La rebelión de los personajes.

Se me han revelado unos personajes. Y no sé que hacer con ellos. No sé como convencerlos de que deben hacer algo.  De que no se pueden quedar sentados en una habitación mirando a la pared. Si no no podré escribir una historia.

El caso es que no sé como pasó. Fue cuando me bajé del coche al llegar a casa el otro día. Parecía que habíamos llegado a un acuerdo. Y justo en el momento en que puse el pie en el suelo, todo se desbarató.

Los personajes eran tres.

Uno era Adrián. En un principio era un chico de unos veinte años, rapado, con unos brazos fuertes, pero con un cuerpo que no le hacían justicia a los brazos. Debía vivir en un apartamento de 35 metros en el barrio de San Cristóbal en Burgos.

Otro era Sergio. Sevillano pero residente en Burgos. Ojos azules, y con veinticinco años. En paro. Vive de sus padres, y vive bien. No ve la necesidad de trabajar: sus padres pagan. No quiere pareja estable: sus padres pagan. Es que no quiere ni sexo: cansa. Bebe cerveza, y se cree el más guay del lugar, aunque sus amigos no le soportan: no se lava mucho, y se tira pedos.

El tercer personaje era Joaquín. Un estúpido integral. Disfruta pisando a todo el mundo. 22 años. Le gusta cazar por la noche, a incautos hombres de cualquier edad y condición a los cuales encandila en un santiamén, porque tiene un don y es saber inmediatamente lo que su presa quiere oír. Y se lo dice al oído, mientras le pasa su mano por la entrepierna.

Folla con él, se ríe por la mañana, y le abandona sin más comentarios. Podría haberlo creado de tal forma que fuera matando a sus presas, pero en realidad les mata las ilusiones. ¿Hay algo más terrorífico? Ya no querrán escuchar lo que más ilusión les hacía, porque Joaquín se lo dijo, y solo sirvió para pisarles la cabeza de su autoestima.

A estos tres personajes, les iba a lanzar a interrelacionarse con otro montón de gente, que les sufriría, les amaría, y les odiaría. Habría sexo, peleas, odios, princesas y caballos blancos. Y el caballero negro. Ya, es muy habitual, no es nada original, pero a veces hay que plegarse a las conveniencias sociales. Dices que es un caballero negro, y no hay que dar más explicaciones. Todos lo entienden. Así que luego te enfrenas a una novela que se llama “la flecha negra” y la malinterpretas.

El caso es que en el preciso instante en que pongo el pie en el suelo del garaje para bajarme del coche, todo lo hablado con ellos mientras llegaba a casa desde el trabajo, se fue al traste.

Adrián no quiere tener veinte años, sino cincuenta. No quiere tener los brazos potentes, quiere ser un arrastrado. “Barrendero” me dice el tío. Y nada de ir buscando folleteo por ahí “que me van a decir que soy un viejo verde”. Y se me sienta en la mesa de madera que hay en una habitación oscura y maloliente que habíamos buscado como atrezzo, y que “no se mueve si no lo cambio”.

A su lado, pero en una silla, se sienta Sergio. Y otro que dice que para nada quiere ser un arrastrao. Que quiere ser el Presidente de Telefónica. Y quiere mucho sexo, tener 45 secretarios todos desnudos permanentemente a su disposición. Lo único que no cambia es su edad. En fin. Pero tampoco está dispuesto a hacer nada en la historia. “Mejor me siento aquí y miro”.

Y Joaquín que es un envidioso, no va a ser menos. Él se sienta en el suelo. Él quiere ser “el apuntador”. Al menos los tres sentados a diferentes alturas y en ángulos también distintos, tiene una foto. Llamaré a Jose Pedras a ver si es capaz de sacar fotos de mi cabeza. Está bonita.

El caso es que he intentado hablar con ellos otra vez, cuando subía en el ascensor. Pero nada. Ni me escuchan. Me desprecian.

Así que creo que tendré que cerrar por huelga indefinida de mis personajes. Incluso Joaquín ha llegado a insultarme el tío.

Si ya no controlo ni a mis personajes, ¿qué me queda?

Quizás es una señal, y sea el principio del final.

¿Hubo algún principio del principio? No lo recuerdo la verdad. No recuerdo cuando me inventé mi propio personaje, y las veces que lo he cambiado de aspecto, o de profesión. Las veces que lo he matado, o lo he abandonado a su suerte, en cualquier cueva perdida en la montaña. Las veces que lo he despreciado, que lo he escupido a la cara.

Quizás deba acabar con mi personaje.

Si hubo un principio no lo recuerdo. Y si esto es el final, no quiero escribirlo. Hazlo tú por mí, hazme ese favor.

Y luego, cierra la puerta, y apaga la luz. Y déjame descansar en soledad, déjame con el sueño de los perdedores.

“El autor que no tenía personajes”

Qué baje el telón.