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Casi ya era año nuevo.
Ya queda menos, se dijo.
Mañana será 2014. Menos de 360 días.
Sonrió.
Pero su sonrisa era una mueca. Estaba en la cocina, sentado en un taburete. Con el último regalo de su hermano. Era una nave espacial de “La guerra de las Galaxias”. Recordaba esa vez que Matías y él pensaron en decorar el árbol de Navidad con Naves espaciales. Pero a su madre no le gustó nada la idea.
El año que viene, podrían hacerlo. Ya tenía el primer adorno.
La cogió en la mano e hizo un corto viaje interestelar a su alrededor. Ya no tenía ganas de inventarse nada. Solo tenía en la cabeza la mirada de asco de su madre. Lo odiaba, cada vez más. Y eso que casi no se veían.
María, la de la limpieza, ya casi no preparaba nada de comer. Hacía el cambio que había visto por primera vez hacía un año. Se llevaba la comida del frigo y le dejaba lo que parecían las sobras de su casa. Algunas hasta olían. Ya hasta en el colegio parecía peor la comida. No tenía hambre. No tenía ganas de nada.
Tenía la impresión de que sobraba. Era un estorbo. Alguna vez, de las pocas que veía a su madre, ésta se lo había dejado claro.
– Si no fuera por ti, ya me habría ido con Ignacio. Solo eres un estorbo, igual que tu padre. Ojalá no te hubiera tenido. Debería haber abortado.
Y lo miró de esa forma. Con odio en sus ojos.
– ¿No ves como nadie te hace caso? A todos les pareces un estorbo. Estás solo. Ni tu hermano querido, que te dejó solo. Porque te odia. Y tu padre. Y yo que soy boba, tengo que cargar contigo.
Le faltó escupir, como en las películas del Oeste. ¿Por qué se imaginaba siempre a su madre, escupiendo como un vaquero que mascaba tabaco?
Abrió la nevera. Buscó la naranjada que le gustaba a su hermano. Pero solo quedaba para medio vaso. Se la puso en la boca y se lo bebió a morro. Despacio, trago a trago, saboreando. Era una forma de sentirse cerca de alguien. De Matías.
¿Cómo sería ahora Matías? ¿Seguirá con Ramón? ¿Se habrán casado?
¿Se habrá dejado la barba, como decía cuando estaba en casa? Su padre llevaba barba.
Dejó la botella vacía encima de la isla. No le apetecía tirarla a la basura, aunque sabía que María le echaría la bronca. Últimamente le echaba la bronca por todo.
Pensó en comer algo, pero no tenía ganas. “Tengo el estómago cerrado”. Se lo había oído a alguien. Tampoco tenía nada que comer, ni dinero para salir a tomar algo fuera. Lo de María no contaba como comida.
Cogió la nave espacial y empezó a subir las escaleras hacia a su habitación. Despacio, midiendo casa paso, midiendo sus energías. A mitad de la escalera tuvo que pararse a coger fuerzas. Cerró los ojos un segundo y puso toda su energía en seguir subiendo. “Antes lo hacía en un segundo, cuando Matías me perseguía”.
“Enano, ¿dónde has escondido las deportivas?”. Y le tiraba lo primero que tenía a mano. “Como te coja te hago cosquillas”. Y se dejaba coger después de un rato de persecución y se reía aún antes de que los dedos de su hermano buscaran sus puntos sensibles, que eran casi todos.
– ¡Vamos! – se dijo en un susurro. Eso le decía su hermano cuando iban de marcha en los campamentos y flaqueaba.
Subió un peldaño más.
La pareció que llamaban a la puerta. Pero no estaba seguro. Decidió no hacer caso. No esperaba a nadie. Nunca venía nadie a casa. Salvo María que tenía llave. Y si era un vendedor o un pedigüeño, él no tenía nada que comprar ni que dar.
Ahora sí, era el timbre de la puerta. Insistió. Repetidamente.
Empezó a bajar las escaleras, despacio, agarrado a la barandilla. El ruido del timbre le hacía daño en la cabeza. “Por favor, por favor, que pare”, se decía.
Consiguió llegar a la puerta. “¿Y si vienen a robar?”. Cerró los ojos, respiró profundo y abrió la puerta aparentando decisión.
– ¡No quiero nada!
Lo dijo con voz potente, o eso le pareció. Ni siquiera miró a quién estaba al otro lado. Intentó cerrar la puerta de nuevo, pero el pie del que estaba frente a él se lo impidió.
– ¡No quiero nada! – repitió casi ya sin fuerzas, a punto de echarse a llorar. – ¡No quiero nada! ¡Váyase! ¡No quiero nada! ¡Nada! – ya sin fuerzas.
La puerta se abrió de golpe. Pensó que efectivamente, era alguien que venía a robar o a matarlo. Casi sintió alivio. Últimamente había pensado que a lo mejor no era buena idea el que su hermano viniera a por él. Le estorbaría, como hacía con todos. No valía para nada. A lo mejor su madre tenía razón. En el colegio nadie le hacía demasiado caso. No tenía amigos y los profesores parecían pasar de él.
Perdió el equilibrio al no esperarse que la puerta se abriera de esa forma tan brusca. Cuando casi estaba en el suelo, una mano lo retuvo y tiró de él. Alguien lo abrazó, fuerte, muy fuerte. Lo levantó en volandas y dio un par de vueltas, como si fuera un tiovivo.
No sabía quien era, pero se abandonó en el abrazo. Seguía teniendo los ojos cerrados. Sus piernas ya no eran capaces de sostenerlo. Sintió unos besos repetidos en sus mejillas. Hacía años que nadie le besaba así. Ni así, ni de ninguna forma.
– Enano, enano, enano. Ya estoy aquí.
Su mente no procesaba bien las cosas. No estaba seguro que esa voz no estuviera solo en su imaginación. Así le llamaba su hermano, solo él. Pero faltaba un año para que pasara a recogerlo. Un año. “Ya es un poco menos”. “360 días”.
Esa persona se separó un poco de él, sin soltarle del todo, cogiéndole la cara con sus manos.
– Enano. Mírame – suplicaba. – Mírame, por favor.
Le volvió a abrazar, fuerte, muy fuerte. “Mírame” Casi le hacía daño, pero le daba igual. “Mírame, mírame”. Poco a poco sintió que los dos, hechos un ovillo, se deslizaban suavemente hacia el suelo.
– Enano, enano… perdóname, perdóname. Ya estoy aquí. Perdóname por haberte dejado solo. No volverá a pasar. Siempre estaré contigo.
Matías no dejaba de llorar. No dejaba de besar a su hermano. No dejaba de abrazarlo. No dejaba de echarse la culpa, de pensar si podía haber hecho otra cosa, llevarse a su hermano a la fuerza, de haberse quedado en casa para recibir él las heridas que, el odio que anidaba en su madre, quería infligir a quienquiera que se pusiera por delante, para aliviar su frustración. Siempre la misma duda, siempre el remordimiento que le había impedido dormir desde que el 23 de diciembre, vio a su hermano.
Le dolía mirarlo. Le dolía verlo con esas ojeras, tan delgado, sin fuerzas. Sin chispa en los ojos. En cuanto lo había abrazado se había abandonado en sus brazos. No tenía fuerzas ni para mantenerse en pie. Intentando molestar lo menos posible a Gonzalo, se quitó al mochila de la espalda. La abrió y sacó una bolsa.
– Mira lo que he traído, la merienda. – no podía disimular un cierto tono de ansiedad por la respuesta de su hermano. Tenía que hacerle comer algo, un poco, tenía que conseguir que bebiera… un poco.
– No tengo hambre – susurró Gonzalo.
– Te he traído un perrito, como te gusta, con cruchú de ese.
Matías abrió la bolsa y sacó el paquete dónde venía el perrito. Lo abrió y se lo puso delante.
– Mira como huele.
– ¿Y tú?
– Yo me he traído mi super-hamburguesa.
– ¿Esa de dos pisos?
– Todavía te acuerdas.
En realidad Gonzalo se acordaba de cualquier detalle de su hermano, de todo lo que habían hablado, de lo que habían hecho juntos. Recordarlo era lo que le había hecho la vida soportable. Eso y la esperanza de otras muchas cosas que podrían hacer juntos cuando viniera a buscarlo.
– No he vuelto a un burguer desde que te fuiste.
– Vamos a merendar entonces. Mira y para beber te he traído un Acuarius de limón.
– Guay.
Consiguió que Gonzalo se sentara a su lado, con la espalda apoyada en la puerta. Puso delante de él el paquete del perrito y el “cruchú”. Y la botella de Acuarius. Su hermano miraba con ganas la comida, pero seguía sin tener hambre.
– Bebe un poco.
Eso si le apetecía. Cogió la botella y pegó un trago.
– ¿Te gusta?
Gonzalo asintió despacio con la cabeza. Lo miró durante un segundo y le entraron ganas de apoyarse en su hombro. Y lo hizo. Matías le acarició la cara. Le besó de nuevo en la cabeza. Tenía el pelo lacio y grasiento. Volvió a cerrar los ojos y a echarse la culpa de todo. “No debería haberle dejado solo”.
– Come un poco.
– Come tú.
– No, si no comes tú. Un mordisco tú, y un mordisco yo. Bebe antes otro trago de Acuarius.
Gonzalo se incorporó y bebió.
– Otro trago.
Le volvió a hacer caso.
– Yo tengo mi naranjada.
Gonzalo sonrió al ver la botella.
– Es lo único que he tomado desde hace un mes. Así estaba como si estuvieras conmigo.
Matías giró su cara para que no pudiera verlo llorar otra vez. Por el rabillo del ojo vio que su hermano cogía el perrito y se lo llevaba a la boca. Lo tuvo un rato delante, como si estuviera estudiándolo. Lo olía. Casi el olor ya parecía alimentarlo. Al final y tras pensárselo un rato, le pegó un mordisco. Lo fue masticando despacio. Como si estuviera aprendiendo a comer de nuevo, como si fuera un niño pequeño.
– Ahora tú.
Matías se secó como pudo los ojos y miró a su hermano.
– Vale.
Cogió su hamburguesa y le pegó un mordisco. Sonrió mirándolo. Masticó despacio, como él. Lo volvió a acurrucar sobre su hombro.
Sin pedírselo, volvió a morder el perrito. Otro mordisco, pequeño sí, pero al menos seguía comiendo. Matías pegó otro mordisco a su hamburguesa. Era el trato.
– Come una patata frita – le animó Matías.
No llegó a acabarse el perrito. Pero al menos había comido algo. Y al menos, se había bebido la botella de Acuarius. Llevaban más de una hora los dos pegados, sentados en el suelo.
– Vamos a recoger tus cosas.
– Pero…
El miedo apareció en la mirada de Gonzalo. Todavía quedaba un año para que pudiera irse con su hermano. Eso le había dicho. No quería que tuviera problemas por su culpa. Su madre se enfadaría y le pegaría, como cuando vivía en casa.
Matías entendió la mirada.
– Tranquilo, todo está arreglado. No va a pasar nada.
Tras un rato más sentados en silencio, Matías se levantó. Tiró de los brazos de Gonzalo para ayudarle a levantarse. Cuando estuvo de pie, tardó unos minutos en encontrar la estabilidad para mantenerse de pie por sí solo.
– No te has dejado barba – le dijo de repente, sin venir a cuento.
Matías lo miró sorprendido.
– Decías que te ibas a dejar barba.
Matías recordó. Cuando le costaba dormir, Gonzalo iba a su habitación. Le despertaba y se metía en su cama. Para que se durmiera, Matías hablaba de cosas. Cuando Gonzalo dejaba de preguntar, porque era un preguntón, era señal de que ya estaba dormido. A veces lo cogía en brazos y lo llevaba a su cama. Otras veces, lo dejaba dormir en su cama. Una de esas veces, le contó lo que iba a ser de mayor. Y sí, le dijo que se iba a dejar barba. Posiblemente lo dijo porque su padre llevaba barba.
– No me gusta. Así no pincho cuando doy un beso. Y le dio un beso.
– Aunque si quieres, me la dejo.
Gonzalo sonrió triste. Se encogió de hombros.
– Da igual. – contestó al final.
– Vamos a coger tus cosas.
Abrió la puerta de la calle y metió dos maletas que había dejado fuera cuando había entrado.
Subieron a su habitación. Pero a Gonzalo se le acabaron las fuerzas y se tuvo que sentar en la cama.
Matías miró el dormitorio. Parecía casi el cuarto de un monje. No había nada en las paredes, solo las mismas estanterías que recordaba con libros de estudio y las mismas novelas que había cuando se fue. La cama era la misma. Así que se imaginaba a Gonzalo durmiendo encogido. No había muñecos ni posters, ni nada. Ni los juguetes que le había ido regalando. Abrió los armarios y solo vio unas pocas camisetas, un par de jerseys y un abrigo. Unas zapatillas muy usadas y unas bambas un poco más nuevas, pero a todas luces pequeñas. Tres pantalones y unas mudas dadas de si por el uso.
Gonzalo se levantó con torpeza. Se arrodilló en el armario y levantó una tabla del suelo, debajo de las bambas. Ahí, en un pequeño recoveco, estaban los regalos de Matías. Y sus mensajes. Y un pañuelo de cuello que usaba en los campamentos y que se dejó al irse.
– ¿Y el camión de bomberos? ¿Y el tren eléctrico?
– Mamá los tiró. Daba igual, no necesitaba nada para jugar. Me ponía tu pañuelo y ya podía jugar.
Metió todas las cosas de su hermano en una de las maletas. Aún así, le sobró espacio.
– ¿No tienes nada más?
– Los libros… en la mochila.
– ¿Ordenador?
– Me lo quitó mamá. Uso los del colegio.
A ráfagas, Matías sentía que una enorme rabia recorría su cuerpo. Debía controlarse. No debía hacer nada que pudiera estropear las cosas. Tuvo un impulso y fue a la que era su habitación. La abrió y encendió la luz. Estaba completamente vacía. Las paredes estaban llenas de rayones, parecían hecho con mucha rabia y con un cuchillo o algo punzante. Se respiraba todo el odio y la rabia de que su madre era capaz. Y las dos cosas eran muy intensas.
– Vamos – dijo volviendo junto a su hermano.
– Pero mamá … – otra vez volvió a aparecer el miedo en el rostro de Gonzalo.
– Ya está todo arreglado, no tengas miedo. Confía en mí.
– Pero te pegará…
Parecía un niño pequeño. Por un momento Matías creyó ver al niño de cinco años que había sido ya hacía diez.
– No me va a pegar. Ahora viviremos juntos, tú y yo.
Sonrió. Por primera vez sus ojos parecieron recuperar algo de vida.
– Vamos. ¿Quieres que cojamos algo de la nevera?
Gonzalo se encogió de hombros. No sabía que responder. Matías se acercó al frigorífico. Solo había cinco taper y una botella de agua. Vio la botella de naranjada encima de la isla. Abrió el armario en el que guardaba las galletas, pero estaba vacío. Y el de los cereales y el Nesquik. Pero también estaba vacío.
– ¿María no te preparaba comida? Si le dije… – pero se calló. No era el momento de hablar de ese tema. Ya ajustaría las cuentas con María.
Creía que podía confiar en ella, pero era evidente que no. Se había aprovechado de la situación. Se había acercado a ella de vez en cuando y la había dado dinero para que lo cuidara, le comprara las cosas que le gustaban, le preparara comida. Abrió los taper y comprobó que la comida estaba pasada, en alguno de ellos, incluso estaba llena de moho.
– Casi es mejor que no hayas comido.
Gonzalo se encogió de hombros de nuevo.
– ¿Y la naranjada? Si no te gusta. – cuando acabó de decirlo se acordó de lo que le había dicho mientras estabans entados, merendando.
– Pero a ti sí.
Otra vez le entraron ganas de llorar. Pero ya era hora de salir de allí. De romper con todo definitivamente. De empezar a recuperar a Gonzalo.
Envolvió la cintura de su hermano con el brazo. Se puso las dos mochilas, la suya y la de su hermano en el hombro libre y empujó con esa mano la maleta. La vacía la arrastraba el “enano”.
Para Gonzalo, el resto del viaje fue un sueño. Apenas se enteró de nada. Por primera vez en mucho tiempo, tenía ganas de dormir.
Llegaron al piso de Matías. Ramón los esperaba en el salón. Sonreía, contento porque al final, la historia de su marido y su hermano había acabado. Había costado tiempo y dinero. Y mucho dolor. Pero ya estaba todo en su sitio. Pero la sonrisa se le heló en su cara al ver el estado de su cuñado. Se abalanzó justo a tiempo de ayudar a Matías a evitar que el chico se cayera al suelo por falta de fuerzas. Lo cogió en brazos y lo llevó a la habitación que le habían preparado. No pesaba nada. Lo acomodó en la cama y entre los dos, le fueron desnudando. Estaba en los huesos, desaseado, descuidado.
Le pusieron el pijama y lo arroparon. Matías se agachó para darle un beso en la mejilla. Salían de la habitación cuando Matías sintió que Gonzalo le agarraba la muñeca.
– No te vayas – susurró.
Ramón salió sin hacer ruido mientras Matías se quitaba las deportivas y se metía en la cama con Gonzalo.
– Ya no te huelen los pies.
– Serás bobo – le contestó Matías dándole un suave golpe en el brazo. Gonzalo sonrió mientras se quedaba profundamente dormido, recostado sobre el pecho de su hermano.
Matías no tardó mucho en oír los primeros petardos de Nochevieja. Escuchaba de fondo la televisión del vecino de arriba. Escuchó las campanadas y la algarabía de los vecinos. Y casi al instante, un sinfín de petardos estallaron en la calle. Siempre le había gustado mucho la fiesta de Nochevieja. Le había gustado comer las uvas y brindar y abrazar a todo el mundo. Ponerse una nariz de payaso y tirar serpentinas y confetis. Todos los años habían celebrado una gran fiesta en casa, con todos sus amigos. Cada año, descontando uno para reencontrarse con su hermano.
Era su primera Nochevieja con él, era la primera en que no había fiesta en casa. Pero era su mejor Nochevieja. Estaba velando el sueño de su hermano.
– El próximo año, vas a tener la mejor fiesta. Qué digo el próximo año, dentro de unas semanas, cuando cojas fuerzas. De cumpleaños, de Año nuevo, de todo nuevo.
Se lo susurró al oído. Y Gonzalo pareció oírlo, porque se movió en sueños y apretó la muñeca de Matías, muñeca que no había soltado desde que había impedido que saliera de la habitación. No quería por nada del mundo, volver a perderle. Era lo único que tenía. Y ahora que de verdad estaba a su lado, se aferraba a él con toda la poca fuerza que le quedaba.
Cerró los ojos y se durmió con una sonrisa en la boca y el mejor regalo de su vida, durmiendo apoyado en su pecho: su hermano.
Agradecimientos:
A Lorién por la fotografía del regalo de Gonzalo.
A Dídac por la Música que le ha puesto al relato.