Hacía ya unos meses que todo había acabado. Largos meses de lucha, de cuidar a su madre enferma. De discutir con sus hermanos por cuidarla o llevarla a una residencia. Él tiró hacia delante. Ella se lo agradecía a cada momento con esa mirada amorosa y lánguida a la vez. Cada minuto del día pensando en cómo hacer las cosas, en como combinar su trabajo con su cuidado.
Muchos años atrás había discutido con sus padres. No aceptaron que fuera homosexual. No aceptaron a su pareja de entonces, Roberto. Años sin hablarse con su madre. Su madre. Luego se arreglaron, aunque no hablaron más del tema. Su pareja se fue, huyó. Tuvo miedo. Eran otros tiempos. Ahora es feliz con una mujer. ¿Feliz? Eso es lo que aparenta, al menos.
Iván tenía la impresión de que había perdido todas las batallas de su vida. La última la de su madre. La primera, la de su vida. No había tenido la vida que hubiera deseado. Ahora ya, no había remedio. Dicen que nunca es tarde. Es una frase bonita pero que rara vez se cumple.
La primera Nochebuena sin su madre. Las tres últimas las había pasado solo con ella. Era muy mayor para ir de fiesta a casa de su otro hijo. Muy mayor y ya un poco rara. Ellos no quisieron tampoco cambiar sus costumbres. Así que cada uno en su casa.
¿Ahora qué?
A Iván no le apetecía ir con su familia. No le apetecía nada. Pero a la vez, se sentía abandonado.
La tarde de Nochebuena, paseó por la ciudad. Los grupos de amigos reuniéndose antes de la cena familiar para tomar unas copas de cava. Los niños con los gorros de Santa Claus. Alguno con coronas de Reyes magos. Otros con una especie de orejas de conejos coronando sus cabezas. Feliz Navidad. Y tal. Y esas cosas. Los chascarrillos típicos, las preguntas tópicas. Los cuñados, los suegros. “Si no fuera por los niños, te juro…” pero los niños tenían 20 años y huirían de casa en cuanto el turrón asomara a la mesa “los amigos, hemos quedado”.
Llegó a su edificio.
Miró hacia sus ventanas y las vio oscuras. Se sentó en un banco cercano, subiéndose el cuello del abrigo; hacía frío. El año pasado había luz en el salón. Su madre esperaba viendo la tele con el párroco que se había acercado a felicitarla. Cenaron algo ligero, unos langostinos, un poco de consomé y una tortilla de patatas, que le gustaba mucho. “me apetece una tortilla”, le dijo con esa mirada suya. Hizo la tortilla de patata.
Se fueron pronto a la cama. Aunque antes vieron el programa de Raphael en la tele.
Sin poder evitarlo, le invadió una sensación de soledad absoluta. Aunque estuviera todo el día con gente, algún amigo de verdad, muchos amigos de colegueo, en ese momento fue consciente de que estaba solo. Solo. La lucha con su madre, estar pendiente de ella esos últimos años, y perderla, lo habían dejado vacío.
Sintió ganas de llorar. Llorar como no hizo el día en que murió. O los días posteriores. En realidad, no lo había pensado, pero no había llorado. Circunspecto en el funeral, saludando a todos. Contando la historia del hospital y de los últimos días. Es cierto, “era mayor ¿Cuántos años tenía?”. Es cierto, “estaba enferma ¿Era cáncer?”. Es cierto… ¡¡Joder, se ha muerto mi madre!!
¿Y ahora qué? Pensó Iván. Subir a casa, tomarse un yogur y coger un libro para leer, sin poner la televisión ni la radio. Nada que le recordara la Navidad.
Fue a levantarse pero las fuerzas le abandonaron. Se rodeó con sus brazos y lloró. Prefería llorar en la calle. A lo mejor le hacía bien.