que le iba a reprochar no haber contratado a Sergio. De hecho, casi lo tenía firmado, pero una llamada de Mendés le hizo echarse atrás. Éste le sugirió a otro violinista de sus “elegidos”, pero aprovechando que la fecha la tenía comprometida, contrató a otro que no tenía nada que ver con toda esa trama. Por eso se puso tenso.

Su mujer en cambio, lo hizo por la presión de saludar a uno de sus escritores favoritos. Lo había descubierto a través de Ramiro, su hijo. Éste también se puso nervioso. Al menos, pensó, llevaba un libro guardado en la bolsa de la silla de su madre. Podía pedirle que se lo firmara. Y si no le importaba sacarse un selfie con él y sus padres. Si decía que sí, pensaba, sería el mejor momento en su vida desde que su madre enfermó.

Carmen también se había acercado a ellos mientras Jorge estaba en el escenario. Saludó a Juan Ignacio y éste hizo las presentaciones con su esposa. Ya le había hablado de ella. Cuando llegó a casa después de su entrevista con la comisaria, sintió la necesidad de contarle todo a Claudia. Ésta le llamó de todo, por haber aceptado ese chantaje.

-No me mires así. Voy a contarle a Adela. Ya la tiene hasta el mismísimo coño. Así que a lo mejor con todo esto le manda a tomar por el culo de una vez. Lo que ha hecho con Enriquito, es de malnacidos.

Estaba enfadada. No comprendía como su marido, se había dejado manipular por ese hombre. Pero sabía que su marido lo había hecho pensando en lo mejor para ellos. No hubiera sido bueno si se llegan a enterar del affaire de la operación de Ramiro. Y seguro que Graciano tenía medios para haberse enterado.

-No hables así, cariño. No me gusta cuando sueltas palabrotas. Tú eres de otra pasta.

-Tus hijos, que me han contagiado.

Ramiro se sonrió.

-Mamá, ya serás tú la que nos enseñas tacos a nosotros.

-No me hagas hablar ¿eh? – pero su madre le cogió la mano y le dio un beso a la vez que le sonreía con picardía.

Carmen fue al encuentro de Jorge y lo agarró del brazo. Le apretó ligeramente y Jorge relajó un poco su cuerpo. La verdad es que iba muy tenso, aunque ni se había dado cuenta. Carmen le llevó directamente donde la mujer. Jorge enseguida se inclinó sobre ella y, después de pedirla permiso, la dio un abrazo. Ella le apretó fuerte contra su cuerpo.

-Es un sueño conocerlo, señor Rios.

-Hagamos un trato. Yo te llamo Claudia y te trato de tú, si tú haces lo mismo. Y este acuerdo también vale para este joven tan atractivo que te guarda las espaldas y que no puede negar ser hijo de sus padres. Es una bella mezcla de ambos.

Ramiro se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos sin saber como actuar. Pero Jorge tomó la iniciativa y sin más le abrazó a él también. El joven rodeó con sus brazos el cuerpo de Jorge y hundió su cara en el hombro del escritor. Algunas lágrimas pugnaron por salir de sus ojos, y al final ganaron la partida. Jorge se separó de él y le miró a los ojos. Le pasó el pulgar por sus mejillas para limpiarle las lágrimas.

-Pero tonto, si solo soy un tipo como tú, pero más viejo. ¿Por qué lloras?

-Me es que me gustan tanto sus tus libros no esperaba poder conocerte nunca.

-Pero eso es porque no has querido. Puedes ir cuando quieras a mis charlas en la librería de Goya, o a las de Aladina, cerca del Conservatorio. Allí puede entrar cualquiera. Y te prometo, que aunque algunos se empeñen en decir lo contrario, no me como a nadie.

-Intenté ir a la de jóvenes. Pero cuando llegué, ya estaba lleno.

-Ya procuraré avisarte cuando haga otra. ¿Te parece?

-Iré con mi hermano. También le gusta mucho.

-¿Y como se llama tu hermano?

-Garcés. Ahora viene. Tenía un examen. – explicó el padre. – Ramiro es el que nos ha metido a todos en danza con sus novelas. Las hemos leído todos – Juan Ignacio parecía haberse relajado.

-Me imagino que tú eres Juan ¿No? Me alegra verte aquí. Y que sepas reconocer a los buenos músicos, a pesar de todos los inconvenientes.

-Sergio Plaza está al nivel de los más top del mundo. Para mí, si su carrera vuelve a tomar empuje, estará al nivel de Nuño Bueno. Para mí, Nuño ahora mismo, a pesar de su retiro que esperamos todos sea momentáneo, es el mejor del mundo.

-Soy de la misma opinión. Aunque yo no tengo los conocimientos que tienes tú. Me guío solo por lo que me hacen sentir. Tuve el placer el otro día de escuchar a los dos juntos, y fue una maravilla. Y también te digo, que ninguno de los dos, está a tope.

-Hoy Sergio parece entonado.

-Tchisssss!! ¡¡Callaros un poco!! Empiezan a tocar. Y Dídac Fabret es uno de mis preferidos. – era Claudia la que les había llamado al orden. Juan Ignacio la miró con dulzura. Claudia le tendió la mano y su marido se la agarró suavemente. Se la acarició y la besó. Se dispusieron todos a escuchar a los músicos.

Empezaban con la Primavera de Vivaldi. Dídac le había dejado el papel de violín solista a Sergio. Yura y Jun tocaban violas. Carter y Dídac el violín. Jorge sabía que no habían ensayado juntos nunca. Carter y Dídac si lo habían hecho, pero ellos dos solos. El encaje de los cinco era perfecto. Estaban haciendo una interpretación de la pieza de Vivaldi verdaderamente maravillosa.

Jorge y Carmen se separaron un poco de la familia. Querían dejarles en intimidad para que disfrutaran de la música. El matrimonio seguía agarrado de la mano. Y el hijo mayor se había apoyado en su padre. Carmen le imitó y agarró de nuevo el brazo de Jorge y apoyó su cabeza en el hombro del escritor. La música le estaba llegando al alma. No podía evitarlo. Posiblemente antes de que acabara el concierto, echaría un par de lágrimas.

Nada más empezar el segundo movimiento “Largo” de la Primavera, por su comunicación interna, uno de los escoltas de Jorge anunciaba que habían divisado a Mendés al fondo del grupo de espectadores, que cada vez era más numeroso. Parecía que estaba haciendo comentarios despectivos en voz alta. También avisaba Nano, que era el que hablaba, que Mendés llevaba un guardaespaldas.

-Es un armario. – dijo en tono de guasa

Jorge se puso tenso. Miró a Carmen que le había soltado el brazo. Enseguida se dio cuenta de la intención del escritor de ir al encuentro del profesor.

-¿Voy contigo?

-No. Mejor dejemos el tema en asuntos personales, sin que os impliquéis. Si ha venido ese hombre es para incordiar. Para dar miedo. Hay varios músicos profesionales entre el público. Y están Sergio y el resto. Se irá haciéndose notar y poco a poco se acercará a esos para recordarles que él es el que manda.

-No te conviene montar un espectáculo.

-Y no lo voy a hacer. Ni él se va a enterar de lo que va a pasar y de dónde le van a llover los golpes. Disfruta del concierto. Luego me cuentas.

Jorge sin más dilación se fue abriendo paso entre la gente, intentando llamar la atención de todos lo menos posible. Cuando ya el grupo de gente era menos denso, divisó a Mendés en la zona que les había dicho Nano. Jorge lo divisó a él también y a Carla que estaba con él. Les hizo un gesto para que no se acercaran. No quería que se metieran en problemas. Eso debía ser una cosa entre el profesor y él.

Cuando Mendés vio a Jorge, sonrió con gesto chulesco. Jorge se sonrió en su interior al comprobar que la descripción de Nano respecto al guardaespaldas de Mendés era del todo acertada. Mendés debía pensar que cuando más grande fuera, más seguro estaría. Nacho era más bajo que Jorge. De hecho, era más bajo que Carmen. Y no había guardaespaldas más eficiente que él. Roger mismamente. No era un hombre alto, ni de una constitución especialmente ancha ni aguerrida. Pero solo con mirarle, muchos se habían dado media vuelta.

-No me has hecho caso, Graciano – le dijo Jorge cuando ya estaba a su altura. Mendés sonrió satisfecho cuando el guardaespaldas se puso en medio y alargó el brazo para agarrarlo. Jorge lo esquivó e hizo un gesto rápido con su mano izquierda, que fue a estamparse en el pecho del hombre. Su visaje de seguridad, se tornó en uno de sorpresa. Y el color lozano de su piel, se tornó blanco. El golpe le había impedido respirar unos segundos. De la nada, apareció Nacho que agarró al tipo del hombro y, como si fueran viejos colegas, se lo llevó lejos del escritor y del profesor.

-Mejor tú y yo solos ¿Verdad? – Mendés le miraba con todo el odio del que era capaz aunque su chulería había bajado varios enteros. – No me has hecho caso, Graciano. Y no dejas de hablar mal de mí por ahí. De amenazarme. Hablas mal de tus antiguos pupilos. Y tienes la desfachatez de venir hoy aquí para molestar.

-Es un sitio público. No tienes la exclusiva. Podría denunciar a tu “amigo” por actuar en la calle sin permiso. Y no te amenazo, que conste; solo digo lo que va a ocurrir: Vas a morir. Eres hombre muerto. No sabes con quien te enfrentas. Y eres un mierda que se ha dejado comer la oreja y se cree importante.

El mismo golpe que había dado al guardaespaldas, Jorge lo repitió con Mendés. Fue un segundo antes de que Mendés soltara el puño en dirección a la cara de Jorge. En el rostro del profesor de violín se congelaron la sonrisa y la seguridad en si mismo que hasta unos pocos segundos antes, marcaba su expresión corporal. Jorge repitió el gesto de Nacho y lo rodeó con su brazo por el hombro, como si fueran colegas.

-Como me entere de que mueves un dedo en contra de cualquiera de tus antiguos pupilos, el que va a vivir un infierno vas a ser tú, Graciano. Te lo prometo.

Las personas que rodeaban a la pareja no se habían enterado de nada. Todos seguían con atención el concierto. A Jorge le parecía que estaba siendo una gran interpretación, al menos por los gestos que veía en el público congregado. Estaba seguro que esa gente que había cambiado sus planes y se había quedado a escuchar un concierto de música clásica en la calle, y los que habían ido ex-profeso animados por los anuncios en sus redes que habían hecho Sergio Romeva, Dídac y Carmelo, estaban disfrutando con su decisión.

Mendés recuperó la movilidad y no perdió el tiempo: metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una navaja automática. Le dio al botón y el filo salió con presteza. Aunque el movimiento que hizo para clavársela a Jorge se quedó a medio camino. Éste le volvió a dar un golpe en el hombro, que lo desequilibró unos segundos y entonces, el escritor aprovechó y agarró con su mano el codo del brazo que portaba el arma. Metió el dedo gordo en la hendidura interior del codo y hizo palanca con los otros dedos apoyados en la parte exterior. Fue palpable el daño que le había hecho, aunque el grito que fue a soltar Mendés quedó ahogado por la otra mano del escritor que le tapó la boca. Empezó a sudar profusamente y su rostro perdió el color, como antes le había pasado a su guardaespaldas.

-Pero no vomites aquí, por favor. Aguanta. Sé un hombre.

Jorge sonreía mirando a sus vecinos. Alguno se había percatado de que algo pasaba.

-Le ha sentado mal el helado. Le ha levantado el médico la prohibición de comerlos y ha ido con ansia. Se le ha subido a la cabeza.

Pegó sus labios al oído de Mendés y le susurró:

-Te repito lo que te he dicho antes, Graciano, amigo mío. Vuelve a mover un dedo, o una pestaña en contra de alguno de tus antiguos pupilos, y tu vida se convertirá en un infierno.

Todo eso se lo dijo con la mejor de sus sonrisas en la cara modulando su voz con dulzura, mientras se alejaban del concierto. Una salva de aplausos inundó la tarde. Dídac, que llevaba un rato pendiente de lo que hacía Jorge, bajó del escenario en cuanto acabó, pretextando una necesidad imperiosa de ir al servicio. Dejó a sus compañeros recibiendo los aplausos del público. Cuando Jorge quiso darse cuenta, estaba a su lado. Había recogido la navaja del suelo y se la mostraba a Mendés.

-Me la voy a guardar. Luego se la daré a la policía. Puede que el filo coincida con algún crimen sin resolver. No parece que tengas miedo ni respeto por el escritor. Mira a ver si te atreves a decir nada de mí. No me temblará el pulso para hundirte Mendés. Y no llames a mis padres. Te han retirado el apoyo en todos los campos en dónde te lo daban.

-Eso es lo que tú te crees. Te arrepentirás de esto. Has elegido mal a tus amigos. Y mucho peor a tus enemigos.

De repente, Dídac se relajó. Puso una gran sonrisa en su cara. Le recordó a Jorge los cómics de Batman, la sonrisa de Joker. Puso mirada de loco. Dídac era conocido por esa cara que presagiaba algún estallido de furia. Pero en esta ocasión, no fue así.

-Como tú digas. Él tiempo dará o quitará razones. Jorge, te necesito en el escenario. No te manches las manos con esta basura.

-No dejes de mirar a tu espalda. – el gesto de Mendés mostraba un odio desmedido hacia Dídac. A Jorge le pareció que había algo en la relación de esos dos, que se le escapaba. No podía cambiar Mendés tan rápido la indiferencia que parecía sentir hacia Dídac hasta hacía unos segundos, por un odio tan visceral como el que mostraba sus gestos ahora.

-Que más quisieras tú. Ya te ocuparás tú de que no me pase nada. Porque si me pasa algo a mí, o a alguno de mis amigos, el que no va a saber de donde le llueven los golpes, vas a ser tú. Ni un ejército de guardaespaldas o matones, conseguirán evitarlo.

Dídac hizo un gesto imperioso a Jorge para que lo acompañara hacia el escenario. Éste le hizo caso. Mendés miraba como se alejaban con un gesto de asco, aunque estaba mezclado con un cierto sentimiento de alivio. A medio camino, Jorge detuvo a Dídac un momento. Le acarició la cara y le sonrió.

-Quita la mirada de loco y esa sonrisa sardónica de tus labios. Y dame un beso, jodido. Veo a Néstor y a Carmelo que han llegado. Así les damos celos.

La primera reacción de Dídac fue la de soltar un exabrupto. No le gustaba que le dijeran que cambiara su actitud. Luego pareció que se sorprendía. Dos segundos después, había cambiado la sonrisa de Joker por una llena de cariño y cercanía. La mirada de loco había desaparecido y sus ojos brillaban de cariño y felicidad.

-Tenemos que vernos más Jorge. Consigues de mí lo que no hace ni Néstor o los chicos.

Jorge volvió a acariciarle la cara. Y le dio un pico en los labios.

-Vamos, que si te apresuras, todavía recibes algún aplauso.

-¿Has visto? He renunciado a lo que más me gusta en el mundo, por ir en tu ayuda.

-Gracias.

Jorge tiró de él y lo llevó hacia el escenario. Dídac subió de dos saltos y abrió los brazos para abrazar a sus compañeros.

-¿Y ahora que tocamos?

Sergio miró a Jorge.

-Vamos a divertirnos. ¿No os parece? – respondió éste.

-Me gustaría escucharte tocar a Tartini, la Sonata del Diablo – le pidió Jura a Sergio.

-¡Ah no! Lo hacemos entre todos. – Sergio miró a Dídac que levantó las cejas y sonrió.

-Esto puede salir mal – advirtió Dídac. – Eso sin ensayar …

-O bien – Sergio sonrió como un niño travieso.

-Y luego Saint Saëns y Boccherini.

-¿Dejamos entonces Sibelius para otro día?

-Vamos viendo. – acabó Jorge la discusión – Me bajo a escucharos.

Dídac miró uno por uno a sus compañeros. Se prepararon y … empezaron a tocar.

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Sonata del Diablo – Tartini.

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Jorge Rios”.

Necesito leer tus libros: Capítulo 66.

Capítulo 66.-

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Javier estuvo un rato sentado en el coche. Había llegado un poco pronto a su cita. No le vino mal porque así tuvo un tiempo para concienciarse y para coger fuerzas.

Era uno de los encargos de Jorge. Todavía estaba pensando como en una reunión que pensaba que él había sido el que marcó la estrategia a seguir, en el último momento, Jorge le dio la vuelta. Y como él había aceptado la situación sin ofrecer resistencia.

Cuando le dijo que Aitor había identificado al predecesor de Galder en los juegos de la embajada, y que sería conveniente que fuera a entrevistarse con él, no supo decirle que no. En ese joven, al parecer, se juntaban dos datos curiosos: primero, que se trataba por así decirlo de la misma performance que la de Galder. Pero después, un dato interesante y preocupante es que se trataba de un joven que tenía un cierto parecido físico a Rubén. Aitor le había mandado fotos y la verdad es que era asombroso. Hasta pensó que podría tratarse del supuesto hermano o hermana melliza o gemela o… todo lo contrario.

Pero ¿Era normal que en ese caso, hubiera tantos protagonistas que se parecían? Martín y Carmelo. Nuño y el mismo. Ahora Rubén y ese chico que parecía llamarse Nabar. Con Nuño, se hizo un análisis de ADN hacía tiempo, por asegurarse de que no eran familia. En algún momento llegó a temerse que al ser sus padres muy amigos, hubieran sido… amantes. Pero el ADN dictó que no eran hermanos ni nada que se le pareciera. Con Carmelo y Martín, tenía la idea de proponérselo cualquier día. Los padres de Carmelo le producían cero confianza. Y a partir de ese punto, la imaginación era libre de ir a lugares… oscuros e insondables.

Y ahora de nuevo, un nuevo caso de parecido extraordinario. Y lo único que estaba claro es que el origen de Rubén, era absolutamente desconocido. Todavía no habían podido avanzar gran cosa en el tema “Lazona”. Sus padres legales actuales era claro que eran padres de pega. Una tapadera para que el abuelo pudiera tener cerca a ese joven. A parte de las fotos que había en casa de RoPérez y su mujer, y algunas instantáneas y vídeos cortos encontrados en la dark web, o en redes sociales de conocidos que se habían olvidado de borrarlos en su día. Quizás porque alguno de los propietarios de esas redes había fallecido. En esas fotos o vídeos, apenas se les veía de fondo o como comparsas. No protagonizaban ninguna escena. No había ninguna foto de los dos hermanos posando, o de ellos con Lazona o los RoPérez. Ni siquiera con su abuelo, Bonifacio Campero.

¿Y que era lo que buscaba ese Bonifacio ocupándose de ese chico? Era una de las incógnitas que más le preocupaba. Y la relación de Bonifacio con esa red mafiosa, “Anfiles”, no estaba en absoluto acreditada, en todo caso, por la adopción fraudulenta de Rubén. ¿Una recompra? ¿Lazona había comprado a los hermanos? No había ningún documento que acreditara ni siquiera la adopción de esos chicos. ¿Dónde se había sacado la carrera de diseño Rubén? ¿Con qué nombre? ¿Verdaderamente lo había estudiado? No habían sido capaces ni de encontrar su expediente académico. Para el Ministerio de Educación, Rubén Lazona no existía.

Carmen había vuelto a entrevistarse con Carlota Campero. El resultado había sido el mismo que en su primera entrevista. Las mismas respuestas evasivas: “no sé nada, mi padre no me contaba nada, Dimas no contaba nada de su trabajo… la gente de esas fotos no eran de su círculo de amigos”.

-Dígame por favor cual es su círculo de amigos – preguntó Carmen resignada.

-Mis amigos son gente importante. No estoy autorizada a hablar de ellos. Y si sabe lo que le conviene, mejor será que los deje en paz.

-¿Me van a degradar? ¿Me van a expulsar de la policía? – Carmen sacó su mejor tono de sarcasmo al formular esas preguntas.

-Usted sabrá.

-¿Me está amenazando?

-Solo la estoy avisando.

-¿Quién ha heredado los bienes de su padre?

-No lo sé. Mi padre me hizo una donación hace años. Según él, no debía esperar nada más. Me da igual, porque tengo los bienes de mi madre.

-Usted tiene un hermano ¿No?

-Se fue a hacer las Américas.

-¿Y le ha ido bien?

-No tengo contacto con él. Se distanció del resto de la familia.

-O sea de usted y de su padre. ¿O hay más familia?

-Eso a usted no le importa.

-¿Tiene que ocultar algo su familia?

-Mi familia es muy respetable. No tiene por qué molestarlos.

-Dada su colaboración, lo haremos. Si usted no nos da respuestas, las buscaremos en otros lados. Y a cuanta más gente preguntemos, más personas sabrán de sus problemas.

-No tenemos ningún problema. Y si va haciendo correr esa idea, será mejor que se atenga a las consecuencias.

Carmen una vez más se tuvo que contener para no llevársela en ese momento detenida. Pero se atuvo al plan que Javier había impuesto. Dejarles libres por ver si hacían algún movimiento que pudiera llevarles a algún sitio. Pero lo único que de momento habían sacado, es conocer un montón de llamadas tanto de ella como de su marido intentando buscar apoyos para salir del embrollo. Para que el juez o ellos olvidaran sus descubrimientos. O para que Javier dejara de ser el jefe de la Unidad de Investigación.

A Javier le hizo gracia que le hubieran investigado. La muerte de su marido y el periodo que había pasado deprimido, era el argumento. Indudablemente, el no haber sido detenidos, les había espoleado. Habían consultado con varios abogados, incluidos algunos del despacho de Otilio Valbuena. Ante las evidencias, todos habían llegado a la conclusión que tanto el juez como Javier y Carmen, se habían acojonado. Les tenían miedo. Javier se había reunido con el juez Bueno y éste le había impuesto proseguir con las diligencias. Citarlos oficialmente en el juzgado para declarar de los delitos de los que se les acusaba.

-Una cosa es que no los metamos en la cárcel, que yo estoy más bien de acuerdo con Carmen y lo hubiera hecho, y otra es dejarlos a su aire. Hay unos delitos y deben empezar a dar explicaciones.

-Tengo la esperanza de que hagan algún movimiento que nos lleve a más respuestas.

-Vale. Pero presionemos. Ahora les estamos dando el mensaje de que puede que se vayan a salir con la suya. Y que estamos acojonados. No sabes la de mensajes que me han enviado a través de personas importantes y conocidas.

-Y a mí – le dijo Javier. – Hasta a varios Ministros les han ido con el cuento.

-Pero de esos ya te encargaste de ir a verlos antes.

-No soy nuevo, Miguel. Sabes que en todos los sumarios que tengamos de este caso, las cosas van a ir así. Y estos, soy unos mindundis comparados con los que llegarán después. Ya sabes por lo que pasó mi padre, lo sabes mejor que nadie.

-¿Miraste de buscar esos documentos de tu padre que te dije?

-Ya te comenté que no tengo nada. Si los tenía, no me dijo nada. En casa no estaban. Cuando murió y me trasladé a su casa, no había nada. Lo revolví todo.

-¿Y en aquella casa del pueblo? La de tus abuelos.

-Nada tampoco. La vacié antes de venderla.

-Deberías habértela quedado.

-Había que gastarse mucho dinero en acondicionarla. Y sabes que soy más de ciudad.

-Pues para irte unos días de vez en cuando, creo que te hubiera venido de cine.

-Los pueblos están sobrevalorados – dijo Javier sonriendo.

El juez Bueno le había dado al final una semana. En cuanto pasara, empezaría a mandar requerimientos y citaciones.

-Iremos con calma. Pero para que no se acomoden. Entonces a lo mejor es cuando comenten errores.

Javier aceptó la decisión del juez. Tampoco podía hacer nada al respecto. No quería discutir con el juez Bueno. Prefería tenerlo de su parte.

Ramón y Pedro iban a empezar a entrevistarse con las personas que parecían tener relación con la familia RoPérez y Campero. Las indagaciones en el vecindario de Lazona y en sus empresas, las había asumido el Comandante Garrido. Era la primera vez que asumía una parte de la investigación de la Unidad de la Policía en el proceso que habían iniciado de colaborar estrechamente. De momento era un acuerdo que no se había hecho público. Muy pocos sabían, incluso en ambas Unidades, de que eso era así. Los muy cercanos a los jefes de cada Unidad y algunos de sus miembros a los que les habían asignado esas investigaciones. En el caso de Lazona, el teniente Romanes se había hecho cargo, bajo la supervisión del jefe de la Comandancia Madrid-Norte, el comandante Garrido.

El acuerdo tenía todo el sentido, ya que cuando más avanzaban, era claro que Concejo del Prado tenía mucho que ver en esa asociación de malhechores. Concejo y los pueblos vecinos. Eso supondría en un futuro que pudiera haber dudas respecto a las competencias. De esa forma, llevando el caso entre ambas Unidades, todo eso quedaba solventado de un plumazo.

Una vez más, Jorge les había enseñado el camino. Se habían centrado mucho en buscar las informaciones en registros on line. Y en este caso, era evidente que esos registros estaban manipulados o se habían ocultado. Al informarles que Lazona había ejercido su derecho al olvido en lo referente al mundo cibernético, les había abierto los ojos.

Miró la hora. Era el momento de enfrentarse a ese joven. En realidad no le agradaba ese encuentro. Otra vez su vida personal se entremezclaba en la profesional. No le apetecía preguntarle a ese joven por esa situación al límite a la que se había visto expuesto Galder también. Desde que tuvo conocimiento de ese suceso, no pudo evitar alguna noche imaginarse a su antigua pareja atado y siendo humillado por esos hombres. Lo que le atormentaba de verdad, era intentar comprender como Galder se prestaba a esas experiencias. No tenía nada en contra de los que gustaban del sado, aunque estas sesiones le parecían distintas. Y tampoco recordaba que Galder hubiera mostrado interés por el dolor o el sexo extremo. Todo indicaba, según le había contado Jorge, que Galder conocía a esos tipos y se metió en esa experiencia sin ser obligado, drogado o chantajeado. La única duda era si la sesión fue exactamente lo pactado. Pero en todo caso, esa segunda parte la abortó Jorge con su aparición estelar.

Bajó del coche. Estaba en un pueblo pequeño de la provincia de Burgos: Mejorada de Catón. Allí, una ONG había creado un refugio para chicos agredidos física o sexualmente. Había sido Elio, el novio de Matías, el que había sabido de ella por unos conocidos.

Fue a llamar a la puerta, pero se dio cuenta de que estaba abierta. Pasó dentro y pegó una voz para avisar a los habitantes que tenían visita. Un joven de unos veinticinco años salió a su paso. Era delgado y no muy alto, poco más de 1,70. Cara afilada, con un permanente gesto melancólico. Pelo muy corto, teñido de blanco. Parecía que al andar se deslizaba. Le recordaba a Jorge antes de dejar las drogas y empezar a temer por su vida.

-¿Es usted Javier? Odei nos ha avisado de que iba a venir. Me ha pedido que lo esperara para acompañarlo.

-Javier Marcos.

-Jordi Colomer.

Chocaron los puños a modo de saludo.

-Pase, lo acompaño. Odei está hablando por teléfono con el padre de un compañero.

-No tengo prisa, puedo esperar. No quiero interrumpirlo.

-Me ha pedido que lo acompañe. No se preocupe. Me imagino que al ser policía no tendrá que ser discreto con usted. Al menos le precede la fama de policía de confianza.

-¿A sí? No sabía.

-Algunos compañeros han tenido malas experiencias con sus compañeros.

-Eso me interesa. ¿Eres tú uno de esos?

-Hoy ese tema no toca, como dicen los políticos.

-Pues no me parecería mal que tocara hoy. Es un tema que me tiene a mal traer.

-¿Le apetece que le enseñe las instalaciones? – el tal Jordi era claro que no tenía intención de enredarse en una charla cuyo protagonista fuera él mismo. Solo había dejado claro que alguien les había dicho que Javier era de confianza y por eso estaba allí para que uno de los suyos le contara sus problemas.

La casa la verdad es que le pareció a Javier muy acogedora. Se asemejaba a una casa rural de medio standing, pero con un toque de calidez familiar. Algunas de las paredes estaban llenas de fotos de jóvenes que Javier se imaginaba que habían estado allí viviendo por una temporada, hasta recuperarse de las vicisitudes que hubieran tenido que afrontar. En una de las salas por las que pasó vio un piano y algunos otros instrumentos musicales. Se paró y volvió a ella. Vio un par de violonchelos apoyados en sus soportes, algunos estuches que parecían de violines o violas. Una batería… le pareció ver un fagot y un par de flautas. Dos guitarras eléctricas en una esquina y un bajo. Parecía un aula de música. Eso le hizo preguntarse si en ese Centro había más músicos como Sergio. Podría ser que solo utilizaran la música como terapia.

-Es nuestra sala de música. – comentó Jordi que pareció intuir por dónde iban los pensamientos del comisario – Muchos de nosotros tocamos algún instrumento. Algunos lo dejaron hace tiempo, pero han tenido la oportunidad de recuperar la afición. Nos hace bien. La música siempre hace bien.

-¿Tú también tocas? – le preguntó Javier.

-El piano.

-¿Te importaría tocarme algo? Así le damos tiempo a Odei para que acabe su charla con ese familiar.

-No soy muy bueno.

Javier lo miró fijamente.

-Tengo la impresión de que eso no es así. – respondió Javier al cabo de unos segundos.

El joven se encogió de hombros y se sentó en la banqueta frente al instrumento. Javier se apoyó en en lado del piano que estaba al descubierto. Era un piano de cola con la tapa levantada por un lateral. Era buen instrumento. La ONG no había escatimado en gastos, al menos en ese aspecto. No eran baratos. Ni el piano ni el resto de instrumentos que podía ver a su alrededor. El joven miró a Javier, puso las manos en el teclado y empezó a tocar:

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(Händel: Minueto en sol menor)

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Javier supo en los primeros compases que Jordi, aunque no había elegido una pieza especialmente complicada para lucirse, era un buen pianista. Se le volvió a pasar por la cabeza pensar que estuviera allí por algo parecido a lo que le pasó a Sergio. Enseguida apartó la idea de la cabeza. A ese lugar iban chicos que habían sufrido muchos tipos de problemas. Podía ser un maltrato familiar o en el colegio. O podía haber sido un momento depresivo, como el de Nuño, por ejemplo. No pudo conectar la mirada con el músico, porque en cuanto se había puesto a tocar, había cerrado los ojos. Decidió dejar sus teorías aparcadas y disfrutar de la música.Él mismo cerró los ojos y se concentró en sentir lo que estaba escuchando.

Cuando Jordi acabó la pieza, los aplausos de una persona les hicieron salir de su abstracción. Los dos giraron la mirada hacia la puerta, y allí, Javier vio al que pensó era Odei, el director de ese centro. Javier le echó unos cuarenta años. Alguno más, quizás. Tenía algo de sobrepeso, pero su manera de moverse era ágil. Mirada decidida, pero envolvente. Parecía tener un aspecto un poco descuidado, despeinado, no vestía elegante, barba de un par de días… pero a Javier le pareció que todo ello era estudiado. Quería dar una impresión determinada sobre todo a los chicos a los que ayudaba. Hoy no iba a tener tiempo, pero ese hombre merecería en algún momento una entrevista tranquila. El hombre, mientras caminaba al encuentro del comisario, tendió decidido la mano para estrechársela.

-¿Javier Marcos? No sabe lo que me alegra conocerlo. Me han hablado tan bien de usted que me apetecía poder tener un cambio de impresiones con usted.

-¿Y si nos tuteamos? – propuso Javier respondiendo al saludo de Odei.

-Por mí bien. Veo que has convencido a Jordi de que toque para ti. No creas que todos lo consiguen.

-Me alegro que eso sea así. Ha sido un placer escucharte Jordi – ahora se dirigió a él – Muchas gracias por este regalo. Mi madre tocaba el piano también. Su sonido me lleva de nuevo a mi infancia. Ella murió cuando yo era pequeño. Espero que luego, si hay oportunidad, me toques algo más.

-Esta vez deberá elegir usted…

-Tutéame, por favor.

-Si eliges lo que quieres que toque.

Javier se lo pensó un momento. Recordó una de las piezas que le gustaba tocar a su madre.

-Me haría ilusión que tocaras la Sonata nº 2 de Chopin. ¿Sería posible? La tocaba mi madre.

-Tranquilo, es posible. Jordi tiene un repertorio amplio. – contestó Odei con un cierto tono de orgullo.

-¿Es cierto que en su trabajo ayuda a gente como nosotros?

La pregunta sorprendió a ambos hombres. Odei fue a intervenir, pero un gesto de Javier le hizo reconsiderar su intención. Fue el comisario el que habló.

-Soy policía y mi trabajo es ayudar a las personas a las que otras gentes les han hecho daño. Intentar que eso no vuelva a ocurrir y a la vez intentar castigar a esos abusones. Y no hay nada que nadie pueda hacer porque eso no sea así. Quizás por eso te han comentado que soy un policía en el que se puede confiar, no como otros. Eso quiero que lo tengas claro, y si alguien te pregunta lo traslades: tanto yo como mi equipo, Carmen, Olga, Matías, Aritz, Teresa, Patricia… el comandante Garrido y su equipo de la Guardia Civil, todos estamos conjurados para proteger a las personas que lo necesitan. A veces no conseguiremos condenas a los malos, son casos difíciles, pero nunca descansamos en lo que respecta a proteger a las víctimas.

Jordi pareció conforme con la respuesta del policía. Sonrió ligeramente.

-¿Puedo ayudarte en algo? – preguntó Javier de improviso.

-No quiero entretenerte. Has venido para ocuparte de otro compañero.

-Puedo también sentarme a escucharte. No tengo prisa. Me gusta escuchar y más si es a personas talentosas como tú que han pasado a lo mejor, por una mala época.

-En otro momento.

-O puedo mandar a algún amigo para hablar contigo. ¿Te apetece? Vamos a hacer una cosa. Apúntate mi teléfono y me llamas con lo que decidas. Si quieres quedar conmigo, estaré encantado de volver. Mi amiga Carmen puede acercarse también. O Aritz, o Fernando… o si lo prefieres puedes hablar con un amigo mío, que intuyo del que te han hablado bien también, Jorge Rios, se lo puedo pedir y él se acercará encantado.

Estuvo observando al joven mientras hablaba. Permaneció inmutable mientras hablaba. Al nombrar a Jorge, no pudo evitar un ligero tic en el ojo izquierdo. Parecía que Jordi no iba a confiar en nadie que no fueran ellos dos. Germán o Tirso debían estar por medio. Era su marca.

Le empezó a cantar el número de su móvil. Para sorpresa de Javier, Jordi no hizo amago de apuntarlo. Odei sonrió ante el ligero gesto de sorpresa del policía.

-Tranquilo, ya lo ha apuntado en su cabeza. Nunca lo olvidará.

-Así nadie sabrá que lo tienes ¿Verdad? Lo que no quieres que nadie vea, no lo escribas.

Jordi hizo una mueca difícil de interpretar. Pero Javier tuvo la certeza de que ese joven había ejercitado su memoria para no confiar los datos que le interesaban en ningún dispositivo o papel. Cada vez le intrigaba más ese músico.

-Nabar nos está esperando en el jardín. – le indicó Odei con delicadeza. El mensaje iba destinado tanto para el policía como para el músico.

Javier hizo un gesto de asentimiento y se despidió de Jordi con una mueca y una sonrisa. Odei le precedía en el camino hacia la parte de atrás.

-Es el jardín. Es amplio como puedes comprobar. Si el tiempo acompaña, prefiero que estén al aire libre. Respiran aire puro, les da el sol, cosa que está comprobado que da mucha vida… Aquí nadie les molesta. Pueden hacer deporte, pueden tener sus juegos, o tocar algún instrumento. O pintar, o leer. Mira, ese es Nabar.

Odei señaló a un joven que leía sentado en un banco en la parte más alejada del jardín. Indudablemente era él. Aunque en las fotos que había visto, el parecido era mayor, su semejanza a Rubén seguía siendo extraordinaria. Había más chicos allí. Dos estaban haciendo ejercicios de recuperación física en unos aparatos que había en una esquina. Se habían parado un segundo y miraban al policía. En el otro lado, había otro chico que pintaba. Y vio a otro que sencillamente tomaba el sol con el torso desnudo tumbado en el suelo. Fue el único que no se movió para observar al comisario.

-¿Quién le trajo? Me imagino, por lo que sé, que en el estado que estaba no podría haber venido el solo por sus medios.

-No. Antes tuvo que estar un tiempo en el hospital. Luego, la convalecencia la siguió aquí. Tenemos fisioterapeutas que vienen todos los días, y el médico del pueblo está pendiente de nuestros chicos.

-No me has respondido.

-Me vas a perdonar, pero ese dato no es conveniente que… no puedo decírtelo. No te lo tomes a mal. Algunas de esas personas que nos traen a estos chicos, se juegan la vida al hacerlo. Son buena gente. No es que desconfíe, pero… como has dicho antes, lo que no quieres que se sepa…

-Lo entiendo. ¿Algo que deba saber de Nabar?

-Es mejor que lo que sea, lo descubras tú mismo. En otro momento si lo consideras oportuno cambiamos impresiones, pero fuera del refugio.

Anduvieron los pocos pasos que les separaba del banco donde leía Nabar. El chico notó que se acercaban y levantó la cabeza. A Javier le pareció que sonreía ligeramente. Eso quería decir que su visita era bien recibida. No dudaba que a ese joven, como a Jordi, le habían dicho que podía confiar en él.

-Nabar, quiero presentarte a Javier. Es policía. Es el hombre del que te he hablado.

Odei miraba con dulzura al joven que seguía sentado. Había puesto el marcapáginas en el sitio que correspondía y había dejado el libro sobre el banco.

-Perdona que no me levante. Mis piernas no están muy fuertes todavía.

Javier, mientras chocaba su puño con el del joven, echó un vistazo a su alrededor y pudo ver unas muletas apoyadas en el respaldo del banco. Odei se alejó unos metros para acercar una silla para Javier.

-¿Estarás bien? – le preguntó Odei con dulzura. – ¿Quieres que te traiga algo?

-No gracias. Estoy bien. Tengo mi mochila con mis gominolas y mi botella de agua.

-Vaya, te gusta el dulce. Eres de los míos.

-Es para la ansiedad. A veces me pongo nervioso y con las gominolas… me relajo. Las mastico despacio, las saboreo, y casi siempre, consigo que se me pase la angustia.

A Javier se le escapó una ligera mueca de pena. Había sacado la impresión al verlo que ya había superado todas las secuelas de esa experiencia. Saber que eso no era así, le entristeció. Por lo que sabía, de ese suceso en la embajada habían pasado más de cuatro meses. Se sentó en la silla, sin acercarse demasiado. Sabía por experiencia que a veces, la cercanía de una persona extraña no era bien recibida. Podría agobiarse. Quería que el chico se sintiera cómodo.

-Os dejo solos. – anunció Odei – Si necesitas algo, me llamas al móvil.

-Gracias Od. Creo que Javier me podrá ayudar si necesito algo.

-Claro. Lo que quieras. – respondió éste sonriendo.

Javier fue a hablar, pero Nabar le hizo un gesto para que esperara unos momentos.

-Odei es muy majo y buena persona. Pero a veces le afectan nuestras historias. No quiero preocuparlo. Somos diez los chicos a los que nos tiene que apoyar.

-Pero tendrá ayuda. – Javier estaba sorprendido por esa reflexión del joven. Era cuando menos curioso que el paciente se preocupara por el estado mental y anímico de su cuidador.

-Sí. Pero él es… como el más cercano. El confidente de todos. El resto hacen su trabajo pero… es distinto. No los critico. Aquí cada uno tenemos una tragedia en la mochila. Si eres medianamente empático, debe ser angustioso. Odei lo es. Le he visto más de una vez llorar en su despacho.

-¿Qué estás leyendo?

-Cuando me han dicho que ibas a venir, me he puesto a releer “Esa maldita noche”, de Jorge Rios. Me habían dicho que a lo mejor venías con el escritor.

De nuevo Javier volvió a sorprenderse. No sabía que pensar. Sacó el móvil y llamó por videoconferencia a Jorge. Rezó porque el escritor pudiera contestar.

-Javier, un segundo – era Fernando el que había respondido – está firmando un libro. Ya ha acabado. Te lo paso.

-Dime Javier. ¿Ha pasado algo? – Jorge había cogido su móvil. Parecía preocupado.

-Estoy con una persona que a lo mejor le alegra saludarte.

Javier miró a Nabar que de repente se había puesto nervioso. Javier le iba a tender su móvil para que hablara con Jorge, pero al final decidió sentarse a su lado, girar el teléfono para que salieran los dos en la imagen y ponerlo en horizontal.

-Vaya. Es mi día de suerte – dijo Jorge al ver al joven – Pensaba que me llamaba un chico guapo, pero veo que son dos los que me llaman. Tú debes ser Nabar.

-¿Sabes quién soy? – dijo el aludido balbuceando.

-Nabar pensaba que ibas a venir conmigo. – le aclaró Javier.

-De haberlo sabido me habría acercado. Oye, Nabar, pero si te apetece, un día de estos me voy para allí y a lo mejor podíamos comer los dos. ¿Te parece?

-Eso sería genial – dijo en un suspiro – Pero te advierto que todavía estoy un poco flojo. Llevo muletas.

-No te preocupes. Puedes apoyarte en mi brazo. Ese día te sirvo yo de muleta. Javier también es fuerte. Más que yo. Dile que se pague algo en el bar del pueblo. Es un tacaño. Si consigues que te invite, el día que vaya te llevo un regalo.

-Pues eso ya sabes… nadie ha conseguido que pague una ronda – bromeó Javier. – Te puedes ahorrar el regalo.

-No le hagas caso. Tú inténtalo. ¿Estás bien Nabar?

-Sí. Bueno, poco a poco. Hoy tengo un día bueno. Además ha venido un chico guapo y por ahí veo que viene otro chico guapo. Y por la pinta es policía también.

Javier sonrió.

-Es Aritz – le aclaró a Jorge – Debe estar preocupado y ha dejado la vigilancia para hacerme compañía.

-Pues mira, ya tienes dos muletas hoy – dijo Jorge sonriendo. – No vale que pague Aritz. Tiene que pagar Javier.

-Vale. Yo lo intento.

-Un beso Nabar. Os tengo que dejar. Pero piensa lo que te he dicho. Me acerco un día para estar contigo.

-Sí, vale. Me gusta eso. No sé que decir.

-Tranquilo. Un beso Nabar. Y nos vemos pronto. Cuida bien a Javier. Es un buen tipo. Puedes confiar en él al cien.

-Ya, eso ya me lo han dicho.

-Un beso

Jorge había cortado la comunicación. Javier se guardó el teléfono. Cuando lo hizo, Nabar se abrazó a él. Lloraba de emoción. Hasta temblaba ligeramente. Aritz tuvo que girarse para no ser testigo de ese momento de emoción del chico, y para poder el mismo secarse los ojos. No se acostumbraba a esas escenas con esas víctimas que cuando se abrían a alguien, se vaciaban por completo.

-Mira, Nabar, te presento a Aritz. Es un compañero y una persona muy querida. Si te parece, va a ser la otra muleta para que vayamos a comer luego. Es de confianza, así que si te parece bien se queda con nosotros.

-Eres guapo también.

-Gracias – dijo Aritz que había logrado dominar su emoción y le tendió el puño al joven a modo de saludo.

-¿Y qué queréis saber?

-Todo lo que seas capaz de contarnos. – Javier no había vuelto a la silla. Nabar no rechazaba el contacto físico, al menos el de él. Al revés, lo buscaba. La persona que le había hablado de ellos, era claro que tenía ascendiente sobre el joven. Tras pensarlo solo un par de segundos, lanzó una moneda al aire, por ver si salía cara.

-¿Quién te sacó de allí? ¿Germán?

Nabar asintió despacio con la cabeza, sin apartar la mirada del policía.

-Confías en él.

-Me salvó. Me cuida. Es lo único que tengo.

-¿Conoces a Rubén Lazona?

Nabar se quedó callado mirando a Javier. De reojo miraba a Aritz. Éste se percató de la mirada y se levantó para irse. Nadie le había dicho que podía confiar en él. Germán no se lo había dicho. Pero al final le hizo un gesto para que no se fuera.

-Es mi primo – dijo en apenas un susurro. – Pero no se llama así. Se llama Brenan Casariego.

Javier levantó las cejas sorprendido. Cruzó una mirada con Aritz que estaba igual de sorprendido.

-Y a Eva Lazona ¿La conoces?

Nabar se echó a llorar.

Javier le dejó relajarse unos segundos.

-¿Nos puedes decir su nombre de verdad?

-Dilan Casariego. Es su hermano gemelo.

-¿Gemelos? – repreguntó Javier.

El joven asintió con la cabeza.

-¿Por qué no nos cuentas la historia desde el principio?

Javier más que hacer la pregunta, se la susurró. Había puesto su mano sobre el brazo de Nabar ya en la primera pregunta. Ahora le soltó y se acomodó para escuchar. Pero Nabar le tendió la mano. Javier entendió y se la cogió.

-No hay prisa. Tenemos todo el día. Y toda la semana si hace falta. A tu ritmo. Estamos aquí para escucharte y cuidarte, si es que es lo que quieres.

No contestó con palabras, pero apretó la mano de Javier. Eso le hizo pensar que iba a contarles.

-Nuestras madres eran gemelas – empezó a decir. – En nuestra familia parece ser que es normal los gemelos, incluso trillizos. Yo no tuve un hermano gemelo. Al menos que sepa. Aunque si nos juntábamos los tres, podíamos decir casi que eramos trillizos. Al menos cuando fuimos adolescentes. Ellos son mayores que yo. Y… a veces…

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-Paga Aritz – dijo Javier guiñándole el ojo.

-¡No por favor! – suplicó Nabar con un gesto rogatorio. – Si no pagas tú, Jorge no va a venir a verme y traerme un regalo.

-Si Javier no paga nunca – mintió Aritz que había sacado la cartera. – Es famoso por su tacañería. Es buena persona, es guapo, es listo, buen policía… pero tacaño. Es agarrado hasta decir basta.

-Yo os he contado todo…

-Ya, pero… lo siento. No puedo traicionar mi esencia. – bromeó Javier.

Ahora estaban en el bar del pueblo. Ya eran más de las seis de la tarde. Sobre las dos y media Odei había aparecido y les había recomendado que se fueran al bar a comer.

-Ya les he avisado. Aquí tenemos un comedor común. Estarían todos pendientes de vosotros. Ya lo están desde sus habitaciones o el aula de música. En la taberna del pueblo, siendo entre semana, y a estas horas, no hay mucha clientela. Y se come bien.

Aritz cogió la mochila de Nabar y se la colgó al hombro. Bromeó con él por lo que pesaba.

-Llevo un par de libros. Y algunas cosas por si necesito. Es lo que tiene ser un inválido. Tengo que ser previsor cuando salgo de la habitación para no molestar a nadie.

-Tienes movilidad reducida – dijo Javier sonriendo.

-Traducido, inválido. Yo me siento así. Y tengo suerte, que antes no me podía levantar de la cama.

Javier y Aritz le dieron el brazo y le sirvieron de muleta hasta el bar. Aunque le costaba, pero parecía que no andaba tan mal. Le faltaba seguridad. Y posiblemente, los problemas vendrían al pisar un pequeño desnivel o al subir escaleras y bordillos.

En el bar, pidieron al posadero que les pusiera para comer lo que quisiera.

-Solo decirte que tenemos hambre – dijo Nabar.

-Como paga Aritz… – bromeó Javier.

-Oye, no. Tienes que pagar tú. – se quejó el joven.

Mientras comieron, Nabar siguió contando su historia. Ni Javier ni Aritz habían hecho a lo largo de su charla demasiadas preguntas. Parecía que el joven tenía preparado su relato. Seguramente lo tenía preparado desde hacía tiempo, a la espera de encontrarse con alguien a quién contarlo. En muchos momentos habían tenido que hacer esfuerzos para no llevarse las manos a la cabeza. Javier apenas le había soltado la mano. El joven Nabar parecía necesitar ese apoyo.

Nada más que se habían sentado a comer, Carmen llamó a Javier. Éste se disculpó y salió a la calle a hablar con ella.

-¿La cosa va bien?

-Sí. Cuando escuches la conversación vas a alucinar. Apunta los nombres reales de Rubén y su hermano gemelo.

-¿Hermano?

-Ya te explicaré luego.

Apenas había colgado, y Jorge le llamó también.

-¿Bien todo?

-Sí. Se ha abierto por completo. Germán le ha aleccionado sobre en quién confiar.

-Me alegro. Solo quería saber si no habían surgido problemas.

Javier mientras hablaba con Jorge vio a Lerman y a Sara en el coche vigilando. Les miró y les hizo un gesto para que entraran a comer al bar. Tenía que comentar con Carmen lo de su escolta secreta. Por un lado quería convencerla de que no la necesitaba. Pero Jorge le había llamado la noche pasada para decirle que había llegado a sus oídos que había varios compañeros policías que querían matarlo. Volvió a utilizar ese tono rotundo. Y no usó subterfugios: “Quieren matarte, Javier”. E insinuó que Olga, Carmen y Matías estaban también en el punto de mira. Si la advertencia hubiera venido de otros, la hubiera descartado de inmediato. Viniendo de Jorge…

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Era el momento de volver al refugio, como lo llamaban todos. Habían comido bien, el posadero había llevado un surtido de postres, del que habían repetido y luego tomaron unos cafés. Ya era hora de irse de vuelta al refugio.

-A lo mejor te apetece dar un paseo por el pueblo. Aprovecha que nos tienes a tu disposición.

-Me tientas. No tengo siempre dos muletas tan atractivas.

-Pues nosotros encantados. – afirmó Aritz.

Aritz recibió en ese momento un mensaje y de repente pidió otro café.

-¿No os apetece? Es por las pastas. Nabar, te gustan esas pastas. Me ha dado antojo.

-Vale. Un café. Con pastas. Pero después, a lo mejor ese paseo va a ser una necesidad por hacer algo de ejercicio… hemos comido…

-¿Te ha gustado? – le preguntó Aritz.

-La mejor comida en mucho tiempo. Por la comida y por la compañía. Estoy guay después de contaros mis cosas. A parte de Germán no he podido hacerlo con nadie. La peña no le gusta aguantar las miserias de los colegas.

Javier se lo quedó mirando extrañado. Aritz solo se encogió de hombros mientras le guiñaba el ojo

-Voy a pagar – dijo levantándose.

-¡No! – gritó desesperado Nabar. – Aunque sea podemos pagar a medias… le decimos a Jorge que Javier ha pagado algo… – Nabar miraba implorante a Aritz.

-Javier es así. Lo siento. – se disculpó Aritz. – No suelta ni un céntimo.

Se apoyó en la barra y se puso a mirar la puerta. El camarero se acercó y le pidió un chupito de ron.

-Con una piedra.

Fernando y Helga esta vez entraron detrás de Jorge. Estando Aritz y sus dos compañeros dentro, no necesitaban revisar el local. Nabar, aunque se giró para ver quien había entrado, tardó en reconocerlo. Y luego, en comprender que eso estaba ocurriendo de verdad. Cuando eso penetró en su mente, se puso en tensión y sin darse cuenta se levantó. Javier hizo lo propio por si se caía. Pero ver a Jorge y con la mesa de apoyo… no necesitaba nada más. Había sacado fuerzas de donde no sabía ni él que tenía. Sus ojos se inundaron de lágrimas. Fue algo inmediato. Jorge anduvo esos pocos pasos con calma. No quería que se pusiera más nervioso todavía. Cuando estuvo a su lado, le puso las manos en la cintura y le ayudó a girarse suavemente para tenerlo enfrente de él. Lo envolvió completamente con sus brazos y lo pegó a su cuerpo. Nabar le abrazó su cuello y apoyó la cabeza en su hombro. Lloraba de emoción. Su cuerpo convulsionaba.

Así estuvieron unos minutos. Jorge no hizo nada por soltar el abrazo. De vez en cuando besaba la mejilla del joven y le susurraba algo al oído.

Entraron de estampida tres jóvenes que habían visto a Jorge bajarse del coche. Jordi era uno de ellos. Javier se acercó a él. Jordi le presentó a sus compañeros, Ubaldo y Romu. Los tres eran músicos y algunas tardes salían a tocar en la plaza del pueblo. A los vecinos les gustaba y se acercaban a escucharlos. Pero el concierto parecía que debería esperar a mejor ocasión.

-Pensaba que ya te habías ido – le recriminó Jordi.

-No lo haría sin buscarte para despedirme de ti. No me has dado tu teléfono.

El joven pianista sacó su móvil y le hizo una perdida. Javier sonrió, sacó el suyo y guardó el contacto, mientras Jordi borraba la llamada del historial de su móvil.

Jorge saludó también a los compañeros de Nabar. Era claro que todos ellos eran lectores de sus novelas.

-¿Y mi regalo? – preguntó Nabar ilusionado.

-¿Ha pagado Javier? – Jorge sonreía mientras revestía su cara de un gesto de importancia.

Nabar bajó la cabeza desilusionado. Aritz reaccionó acercándose.

-No sé lo que ha pasado, pero cuando he ido a pagar, el camarero me ha dicho que ya lo había hecho Javier. Y te juro que nunca lo hace. Y ni me he dado cuenta. Si lo llego a saber me pido un cubata para hacerle gasto. Por una vez que apoquina…

De nuevo Nabar cambió el gesto por uno de ilusión. Jorge sonrió y miró a Fernando. Sus compañeros habían acercado unas bolsas. En ellas llevaban unas sudaderas que habían recogido en el taller de Bernabé. Jorge sacó una y la extendió.

-Son unas sudaderas de un diseño exclusivo para vosotros. Para ti y tus compañeros. Son de “La Casa Monforte”. Este diseño solo lo vais a tener vosotros. Y si os las ponéis, os las firmo.

No tardaron nada en hacerlo. A cada uno les hizo una dedicatoria especial.

-Me han dicho que hay un pianista muy bueno que nos va a tocar algo de Chopin.

Nabar miró de inmediato a Jordi que se había puesto colorado.

-Habrá que ir al refugio – dijo Javier.

-Hay un piano ahí – comentó Aritz. Javier había estado tan atento a Nabar durante toda la comida que no lo había visto.

-Pues Jordi, creo que es tu turno. – le dijo Javier.

-Que nervios.

Jordi se sentó y tocó unas escalas rápidas. Se puso el taburete a su altura y esperó a que todos se sentaran. Y sin más, empezó a tocar.

(Sonata n.º 2 de Chopin)

Necesito leer tus libros: Capítulo 42.

Capítulo 42.-

Jorge caminaba despacio por la calle Arenal. Ya divisaba la salida del metro de Ópera. Parecía que acababa de llegar un convoy, por la cantidad de personas que salían por el vomitorio. Se detuvo un momento y fijó la mirada en el Teatro Real. Hacía tiempo que había renunciado a su abono de la temporada de Ópera. Quizás algún día debería intentar recuperarlo. Echaba de menos vestirse para la ocasión, observar a la gente, casi siempre la misma, porque la mayor parte de los asistentes eran abonados como él. Solía entretenerse a la entrada y salida o en los entreactos en observarlos a todos. En ver como había pasado el tiempo en las personas, en observar diferencias desde la obra anterior. En ellos mismos, y si habían cambiado de compañías.

“Ese ha tenido un achuchón de salud”. “Esa ha cambiado de pareja”. “Mira, ese cada día viene con un joven distinto”. “La condesa siempre parece rodeada de personas de distintas edades y procedencias”. “Aquel parece que no le van bien las cosas, viste de hace cuatro temporadas”. “Ese otro, lleva traje de alquiler”. “Aquella ha reciclado un vestido de hace veinte años. Pero parece feliz”. “Ese otro en cambio, ha triunfado, pero se siente solo. Observa con ansia y envidia los grupos de amigos que le rodean”.

Suspiró triste. Intentó recordar la razón que le empujó a cancelar su abono, pero no lo pudo recordar. Lo que sí tenía presente, es que a los pocos meses, volvió a apuntarse en la lista a la espera de que hubiera bajas. Pero eso era una misión imposible. Y  Jorge temía que al revés que en la película, esta si fuera verdaderamente imposible. Al fin y al cabo, él no era Tom Cruise.

Miró las dos calles que bordeaban el Teatro y que daban a la Plaza de Oriente. Había mucho tránsito de viandantes. En la calle de la izquierda vio que había un grupo de gente que parecía estar pendiente de algún músico callejero.

Jorge se dirigió hacia allí, caminando tranquilo. Según se iba acercando, fue acrecentando su percepción primera y el sonido que le llegaba como las hojas de los árboles mecidas por la suave brisa del atardecer, hicieron que las últimas dudas que tenía sobre si tenía razón, desaparecieran por completo. Un joven tocaba el violín con mucha pasión. Y a entender de Jorge y por lo que podía apreciar en la distancia, no lo hacía mal.

Le gustó la sensación que le producía ir en busca de la música. Cada paso que daba la escuchaba con más detalle. Hasta que llegó al grupo y pudo percibir todos los matices de la interpretación.

Se camufló entre los espectadores de las últimas filas. Era raro que toda esa gente estuviera tan concentrada en la música. Normalmente eran unos pocos los que pasaban un rato largo y los que prestaban atención de verdad. Los demás se paraban un rato y luego, algunos después de echar una moneda al estuche del violín abierto delante del músico, seguían su camino. La vida rápida que vivimos no nos deja casi tiempo para disfrutar de esos pequeños placeres inesperados.

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El músico había buscado una pieza fácil de reconocer. Estaba tocando el Otoño de Vivaldi. No se echaba de menos al resto de las cuerdas. La técnica estaba, el tempo a entender de Jorge era el adecuado, la sensibilidad estaba toda.

Ya estaba acabando. Posiblemente gran parte de su público se iría después sin esperar a la siguiente pieza. O a lo mejor el que se iba era el músico. Por las monedas que había en el estuche, ya llevaría un buen rato tocando. O había pillado al grupo de espectadores más generoso de todo Madrid.

Jorge no le quitaba ojo mientras interpretaba. El músico tocaba con los ojos cerrados. Apenas los abría un poco y por breves instantes. Parecía concentrado en lo que la música le decía mientras la interpretaba. Cualquier cosa que ocurriera a su alrededor, Jorge estaba seguro que pasaría desapercibida al músico. No podía dejar de preguntarse que llevaba a un violinista a su entender muy bueno, a tocar en la calle y no hacerlo en la sala que estaba a sus espaldas, frente a un gran auditorio que habría pagado unos buenos dineros por aplaudirle al final de su actuación. En la música, como en todas las artes, había muy buenos músicos. Todos con una técnica envidiable. Una ejecución perfecta. La diferencia estaba en ese plus, en el alma que sabían insuflar a su música algunos interpretes y otros no. A esos se les permitía además pequeños fallos, que no tuvieran además la mejor técnica. Porque si un músico tenía la facilidad de llegar al público… lo demás era superfluo.

El músico acababa de terminar el Otoño de Vivaldi. La verdad es que su público estaba entregado. Aplaudían con fervor. Jorge pensó que a lo mejor había algo de regularidad en sus apariciones, porque algunos espectadores parecían conocerlo. Muchos se acercaron al estuche a echar unas monedas. Alguno se acercó a saludar al joven. Éste les atendía con amabilidad. Pero parecía… triste. ¿Cómo era posible? No, no era tristeza lo que había percibido Jorge, que también había algo de eso. Pero la sensación predominante era la resignación.

Todo indicaba que el joven se disponía de nuevo a tocar. Por algún comentario que había escuchado, había confirmado su primera percepción de que ya llevaba un rato actuando. Pero no parecía cansado. Como también había vaticinado, gran parte del público se fue después de la pieza. Al joven parecía darle igual, apenas miraba a la concurrencia. Tuvo la certeza que lo único que perseguía ese músico era poder tocar en público.

Jorge ahora estaba a la vista de él. Todas las personas que había delante se habían ausentado. Quiso buscar un sitio menos visible, pero justo cuando el músico volvió a poner el violín sobre su hombro, sus miradas se cruzaron.

Jorge quiso apartarse, pero no le dio tiempo. Supo al instante que ese joven lo había reconocido. No… no era solo que lo reconocía por ser un personaje público. Era algo más profundo. Supo que le leía. Y supo que su lectura había sido profunda. Y supo que acababa de hacer que ese joven cumpliera uno de sus sueños.

-Escritor. – saludó el músico.

-Violinista – saludó el escritor.

-Señoras, Señores, es un honor tener entre nosotros, al para mí mejor escritor del mundo: – el joven señaló a Jorge – Jorge Rios.

Eso no se lo esperaba. Jorge miró a su alrededor, mientras la gente lo aplaudía. Sonrió e hizo una inclinación de cabeza.

-¿Con qué prefieres que me despida? – le preguntó cuando cesaron los aplausos.

-Lo que fueras a tocar. Soy fácil de complacer.

El músico volvió a poner el violín sobre su hombro y empezó a tocar. Era la “Danza Macabra” de Saint-Saëns.

.

.

Esta vez había una cosa distinta: tocaba con los ojos abiertos y con la mirada fija en Jorge. Éste solo la apartó un segundo para mandar un mensaje a Carmelo y decirle que se iba a retrasar. Mandó el mensaje y volvió a conectar su mirada con la del joven.

Para Jorge fue una experiencia inenarrable. El músico era capaz de hacerle ver a todos esos seres del bosque que describe la obra del autor francés como si estuviera ahí mismo, bailando al son de la música. Esos seres tenebrosos que acechan los sueños y las vidas de algunos. Jorge sintió que otra vez la gente, y posiblemente en mayor número que antes, rodeaban al músico. Ahora él estaba en primera fila. Todos parecían haberse dado cuenta de esa conexión de los dos a través de sus miradas y no querían interrumpirla. El público que se había ausentado al terminar la pieza anterior, había sido sustituido por otro que lo escuchaba con la misma atención. Cuando acabó, el público consiguió un aplauso cerrado y sentido. Era claro que había llegado a los escuchantes. Ahora sí, hubo algunos que se pusieron por medio para saludar al músico. Y para llenar de monedas el estuche del violín. Jorge también se acercó. Esperó paciente a que el resto acabaran los agasajos y se plantó enfrente del violinista. De nuevo conectaron las miradas. El joven dio los dos pasos que le separaba de él y lo abrazó. Así estuvieron un rato. Jorge notó que los ojos del músico se habían llenado de lágrimas. Jorge giró la cabeza y empezó a besarlo repetidamente en la mejilla. Al cabo de unos minutos, se separó unos centímetros y volvió a mirarle los ojos.

-No sé como te llamas.

-Sergio.

-Hola, Sergio, yo me llamo Jorge.

El chico se rió nervioso y sonrió.

-Ya lo sabía – dijo, aunque se arrepintió al instante de decir esa obviedad que sonó en sus oídos como una tontería. Se había puesto nervioso. Muy nervioso.

-La gente está esperando a que toques algo más. Luego si me permites, te invito a tomar algo y a que charlemos. ¿Te parece? O a lo mejor tienes otro plan.

-No, no. Lo demás puede esperar. ¿Qué quieres que toque?

-¿Qué te apetece? Espera… ya que estamos aquí, al lado del Palacio Real, y la noche empieza a echarse… ¿Y si tocas a Boccherini?

-¿La música nocturna?

.

.

Jorge hizo un gesto con las manos. Algunos de los espectadores que esperaban la siguiente pieza, aplaudieron contentos.

Sergio se puso el violín en posición, y empezó con el pizzicato. Otra vez volvieron a conectar sus miradas. Esta vez, Jorge vio claramente los bailes en la corte de Carlos III. Vio la alegría de las cortesanas y los cortesanos. .

Hubo un momento en el que el músico cerró de nuevo los ojos sintiendo la música dentro de él. Algo había cambiado: ya no estaba tan serio, sino que sonreía ligeramente. Jorge aprovechó para observar al resto del público. Todos parecían disfrutar de la música, muchos movían la cabeza ligeramente siguiendo el ritmo. O lo llevaban con el pie. Nuevamente, una salva de aplausos celebró el fin del concierto. Hubo un matrimonio que se acercó a Jorge para sacarse un selfie. Estaban apenados de no tener uno de sus libros para que se lo dedicara. Él les citó como siempre hacía, en la librería de Goya para el próximo encuentro. Varias personas siguieron la estela del matrimonio y se fotografiaron con el escritor. Alguno se atrevió a pedir al músico que posara con ellos y Jorge.

Éste aprovechó esas fotos para echar un vistazo de nuevo al público. En una esquina distinguió a un joven conocido, que lo observaba desde el otro lado. Jorge se quedó mirándolo. Él le sonrió e hizo un breve saludo con la cabeza. A Jorge le pareció que le daba las gracias señalando a Sergio. Lo perdió de vista unos segundos porque un grupo de personas los rodearon a Sergio y a él. Cuando se retiraron saciadas sus ganas de fotos y palmadas en la espalda, él ya no estaba.

Jorge pensó que en algún momento debería buscar la forma de acercarse a él. Pero no iba a ser esa tarde. Cuando Sergio se quedó solo, volvió a abrazarlo. Hasta se atrevió a darle algún beso en la mejilla.

-Ha sido un concierto maravilloso. – le dijo con voz pausada y mostrando su admiración.

El joven sonrió dichoso. Parecía feliz. No tenía nada que ver el gesto que mostraba ahora con el gesto serio y abstraído que tenía al llegar. El joven se agachó para recoger el estuche del violín. Jorge se agachó también para ayudarle a recoger las monedas.

-No se te ha dado mal.

-Así puedo invitarte – dijo risueño.

-Pero lo he dicho yo antes. Guárdalo, y me invitas la siguiente vez que quedemos.

El joven se mostró sorprendido. Lo miraba con cara de estupor. No daba crédito. Parecía no haber entendido lo que el escritor le había dicho. Le parecía imposible que un personaje como Jorge Rios quisiera volver a quedar con él.

-Apunta mi teléfono. Así me puedes llamar para quedar.

Sergio no era capaz de reaccionar.

-Apunta – insistió Jorge.

Sergio apoyó las rodillas en el suelo para sacar mejor el teléfono que lo llevaba en el bolsillo del pantalón vaquero. Jorge le fue diciendo y Sergio hizo una perdida para que el escritor tuviera el suyo. Jorge lo guardó y etiquetó al instante.

-¿Tienes hambre?

-Pues un poco. No me había dado cuenta.

-Estás muy delgado. Habrá que hacer algo para que te acuerdes de comer.

El joven se encogió de hombros.

Guardó el violín en su estuche y se puso al lado de Jorge. Éste le cogió del brazo y le guió hacia un bar que le gustaba que estaba en una bocacalle de Arenal.

-Menuda sorpresa ha sido verte. De verdad… soñaba con poder conocerte.

-Me ha parecido escuchar a algunos de los espectadores que estudias en la Jordán. Seguramente podríamos habernos visto cualquier día.

-No me hubiera atrevido a acercarme. Me he cruzado varias veces contigo.

-¿Por qué? Todavía no me he comido a nadie.

-Algunos dicen que te meriendas a un chico guapo cada día. – bromeó Sergio.

-Pero como tú no eres guapo… – le picó Jorge.

-Pues algunos dicen que soy resultón.

-Va. Te engañan.

-Vaya, otra desilusión.

-No todo iban a ser buenas noticias hoy.

Jorge se giró un momento para mirar a un hombre que los observaba desde una cierta distancia. Sonrió y le saludó con la mano. El hombre le devolvió el saludo a la vez que hacía un gesto con la cabeza para darle las gracias.

-Cuéntame por qué un músico tan bueno como tú, toca en la calle, por mucho que lo hagas a la sombra del Teatro Real.

-Me gusta.

-Pues ahora si que me pareces feo. Te ha crecido la nariz.

-Es una larga historia.

-Pues querido, tenemos toda la vida para que me la cuentes. Cuanto antes empieces, antes acabarás y nos podremos dedicar a hablar de otras cosas. Y me harás feliz. Y así, podré empezar a reconocer que … tienes un cierto atractivo, si te baja de tamaño la nariz. Ahora te la veo enorme.

-Reconócelo, escritor: te gusto.

-He leído en tus ojos que ahora mismo tienes dueño.

-Como diría él, en todo caso, tengo pareja.

Jorge sonrió.

-Eso me gusta. Venga, vamos a entrar allí. Puedes pedirte algo de comer. ¿A qué no has comido hoy?

-No me apetecía.

-Ahora te apetece. Si me comes bien, luego te doy un abrazo y hasta te doy un beso.

-Pero depende de que tipo de beso. Ya me has dado besos en la mejilla antes.

-Tienes pareja.

-Y tú.

-Pues será un beso casto…

-O un pico – propuso con cara de pillo.

-Pero ¡Qué atrevido!

-No te rías de mí.

-Nunca. Solo me reiría contigo. Eres demasiado importante para el mundo.

-No creo.

-Un artista como tú, debe ser importante para el mundo. Si no, el mundo estaría abocado al desastre. El arte es lo que mantiene un poco cuerda a la humanidad.

-Lo dejé hace un tiempo. No me molan algunos …  algunas personas del mundillo. Esto, lo de tocar aquí, lo hago para matar el gusanillo.

Jorge se paró en medio de la calle. Se enfrentó a Sergio y le puso las manos en sus mejillas.

-Nadie, repito, nadie debe retirarte de tu pasión. Si lo hacen, ganarán. No es solo que sea tu pasión, es que verdaderamente eres muy bueno.

-Tengo miedo. – dijo bajando la cabeza.

-No estás solo, Sergio.

-Sí lo estoy. Hoy estás, pero mañana… Javier está… es mi pareja …  pero lo dejaremos dentro de un tiempo… lo sé. Y yo no tengo fuerzas… para enfrentarme a ellos. Con vosotros, mal. Solo… soy un cobarde.

Jorge tuvo un impulso y le dio un pico a Sergio. Éste puso cara de sorpresa.

-Eso es trampa, me ha pillado por sorpresa y no he podido saborearlo.

-Vamos, anda. Comamos algo. ¿Te gusta el bocata de calamares?

-Muy madrileño – sonrió Sergio.

-Como Boccherini – respondió Jorge.

-Eres un liante, escritor.

-Y eso que todavía no he empezado – rió Jorge.

.

Jorge caminaba pensativo hacia los coches. Se preguntaba que le depararía el futuro a Sergio. Parecía que Javier le había metido un poco el gusanillo de volver a tocar. O había sido él mismo el que se había animado por sentirse más arropado. Habría que intentar ayudarlo.

Había otra cosa a la que no dejaba de darle vueltas. Sergio había estado jugando con una especie de medallón o una moneda de colección durante el tiempo que había estado sentados en una mesa del bar. Le había pedido verla. No sabía de qué, ni cuando, pero él había visto monedas como esa. Para variar, no había forma de abrir el baúl de los recuerdos.

Helga se puso a su lado cuando Sergio ya no podía verlos.

-Has estado bien. No pongas esa cara.

-¿Tu crees? ¿Y si le pasa algo?

-No le va a pasar. Y lo sabes. Nacho estaba cerca.

-No podemos protegerlos a todos.

-Ya iremos viendo. De momento, nos ocupamos de los que tenemos cerca.

-¿Has visto a ese chico? Entre el público.

-Lo he reconocido, sí. No ha cambiado nada de la foto que nos diste de él. Parece tocado por la misma gracia que Dorian Gray. Le íbamos a seguir, pero se nos ha escabullido. Ya le pillaremos.

-Me ha dado las gracias con un gesto por ocuparme de Sergio ¿Tú te crees? No le he visto hasta el final. Y de todas formas, me extraña. No sé que relación tendrá con Sergio. Son de dos épocas distintas en caso de que este joven sufriera también a esos desalmados.

-Eso la verdad, me parece evidente. Yo lo daría como un hecho cierto. No des más vueltas. Volverá a acercarse. Y esta vez, lo pillaremos para hablar con él.

-Ojalá tengas razón. Y ojalá Sergio …

-Al menos el chico se ha desahogado. Javier lo espera dos calles más abajo.

-Pero el chico tiene razón. Lo de Javier…

-Javier según cuentan, a todos con los que ha estado, les ha dejado contentos. Sin dramas. Todos decían que iba a dejar a Galder al mes. Cuando pasó el mes, dijeron que a los dos meses. Y al cabo de muchos meses, cuando Javier le pidió matrimonio, fue él el que lo dejó de malos modos. De momento te diré que ha hecho con Sergio lo que no ha hecho con nadie: lo ha llevado a su apartamento donde vivía antes de morir su padre. Le ha hecho instalarse allí. Y fíjate, tiene hasta piano. La madre de Javier lo tocaba y cuando dejó la casa paterna, se lo llevó. Cuando hizo la mudanza al revés, no se lo llevó de vuelta.

-¿Javier lo toca?

-Que yo sepa no. Me imagino que será por querencia. Por tener algo de su madre…

-Vaya. Fíjate si este Sergio… va a ser el cuarto amor de Javier… – dejó el pensamiento en el aire – No, dejemos de elucubrar. Pasará lo que tenga que pasar. O sea que siempre que deja Javier, todo queda en paz y buena armonía, pero cuando le dejan a él… es de forma traumática y sorpresiva. Esperemos que no se enamoren de verdad.

-Hay una diferencia primordial: Los que dejó él, eran… rollos. Los que le dejaron, eran amores de verdad.

-¿Cómo son sus parejas, las que le dejaron? Esos amores que dices.

-Galder… ya lo viste el otro día.

-Bueno. No era el mejor momento para sacar conclusiones. ¿Lo conocías de antes?

-Sí. Raúl y yo casi asistimos al nacimiento de su historia. Entramos en la Unidad en esa época. Conocimos a Javier y a Galder pues… el segundo día que salieron así en plan… colegas.

-Me tienes que contar.

-Otro día. – contestó Helga discreta.

-No me has dicho como es.

-Guapo.

-Hombre ya. Hasta ahí llego. Y no me digas que tiene un cuerpo de infarto. También lo vi. Y lo acaricié, muy a mi pesar.

-Inteligente, activo, bromista, un poco creído, a veces se consideraba más listo que el resto, quería a Javier… más que a sí mismo. De todas formas, tenía dos caras, eso sí te lo digo. Se mostraba distinto si estaba Javier o su madre que si no estaban cerca. Era menos discreto, menos comprensivo, menos… agradable. Mucho más “Aquí estoy yo porque yo lo valgo”.

Jorge hizo un gesto de entender. Alguna neurona se había iluminado en su cabeza.

-¿Y Aritz?

-Un calco de Galder. No tan guapo, y tampoco tiene el mismo tipo de cuerpo. No es altivo, como lo es a veces Galder. Pero tiene su orgullo. Y tiene su genio. A buenas con él al fin del mundo. A malas… Con él no has coincidido, pero lo harás. Es compañero. Y estará cerca, se dedica a proteger a Javier sin que se entere.

¿Quería a Javier?

Los comentarios que he escuchado son en ese sentido. Incluso lo quería más que Galder. Y lo sigue queriendo. Si te quedas mirándolo cuando está cerca de Javier, lo mira con una cara…

-Y tendrá sus secretos. Si lo sigue queriendo y no le ha pedido volver a salir…

-Los tiene. Como casi todos los tenemos. No creo que Javier conozca al cien las cosas que hace Aritz. Y desde luego, es un misterio para todos por qué lo dejó.

– ¿Y eso de que protege a Javier… ? Eso no cuadra…

-A ver. Carmen ha dado una orden. Aritz y los compañeros la cumplen. Y Javier… como está… depre, pues se hace el loco. No te engañes: a Javier le dejaron los dos, pero él, a pesar de todo, los sigue queriendo y echando de menos. Ese es su verdadero problema. Ha querido a tres hombres. Dos le han dejado de forma… cuando menos rara y sorprendente, de un día para otro. Sin razones ni explicaciones. Y Ghillermo, su marido, fallece a los veintitantos años de una enfermedad del corazón, pero en medio de una operación policial en la que no tenía que estar. Todo eso ha acabado por minar el aguante de Javier. Así que, se consuela teniendo a Aritz cerca, aunque sea para protegerlo. Esa al menos es mi teoría.

-O sea que todos saben que lo sabe, y él sabe que todos lo saben, pero el juego sigue en marcha.

-Exacto.

-Me lo apunto para alguna novela. – Jorge imprimió a su sonrisa un cierto rictus de sarcasmo.

-Que bobo eres. Carmelo tiene razón. – le picó Helga.

-Pero si lo he entendido bien, por algunos comentarios que he escuchado, a Ghillermo en la autopsia, le encontraron esa enfermedad congénita del corazón que le causó la muerte. ¿Por qué entonces Carmen a raíz de eso decidió ponerle escolta a Javier? No lo entiendo.

Helga hizo un gesto con la cabeza.

-Estas cosas no te las debería estar contando. Lo sabes ¿Verdad?

Jorge sonrió y puso su mejor cara de chico formal.

-Solo quiero ayudar. No conozco casi a Javier. De hecho me ha sorprendido cuando me ha llamado antes para que me acercara a hablar con Sergio. Pero todos le tenéis en gran estima. Hasta Carmelo me habla de él de forma elogiosa y hasta con un cierto cariño. Y si todos tenéis razón… me dolería que lo pasara mal. A lo mejor … no sé… se me ocurre alguna conversación que tener con él.

-Ya te he dicho que Ghillermo no tenía por qué estar en ese sitio. De hecho, nadie sabe por qué estaba allí. No parecía haber quedado con nadie, ni haber seguido a Javier. Todos están convencidos de que fue una trampa de esos mafiosos, para protegerse, o intentarlo, al menos. Sabían que iban a caer y decidieron castigar a Javier. Y eso que esa operación en realidad no era nuestra. Al final, nos pidieron ayuda y los cuatro decidieron hacerlo. Los cuatro, me refiero a Carmen, Olga, Matías y Javier. Pero de repente, Ghillermo se choca con Alberto, que estaba de infiltrado. El resto del dispositivo policial estaba en sus posiciones, atento para iniciar la operación. Ghille le saluda… “La de tiempo que no nos vemos, pues Javier, pues bla, bla, bla… “ Y a partir de ese momento, se arma la mundial. Fue como el detonante. Por lo que me cuenta Raúl que estuvo en esa operación, que Alberto saliera vivo de allí, fue milagroso. Fue el único que se dio cuenta de lo que le pasaba a Ghillermo, y pese a que le estaban disparando desde varios sitios, intentó hacerle el masaje cardíaco. Vamos, se lo hizo, con todos sus cojones. Alberto es muy amigo de Javier. Y aunque ya estaba tocado físicamente, le dio igual.

-¿Amantes en su momento?

-Que yo sepa no. Siempre buscas el momento sexual a todo. No todos los amigos tienen que acostarse.

Jorge se sonrió. No se había dado cuenta de ello. Pero tampoco le apetecía reconocerlo en voz alta.

-O sea que la teoría de Carmen y los demás es que fue una trampa para hacer daño a Javier, pero…- empezó a argumentar Jorge.

-No se puede demostrar. – terminó el argumento Helga – Por eso Carmen ha optado por ponerle escolta sin que en teoría lo sepa. Y si se la ha puesto, el Ministro está al tanto.

-Mira, me llama mi rubito. Espero que no se haya puesto celoso.

-El chico no está de mal ver. – le picó Helga.

-Todos los que han estado en esa red, ninguno es feo precisamente. Solo conocí a un chico un poco menos agraciado, pero tenía un miembro viril descomunal.

-Yo creía que…

-¿Qué les gusta pasivos? Cierto. Que tenga un miembro grande no significa que…

-Vale, vale. He tirado de tópico, perdona.

-Rubito mío – contestó al final Jorge.

-Llegas a tardar diez segundos más en contestar y me planto allí.

-Que voy. Que estoy en camino.

-No tardes. Tenemos mesa reservada. Álvaro al final se ha despertado de la siesta y se ha vuelto a Madrid.

-En fin. Era de esperar. Luego hablamos. Le he estado dando vueltas a la cabeza en el viaje.

-Yo también.

-Ya salimos. Te echo de menos.

-No me creo nada. – bromeó Carmelo.

-Pues es cierto. Verás cuando llegue. Te lo voy a demostrar con hechos.

-¿Va a llegar el momento del Nirvana?

-Es posible.

-¿Me has puesto los cuernos?

Jorge se echó a reír antes de colgar sin contestar.

Aldo llegó al sitio en el que había quedado con un poco de retraso. Entró en el restaurante. Paseó la mirada por toda la sala, pero no vio a nadie que se atuviera a la descripción de su cita. El recepcionista fue en su busca.

-D. Aldo, el Sr. Isla le espera en nuestra coctelería.

Caminó con paso decidido hacia allí. Enseguida se dio cuenta que ni siquiera le había dado las gracias al empleado del restaurante. Se recriminó por ello. Pero se justificó pensando que estaba muy nervioso. Entró en el bar y allí lo vio. No parecía de buen humor.

-La puntualidad es una costumbre que deberías adquirir. Sobre todo si cobras por la compañía.

-Discúlpeme, Sr. Isla. He pillado un atasco…

-Eso se previene. No es disculpa si vives en Madrid.

Aldo le tendió la mano para saludarlo, pero el hombre se la rechazó y en cambio, se levantó y le dio un beso en los labios.

-Así mucho mejor. Esto te recordará que te conviene ser puntual la próxima vez. Te he pedido un cóctel.

Los dos se sentaron en el reservado que ocupaba el Sr. Isla antes de llegar el actor. Por las fotos que le habían mandado de la agencia, ese hombre parecía agradable. Si hubiera sido un hombre mayor, le hubiera extrañado menos. Pero sería de la edad de Jorge, incluso un poco más joven. Y parecía estar enfadado siempre. No se quitó ese rictus duro mientras estuvieron en el bar o en el restaurante.

A Aldo le costó mantener una conversación coherente con él. Siempre parecía que acababan hablando de sexo en el cine, en los rodajes, líos entre actores. Aldo se había dado cuenta hacía tiempo que era mejor inventarse esas historias, hablando de actores que no conocía nadie, entre otras cosas porque no existían. Era mejor que ir desmontando las ideas preconcebidas de sus citas.

Después de cenar, su cita le llevó a un pub con pista de baile. Estuvieron bailando un rato con la copa en la mano. En un momento dado, el Sr. Isla lo besó en los labios, un beso muy sexual. Aldo se apartó de él. Pero el hombre no aceptó de buen grado ese hecho. Lo agarró con una mano del paquete y con otra del brazo y lo obligó a pegar su cuerpo al suyo.

-Hijo de puta, no te hagas el estrecho. He pagado por un servicio completo y eso es lo que voy a disfrutar. Así que no te hagas el estrecho para follar, lo mismo que no te has hecho el estrecho para cobrar. O si no, esa cara de niño inocente y bueno, no volverá a ser la misma nunca más.

Jorge Rios”.