La última foto juntos.

Fue la última excursión que hicieron juntos. A Raúl se le ocurrió que podían hacer algo extraordinario. Para tener un recuerdo de su amistad. Se olían que tardarían en juntarse todos otra vez.

– ¿Y si nos sacamos una foto en gayumbos?

Y dijeron que sí. A todos les pareció muy divertido.

– ¿Y si después nos sacamos la foto desnudos? – apuntó Dani.

Al principio a algunos les dio corte. A parte que hacía un poco de frío. Aunque Dani apuntaló:

– Por quitarnos los calzoncillos, no vamos a pasar mucho más frío.

Guillermo y Ramón, que eran los más reacios, no tuvieron excusa. Así que, dijeron que sí.

– Pensad que en mucho tiempo no nos volveremos a reunir – recordó Emilio, el más callado. Él era el que más echaría de menos a sus amigos.

Al final quedaron en que serían tres fotos: vestidos, en calzoncillos y desnudos. Con el valle a la espalda. Contentos, felices.

Solo quedaba buscar a alguien que las hicieras.

En eso tuvieron suerte, porque al poco, mientras pensaban en cómo dejar la cámara en una roca y poner el retardador, apareció por allí un pastor con su perro y sus ovejas. Dani, el más lanzado, corrió a pedírselo. El pastor accedió sin ningún problema. Aunque cuando para la tercera foto, les vio desnudarse completamente, aunque no dijo nada, pensó eso de «esta juventud, está loca».

Al volver a casa, Dani recogió su equipaje y puso rumbo a París, para seguir estudiando. Guillermo emprendió viaje a Madrid para trabajar al cabo de un par de días. Raúl tardo casi un mes en irse a Argentina, para ayudar a unos familiares que vivían allí. Emilio se quedó en casa, cuidando a su padre, que por entonces luchaba con un cáncer. Y Ramón que nunca se había ido, siguió trabajando con sus padres en el taller de artesanía y artes plásticas que tenían.

Seguían en contacto, pero estar juntos, como en esa excursión y como casi todos los días hasta ese momento, no lo hicieron nunca. Pero cada uno de ellos, mirando la foto, volvió a sentir esa camaradería que les unió durante casi veinte años. Y eso era algo, que en los momentos de tristeza, lograba levantarles el ánimo.

Aarón y su fantasma. 2

Al volver a su ciudad, Aarón empeoró. Estuvo una semana sin salir ni comunicarse con nadie. Su madre alarmada por la imposibilidad de hablar con él y alertada de su ausencia total en la vida social de la ciudad por algunos de sus amigos, fue a verle. Entró con la llave que tenía de reserva por si acaso. Lo encontró en el sofá, desaliñado, oliendo a sudor, sin afeitar. Cuando encendió la luz, Aarón cerró los ojos; llevaba tanto tiempo sin ver la luz que ésta le molestaba. Su madre se echó a llorar desconsolada. Llamó a su marido. Llegó en apenas unos minutos. Entre los dos lograron convencerle de que volviera a casa. Le pusieron un abrigo que encontraron por ahí y se lo llevaron.

En casa de sus padres, nada cambió. O poco. Al menos iba al servicio a hacer sus necesidades. Y se duchaba de vez en cuando. Poco más. Nada parecía sacarle de esa suma tristeza. Su madre fue llamando a todo el que pensó que pudiera sacarle de su ensimismamiento. Fueron pasando por casa sus amigos del colegio, los del instituto, los de la catequesis; los amigos del baloncesto y los del barrio. Sus compañeros de su primer trabajo y los del segundo, sus primos, su tía Carola, su tío Luis. Nadie consiguió nada de él. Al contrario. Después de cada visita parecía hundirse más. Llamaron a un par de psicólogos amigos de Rosa, pero ni siquiera les saludó. Se quedó mudo mirando la pared de enfrente.

Al final, su madre llamó a Juancho. Era la última bala. Podía haber sido, debía haber sido la primera, pero estaba lejos. “Se que siempre le has querido mucho, Juancho. No sabemos que hacer.” “No creo que pueda hacer nada, Rosa.” “Por favor, no se a quien recurrir, a ti siempre te ha hecho caso, al menos te ha escuchado siempre”.

Juancho cogió el primer AVE que encontró. Fue con lo puesto. Ni siquiera cogió una muda. Al fin y al cabo, pensó, tenía su antigua casa con algo de ropa. Y a malas, le robaría algo a su amigo. Cuando el taxi le dejó en la puerta de la casa de los padres de Aarón, se paró un instante. Debía prepararse. No iba a ser fácil, ahora se daba cuenta. Lo quería de verdad y le iba a doler verlo así. Por mucho que le había contado su madre, se imaginaba algo mucho peor. Al cabo de casi media hora se decidió y llamó al telefonillo. “¿Sí?” “Rosa, soy Juancho”.

Rosa le esperaba en la puerta. Llevaba un chal por encima de los hombros, chal que le servía de excusa para abrazarse ella misma, para darse fuerzas y calor. Abrazó a Juancho y le dio dos besos muy sentidos. Al fin y al cabo, ese hombre había sido casi como un primo, un hermano de Aarón. De jóvenes siempre estaban juntos. Muchas tardes Juancho iba a merendar a su casa. Los findes, muchos los pasaban los dos juntos un su casa o en la de él. Rosa siempre había querido mucho a ese amigo tan fiel de su hijo.

Juancho volvió a respirar profundo como para coger fuerzas. Había tantas cosas que podrían salir torcidas. Tantas conversaciones pendientes que podían aflorar y para las cuales seguía sin estar preparado. Tantas palabras nunca pronunciadas en voz alta. Tantos recuerdos olvidados o apartados. No sabía por dónde iba a ir el encuentro. Tenía miedo. A lo mejor entraba en esa habitación de salvador, y salía pidiendo a gritos alguien que le salvara a él. Anduvo por el pasillo hasta la habitación de su amigo. Como siempre hacía de pequeño, entró sin llamar. Era el único que tenía permiso para hacer eso. Aarón levantó la cabeza y al ver a Juancho se echó a llorar. Éste no dijo nada, solo se acercó a él y lo abrazó. Se sentó a su lado y le obligó a apoyar la cabeza en su hombro.

No se dijeron nada. Solo estuvieron así, los dos, abrazados. Aarón lloraba de vez en cuando, Juancho le acariciaba suavemente la cabeza.

Así pasaron toda la noche.

A la mañana siguiente, Aarón se fue a duchar. Mientras, Juancho  fue a hablar con Rosa y Alberto. “Le he convencido que se venga a Málaga”. A Rosa se le humedecieron los ojos. Escuchaba los ruidos de su hijo en el baño. Solo eso ya era un triunfo. No dijo nada, solo apretó el brazo de Juancho y se volvió a abrazar con la excusa del chal. Alberto suspiró un poco más relajado, aunque por alguna causa se le vino a la cabeza la idea de que Juancho iba a cargar con una responsabilidad que no era la que le tocaba. Y eso tampoco le acababa de convencer, porque al igual que su mujer, quería a ese chico como si fuera de la familia. Pero no dijo nada. Era más cómodo así. Y al fin y al cabo, si lograba mejorar el estado de ánimo de su hijo, al menos sacarlo de ese pozo sin fondo, o mejor, si lograba desalojar al fantasma que habitaba en su alma desde hacía 3 años, mejor que mejor. Luego ya llegaría el momento de hablar con Juancho y arreglarlo.

Desayunaron y llamaron a un taxi. Una pequeña parada en casa de Aarón para recoger sus ordenadores y otros materiales de trabajo, y camino de la estación.

El estado de la casa de Aarón era deplorable. Ahora se imaginaba Juancho la conmoción que debió sentir su madre cuando entró. Y ver un bote de pastillas en una mesa, le hizo sentirse aún peor. “Seguro que Rosa las vio; pobre mujer”.

No tardaron ni cinco minutos. Aarón no dijo nada del estado de su casa, y Juancho tampoco.

Al menos Aarón parecía activo esa mañana. Y Juancho se había guardado las pastillas en su bolsillo, por si acaso.

Aarón y su fantasma. 1.

Aarón no paraba de ligar. Daba igual el medio: una de esas plataformas que hay para ello o en persona, en cualquier local, por la noche, por el día, en la calle… cada día llevaba un nuevo hombre a su cama. Por la mañana, una palmada en su culo y adiós. Nada le llenaba, nadie sacaba al fantasma de su corazón.

Hubo un hombre, Marcial, que durante un par de semanas le hizo olvidar. Le hizo disfrutar. Todo parecía ir bien, lo pasaban bien juntos sin tener que follar a todas horas. Se reían. Pero en esa cena del último día que estuvieron juntos, Marcial acarició suavemente con su mano el dorso de la de Aarón. Y ahí éste, como si hubiera recibido una descarga eléctrica, la apartó bruscamente y sin pausa ni decir esta boca es mía, salió corriendo del establecimiento. No dejó de correr hasta llegar al parque que hay a la orilla del río, sentarse en el césped apoyando la espalda en un árbol, su árbol, y llorar.

Otra vez su ex. Otra vez ese fantasma. Otra vez esa melancolía. Ese hartazgo. Esa incapacidad de dar un paso más allá del sexo.

Marcial no hizo nada por retomar el contacto con Aarón. No entendía nada, pero estaba claro que había algo que impediría que su relación creciera. Y él quería que creciera. Esperó unos días una aclaración por parte de Aarón, pero ésta nunca llegó. Marcial pasó página sin dudarlo. No habían llegado a ese punto de verse empujado a luchar por ese idilio.

Aarón se quedó un poco triste. Durante un ese tiempo que estuvieron juntos, esos apenas 13 días, estuvo muy a gusto. Marcial le había caído bien. Pero no tanto, no estaba tan a gusto como para crecer como pareja. No como para ser eso, pareja. O como quisieran llamarlo. Y ese gesto, era el preludio seguro a una declaración del estilo: “Seamos novios”. O de: “¿Por qué no te vienes a vivir a mi casa? Estamos tan bien juntos…”. No quería hacerle daño, no se lo merecía. Pero Aarón no sabía decir que no. Nunca había sabido. Solo sabía correr y huir. Salvo con su ex.

Pasó un tiempo. Sus amigos, su familia no sabían como hacer que Aarón volviera a vivir. “No es necesario que se enamore otra vez para que sonría, joder”, decía su padre. “Debe vivir por sí mismo, sin necesidad de tener a alguien a su lado”, opinaba Mariola. “Por falta de sexo, no será: folla más que todos nosotros juntos”, contaba Guillermo, uno de sus mejores amigos desde el colegio, a su madre, que lo de follar lo escuchaba con los ojos cerrados y apretando los puños.

Su amigo Juancho decidió que era el momento de que cambiara de ambiente. Juancho se había ido a vivir por trabajo a Málaga. Allí tenía un casoplón que le pagaba la empresa, con cinco habitaciones de invitados, con un baño enorme cada una. Una piscina de ensueño y un jardín en el que se podía jugar al futbol. Decidió invitar esa semana un un montón de amigos, incluyéndole a él. Mucha bebida, mucha comida, teatro y museos. Y camadería.

Aarón llegó tal que un jueves por la noche. Fue el primero. Charlaron los dos amigos hasta bien entrada la madrugada. Lo pasaron bien. Estuvieron a gusto. Juancho pensó que todo hubiera sido más fácil si los dos se hubiera juntado. Pero eso no era posible. Eran los mejores amigos, pero no encajarían como pareja. Si hubiera tenido que estar con un hombre, sin duda, hubiera sido con Aarón. Incluso alguna vez pensó que, si en una noche apropiada se hubieran besado, él hubiera dado el paso. No le hubiera importado abandonar su heterosexualidad. Le quería de verdad, por eso le dolía que estuviera mal. Y él sabía que Aarón le quería también. Pero las circunstancias no se dieron nunca. Aarón buscando su hombre, Juancho buscando su mujer, pero sin éxito.

Aarón se levantó un poco melancólico por la mañana. A veces la pasaba después de pasar largo tiempo con Juancho. Se fue a la ducha. Se sentó en el suelo y dejó que el agua resbalara sobre su cuerpo. De repente, un hombre entró y se preparó el baño, ajeno a que él estaba en la ducha. Se cruzaron alguna mirada esquiva, pero sin hacerse mucho caso. Ignorándose. Pero algo en ese chico, hizo que Aarón se incorporara y se pusiera a tocarse como el sabía hacer, con sensualidad y desparpajo. Ese chico le había despertado algo olvidado dentro de él.

Al final empezaron a mirarse ya sin ningún complejo. Aaron se acercó despacio a la bañera… y allí ocurrió todo. Aarón y ese chico nuevo recién llegado a la casa de su amigo Juancho, que luego supo que respondía al nombre de Vinny, juntaron sus cuerpos por primera vez y disfrutaron, sí, vaya que si disfrutaron. Y lo hicieron muchas más veces en ese fin de semana largo.

Pero el domingo, el día en que cada uno volvía a su casa, Aarón se fue sin despedirse. No era su hombre. Y si lo era, le daba igual. Él y su fantasma. Ese era su destino.

Nuño y los vestuarios

Somos del mismo equipo, y hay confianza. O más bien no hay más remedio. Salimos al campo como si fuéramos uno. Un engranaje perfecto. Viajamos juntos, tomamos pizza juntos después de los partidos. Compartimos muchas horas. Todos vamos a la ducha juntos. Nos desnudamos juntos. Nos vestimos juntos. Hacemos bromas de machos orgullosos. Nos miramos, porque somos jóvenes y nos embarga la curiosidad y nos gusta la belleza, y somos bellos por jóvenes y por deportistas, pero hacemos como que no vemos. Jugamos con las toallas, lanzándonos latigazos de los que pican a las piernas, al culo, al torso. Nuestros genitales saltan y bailan. Hay confianza. Somos jóvenes. Miramos pero hacemos como si no viéramos. Aunque todos vemos, unos más y otros menos. Todos nos fijamos, unos más y otros menos, pero lo hacemos por distintos motivos, puede ser, pero lo hacemos.

Nuño se ha escapado. Siempre se escapa. Pone excusas o simplemente desaparece. No le gusta ducharse con los demás. Se siente diferente. Es diferente. Yo lo sé. Todos lo sabemos. Para el resto es un mero trámite. Para él, no. Él se supone que nos miraría con deseo. Con curiosidad. Pero se moriría si lo descubriéramos. O si un día no lo puede reprimir y su pene se pusiera tieso delante de la peña. Un día le ocurrió en otra vida y le montaron un follón.

Me gustaría acercarme un día después de un partido y decirle que se quedara. Que nos mirara lo que quisiera. Incluso le diría que me tocara. El piensa que le vamos a ridiculizar. No lo haríamos. En este equipo no. Y menos con él. ¿Por qué? Porque es buena gente. Porque lo queremos. Porque lo necesitamos, también. Es el mejor del equipo. Nuestro juego pasa por sus manos, por sus piernas por su inteligencia a la hora de ver el partido.

Y es divertido. Es ocurrente. Salvo cuando se trata de desnudarse todos juntos. En ese momento, echa patas.

No nos atrevemos a decirle que lo sabemos. Que no nos importa. Hace unos meses me encontré con Kike Palma. Kike sigue siendo del equipo en el que jugaba antes Nuño. Allí lo pasó mal. Entonces se duchaba con todos pero un día se le escapó una mirada a los genitales de Luis Ramírez, otro de los jugadores. Luis es un bruto, un macho de esos que presumen de macho. Dicen que tiene un miembro generoso que no duda en exhibir desde el minuto cero en el vestuario o donde sea. Y se lo masajea con estridencia, para llamar la atención del resto. Marcar territorio se dice también. Un macho alfa. Lo suele hacer contando sus aventuras con todas las chicas con las que se cruza. Con todas se acuesta y a las que no consigue las llama frígidas. Todos sus ligues tienen unas tetas de alucine. Ese día, Luis se dio cuenta de la mirada de Nuño. Posiblemente la noche anterior el polvo no fue bueno, o las tetas eran más pequeñas que las que le gustan. O no mojó, que sería lo más probable, porque Luis de boquilla lo que quieras. Es un gran jugador de parchís: me como una y cuento veinte. El caso es que pilló su mirada y lo machacó. Se rió de él. Lo llamó marica y se acercó a él, le agarró, le puso de espaldas e hizo como si lo diera por culo. Kike Palma sugiere que Luis Ramírez se empalmó con el juego, lo que le sacaría más de quicio.

Algunos compañeros le rieron la gracia, otros no, pero tampoco hicieron nada para parar la broma. ¿Broma? Así lo llamó Luis cuando el entrenador entró y lo pilló en plena acción. Como suele pasar en estas ocasiones, el entrenador aconsejó a Nuño que si no lo podía afrontar, mejor que cambiara de equipo. Mejor, le dijo, deja el deporte, no es lo tuyo. Entonces no era el jugador que es ahora, claro. Al entrenador ese también le incomodan los homosexuales, lo sabemos todos. Algún caso más hay en su currículum. Me lo ha dicho mucha gente. Pero por su posición, debe mantener las formas. Todo lo hace de manera muy profesional, por el bien del equipo y de los maricas a los que echa con buenas palabras, siempre por su bien.

Así recaló en nuestro equipo. Todos contentos. Pero Nuño, al llegar aquí, fue precavido. No se desnudó ni compartió vestuarios con nosotros. Cuando viajamos, ni siquiera se desnuda delante de sus compañeros de habitación. Lo hace a escondidas en el baño, con el pestillo cerrado. Cuando se duchan los otros, sale y se va a las zonas comunes del hotel en el que estemos. Si entrenamos en nuestro campo, o jugamos, se va directamente a su casa. No se quita ni las botas.

No es vida para él. Y nosotros nos sentimos incómodos por justo lo contrario a las razones de la gente del otro equipo. Hoy hemos jugado. Hemos ganado. Lo vamos a celebrar todos, menos Hugo. Ha fingido un no sé qué y se ha ido al hotel, que estaba cerca del campo. El entrenador ha preguntado por él y cuando le hemos dicho, ha suspirado. Mateo y Ibai se han mirado y han buscado mi mirada.

– Debes arreglarlo de una puta vez – me ha dicho Mateo.

– Debemos arreglarlo entre todos, es mejor – he replicado. – No sé por qué tengo que ser yo.

Se ha hecho el silencio en el vestuario. Peter ha tomado las riendas:

– Pues vamos, tienes razón. Vamos todos.

Se ha puesto en camino, decidido. Se había quitado la camiseta pero se la ha vuelto a poner. Mateo e Ibai se han mirado y se han encogido de hombros antes de salir también camino de la calle. El resto les ha seguido. Todos a una.

No hemos tardado nada en llegar al hotel y subir a su habitación, nuestra habitación. He abierto la puerta con mi tarjeta y allí lo hemos encontrado, mirando por la ventana. Se ha dado la vuelta, sorprendido. Ha puesto cara de susto y no me extraña. Hemos llegado todos en tromba, con prisas y con cara de importancia.

Ahora, Peter que lideraba, no sabe que hacer. Mateo e Ibai tampoco. Esta vez he tomado la iniciativa y me he desnudado. Carlos me ha seguido, con lo que le gusta exhibir su perfecto cuerpo. Es una broma, es cierto que es un poco exhibicionista, pero no en el mal sentido. Está bueno, la verdad. Muy bueno. Mejor cambio de tema.

El caso es que al cabo de un par de minutos ahí estábamos todos desnudos, delante de él.

– Míranos – le he dicho suavemente. – Con nosotros no tienes nada que temer. Te queremos.

– Tú sobre todo – ha bromeado Mateo, al que he atravesado con la mirada y ha murmurado un “perdón” bajando la vista.

– Es cierto, te queremos – le ha dicho Carlos que a parte de todo eso, se lleva muy bien con Nuño. – y lo sabes.

– Me da miedo – ha susurrado – Ya me ha pasado. Todos eran muy majos pero un día… ya he pasado por ello y no… no gustan los maricas en el fútbol. Hasta he pensado en dejarlo.

– Eso es una bobada – le ha espetado Ibai. – Aquí eso no pasa. Aquí si llega un Luis, le ponemos de patitas en la calle a él.

– ¿Lo sabéis? – parecía un cordero degollado. Hubiera jurado que casi se echa a llorar de la vergüenza. Pero Carlos estuvo de nuevo al quite.

– Claro que lo sabemos. Desde el primer día.

– Míranos, somos nosotros. No esa gentuza de tu anterior equipo. Y te necesitamos a tiempo completo. En las duchas, en las celebraciones. Comiendo pizza. Tenemos dos botellas de cava malo para ducharnos con ellas en cuanto te decidas y te vengas con nosotros.

– Vamos – ha indicado Carlos – retomando la iniciativa. Hemos rodeado a Nuño y le hemos abrazado. Y hemos empezado a saltar todos juntos. Con nuestro grito en la victoria. Cada vez más apretados. Al principio se resistía, pero al poco, ya estaba integrado en el grupo.

Te juro que cuando lo he mirado mientras saltábamos, parecía 3 ó 4 años más joven. Es como si se le hubiera quitado un peso de encima. Le brillaba la mirada, hasta sonreía. Y también juraría que me ha dedicado una mirada especial. Si Carlos o Mateo la hubieran visto, seguro que me decían que tenía esperanzas, que me lanzara a declararme. Pero no me atrevo.

¿Y si volvemos al vestuario y nos ponemos a saltar allí, como se espera de nosotros y ponemos todo perdido de barro y cava malo? Y además tenemos que mantear al entrenador…

Nos volvimos a vestir a toda prisa y salimos del hotel. El conserje nos miró con cara de pocos amigos. Seguro que estaba contando las horas que nos quedaba de estancia. Pues se iba a joder, porque hasta la mañana siguiente, no volvíamos. No me extraña que nos mirara porque íbamos con unas pintas… al volvernos a vestir cogimos la ropa que primero pillamos, y alguno le sobraba pantalón, a otros le faltaba camiseta, y otros íbamos descalzos, porque no éramos capaces de meternos las botas que habíamos pillado.

Esa noche íbamos a cenar todos juntos, con la directiva y tal se habían estirado y nos convidaban a un restaurante bien. No sería tan bien, pero al menos cambiábamos la pizza por un día. Y muchos de nuestros padres estaban por ahí. Los de Nuño también, y era raro, tampoco solían prodigarse por los entrenamientos ni por los partidos. Menos todavía los viajes.

Llegamos a los vestuarios. Allí estaban esperando las botellas de cava malo para ducharnos con ellas. Eramos primeros en la liga, y eso bien merecía una ducha pegajosa y luego, una ducha liberadora con agua y jabón. Todos juntos.

Míralo. Mira a Nuño. No le he visto tan contento desde que lo conozco. Desde el otro lado del vestuario, se me ha quedado mirando un instante. Ha sido solo un momento, pero he creído ver que me decía muchas cosas… gracias sobre todo. Y que lo nuestro, de momento no va a poder ser. Eso también me lo ha dicho.

Debe pensar que una cosa es que no importe que sea gay, y otra mantener un romance con otro miembro del equipo. No le atraigo lo suficiente como para correr ese riesgo. Eso lo digo yo. Y me duele, pero me parece bien. Al menos tengo la compensación de verlo contento, relajado. Y seguro que en el próximo partido, lo va a hacer todavía mejor.

Quizás en un futuro la cosa cambie y lo nuestro pueda ser. Esto lo digo yo, para animarme. Aunque tendré que buscarme otro amor, me temo.

Pero yo contento. Por Nuño.