A veces parece que la vida quiere jugar contigo. Quiere que cuando eres feliz recuerdes que la felicidad no dura eternamente. También a veces, la vida, cuando las cosas están jodidas, te hace un guiño y te regala un pequeño momento de dicha.
Pero, ¿qué es esa vida o quién es, esa, esa que juega contigo como si fueras un monigote, como si fueras una marioneta cuyas guías están en sus manos? ¿Es ese Dios al que invocan muchos? ¿Es el destino? ¿O es… el aleteo de esa mariposa que es capaz de mover enormes cantidades de tierra en el otro lado del mundo?
Tinet se apretaba las sienes queriendo desentrañar ese misterio que ahora le flagelaba las carnes de su alma. De nuevo.
Hacía ya un tiempo, la vida jugó con él por primera vez. Era un estudiante aplicado, feliz, el alumno modelo del colegio. Un día, con el sol en lo alto, el sudor recorriendo su espalda, llegó a casa presuroso, dispuesto a jugar un rato con sus hermanos pequeños, ayudarles con las tareas y ponerse a estudiar. Cuando abrió la puerta de su casa, se paró de repente, asustado. Todo estaba oscuro, silencioso. Su padre salió a buscarlo al oírle entrar. Se miraron. La sonrisa y la alegría de Tinet se fueron diluyendo en los ojos acuosos de su padre. El sudor se le quedó frío. No fue un proceso largo, apenas un par de minutos, aunque al chico le parecieran horas. Tenía 15 años, y su madre se moría.
Fue un sopapo que le dio la vuelta a su existencia.
Se quedó mirando a su padre. Éste le explicó y él escuchó. No pudo reaccionar. Su padre intentó abrazarlo torpemente, no era muy de esas cosas. Para eso estaba su madre.
Sus hermanos estaban en casa de la tía Candelas. “Para que no sufran”. Su madre estaba en la habitación, en la cama.
Tinet tardó en decidirse a ir a verla. Varias veces se dio la vuelta en el pasillo. Le entraba la congoja, las lágrimas jugaban en sus pómulos una competición por ver cual de ellas llegaba antes al suelo. Volvía a intentarlo, después de respirar hondo, reposado, de coger fuerzas.
Otro intento, otro fallido.
Al final lo consiguió. Llegó a la habitación de sus padres entero. La vio en la cama, entre almohadones. Ella lo miraba y sonreía. Era triste la sonrisa, pero era una sonrisa. Y era ese amor en los ojos, ese amor que desde que Tinet tuvo conciencia de lo que pasaba a su alrededor, había visto cada día, a cada momento, hasta cuando le reprendía porque había hecho algo mal, o no había hecho lo que debía.
Otra vez lloró, pero esta vez en el pecho de su madre. Ella le hablaba lentamente, le consolaba, le animaba, sonreía, lloraba también, lo acariciaba.
– Eres especial Tinet. No eres como los demás, mi niño. Vas a sufrir, pero… encontrarás el camino, lo sé. Te dirán que no puedes ser como eres, pero debes ser persistente, fuerte y no renunciar a ti.
Él no sabía a qué se refería, pero no preguntó. Solo escuchó, besó sus mejillas y se acurrucó a su lado, como un perrillo faldero.
No duró mucho la agonía. En el mundo de la calle, apenas unos días. En el mundo de Tinet, fue algo más largo, como un par de eternidades. Se secaron sus ojos y su gesto se mudó adusto y serio, del risueño que hasta esa maldita tarde de un día caluroso del mes de mayo, a todos encandilaba.
Dejó el colegio y mudó los libros por las cajas de frutas, y los madrugones para estudiar, por los madrugones para ir al mercado a comprar género. Primero acompañaba a su padre, luego él se encargó en solitario de esa faena. Como de cuidar de sus hermanos pequeños.
La vida fue pasando cansinamente. Al principio le costó mucho olvidarse de aquellos sueños que le llevaban a la universidad y luego a trabajar en una gran empresa de ingeniería o algo así. A viajar por el mundo dominando muchos idiomas… aunque a eso, por su cuenta, seguía dedicándose con interés y aprovechamiento. Francés, inglés, alemán… se le daban bien.
Pero cuando ya había perdido las esperanzas de que alguna parcela de sus sueños se hicieran realidad, apareció Jordi en su vida. Fue como un juego de magia, abacadabra, y el mago da un golpe de barita, y cuando Tinet levantó la vista en el puesto de fruta del mercado de la Barceloneta, para dar las vueltas a la Sra. Canella, lo vio a su lado. Se quedó mudo durante unos instantes, y casi se le olvida darle un caramelo a la hija de la Sra. Canella, una rubita de cuatro años que gracias al premio de Tinet, dejaba en paz a su madre mientras compraba la fruta y el pescado en los puestos de alrededor. “Si te portas mal, Tinet no te va a dar el caramelo”, le decía su madre guiñándole un ojo a Tinet.
La Sra. Canella se dio cuenta. Los miró alternativamente y se sonrió. Un segundo después movió la cabeza con pesar, adivinando las penurias que iban a pasar los dos jóvenes por ese amor que acababa de nacer delante de ella.
Ahora, Tinet, sentado en su habitación, mirando todavía la puerta por la que acababa de salir su padre después de aplastarle de nuevo la vida, repasando toda su andadura de apenas un par de meses con Jordi, sus encuentros furtivos, sus mensajes en clave, sus besos robados, sus miradas embelesadas, cayó en la cuenta de que la Sra. Canella ya adivinó este momento. U otros peores.
Por mucho que disimularon, o pensaron ellos que lo hacían, sus padres acabaron por enterarse. Jordi era de una de las mejores familias de Barcelona. Y eso no era posible. Corrían los años 60 y eso de que un heredero de la mejor familia se enamoriscara de un chico que vendía fruta en el mercado, con la camiseta llena de sudor… un chico además, una herejía o algo peor, antinatural e impropio de gentes de bien. Tinet tenía la duda de qué era lo que indignaba más a la familia de Jordi, su condición de hombre o su condición social. “Un frutero, por Dios”, se imaginaba diciendo a la madre de Tinet, toda remilgada y estirada mientras su marido, con el gesto adusto se estiraba el bigote con la mano.
La familia bien no se ensuciaba las manos. Para eso tenían a sus abogados y otros empleados con otras ocupaciones más rotundas, si fuera preciso. Y a eso se encomendaron esa tarde. Por un lado, una visita a su padre, por otro lado, unas ruedas pinchadas en la furgoneta con la que trasladaban el género todas las mañanas. Un dinero costaría ese arreglo que debería salir de la comida de todos los días, o de la ropa que deberían comprar a sus hermanos para el verano.
– Así están las cosas, Tinet. Debes dejarlo. No puedo perderte también a ti. Esta gente habla en serio. Y si no lo dejas, nos destruirán.
– Pero lo amo, padre, soy así, madre lo sabía… me dijo que…
– Tu madre lo sabía, como muchas otras cosas. Pero no está, y bien que lo lamento, porque yo no sé… estas cosas era ella… ella hubiera sabido que hacer.
Se miraron, callaron.
– Debes dejarlo. Olvidarlo. Casarte con una buena mujer y olvidar. Olvidar – repitió.
– Padre… – suplicó con la palabra, con la mirada. Con las lágrimas, se arrodilló y entrelazó los dedos de sus manos…
Joan salió de su habitación dando un portazo. De la casa salió dando otro portazo.
Fuera sonó un trueno. Tinet escuchó las primeras gotas caer sobre la tejavana del patio. Otro trueno y otro más, cada vez más fuertes. Un suave toque en su puerta. Otro trueno.
La puerta se abrió de repente y Guerau, su hermano pequeño corrió a refugiarse en sus brazos. Andreu no tardó en venir también.
– ¿Perquè estàs trist germà? – preguntó Guerau en un susurro. – A mí me cae bien Jordi.
Tinet lo miró y no pudo evitar una sonrisa. Los abrazó de nuevo y los pegó a su cuerpo.
– Em fas mal – se quejó Andreu consiguiendo que Tinet aflojara su abrazo.
Los truenos se sucedieron. Parecía que iba a ser una noche agitada. Llovía a ratos, pero ni los relámpagos ni los truenos cesaban ni un instante.
La puerta se abrió de repente. Su padre venía con la Sra. Canella.
– Ten – le espetó sin preámbulos ni saludos – éste es un billete para el tren que sale para París. Aquí tienes el pasaporte, te lo ha tramitado un amigo. Coge la ropa que puedas y no pierdas tiempo. Esa gente te aplastará, los conozco bien.
Tinet la miraba con la boca abierta, sin decidirse a hacer lo que le indicaba.
– ¡Vamos! No tienes tiempo que perder. Debes salvarte y salvar a tu familia, tu negocio. No lo dejarán pasar, te lo aseguro. Hasta los pequeños corren peligro.
– Anem, fill. – le urgió su padre.
– Pero no… ¿como va a poder… el negocio? ¿Y mis hermanos? Renunciaré a Jordi, no…
– Eso ya da igual, vamos, te juegas la vida, hazme caso. Tu padre sabrá componérselas. Y tus hermanos le ayudarán, ¿verdad niños?
Andreu y Guerau la miraban asustados, sin saber que decir. Hasta que el primero asumió sus trece años.
– Jo ajudaré al pare, ves Tinet.
Todo fue rápido. La maleta, la ropa, un poco de dinero, para los primeros gastos. Unos rápidos abrazos con los pequeños y un torpe abrazo con su padre.
– Y no contestes si te hablan en catalán – advirtió la Sra. Canella. – Sort a la vida, Tinet. Ten – le tendió un sobre que el joven se guardó sin prestarle atención en el bolsillo interior de la chaqueta. – Ábrelo en París.
Corrió hacia la estación de Francia. Tuvo suerte que apenas le llovió mientras corría por las calles de Barcelona. Cuando llegó a la estación, empezó a caer con ganas, mientras los relámpagos y los truenos rasgaban el cielo sin cesar. Buscó el andén, y se metió en el tren corriendo, porque a pesar de la cubierta de la estación, parecía que llovía más dentro de ella que fuera.
Buscó un departamento vacío y se metió en él. Puso la maleta en la balda de equipajes y se sentó mirando hacia atrás. Tuvo ganas de volver a llorar, pero se contuvo. Pensó en su padre, en sus hermanos… “Debería haber sido más prudente, debería haber pasado de Jordi. ¿Qué será de los niños? Era lo que más quería en el mundo. ¿Qué será del negocio? ¿Y si lo destruyen por mí? ¿Cómo vivirá mi familia?
Qué distinto todo de apenas hacía una semana.
Una mañana alegre, un cielo límpido y brillante, había llenado de gozo el espíritu de Tinet. Madrugó como todos los días para ir a comprar el género de la frutería. Compró el mejor género al mejor precio. Los mayoristas se lo guardaban, porque se había ganado su confianza y simpatía. Bromeaba con ellos, regateaba, hablaban de fútbol, de su Barça querido. Compraba, pagaba, le ayudaban a cargar el furgón y se encaminaba hacia el mercado de la Barceloneta.
Saludaba a la Señá Manuela, y a la Señá Agnès, la panadera, que se dejó mangar por Tinet el bollo de todos los días mientras lo sonreía moviendo la cabeza de lado a lado. Luego, cuando volvió a pasar por allí, Tinet la sorprendió con un beso en la mejilla que la Señá Agnès agradeció como siempre, con una suave colleja dada con todo el cariño del mundo.
Su padre le ayudó a descargar el furgón. Colocaron el género mientras atendían a las primeras clientas. Las mejores familias de Barcelona iban a comprar sus verduras y frutas al puesto de Joan. Apenas una semana antes, su padre le propuso cambiar el nombre. “Frutería Joan y Tinet”. Tinet lo miró con la boca abierta y lo abrazó. Le dijo que no, que la frutería era suya que él… y no siguió. Bajó la cabeza y se avergonzó de lo que iba a decir. “El quería que cuando sus hermanos pequeños crecieran un poco y le pudieran ayudar, él quería volver a estudiar.” Su padre lo abrazó y le dijo que “eso da igual, quiero que aparezca tu nombre ahí, junto al mío”.
Ese día hicieron una comida especial. Su tía Anna preparó un estofado con una carne de vaca vieja que había conseguido a buen precio. Era difícil todavía conseguir buena carne, y menos a un precio que pudieran pagar. Lo guisó como sabía, con esas cebolletas, y esa zanahoria, y con ese toque que nadie sabía como lo hacía… “mamá lo hacía igual”.
Y brindaron con una botella de vino del Penedès que Joan guardaba para las ocasiones especiales. Y ese día era especial para ellos. Era un día cualquiera que habían convertido en un día especial: el día que Joan encargó a Climent que hiciera un cartel nuevo para la frutería: “Joan y Tinet”.
Pasó el revisor para el billete. Lo miró un momento, lo que incomodó a Tinet. Pero el revisor solo se había fijado en las lágrimas y en la profunda tristeza del frutero. Movió la cabeza de lado a lado preguntándose cuándo dejaría de llevar su tren, a personas que huían, por mil motivos distintos, pero huían.
– ¿Por qué huirá este chico? Parece buena persona. – Movía la cabeza negando, siguiendo su camino por el pasillo del vagón.
Tinet se quedó traspuesto. Fue un sueño muy inquieto, se imaginaba a unos hombres con la cara tapada tirando el género de la frutería, acorralando a sus hermanos y a su padre que al ir a defenderlos, fue golpeado por uno de ellos con el dorso de la mano, haciéndole sangrar del labio. Y se imaginó a Jordi, en una cuneta molido a palos porque había desafiado a su padre y éste lo había repudiado y desheredado. Y para que no olvidara lo que eso suponía, había enviado a sus hombres para darle una lección. Él se defendió y esto enfureció a los hombres que se pasaron un poco de las instrucciones que habían recibido.
Se despertó en la frontera de Francia. Amanecía. Estaba sudoroso e inquieto, y mucho más agotado que antes de adormilarse. Cambió de tren. No hubo problemas con el pasaporte y la Guardia Civil, aunque eso le hubiera dado igual. En ese momento le daba todo igual. Morir hubiera sido casi una liberación. Había tenido que dejar atrás todo lo que amaba. Su padre, sus hermanos y… Jordi. “Eres especial Tinet.” Se echó a llorar de nuevo recordando a su madre.
Se sentó en el nuevo tren mirando atrás, otra vez, en un departamento vacío. Empezó a pensar en lo que haría al llegar a París. No conocía a nadie ni tenía dónde ir. Al menos hablaba francés. De repente se acordó del sobre que le dio la señora Canella cuando salía por la puerta. Al abrirlo, se dio cuenta de qué había unos cientos de francos y un papel con un nombre y una dirección.
– Es mucho dinero, se lo devolveré – se prometió a sí mismo Tinet, emocionándose al comprobar una vez más que había gente buena.
Nada más bajar del tren en París, respiró profundo. Se sintió bien de repente. Al fin y al cabo, uno de sus sueños era viajar, conocer otras ciudades, otros países. Era su primera salida de la provincia de Barcelona.
Empezó a caminar sin rumbo. Era todo tan distinto a lo que estaba acostumbrado en Barcelona… Mucha gente alegre, hablando por las calles sin preocuparse de que nadie las escuchara, las tiendas llenas de género… y de repente, se encontró con la torre Eiffel, allá en lo lejos.
Pensó en acercarse, pero se dio cuenta de que el tiempo había pasado y era conveniente que fuera a esa dirección que ponía en el sobre que le había dado la señora Canella.
Preguntó a una viejecilla todo peripuesta que pasaba a su lado.
Estaba un poco lejos y era un poco complicado, pero llegó. Empezaba a sentir hambre. Esperaba que en ese sitio, le indicaran dónde podía comer algo y que no fuera demasiado caro. Aunque el dinero que venía en el sobre era una cantidad respetable, le debía durar lo máximo posible. No sabía los problemas que se iba a encontrar ni cómo ni cuando se iba a poder empezar a ganar la vida.
Era una casa antigua, pero parecía bien conservada. Pintada de rojo arcilla, con las molduras alrededor de las ventanas de color más claro, pero en el mismo tono. Las ventanas y las puertas de los balcones eran blancas. El portalón estaba abierto, así que pasó y subió por la escalera hasta el tercer piso.
Llamó un poco inquieto y pensando en la explicación que iba a dar, pensando si estarían avisados de que llegaba, si serían amigos de su benefactora o simplemente era una pensión que conocía. Oyó pasos dentro. Oyó descorrerse el pestillo. La puerta se abrió.
– Tú debes ser Tinet.
Le recibió una sonrisa abierta y alegre, de una señora de mediana edad, con el pelo recogido en un moño y una bata de esas que se ponían las señoras para hacer las labores de la casa.
– Soy Adela, soy amiga de Marta.
Tinet se quedó un poco descolocado hasta que supuso que se refería a la señora Canella.
– Pasa.
Se puso muy nervioso, de repente. Se quedó sin palabras. La señora le cogió la maleta y la apoyó en el suelo. Se giró para mirarlo y sonrió de nuevo. Se acercó y le dio dos besos, lo que supuso otro motivo para que Tinet se pusiera nervioso, porque no atinó a devolver los besos, estaba completamente desubicado. Se quedó mirando al suelo, estirando la chaqueta que llevaba. De repente fue consciente de que no sabía siquiera como comportarse, dónde poner las manos, a dónde mirar, qué decir para no estropearlo todo.
Oyó los pasos de otra persona que se acercaba presuroso. Pensó que sería el marido de la señora que le había abierto y de la cual no recordaba ya el nombre, aunque sabía que se lo había dicho. Los pasos se pararon cerca de él. Se fue convenciendo de que no podía comportarse como un maleducado y debía saludar al marido de su anfitriona. Tendió la mano y levantó la cabeza poco a poco, haciendo un esfuerzo por afrontar toda esta situación nueva para él. Estaba seguro que no era una pensión que era la casa de esos señores, y no sabía… no le gustaba estar molestando, pensó que debería buscarse rápido un trabajo para poder irse a vivir por su cuenta y dejar de molestar, y que debería ahorrar el dinero que le había dado la señora Canella cuyo nombre de pila también había olvidado ya…
– Has trigat molt, el meu nen. Creia que t’havia passat alguna cosa.
La señora Adela les dejó solos. Tinet tardó unos minutos en reaccionar. En reconocer la voz y en abrir los ojos para mirar, no solo para ver. Todo era muy confuso en su cabeza, no acertaba a entender por qué esa voz que tanto añoraba estaba allí. Pensó que sus deseos le estaban jugando una mala pasada, que estaba en un estado de duermevela y que mezclaba la realidad con su imaginación. Se asustó pensando a quién recurriría en una ciudad tan grande y desconocida como París para que le ayudara a superar ese estado. Pensó en que debía hacerse el tonto, porque le había advertido la Señora Canella que no debía responder si le hablaban en catalán…
Notó unos dedos en su cara, unos dedos que eran conocidos, unos dedos que le cogía la barbilla como se los cogía Jordi. Y notó como se acercaba una boca, de esa forma que tan bien recordaba.
Y notó unos labios sobre los suyos, unos labios secos, porque Jordi estaba al menos tan nervioso como él por el encuentro.
No supo como pero perdió el conocimiento. Al vuelo pudo cogerlo Jordi para que no estrellara su cuerpo contra el suelo. Le llevaron a la cama. Llamaron al medico que dictaminó que lo único que necesitaba era descansar. Y le hicieron caso.
Jordi se quedó velando su sueño, leyendo de vez en cuando, mirándolo otras veces, incluso inclinándose y besando su frente, sus mejillas, sus labios. Pasando un trapo húmedo por la frente y mojando sus labios.
Una vez que perdió su atención por la ventana, mirando a la gente pasar, al volver a mirar a Tinet, se encontró con esos ojos marrones, oscuros y expresivos, abiertos como platos. Sonrió y se levantó de la silla. Le besó la mejilla, la frente, le acarició el cuello y se tumbó a su lado. Buscó sus manos y cuando las encontró, las entrecerró con las suyas.
Siempre le sonreía.
– Tot està bé, el meu amor. t’estimo. Vull passar la meva vida al teu costat.
Tinet sonrió y cerró los ojos, fuerte, fuerte. Los volvió a abrir y se encontró de nuevo con la sonrisa de Jordi. Y esa mirada.
Repitió la operación.
– Je t’aime.
Repitió la operación.
– Te amo.
Repitió.
Jordi sonrió pícaro:
– I love you.
Tinet sonrió. Suspiró. Y supo que de verdad, “Tot està bé”.