La historia de Eduardo. (I)

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La cabeza le daba vueltas. Y a pesar de ello, solo le apetecía seguir bebiendo hasta perder el último recuerdo.

Todo empezó un día, unos meses antes. Se encontraba solo en casa. Meditaba la idea que le había propuesto Helena:

– Sácate unas fotos «interesantes» y mira a ver si follas, que estás insufrible.

Eduardo se la quedó mirando sorprendido. Nunca le había hablado así.

– ¿Follar? – preguntó como un autómata, como si fuera la primera vez que escuchaba ese término.

– Sí, follar. Te coges un pavo, le comes la boca, y luego se la mamas. Y sigues luego por donde te venga en gana, que tampoco se lo que hostias te mola, ni puta falta que hace.

– ¡Helena! – la miraba con la boca abierta, mientras ella lo hacía con rabia y hartazgo.

– Olvida de una vez a Rubén, joder. Deja de llorar como un nene. No hay quien te aguante. Nadie te aguanta. ¡Mentecato!

– ¡¡Helena!! – Eduardo abría mucho los ojos, la boca se le había secado completamente.

Nunca había hablado de sexo con su amiga. Le daba corte. Ella era normalmente muy pacata para esas cosas. Muy bien-hablada, escuchaba, opinaba con mesura. Y a él tampoco le gustaba hablar de sexo, la verdad. Escuchar esa forma de hablar en su amiga, y ese fastidio respecto a su melancolía, le desconcertaba. Ella siempre había escuchado sus penas sin queja, sin desplantes. Con comprensión y paciencia. Era la primera vez que le mostraba su cansancio.

– Rubén era un hijo de puta, joder, entérate de una puta vez. – acercó mucho su cara para decirle eso, casi escupirlo – y tú eres un imbécil que no has querido enterarte y escondes la cabeza en un puto hoyo. A parte de que también eres un poco hijo de puta, perdona que te lo diga.

– ¡Helena!

Ella no atendió. Estaba fuera de sí, cansada, agobiada por sus propios problemas a los que Eduardo no prestaba atención, porque lo único que hacía era escucharse a sí mismo una y otra vez. Era lo único que le importaba: él. Se levantó, cogió su abrigo de un manotazo, tirando uno de los vasos que había en la mesa, y desapareció del bar sin siquiera mirar atrás.

Eduardo volvió a casa despacio, pensando. ¿Tendría razón Helena? Sobre lo de follar. El resto le daba un poco igual. “Tendrá un mal día”. “Pero qué borde se ha puesto.” “Creo que dejaré de verla una temporada, hasta que se de cuenta de lo desagradable que ha sido y me llame para pedirme perdón”.

Dio vueltas al tema muchos días. En casa, en el trabajo, en el coche, en el gimnasio, en el bar de debajo de casa mientras veía el partido del Barça. Fue a comentárselo a Rosa, su compañera de trabajo, pero enseguida lo dejó porque se dio cuenta de que no le hacía caso. Johnny, el del bar, tampoco quiso escucharle. Ni siquiera le sonreía para no darle pie a que se confiara.

– ¡Bobos! – pensó.