I Semana de la música: Hoy le dedicamos el día al piano.

Sí, porque me he dado cuenta que hasta que preparo este post, no hemos tratado el piano como se merece. Y encima que por aquí creo que pasan de vez en cuando algunos pianistas. Hoy les dedico este post a uno de ellos: Lorién.

Empecemos calentando los dedos. Con preludio de Chopin.

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Maravilloso ¿Eh?

Es un instrumento que a mí particularmente me encanta. Es tan dúctil, sirve para tantas misiones… alegrarte, hacerte llorar, soñar… hacerte bailar o relajarte. El piano se utiliza para tantas cosas, para acompañar, como protagonista de muchos conciertos, como acompañamiento y apoyo para enseñar. Se usa para componer, funciona muy bien solo, sin necesidad de otros instrumentos, pero aún así, combina muy bien con el violín, el chelo, el arpa. Y en jazz, con un contrabajo y un saxo o una trompeta… y es una combinación maravillosa. Jazz, Clásica, Moderna, rock…

Pero no estamos dedicando en esta semana más a la clásica, así que, y en honor a ese pianista al que le dedico hoy este post, un concierto para piano. Y como  Tchaicovsky es un tipo que componía como los ángeles, no me importa repetir con él después de su 1812, y poner su Concierto para piano nº 1.

El pianista es Stanislav Ioudenitch.

Es un concierto maravilloso.

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Espero que te haya gustado.

 

París: el día en el que todo pudo ser distinto.

Banda sonora del relato a cargo de Dídac.

Dale al play.

Ese día todo pudo cambiar.

Levanté la vista. Quise mirar por la ventana, pero no la encontraba. Miraba hacia ella, pero… no la veía. Sostenía esa foto antigua en las manos. La giré un momento y vi la fecha del reverso: 28 de octubre del 2010.

Suspiré. Intentaba con ello controlar ese algo que salía de dentro, que me removía… pero no lo conseguí y el llanto acabó por descontrolar mi pose y acabó por llenar mis ojos de lágrimas.

– ¡Joder!

No debía haberlo hecho. No. No debía haber sacado esa caja de fotos. Esa misma caja de fotos que estuvimos mirando los dos, justo el día antes.

Esa foto le hizo llorar a él también aquel día.

– ¡París! – dijo con esa cara de soñador ilusionado con la mirada perdida en ningún sitio, pero en dirección al cielo – siempre quisimos ir a París.

Miró el calendario y suspiró.

– 28 de octubre.

Otra vez la cara. Otra vez esa luz en su mirada. Impotencia en la mía.

– 28 de octubre – repitió.

Y lo volvió a decir después, al cabo de unos instantes que parecieron horas. O a lo mejor fueron horas, y la vida pasó sin dejar huella.

– Hace 37 años – dijo al fin para dar por terminado un silencio que amenazaba con volverme loco.

Esa mirada, esa luz… tan pocas veces se la vi…

Aunque quizás no sea justo. Porque se la vi el día que nos conocimos. Yo era joven, muy joven, un poco loco, muy loco, dispuesto a poner al mundo a mis pies y pisarlo si fuera necesario.

Él no era joven ya, al menos eso decía su DNI. Qué bobada, porque él en realidad era tan joven como yo, tan loco, tan ilusionado. Y con tantas ganas de amar como las que tenía yo.

Nos miramos. Estaba nublado. Empezaba a nevar.

Sí, me miraba con esa luz, con esa ilusión, con esa… vida. Y en lugar de poner al mundo a mis pies, solo pude ponerme a los pies de Fran.

Hablaba siempre de ir a París. Tenía esa foto vieja, ajada, en la mesilla, sujeta por una pequeña rendija en la madera. La mirábamos a veces al levantarnos los domingos, perezosos y juguetones, sin prisas…

– Un día iremos, amor.

Yo lo miraba y no me atrevía a preguntar por qué no cogíamos un avión y nos íbamos en ese momento, sin problemas. No había ningún impedimento. De hecho habíamos viajado por medio mundo… viajes organizados y de ”vamos al aeropuerto y cojamos un avión, el primero que salga”. Pero nunca era un vuelo a París, y París quedaba relegado al tema de conversación, de queja o planes de futuro del domingo por la mañana, juguetones y remolones al levantarnos de la cama, y desayunar a las 3 de la tarde. Y volvernos a la cama para simplemente estar.

Me gustaba estar recostado en su pecho. Él jugueteaba con mi cabello, yo rozaba con mis dedos su pecho. De vez en cuando me apretaba más a él, lo abrazaba… y así pasábamos la tarde, los dos en la cama, con la foto de París en la mesilla. Quizás una suave música de fondo.

Un día la foto desapareció de allí. Quizás desaparecieron muchas más cosas que al igual que la foto, tardé en darme cuenta. Quizás porque no quería darme cuenta. Otras muchas cosas aparecieron, pero… tampoco quise darme cuenta.

Miento. Supe todo desde el principio. Fui consciente de todo. Pero no quería saber e hice todo lo posible porque no fuera así, porque no penetrara en mi ser, en mi ánimo. No lo conseguí aunque fingí hasta el final. Él tampoco se lo creyó, lo leí cientos de veces en esos ojos expresivos que me enamoraron una tarde de enero, en aquella cafetería, nevaba fuera.

Cuando Fran estaba ya muy enfermo, un día sacó esa caja. La caja de las fotos.

Las miró despacio, paladeando su esencia de vida.

Recuerdo que le traje un caldo caliente que había preparado Sara. Apenas lo probó.

– París – dijo despacio. Tenía la boca seca.

– 28 de octubre – bebió un trago del caldo, quizás porque tenía la boca seca.

– Hoy es 28 de octubre. – miraba a la foto, no me miraba a mí – Hace 37 años que la vi y me enamoré de ella. Viajé en el tren nocturno. Llegué a la estación de Orly. Llovía y había una ligera niebla. Ella estaba allí. Esperaba pero no a mí.

Fran se calló.

– Aunque fue a mí a quién encontró – sonrió triste.

Otra vez esa luz en sus ojos, como aquel día que renuncié al mundo para estar junto a él. Me sentí romper un poco, porque esta vez no era yo su destinatario.

– Pasamos unos días maravillosos – seguía contando, despacio, le costaba hablar, o a lo mejor, le costaba recordar – no existía ni el día, ni la noche, ni la gente, ni nada. No existía París aunque correteáramos por sus calles, incansables, o nos refugiáramos cada noche en un hotel distinto, o una pensión, o en la cama de un amigo, los dos juntos, pegados.

– Una noche, me lo dijo: “mañana me voy, Ryan”.

Me miró. Yo bajé la mía, no quería que viera mis celos, mi dolor. Estaba dolido, celoso por un amor de hace más de 40 años… es que no sabes como amé a Fran…

– Me llamaba Ryan. Yo a ella Minerva. No sé como se llamaba, no lo recuerdo, quiero decir.

– Y yo, ¿como me llamo? – me levanté furioso conmigo por muchas cosas, por los celos tontos, por el dolor, por no controlar mis tonterías, por necesitar ser la única persona a la que Fran hubiera amado…

Intenté alejarme pero él se estiró y me rozó la mano. Fue suficiente para retenerme a su lado. Ese roce tenía tanta vida…

– Mi vida. Así te llamo… Mi – hizo una pausa mirándome a la cara – Vida.

Y lloré, sin girarme, no quería que me viera… lloré… ese roce suave de sus dedos huesudos, maravillosos…

– Así te siento, como Mi Vida…

Tuve un impulso y me giré, me agaché y lo besé. Lo besé una y otra vez, una y otra vez… una y otra vez… Él me miraba de esa forma, con tanto amor… jodido… cuando amor vi en esa mirada… y yo dudando, celoso como un bobo… por no ser la única persona que había amado, o… por algo que había sucedido veinticinco años antes de que yo naciera.

– Acaba, por favor – dije recostando mi cabeza en su pecho, como las tardes de domingo que enlazaban con las mañanas de lunes, los dos en la cama, abrazados, desnudos, sin otra cosa que hacer que sentirnos juntos, uno parte del otro…

– Me asusté. No podía concebir la vida sin ella. Me partió el alma aquella noche. Un día me quedaba con ella. Después…

«El destino, Ryan, el destino nos juntará de nuevo si estamos hechos el uno para el otro», me decía juguetona.

Silencio.

– «Bobadas», pensé. Pero tras una ducha fría y un par de puñetazos en la pared, decidí vivir el día que me quedaba junto a ella.

Silencio.

– Pasamos por un puente, corriendo como siempre. De repente me paré y… “Saquémonos una foto, Minerva, aquí los dos, un marco perfecto”. Nos colocamos y cuando un señor aceptó sacarnos la foto, ella se arrepintió.

Fran jugueteaba con mi pelo. Yo volvía a tener la cabeza en su pecho. Él la mirada perdida en aquella mañana de un 28 de octubre.

– “Saquemos solo el marco”. Me lo dijo con esa ilusión tan… como si fuera una niña de 15 años, o de 10. “Si el destino nos llama a juntarnos, nos pondremos nosotros en la foto”. “Si no, vendremos y nos sacaremos la foto con nuestro amor”.

Suspiró mientras tuvo un pequeño ataque de tos. Un trago de caldo, ya templado.

– Y sacamos la foto. Qué podía hacer – dijo resignado.

Yo… no quería pensar. Volvían m is celos infundados, mi dolor… quizás porque sabía que lo iba a perder… que no había remedio

– Pasaron los años, volví cada uno de ellos… cada 28 de octubre…

Silencio.

– Y un día te conocí. Un día te… vi y supe que ella había tenido razón. Que… el destino nos tenía preparado otro amor, el verdadero. Aquel duró apenas 6 días, o a lo mejor fueron 8, pero el tuyo, mi amor por ti, durará una eternidad. No sabes hasta qué punto me has dado la vida, Amor, mi Amor, mi Príncipe. Y no quisiera que tu vida se acabara conmigo.

Yo no podía decir nada… lloraba en silencio ocultando mi cabeza en su regazo.

– No debes, sé que amarás de nuevo…

Silencio apenas roto por mi llanto. Negaba con la cabeza.

– Por un lado me apetecía ir a ese sitio y sacarnos una foto en ese punto. Porque es la foto de mi amor, de mi vida. Contigo, cogidos de la mano, sonriendo como bobos, con esas farolas flanqueándonos. Con la torre al fondo. Pero… hubiera sido injusto, porque… hubiera sido tenerla a ella de alguna forma en la foto, y sabes, mi Vida, mi Amor, mi Príncipe, tú has sido mi amor por ti mismo, solo tú, por ti, y has llenado cada instante de la vida que hemos tenido juntos, y cada instante de mi vida anterior, cada instante de mi eternidad.

Cogió un lápiz y escribió la fecha: 28 de octubre de 2010.

– Hoy empieza tu nueva vida – y me sonrió, tendiéndome la foto.

Al día siguiente, murió.

Guardé sus cosas. Busqué un guardamuebles y las escondí. Me dolía cada retazo de él que veía en cada objeto que habíamos compartido. Pero ayer me di cuenta de que sin él, sin sus cosas, me siento vacío. Qué él está dentro de mí y necesito tener nuestras cosas cerca. Hasta esta foto. Si aquel 28 de octubre de hace 39 años ella hubiera dicho sí, yo quizás hubiera puesto al mundo bajo mis pies, pero… no hubiera encontrado estos 18 años de amor profundo, único.

Iba a guardar la foto de París, pero no, creo que su lugar está en mi mesilla. Los demás no ven nada más que un puente, dos farolas, una foto vieja y estropeada, con la Torre al fondo… yo veo a mi amor, nuestro amor y al destino.

Llaman a la puerta.

Abro despacio.

– Buenas tardes, mi nombre es Néstor, de Iberdrola, venía… que bonita foto… perdón, no quería… – ha sido un impulso y se ha arrepentido.

Nos hemos quedado mirándonos. Yo desconcertado, él incómodo.

He girado la cabeza y él ha bajado los ojos.

Yo he bajado los ojos, y él los ha subido.

Bajando y subiendo al final hemos coincidido.

– Quizás tengas ganas de comer conmigo.

Ilusión, un sí, miedo, esperanza. Todo en sus ojos.

– Vamos, Néstor de Iberdrola – digo decidido.

He cerrado la puerta, él ha cerrado la carpeta, y sin tenerlo previsto, a la altura del primero, mis dedos han acabado entrelazando los suyos.

Me he guardado la foto en el bolsillo de la camisa.

Y me he guardado su mirada en mi cabeza.

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Dedicatoria: A Dídac, Dedicar algo es… no sabes bien que decir. Pero esta historia parte de una foto hecha por él, de un paseo un día de niebla y lluvia. La música, como tantas en este blog en los últimos tiempos, ha sido elegida por él, y como casi todas, ésta también se amolda perfectamente al ritmo del relato. Son bandas sonoras, como las de una película. Y eso no es tan fácil. Pero él lo hace. Así que Dídac, este relato  es en tu honor. Gracias por tu complicidad. Gracias por todo.

Si yo estoy tranquilo, tú también.

Y me he levantado esta mañana. No había más remedio.

Y he desayunado, frugal, me he afeitado, y me he duchado, como todos los días. A partir de la ducha, he empezado a abrir los ojos con un poco de soltura. Tampoco demasiada, no creáis.

Eso sí, mis neuronas chirriaban. Era un ruido ensordecedor. Intentaban ponerse en marcha, pero no había forma. He pensado quedarme en casa, para engrasarlas un poco con 10 ó 12 horas de sueño extra. Pero entre chirrido y chirrido, una ha conseguido mandarme un mensaje: Jaime, ¡échale huevos, hombre!

Y he salido de casa.

Suelo caminar con un ciento de historias que hacen el juego a mis neuronas. Son como pelotas de tenis que se pasean entre uno y otro jugador. Jugador como sinónimo de neurona. Dos jugadores, dos neuronas. No hay más.

Hoy predomina una historia sencilla. Es de amor. Varios personajes.

Amor.

Debería escribirla como un relato lleno de sentimiento, de sensibilidad. Es así la historia. Así me la he imaginado. Pero no sé como hacerlo. Hoy me siento impotente.

Amor. Trata de amor, sí. Y es una historia cotidiana. De amor.

Amor.

En una neurona se me abrió una pantalla con una imagen. Un chico joven, guapo, digamos 28 años. Llevaba la cabeza rapada. Se miraba en el espejo para acostumbrarse. Hacía solo unas horas que se había cortado el pelo. Debía hacerlo. Una operación.

Yo me lo he imaginado lleno de cariño. Me lo he imaginado romántico, aunque se lo guarda un poco. Un chico que ama a los suyos. Una mirada decidida, fuerte. Esperanza en sus ojos. Y temor. Aunque esto lo oculta a los suyos. “Estoy tranquilo”.

Es un chico fuerte, que está acostumbrado a luchar contra las adversidades, a superarse. Lo ha tenido que hacer varias veces. Un chico que sabe valorar lo mal que lo pasan otros. Un día, hace ya unos años, decidió ayudar lo que podía a chicos y chicas que lo estaban pasando mal. Mientras se mira en el espejo, recuerda. Recuerda cuando corría al salir del cine con su hermano. Recuerda sus baños matutinos, recuerda sus miradas cómplices. Recuerda a la familia reunida, con la música siempre presente. La música… el arte de sentir o mitigar los sentimientos.

En la otra neurona se abre otra pantalla. Un chico toca el violín. Música, siempre música. Guapo también. 22 años. Toca a Chopin, esperando tener un piano que le acompañe. Una lágrima se escapa, frunce el entrecejo. Los dedos le duelen. Lleva muchas horas tocando. De repente otro chico más joven, 15 años y guapo también, empieza a tocar el piano. Una chica sentada en el suelo, escucha. Los mira con orgullo, como si fueran algo suyo. Y lo son. Dos ángeles presiden, uno vestido con bata blanca. Son guapos también.

Amor. Se siente eso, amor.

Un flash. En la otra neurona. Un chico se acomoda en el pecho del otro. Van a dormir. Uno de ellos está triste, el otro le pasa la mano por el cabello: “ya se ha ido la bruja” le susurra.

Otra pantalla. No puedo determinar en que neurona. Unos campos con grandes trigales mecidos por el viento. De repente la nieve. Cañones, sangre, sudor… dolor y lágrimas. Fuego y desolación. Suena una música. Violines, trompetas, arpas, clarinetes, timbales y campanas.

Estamos en la nieve teñida de dolor, de sufrimiento.

Se cuela una música: 1812, Tchaikovsky. La melodía recuerda a La Marsellesa. El ejército de Napoleón avanza por las estepas rusas. El pueblo ruso se agazapa, se prepara para resurgir. Espera las nieves, las de febrero.

Otro flash. Amor. Unos hermanos, unos amigos, unos padres, una novia. El amor puede mover, puede conseguir cualquier cosa. El amor cómplice, profundo.

Vuelve a aparecer el chico rapado. El espejo en el que se mira es una pantalla de cine. Los ve a todos, a todos… y puede sentir en esa imagen todo lo que le quieren.

“Yo estoy tranquilo, vosotros debéis estarlo”, les dice.

Se lo dice a cada uno. A cada uno de los que le aman. A cada uno a los que ama.

Siente ese amor, porque él es especial. No todos podemos sentir cuando nos quieren y cuanto. Él sí. Él se alimenta de ello, aunque a veces se lo guarde. Pero hablan sus actos. No necesita palabras.

Batas verdes, o azules. Una lámpara potente, una camilla. Pantallas de ordenador, gafas especiales. Comienza la función. Para unos una función más, para otros… “La función”.

Son tantas las imágenes que me salen en mis neuronas, mientras paseo por Burgos… os lo juro, tengo los ojos acogotados.

Hace frío, pero me siento en un banco. Al lado un montón de nieve. Nevó estos días atrás. ¿Os lo dije?

Sigue sonando la música. Ya ha dejado de sonar La Marsellesa, y ahora hay unos toques de “Dios salve al Zar”. Sigue siendo 1812. Sigue componiendo Tchaikovsky.

Los cañones callan.

Una campana.

Dos.

La orquesta unida, todos, llegan al final. Llega el apoteosis majestuoso, épico. Los músicos ponen su alma en los instrumentos, y llenan cada rincón del universo con sus notas.

Las campanas… las campanas tañen a victoria, los habitantes de los pueblos salen a las calles a vitorear a los cosacos del Zar…

¡¡viva!! ¡¡viva!!

Una cama de hospital. Una sonrisa. Esas campanas se instalan en el pecho. Es muy difícil describir el gozo, la alegría de la lucha ganada, una más. La vibración de las campanas se expande célula a célula, en progresión geométrica, números que se multiplican… desde el pecho hasta el infinito.

El pelo ha crecido. Sus pómulos antes más marcados, se han suavizado. Su sonrisa es la de siempre, porque nunca dejó de sonreír, ni cuando tuvo que acostumbrarse a la adversidad.

Sus amores sonríen.

Imágenes que se repiten, aunque son nuevas.

Carreras al salir del cine, complicidad, piano y violín juntos, ahora dos pianos. Amor. Amor de padres, de hermanos, de amigos, de novia.

Amor.

Lágrimas de alegría en un mes frío. El viento sopla con fuerza. El viento mismo que trajo las lágrimas de tristeza, ahora las tornará en lágrimas de alegría.

Mis neuronas no dan más de sí. Ellas lloran, y yo lloro. No consigo hilar estas imágenes

que aparecen por mi cabeza. No consigo construir una historia novelesca con estos personajes. Yo los veo reales, de carne y hueso. Los siento besables, abrazables. Siento a Chopin corriendo por mis venas, y siento cada acorde de 1812. Cuando llega el movimiento final… parece que algo se levanta dentro de uno, es la magia… la vida… la vida que llega en todo su esplendor, la libertad… el amor… otra vez el amor… el amor por la vida, por las personas.

Sigo en el banco. El montón de nieve. Estoy agotado de buscar una solución.

El director baja la batuta. Ha sido un concierto especial.

El público aplaude.

Él tarda en girarse, espera que las lágrimas dejen de resbalar por su mejilla.

Saluda.

Lejos de allí, el chico rapado sonríe y aplaude.

“Si yo estoy tranquilo, tú también”.

Y sonríe. Otra vez.

Amor.

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Hoy, esta historia se lo quiero dedicar a Marcos. No hay muchas personas con “Magia” y con “Amor” en su interior. Y siento que él es uno de los elegidos. Y hay que cuidarlos. Por él y para él. ¡Salud!

El dolor de un amigo.

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Nadie se va nunca del todo. No. Todos nos dejan una huella dentro. Viven dentro de nosotros. Cada persona que nos encontramos en el camino, nos toca con su esencia, entra a formar parte de nosotros.

Cuando alguien querido se va, sabes, parece que el mundo se hunde. Nos falta ese apoyo que nos daba, porque creo que por muy duros que seamos, todos tenemos esos báculos necesarios, en las personas que nos dan su amor. Podemos disimular, podemos aparentar que no necesitamos a nadie, pero… no.

Pero como decía antes, esas personas, nuestros queridos, permanecen dentro de nosotros. Y sabes, les debemos el seguir tirando, les debemos salir adelante, les debemos las sonrisas que nos dedicaron, esas miradas iluminadas al vernos, esas caricias… esos «te quieros». Ellos, desde nuestro corazón, en el que entraron para no salir nunca, lo vivirán con nosotros.  Y nos reclamarán si no les honramos con nuestra vida plena, con un amor hacia nosotros mismo, como el que ella te dio siempre. A veces deberíamos poder querernos tanto como nos quieren a nosotros.

En tus momentos especiales, en los tristes, en los alegres… mira hacia dentro de ti. Mira con esos ojos capaces de sentir la magia. Tú los tienes. Mira… y  verás siempre a tu lado a tu abuela. Con esa sonrisa que te dedicaba, con esa luz. Siempre estará ahí.

Hoy solo tengo un abrazo. Uno largo. Apretado. Eterno. Para ti Alberto.

La mano con puñal, que me mató tan mal…

 

Tantas veces me mataron, tantas veces me morí…

sin embargo estoy aquí, resucitando…

Gracias a la desgracia, y a la mano con puñal,

porque me mató tan mal…

¿Cuántas veces nos matan todos los días? Nos matan los desprecios, el estrés, los engaños. La incomprensión, los radicales, la falta de cariño. O el afecto  impostado.

¿Todo esto nos hace más fuertes? ¿Deberíamos dar las gracias a la mano con puñal?

Yo sabes… casi que no le daría las gracias a esa mano con puñal… te daría las gracias a ti en todo caso, por curar mis heridas, a ti por el afecto, a ti por todo…

y seguí cantando

cantando al sol, como las cigarras

Y seguí escribiendo, escribiendo a la luz de la luna que es como más de escritores. Es más de esa época  que últimamente he descubierto que tiene tantos adeptos, ese París de principios del siglo XX, ese París bohemio, lleno de historias nocturnas repletas de alcohol, mujeres y arte, en la que los escritores pergeñaban sus historias, quizás llenas de romanticismo pero en todo caso llenas de excesos; o esos pintores, que le daban al pincel llenando lienzos y lienzos de esos colores y esas formas hasta esos momentos inimaginables.

Y luego salían a la vida a vivirla hasta el último aliento de la noche, a los cabarets, al Molin Rouge y otros muchos. Algunos piensan que el arte se palpaba en al aire que se respiraba… y que las bailarinas que se subían al escenario y bailaban el Can Can, en sus ligas, llevaban polvos mágicos que extendían por el ambiente al ritmo de la música, y todo parecía ser después de color de rosa, las palabras fluían con intensidad en todos los corrillos, el amor salía a flote, las manos palpaban, los  labios se buscaban… piel sobre piel, piel con piel, piel y piel ¡Oh mi amor! ¿Dónde estabas que no te vi?

Esos hombres cubiertos por sombreros, sus camisas cubiertas por los chalecos apretados, y sus relojes de bolsillo prestos a ser sacados con ese gesto estudiado de intelectual interesante, mirando por encima de los quevedos también inexcusables.

Esas teces lechosas, color de la luna, alérgicas al sol. Esas miradas vampíricas fruto de la vida cambiada, del orden inverso.

Pero mi luna no es de ese mundo, mis queridos amigos. Mi luna es más humilde. Una humilde luna de provincias, y española. La luna de Burgos. Ya, ya sé que solo se oye hablar de la luna de Valencia… pero en Burgos hay luna, y es de la que bebo todas las noches, la que me da inspiración para morderos a todos en el cuello y aprender de vosotros, extraeros vuestras esencias, vuestras vivencias, opiniones, para luego dar vida con ellas a mis personajes, vuestros personajes. Hasta los vampiros no tienen nada que hacer al respecto… no. Mis ansias de beber vuestra esencia es imparable, no se detiene ante la falta de sangre de la que adolecen esos seres de la noche que a tantos sueños da alas en estos últimos años. Los vampiros están de moda.

Todos seguimos andando después de las puñaladas de la vida, de las que nos dan en nuestra cotidianidad (qué palabro, la Virgen, lo que me costó escribirla). Ya, ya lo sé, rompí con esta aclaración el encanto que había creado antes… pero así es la vida, dura, encantos que se rompen inopinadamente, amores que se encuentran en los desiertos, desamores que aparecen tras un beso… golpes de buena suerte, patadas en el culo…

Y todo esto surgió una mañana de sábado, en la que me aprestaba a cumplir una promesa con pucho, y poner una canción de Mercedes Sosa. la canción está en lo alto del post, y luego… esta vez a la luz de la niebla, salieron estos pobres pensamientos arrullados por la voz de Mercedes Sosa y su cigarra.

Así que, queridos, ya que hemos llegado a este punto, quisiera dedicarle este artículo a pucho. Gracias.

Y también te lo quiero dedicar a ti. Sí a ti. Gracias.

Tantas veces me mataron, tantas veces me morí…

sin embargo estoy aquí, resucitando…

Gracias a la desgracia, y a la mano con puñal,

porque me mató tan mal…