II Semana del libro. Empezamos. Un prólogo. Con banda sonora.

La habitación estaba helada.

Fuera, todo indicaba que la lluvia iba a aparecer en cualquier momento.

Los árboles se movían al ritmo del aire. Se agitaban de un lado para otro como si se fueran a romper… en cualquier momento.

Álex estaba sentado y aunque no se movía, parecía que se iba a romper igualmente; en cualquier momento.

La habitación estaba caldeada.

Fuera, todo estaba nevado.

Las ramas de los árboles crujían bajo el peso de la nieve. Algunas se rompían.

Álex estaba sentado y aunque no tenía nieve encima, parecía que se iba a romper igualmente. En cualquier momento.

Fuera hacía sol.

Un rayo se luz se colaba por una rendija de la persiana.

Álex estaba sentado y miraba los juegos del polvo y el rayo de luz que moría en las tapas de un libro.

Un libro grande y pesado.

Álex lo había visto siempre ahí, pero nunca lo había hecho caso, como a tantas otras cosas. El rayo jugueteaba sobre la tapa del libro, moviéndose sobre ella. Parecía que esa luz, ella misma, estaba escribiendo algún mensaje llegado de vete tú a saber dónde.

Álex sonrió desechando tan boba idea.

Era la primera vez que sonreía desde… no se acordaba.

Álex se levantó, despacio. Sin sonrisa, no había que abusar. Porque aunque no se había roto con la nieve, ni con el aire huracanado de la tormenta, ni con su desesperación, tenía miedo de que eso pudiera ocurrir en cualquier momento.

Miró el reloj: las 10 de la noche.

Miró a la persiana.

Miró el reloj.

Miró la tapa del libro, paseada por el rayo de sol.

Las 10 de la noche.

Suspiro rascándose la sien.

Estiró la mano despacio, con miedo. Rozó la tapa del libro jugueteando con el rayo que se colaba por la persiana.

Respiró hondo y se decidió: Levantó al tapa.

Un mar de destellos inundaba esa primera página. Unos rojos, otros azules, blancos, grises… unos parecían reír, otro lloraban, otros sufrían y otros volaban con los pájaros; y otros, entraban en la mente de los niños, otros en la de los viejos, y otros distintos, entraban en la mente de los que no eran ni viejos ni niños, ni mujeres ni hombres, ni grandes ni pequeños, ni gordos ni flacos, sino todo a la vez y nada en concreto.

Sin pensar pulsó un destello, y una imagen apareció: Era un hombre que leía. No supo como, pero supo su nombre: Pucho. Y pulsó seguido otro destello y vio a un chico joven, atractivo que sonreía y leía. No supo como, pero supo su nombre: Lorién. Y se lanzó y pulsó otro destello, y vio a otro chico que se llamaba Dídac, y otro destello y Virginia, como los anteriores, leía un libro. Y Pere, y Jaime, Josep, y Miguel, y Marta, y Felipe, y Luis sentado en su silla de ruedas, y Fermín, y Raúl… y Ernesto, y Alberto, y Sofía, guapa, guapa… y Nerea, y Rafa…

Álex sonreía. Otra vez. Estaba obnubilado por su descubrimiento. Quiso seguir pulsando sin ton ni son, pero… consiguió controlarse y decidió volver a los primeros destellos que había pulsado. Quería ver, sentir lo que estaban leyendo. Necesitaba hacerlo.

Lorién leía un libro que se llamaba “Ocultos”. Y leía también un cómic del que no pudo ver su nombre. Pulsó otro de esos destellos y Pere leía “El Arqueólogo”, y Pucho leía a Oé, y Virginia leía “En el país de la nube blanca”. Y Jaime se frotaba los ojos intentando controlar el llanto. Dídac leía “El gran Mundo”.

Álex cogió el libro y se lo llevó al sofá. Se sentó con él en el regazo, y se dispuso a saber lo que cada uno de los protagonistas de esos destellos, pensaba sobre el libro que estaba leyendo. Y quizás después, él abriría ese enorme libro de destellos, y podría leer esas mismas historias, u otras. Y sentir lo mismo o distinto. Pero leer y sentir, al fin y al cabo.

Álex sonrió.

Otra vez.