Al claro de la luna.

Ella siempre de testigo. Siempre ahí arriba, mirando, vigilando que las cosas salgan bien.

Estaba ella cuando empezamos. Estaba ella en las miradas furtivas. Estaba cuando jugábamos en la arena, o cuando lo hacíamos en el monte, entre los árboles. Estaba ahí, acechando entre las ramas, ahí en lo alto.

Estaba cuando íbamos al cine en la ciudad, la noche de los viernes. O cuando bailábamos en la verbena del barrio. Estaba cuando bebíamos con nuestros amigos, y cuando salíamos de la discoteca, cantando cualquier canción pestilente de borrachos.

Ella lo sabía cuando nosotros siquiera nos habíamos dado cuenta. Estaba cuando las miradas no decían nada. Cuando las risas eran solo risas, francas, inocentes. Cuando no sabíamos que existían los sentimientos.

Ella… ella lo supo. Es seguro. Ella supo ver cuando un día, aquella noche de verano, los dos tumbados sobre la hierba, algo cambió entre nosotros. Yo me di cuenta mucho después, quizás al final de aquel verano. Sentí… sentí como un escalofrío me recorría la espina dorsal y explotaba en mi estómago. No sabía lo que era, porque antes nunca lo había sentido, nadie me había hablado de ello. Y cuando un rayo de ella atravesó las ramas de los árboles que nos cubrían, pude fijarme en sus ojos, esos ojos, esa mirada… no la había visto nunca antes. Solo supe que me gustaba aquella mirada…

Ella estaba también aquella última noche, cuando nos despedíamos. Aquella noche en que todas las piezas encajaron. Acababa el verano, y ese año, tardaríamos en volver a vernos. Ese año era todo distinto, las cosas empezaban a cambiar, la vida empezaba a cambiar. Nos despedimos con fingida alegría, con bromas llenas de algarabía, de buen humor. Ella estaba cuando nos fuimos cada uno para un lado. Y ella, ella me acompañó hasta mi casa, caminando alumbrado por su luz, mecido con sus arrullos, seguro del camino porque ella me acompañaba, pero inseguro de mi, y más inseguro de mis sentimientos.

Ella me señaló un montículo en el que me senté. Estaba… estaba hecho un lío, la cabeza me iba a estallar, y no te digo nada el estómago, parecía… no sabía lo que pasaba dentro de mí, pero… era algo… sabía que estaba triste, pero no con esa tristeza ligera que producen las frustraciones o los pequeños desengaños, sino porque… me faltaba algo. Era como si me hubieran amputado una pierna, o un brazo, o extirpado el estómago.

Ella me susurró, ella entonó la melodía del amor… ella que había sido testigo de toda nuestra historia, en la montaña, en el mar, en la ciudad… ella me lo dijo: “estás enamorado”.

Y la escuché. Podía haberme tapado los oídos y fingir, porque el futuro estaba tan programado, que… pero no, no era posible… pegué un brinco, no pude contenerme al recordar ese escalofrío que me recorrió todo el cuerpo unos meses atrás, y esa mirada… esa mirada tan maravillosa, tan… se me escapan los adjetivos… me amaba. Y yo también amaba…

Ahora todo estaba claro.

En un instante, en mucho menos de los que se tarda en contarlo con la mente, todo cambió dentro de mí. Los brazos, los dos se hicieron presentes, y las piernas, el aire de la noche los despertaron, y el estómago estalló en miles de sensaciones, y el corazón empezó una carrera desbocada contra sí mismo…

Corrí. Corrí de vuelta. Llegué a donde nos separamos y me paré un momento, apenas para coger un poco de resuello. Corrí a su casa, la luz de su ventana estaba encendida… lancé unas piedrecitas… la impaciencia se removía dentro… ella me enseñó el camino… la enredadera de su casa… se asomó… y no pude contenerme y escalé… deprisa, no podía dejar escapar ese momento, no podía dejarlo, no… debía subir, debía mirar… ella me alumbraba con sus tenues rayos, me animaba, me decía “No puedes perder la oportunidad”. Porque un año era mucho tiempo, y lo era porque había descubierto lo que siempre anidaba en mi corazón pero que no había sabido interpretar, o porque a lo mejor no había nacido todavía, o porque no era el momento, o alguna de otras miles de razones a las que podría recurrir… pero…

Sonrió. Vi su sonrisa a la luz de ella, la luna. Esa luz blanca colgada del cielo límpido de esa última noche del verano, de aquel verano, del primer verano del resto de nuestras vidas.

Nos besamos.

Y nos volvimos a besar.

Nos miramos y ella habló por nosotros. Nuestras bocas callaban, o mejor dicho, solo hablaban silenciosamente, para abrirse y juntarse entre ellas. Y sentirse.

¡Qué mirada! ¡Qué besos! Y todo al calor del claro de la luna, nuestra guía, nuestra cómplice.

Empecé a llorar. No… no podía evitarlo, estaba… tan feliz… no sabía que hacer y lloré… podía haber reído… pero lloré y… en ese momento me pareció todo tan maravilloso, la vida, la noche, nosotros… la luna, nuestra amiga.

No nos hemos separado desde aquella noche. Seguimos juntos, y todas las noches, salimos a pasear con ella. Todas las noches, haga frío o calor, nos bañamos en su luz, que nos recuerda nuestro amor y como fue naciendo poco a poco, cada día, cada minuto, cada instante que pasábamos juntos. Y como sigue aumentando a cada momento.

Paseamos cogidos de la mano al claro de la luna.

Nos miramos.

Sonreímos.

Y nos besamos… al claro de la luna.

En la montaña, en el mar, o en la las calles de la ciudad.

Cogidos de la mano, al claro de la luna.

jimmy160513-al claro de la luna

2 pensamientos en “Al claro de la luna.

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