Navidad 2020: solo en Navidad.

Hacía ya unos meses que todo había acabado. Largos meses de lucha, de cuidar a su madre enferma. De discutir con sus hermanos por cuidarla o llevarla a una residencia. Él tiró hacia delante. Ella se lo agradecía a cada momento con esa mirada amorosa y lánguida a la vez. Cada minuto del día pensando en cómo hacer las cosas, en como combinar su trabajo con su cuidado.

Muchos años atrás había discutido con sus padres. No aceptaron que fuera homosexual. No aceptaron a su pareja de entonces, Roberto. Años sin hablarse con su madre. Su madre. Luego se arreglaron, aunque no hablaron más del tema. Su pareja se fue, huyó. Tuvo miedo. Eran otros tiempos. Ahora es feliz con una mujer. ¿Feliz? Eso es lo que aparenta, al menos.

Iván tenía la impresión de que había perdido todas las batallas de su vida. La última la de su madre. La primera, la de su vida. No había tenido la vida que hubiera deseado. Ahora ya, no había remedio. Dicen que nunca es tarde. Es una frase bonita pero que rara vez se cumple.

La primera Nochebuena sin su madre. Las tres últimas las había pasado solo con ella. Era muy mayor para ir de fiesta a casa de su otro hijo. Muy mayor y ya un poco rara. Ellos no quisieron tampoco cambiar sus costumbres. Así que cada uno en su casa.

¿Ahora qué?

A Iván no le apetecía ir con su familia. No le apetecía nada. Pero a la vez, se sentía abandonado.

La tarde de Nochebuena, paseó por la ciudad. Los grupos de amigos reuniéndose antes de la cena familiar para tomar unas copas de cava. Los niños con los gorros de Santa Claus. Alguno con coronas de Reyes magos. Otros con una especie de orejas de conejos coronando sus cabezas. Feliz Navidad. Y tal. Y esas cosas. Los chascarrillos típicos, las preguntas tópicas. Los cuñados, los suegros. “Si no fuera por los niños, te juro…” pero los niños tenían 20 años y huirían de casa en cuanto el turrón asomara a la mesa “los amigos, hemos quedado”.

Llegó a su edificio.

Miró hacia sus ventanas y las vio oscuras. Se sentó en un banco cercano, subiéndose el cuello del abrigo; hacía frío. El año pasado había luz en el salón. Su madre esperaba viendo la tele con el párroco que se había acercado a felicitarla. Cenaron algo ligero, unos langostinos, un poco de consomé y una tortilla de patatas, que le gustaba mucho. “me apetece una tortilla”, le dijo con esa mirada suya. Hizo la tortilla de patata.

Se fueron pronto a la cama. Aunque antes vieron el programa de Raphael en la tele.

Sin poder evitarlo, le invadió una sensación de soledad absoluta. Aunque estuviera todo el día con gente, algún amigo de verdad, muchos amigos de colegueo, en ese momento fue consciente de que estaba solo. Solo. La lucha con su madre, estar pendiente de ella esos últimos años, y perderla, lo habían dejado vacío.

Sintió ganas de llorar. Llorar como no hizo el día en que murió. O los días posteriores. En realidad, no lo había pensado, pero no había llorado. Circunspecto en el funeral, saludando a todos. Contando la historia del hospital y de los últimos días. Es cierto, “era mayor ¿Cuántos años tenía?”. Es cierto, “estaba enferma ¿Era cáncer?”. Es cierto… ¡¡Joder, se ha muerto mi madre!!

¿Y ahora qué? Pensó Iván. Subir a casa, tomarse un yogur y coger un libro para leer, sin poner la televisión ni la radio. Nada que le recordara la Navidad.

Fue a levantarse pero las fuerzas le abandonaron. Se rodeó con sus brazos y lloró. Prefería llorar en la calle. A lo mejor le hacía bien.

Se ha matado.

El otro día, la muerte se acercó a mi puerta. Mientras en México celebraban con algarabía y máscaras el día de la muerte, yo me rompía por dentro.

Quisiera ser de otra forma. Quisiera que mi cultura, mi mundo, me llevara por otros derroteros. Que no me pesara el alma. Quisiera poder reírme y alegrarme porque mi persona querida ha encontrado la paz y está con Dios, tal y como proclamaban sus creencias. Quisiera tener ánimo para organizar la fiesta que decía que quería en lugar de un velatorio lleno de plañideras y amigos con los ojos llorosos. Quisiera ir a una tienda cualquiera y comprar unas máscaras y regalárselas a todos sus amigos, sus parientes: “bailemos y celebremos que Hugo esté donde ha querido”.

No me sale.

Rosa acaba de llegar. Nos abrazamos. Lloramos cada uno en el hombro del otro. No lo vimos llegar. No nos dimos cuenta de nada. No. Éramos sus cercanos, desde el Instituto. Nos íbamos de vacaciones juntos, tonteábamos entre nosotros. Íbamos al cine, a beber a los pies del castillo. Éramos una familia a parte de nuestras familias, que a su vez, formaban una familia todos juntos. Sus hermanos eran los míos, los de Rosa, los de Hugo.

Sus padres, los míos, nos miraban impotentes, sin entender muy bien lo que pasaba.

Y aún así, no lo vimos venir.

Adolfo, su hermano «el pequeño», está roto. La de veces que nos partimos la cara por él. El más pequeño de nuestra familia, alto, delgado, guapo y un broncas. Siempre estaba en peleas. La ira le embargaba casi permanentemente desde los 12. “NO sabe quién es, por eso es así”, lo disculpaba Hugo. “¿Lo sabemos alguno?” Le contestaba Rosa. Y salíamos los tres corriendo, tras recibir la perdida de Adolfo pidiendo auxilio.

Seguimos juntos todos. Aunque a ratos estábamos lejos. Como ahora él, en Nueva York, con Bea, su mujer. Rosa en Málaga. Yo en Burgos. Con Adolfo y Pablo, sus hermanos. Con Elvira, la hermana de Rosa. Con Julia, mi hermana.

Un wasap.

Algo increíble.

“Se ha matado”.

– Él quería que bailáramos con máscaras en su entierro, ¿Recuerdas? – Adolfo me miraba suplicante mientras me tendía una de payaso y otra de una calavera.

Miré a Rosa, que se encogió de hombros mientras se secaba los ojos. Miré a todos, que habían ido llegando sin darme cuenta.

– De acuerdo – dije al final.

Adolfo se acercó a mi y me abrazó, fuerte. Me dio un beso en la mejilla y me susurró un “te quiero” que hizo que mi cuerpo se estremeciera.

No recuerdo mucho de la fiesta. Del velatorio, del tanatorio. Retazos de música, las máscaras rodeándome. En una creí ver los rasgos de Hugo, riéndose, feliz. Solo espero que allí donde esté, lo sea de verdad.

Yo aquí, no podré quitarme la congoja en mucho tiempo. Quizás no lo consiga nunca. Y sé que a Rosa le pasará igual.

Y a Adolfo.

Y a los demás.

Necesito un beso.

Venía por la calle. Pensando. Agobiado por la vida. Intentando disfrutar del sol otoñal, sin conseguirlo. Mirando a los niños, a los jóvenes. A los abuelos. A los de la cafetería, a los del ultramarinos. A los matrimonios saliendo del DIA, las compras semanales. A los perdidos. A los guapos, a los resultones. A los feos. A los amargados de rostro iracundo.

Los miraba, pero no los veía.

Solo veía un beso.

Tu beso.

O el tuyo.

O el mío.

O el nuestro.

Aquella primera vez en la esquina de Sol y Preciados.

Aquella primera vez, en la salida del metro.

Aquella vez que te hizo perder el autobús.

Un beso que iba a la mejilla y acabó en los labios.

Tu beso.

Necesito tu beso. Un beso. O un ciento.

En la mejilla.

En los labios.

En el cuello.

Necesito un beso tórrido.

Uno casto.

Con tus manos en mis mejillas.

Con mis brazos rodeando tu cuerpo.

Un beso mientras hablamos.

Uno mientras follamos.

Uno con mucho amor.

Uno con nuestros cuerpos pegados.

Necesito un beso.

En la calle.

En tu casa. O en la mía.

En el parque.

Tomando un café.

O un pincho.

Un beso.

Necesito un beso tuyo, que no me lo has dado nunca.

Un beso.

¿Cómo saben tus besos? No me acuerdo.

No.

Era un día luminoso, de temperatura agradable. Cuando Jamie bajó del coche incluso escuchó cantar a algún pajarillo.

Todas esas sensaciones agradables y que en otro momento hubieran propiciado que su ánimo volara de felicidad, ese día del mes de mayo, no conseguían siquiera mitigar la ansiedad y negrura que anidaban en su ánimo.

Encendió un cigarrillo y recorrió con aprehensión los escasos metros que le separaban del portal de Antonio. Pensó en darse la vuelta, montarse en su coche y volver a casa. O perderse en algún rincón recóndito de la costa y pasar el día mirando al mar. Pero ya había postergado la situación durante demasiado tiempo.

Pulsó el botón del 4º C. La voz de Antonio contestó en apenas 5 segundos. Mala señal. Eso quería decir que estaba esperando ansioso. Eso quería decir que no había servido de nada lo que habían hablado por teléfono. Tiró la colilla al suelo con furia y entró decidido.

Antonio esperaba en la puerta. Sonriendo. Jamie sonrió también. La suya era algo forzada. En cuanto Jamie traspasó la puerta, Antonio lo rodeó con sus brazos y le besó en la mejilla, primero, para luego buscarle la boca. Y ahí, como en los últimos tiempos, intentó meterle la lengua. Jamie no se lo permitió e intentó separarse del abrazo con suavidad. Pero Antonio no se dio por aludido y lo apretaba contra él y seguía intentando meterle la lengua. Iba a ser difícil, vaya que sí. Jamie se puso serio y puso más empeño en separarse de él.

– ¿Qué te pasa? ¿No te gusta? – inquirió sorprendido Antonio.

– Ya lo hablamos – contestó serio manteniendo  la separación entre los dos con sus brazos estirados.

– No nos ve nadie.

– Eso te importará a ti. No quiero. Punto.

– ¿No me quieres? Otra decepción en la vida.

– No te quiero de esta forma. Te lo he dicho.

– ¿A que se te ha puesto dura?

Y diciéndolo, intentó escabullirse de sus brazos para tocarle el paquete.

– Antonio, no.

– Yo quiero acariciarte. Tantos años ocultando… ahora quiero estar contigo.

– Yo no contigo.

– Pero te gustan los hombres, como a mí.

– Pero no me gustan todos los hombres.

– Déjame tocarte la polla, que más te da.

Jamie en ese momento, mientras evitaba que Antonio llegara con las manos a sus genitales, se sintió ridículo. Se puso más tenso, brusco incluso y se separó de él.

– No – dijo de forma rotunda, seca.

Pero Antonio no atendía a razones. Estaba desesperado, atacado e intentaba con denuedo volverlo a pegar a su cuerpo, buscándole la boca, sacando la lengua para lamerlo, buscándole la polla, acariciándole el cuello. Jamie no sabía como lo hacía, parecía un pulpo, dos manos no daban para tanto.

– No – volvió a decir contundente. No quería ponerse demasiado duro. No quería que se disgustara. «Lo habrá pasado fatal».

Antonio no cejaba en su empeño. Parecía poseido, desesperado. No atendía a la negativa de Jamie.

– ¡¡Cálmate!! – casi le gritó Jamie.

– No me puedes rechazar – conminó Antonio, mirando con cara de enfado a Jamie durante un segundo y reiniciando sus ataques inmediatamente.

Jamie agarró con fuerza las manos de Antonio y esta vez era él el que le miró serio. Antonio intentaba soltarse pero Jamie no estaba por la labor de dejarle.

– NO.

Mirando fijamente a Antonio, Jamie comprendió que no podría dominar los impulsos de su amigo. Había ido con la intención de hablar serenamente con él después de que un mes antes hubiera habido una escena muy parecida. Así que sin mediar más palabras, se dio media vuelta y salió de la casa. Había hecho un viaje de cientos de kilómetros para nada. Antonio, una vez liberado de sus compromisos familiares, quería recuperar el tiempo perdido. Y quería hacerlo con la única persona que conocía que fuera homosexual.

Antonio gritaba que no se fuera. Jamie bajó las escaleras sin escucharlo. Salió a la calle y respiró profundamente. Habían sido apenas 10 minutos pero le habían parecido horas.

Era la primera vez en su vida en la que se había sentido agredido sexualmente. Porque era así, se sentía así. Se sentía mal, porque no había logrado dominar la situación por las buenas. Repetía cada palabra que había hablado con Antonio los últimos meses por si le hubiera dado pie a esa reacción. Se sentía mal. Era rabia y era pena. Era asco. Eran muchas cosas que tras un mes del primer intento de Antonio de hacer sexo con él, no era capaz todavía de asimilar.

Acabó el cigarillo y buscó su coche. Se montó en él sin más y tomó la carretera. Conducir le haría bien, aunque no supiera a donde ir.

 

 

Diario de un hombre sin nada que contar. 49ª entrada.

Didac insiste en que vivamos en su casa.

El sábado por la tarde las cosas parecían un poco mejores. Me levanté de la cama. Pol estaba en su cuarto, a la espera. El trabajo.

Me puse a ello. Era mejor eso que mirar al techo y angustiarme por las sombras reflejadas en él.

Didac preparó algo de comer.

Esperaba que me miraran con pena o algo así. Pero no fue el caso. Eso me hubiera hundido.

Pol me dio un beso en la mejilla.

Didac me dio un beso en los labios.

Deberías ducharte, me insinuó.

Lo hice.

Salimos los tres a dar una vuelta, por la noche. Me engañaron para ir al cine. Una de esas de coches y velocidad, buenos y malos. Sin complicaciones. Estuvo bien.

Luego Pol, nos invitó a una hamburguesa. Era su cumpleaños, se me había olvidado.

Lo estrujé entre mis brazos y lloré. Me abrazó. Así estuvimos un buen rato. Le pedí perdón. No dijo nada, solo me volvió a abrazar.

El domingo nos quedamos solos Didac y yo. Me levanté y me quedé mirándolo con una taza de café en la mano. Dejó de trabajar y se acercó a mí. Me quitó la taza, me quitó el pijama, se desnudó él también, despacio, mirándome; volvimos a la cama.

Me hizo el amor. Despacio. Muy despacio.

Rozó con sus labios todo mi cuerpo. Al principio no me apetecía. Le dejé hacer, sin más. Pensé que se aburriría y lo dejaría. Pero perseveró. Despertó mi sensibilidad, despertó mi cuerpo, mi espíritu también. Casi no tocó mi miembro. Nunca había hecho el amor así.

Sentí sus labios en el cuello. En la nuca. En la espalda. En algunos puntos de la columna consiguió que una corriente eléctrica recorriera mi cuerpo. Besó mis tobillos, mis pies. Lamió los muslos de mis piernas, por fuera, por dentro. Me puse rígido, otra descarga eléctrica. Se puso encima mío. Sus piernas entre mis piernas. Incorporado ligeramente sobre sus brazos, mirándome a los ojos. Me sonrió. Se acercó a mí, poco a poco, sin dejar de mirarme. Se puso sobre sus codos, su cara casi rozaba la mía. Su mirada casi hacía daño, de tan cerca que estaba. Casi sentía sus labios sobre los míos, aunque no se rozaban. Casi sentía su sonrisa dentro de mí. Casi sentía su querencia en mi corazón. Sentí como sus dedos acariciaban suavemente mi rostro. Sentí la barba de varios días, la mía. Me di cuenta que a él le gustaba eso, la barba de varios días. Me alegré de no haberme afeitado. No fui consciente de que se acercaba más y más, hasta que sentí sus labios posarse en los míos. Sentí su pecho rozando el mío. Sentí su miembro acomodándose al lado del mío. Los sentí duros. Palpitaban. Sus labios me besaron. Su cuerpo entero besó el mío. Ahí fue cuando mis brazos despertaron y rodearon su cuerpo. Acariciaron su espalda, su culo, sus piernas. Acariciaron su pelo, mientras nos besábamos.

Rodeé con mis piernas las suyas.

Rozábamos nuestros cuerpos, lentamente. Nuestras bocas no dejaban de buscarse. Nuestras manos persistían en acariciar el cuerpo del otro. Hubo un momento en que sentí que su miembro se ponía más duro. Sentí sus palpitaciones. Y en respuesta, el mío hizo lo mismo. Sentí el calor de su semen un momento antes que el mío saliera. Nunca he tenido un orgasmo tan delicado y a la vez tan placentero. Seguimos besándonos. Seguimos juntos, pegados. Solo hubo un momento en que paró para incorporarse unos centímetros y mirarme a los ojos. Le devolví la mirada. Vi mucho amor. Vi mucho cariño. Vi decisión.

Seguimos en la cama, juntos, abrazados, acariciándonos. No hubo palabras. No hacía falta.

El lunes pude ir a trabajar.

Un día de estos, hablaremos.

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Néstor G.