Manuela.

El otro día, en el blog, en el otro blog, pues hizo Josep un juego de palabras con manolos, y me acordé de Manuela, la gran Manuela.

Y claro, está la canción de Julito. Manuela. con otra lectura, es muy interesante. Con el sentido figurado de… Manuela.

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Y aquí os dejo otra versión de «Manuela». No es la misma canción ¿eh? Pero sí es el mismo sentido figurado de Manuela.

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¡Disfrutad de la vida!

Más sobre los raros y los cómics.

Ambientemos el tema con música de superhéroe.

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Ahora ya, con banda sonora, al tema.

Si es que os pongo hasta música… soy la leche.

Es que el tema de los raros, los cómics y esas cosas, da para mucho. Porque en realidad, los protagonistas de muchos de los cómics, no dejan de ser raros. Cada uno en su época, claro. Y sin levantar mucha polvareda, la justa para ser interesantes, hacer un poco de reivindicación, pero sin que se resistan las ventas, sin levantar las iras incontenidas de algún grupo social que siempre está atenta a que algunos sigan siendo unos parias a los cuales se les pueda pisar el gaznate y así ellos sentirse como más… guays.

Es que hay algunos que necesitan dar patadas en el culo del prójimo para sentirse bien. Estar como levitando sobre el común de los mortales… vale, me lío. Para otro día.

Superman es un chico raro. Un empollón con gafas. Pero no deja de tener su atractivo. Hubiera sido la leche que hubiera sido gordo, por ejemplo.

Batman es un solitario, con mayordomo. Solo tiene un amigo: Robin. Podemos intuir una relación más allá de la amistad, pero todo queda en el imaginario. Los que lo quieran ver están contentos con el mensaje subliminal, y los que no, pues también lo están porque Batman es un buen hombre que recoge en su casa al pobre Robin, castigado por la vida, como él mismo. Además Batman es raro, porque es un hombre con posibles que se juega la vida por los que sufren. Un rico con conciencia, pero no esa conciencia de decir: dono 2.000,00 Euros a Cáritas para los que no tienen trabajo puedan tener una comida caliente, sino de los que salen a la calle y pisan los detritus de lo más bajo de la condición humana. Y se parte la cara con los malos «cara-cortadas» que solo quieren aprovecharse de la debilidad de algunos.

Spiderman es otro pobre chico, tímido, un poco raro para sus compañeros. Empollón. Los empollones son raros… es curioso que fueran así, cuando ya hace muchos años que nos han estado inculcando la educación de triunfar. Y para eso hay que ser un empollón. Ahora los empollones son también buenos deportistas, y tienen un cuerpo adecuado, así que son menos raros. Creo que a veces, lo del cuerpo bonito ayuda a ser menos raro. Y lo de las gafas, las aficiones adecuadas…

No hay un super-héroe gordo. Una pena porque muchos gordos lo hubieran agradecido cuando se ríen de ellos en el colegio.

Los X-Men son todos raros. Raros, raros. Con poderes. De esos que atemorizan a los normales. Eso anima a los raros de la calle, porque en realidad, los raros de la calle asustan al resto, por eso se les machaca. Mejor un buen ataque antes de que haya que defenderse.

Los X-men deberían ser todos gays. Vale, hay X-men que han salido del armario.

Por eso choca, cuando los cómics muchas veces se han adelantado a su tiempo, han defendido a esos pobres que no tenían otra defensa en su vida cotidiana, que no se adelantaran antes dándole protagonismo a los pobres maricas. Algún chaval lo hubieran agradecido.

Aunque en el fondo, los super-héroes de cómics, son todos un poco gays. Porque esas mallas, no me digáis. Y muchas veces los colores.

Pero si pensáis una cosa… si Superman hubiera sido gay, y vistiendo de esa forma… ¿qué se hubiera dicho? Hubiera sido el hazmerreir. “Mira que pinta la marica esa”. “Pero ¿Dónde pretenderá ir así?”. “Qué ridículo, deberían prohibirlo”.

¿O si Superman hubiera sido negro en los años 60?

Eso nos lleva a que miramos de distinta forma las cosas, dependiendo de quién lo diga o quién lo haga.

Ahora todo eso cambia. Algunos super-héroes han cambiado casi de raza, otros salen del armario, pero todo medido, como una prueba más de la importancia del márketing. He visto el tráiler de una película española que se estrena en septiembre, que me ha parecido muy interesante. No recuerdo el título… luego si eso. Pues resulta que son 6 historias de amor en Barcelona, y sí, hay una historia de gays. Es nuestra cuota. Pero está bien ¿eh? No es una crítica, porque además la película tiene buena pinta y la iré a ver, si es que llega a Burgos.

Vale, he buscado la película: «Barcelona, noche de verano». El 6 de septiembre se estrena.

“Esto no es una cita”, la iré a ver a Madrid. 20 de septiembre. Espero que vosotros también. Y luego si consiguen distribución, la volveré a ver en Burgos.

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No sé si escribir en mi Facebook un mensaje importante:

“Voy a echar la siesta”.

¿Qué pensáis? ¿Debo o no debo? ¿Les importará a mis amigos?

De momento enlazaré este post. En el Facebook, digo.

Soy raro, ya lo sé. Y lo malo es que cada vez lo soy más.

Y solitario.

Esto me lleva a… pero eso será otro día.

¿Os he dicho que me han publicado una novela? En ebook, sí. Es para que la compres y la leas. Pincha y entérate.

Cuento: «El escritor y los cuentos de navidad» (15).

Ya sé que hace tiempo que paré de publicar este cuento. Creció, creció y tuve que dominarlo. Y os pido perdón por la tardanza en conseguirlo. Me imagino que a muchos ya se les habrá pasado las ganas de leer el resto de la historia. Pero espero que a algunos otros, les siga apeteciendo.

Os pongo el enlace para que podáis echar un vistazo a los capítulos anteriores y coger el hilo.

Vamos con el capítulo 15.

Gracias.

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Para ponerse al día con el relato.

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– ¡Que guay!

Arturo le dio unos golpes en la espalda.

– Mola tío. Lo de la Irene me ha molado un huevo. Y me has copiado lo de nasti de plasti, que guay. No te cobraré derechos – levantó un poco el mentón como para darse importancia.

Ernesto sonrió. Aunque no fue una sonrisa satisfecha y alegre, más bien era algo triste.

– ¿Qué te pasa Ernesto? No te noto guay… deberías estar contento, satisfecho… a mí me ha molado un huevo, y no te como la oreja fácil, ya sabes.

– No sé… debería… quizás debería haber sacado ese otro final que habíamos pensado ¿Te acuerdas? Éste ha sido muy chupi guay. Demasiado. Cuando no me salía una línea, te acuerdas, lloraba por un poco de mi ñoñería natural, y ahora… a lo mejor me pasé con las súplicas.

– Sí, pero éste está guay, y lo de la Irene y el Gabriel… es un golpe diver y no te lo esperas ni de coña. Te quedas con la peña. Y te empezó a salir todo cuando nos encontramos. Es que me necesitas, está claro.

– “La Irene”, pero que de pueblo, parece mentira que pretendas ser mi secretario… y no te des tanto aire, que te va a entrar tortícolis.

Arturo sonrió…

– Te noto más tranquilo ahora. Parece que se te ha pasado la ansiedad. – Ernesto lo observaba con atención estudiando cada gesto. Era realmente lo que le preocupaba mientras hablaban. Estudiaba a Arturo en cada frase o silencio para intentar descubrir si iba mejor o no.

– Será la medicación.

Ernesto abrió los ojos sorprendido por la respuesta, pero no quiso indagar… ahora volvía a ser él el que estaba cansado. La duda, la salud del chico… la manera de hacer, de enfocar, de tratarlo, de… la manera de buscar una fórmula para que se encontrara mejor… y la necesidad de escribir, porque todo pasaba, las soluciones que podía dar a los chicos, pasaban por poder mantenerlos… pero eso sería más delante, ahora debía preocuparse de la salud de Arturo. ¿Por qué esos ataques de ansiedad?

– No sé… – Ernesto suspiró intentando apartar de su cabeza su desasosiego – no sé… si eliminar el relato como decías antes. Total… Lleó y Oier… quizás puedan tener otro momento, una historia para ellos solos, de más enjundia y con mayor protagonismo.

– Ya es tarde, tío. Debes… venga, sigo escribiendo yo, así no te cansas… tanto. ¿Hace cuanto no duermes? – Arturo volvía a insistir.

– Pero bueno, pareces mi madre.

– Soy lo más cercano que tienes. Todavía no me has dado las gracias por la de veces que te he tapado con la manta de viaje cuando te quedabas dormido en el sofá. O que te he llevado un café, o una Coca-Cola mientras escribías.

– Vale. Gracias.

– O que he preparado la cena para que siguieras escribiendo y te la he llevado al cuarto.

– Gracias.

– O que te he dado masajes.

– Gracias.

– O que…

– ¡¡Vale!! Descansa un poco… que algo habré hecho yo por ti, digo yo.

– No recuerdo… dame las gracias anda, que estoy malito – volvió a levantar un poco el mentón con chulería fingida, aunque con mirada de pena.

– ¿Malito? Para meterte conmigo no parece que lo estés.

– Todo por… – empezó a protestar Arturo, pero su tío le cortó en seco.

– Vale. Gracias. Gracias y gracias.- hizo una pausa – Mamá.

– De nada. ¿Hace cuanto no duermes?

– Deberíamos… no se escucha nada. Está todo en silencio – cambió de tema.

– Son las mil.

– Ya es casi de día. Falta poco para amanecer.

– Pues saldrá alguien a comprar el periódico.

– ¿Y si todos han muerto? ¿O si es verdad el relato y todos se han convertido en pósters?

– ¿Serán todos malos en el edificio?

– Menos Tomás. Los demás… – hizo el gesto con el dedo gordo hacia abajo.

– Germán no es malo.

Arturo se quedó pensativo.

– Pero hace daño. Qué más da si es bueno… el resultado es lo que cuenta. Y es retorcido.

– ¡Ah! No sé… no hables así de tu tío, es… bueno, es tu tío. Y los vecinos no son malos. De todas formas, los malos tiene atractivo.

– ¿Por eso seguiste con él?

– ¡Arturo! No seas tan… es complicado… – Ernesto pensaba que ni él mismo sabía las razones de haber estado tantos años con Germán.

– Vale, me callo. Venga – dijo cogiendo el ipad – díctame. Ya hablaremos del sueldo.

– Tendrás morro…

Y Arturo, sacó todo el morro del que era capaz, hasta que su tío le dio una colleja que no vio llegar por entrecerrar los ojos a causa de la mueca.

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– Pues ésta estaba… o está gorda de cojones – Lleó se arrepintió de inmediato el comentario, al ver la cara que había puesto Beñat.

– Ni caso, no le hagas ni caso – decía Oier al niño mientras lanzaba una mirada de reproche a Lleó. Cogió el póster para colocarlo otra vez en el lugar que lo encontró. Cuando lo consiguió, movió los brazos para recuperarlos del esfuerzo.

– Olga, esto es una locura – saludó Lleó llevándose las manos a la cabeza. – ¿Conoces a mi tío?

– Sí de pasada, alguna vez en el ascensor.

Olga saludó a Oier con la cabeza.

– Hola Beñat – la chica sonrió por primera vez al saludar al niño. – Debemos irnos – miró a todos por turnos, muy seria – seguir a la música. Lo siento aquí – y se señaló el pecho a la altura del corazón – y está en el ambiente ¿No lo notáis?

– ¿En el ambiente? – Lleó no entendió lo que quería decir, pero como conocía su afición por lo estrambótico y paranormal, y lo fácil que se enrollaba con el tema, no quiso preguntar – Pero… ¿Sabes que ha pasado? ¿Y la música?

– Una maldición. Seguro.

– Venga ya, no te quedes conmigo – se burló Lleó – siempre viendo conspiraciones y maldiciones del más allá.

La chica se encogió de hombros.

– No me creas si no quieres. Ríete si lo prefieres búrlate como hacen todos. Deberías a lo mejor haberte convertido en cartel como todos estos por maltratarme – Lleó hizo un gesto de contrición – Te creerás un listillo, pero lo ha dicho hace un momento la radio. Un pavo que ha hablado. Parecía joven, un becario, seguro, no era el que habla todos los días. Vamos y luego me diréis. A lo mejor quieres jugarte algo.

– O sea que no lo has sentido en el corazón o donde sea, sino que lo ha dicho el becario de la radio – Lleó se burlaba de ella.

– Las dos cosas No te lo creas si no quieres. Allá tú.

Oier fue a cerrar la puerta de la casa y echó una última ojeada. Algo le llamó la atención en la disposición de los póster.

– ¿Os habéis fijado? – Oier señalaba al padre de Beñat y a su tía

Lleó y Olga se dieron la vuelta. Beñat estaba en el descansillo y no hizo ningún movimiento para acercarse otra vez y mirar.

– Parece… – Lleó dejó la frase inacabada, no sabía como decirlo…

– Se estaban pegando de leches. Literalmente. – Olga fue contundente en su respuesta – ¿Nos vamos? – todavía estaba un poco mosqueada por las burlas de Lleó.

– No te mosquees, tonta, si ya sabes que soy medio bobo. – Lleó la empujó suavemente como gesto de conciliación.

Bajaron las escaleras con la ayuda de la luz de la linterna de Beñat. En el portal se encontraron con cinco carteles. Pepe, el del 5ºD, que debajo ponía: Homófobo – violento. María, la del 2ºA: Maltratadora de animales. Carlitos, el chico del 2ºD: Maltratador.

– Carlitos, fíjate, solo tenía catorce años.

– Era un cabrón – dijo sin pestañear Lleó. – Pegaba a su madre. Pero desde bien pequeño.

– No me jodas… pero si casi es un niño.

La chica movió la cabeza afirmando.

– La pobre murió de tristeza y de impotencia. Y de alguna torta que le dio su hijo, seamos sinceros.

– ¡Joder! ¿Pero nadie hizo algo? – Oier no daba crédito a la historia que le contaban; que pudiera ocurrirle algo así a personas conocidas con las que se cruzaba muchos días en el ascensor o en la calle. De repente, en apenas unos minutos, se estaba enterando de los secretos inconfesables del vecindario de su sobrino que en los dieciséis años que tenía el chico.

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– ¿Cómo que “casi un niño”? – explotó Arturo apartando el iPad y dejando de escribir, aprovechando para desentumecer y estirar el cuerpo.

– Es casi un niño.

Ernesto se tapó la boca con la mano al darse cuenta que Arturo tenía catorce años.

– Pero tú eres distinto – se disculpó atropelladamente.

– ¿Distinto? ¿Cómo de distinto? – Se puso de rodillas para acercarse más a su tío.

– Tú… – buscaba las palabras – eres más… ¡¡Maduro!! ¡Eso! ¡Maduro!

– Los cojones más maduro. Soy un pibe para ti, lo veo claro. Un casi niño, no te jode que cuida de sus hermanos y de su tío postizo, que es ¡Un hombre!

– Que no, tío, si… es que Lleó es…

– Por eso le has puesto Lleó, para darme en los morros. Por mi parecido con el Monner. Pero además, no me confundas que no hablamos de Lleó, sino del maltratador… me la intentas colar, que capullo. Que palo, tronco – lo dijo para joderlo.

– Pues no lo voy a cambiar. Porque es muy joven para ser un maltratador. Y el que te lías eres tú, se te hace la boca gaseosa con eso del parecido con el actor ese. Como si esto te fuera a servir de algo.

– Va, tío, si yo te contara… la peña está loca. Un colega me contaba que un tío suyo, adoptó a un crío peque, de un año, y el caso es que a los seis años, les pegaba. A los ocho o así, tuvieron que ir a un psicólogo de esos especializados en conducta o algo así; no podían… no podían con él enano, pásmate. Pero es que les caneaba, aunque ellos no eran como la madre de ese que cuentas, que se quedaba los golpes. Pero no era plan de tener una batalla campal en la cocina todos los días con un enano de ocho.

– Sí, ocurre con frecuencia… si vas a esas casas tuteladas, o a servicios sociales, se te caen los h… perdón, el alma al suelo: Maltratos de padres a hijos, de maridos, de hijos… es una puta locura, estamos como motos todos.

Se quedaron en silencio pensando, como dando trascendencia a las reflexiones sobre el maltrato.

– ¿Ves? No puedes decir huevos porque soy un niño. Es que me tienes por un niño. Fijo. – contraatacó Arturo.

– Un viejo no eres, así que tranquilo. Si con un poco de suerte, lo de niño se te quita en un pis pas, y lo de adolescente, y luego lo de joven, y luego lo de hombre, pasas a ser maduro, y luego entrado en años, y directamente a viejo, anciano, tercera edad, o “abuelito dime tú”.

– ¿En esa etapa estás tú? – Arturo sacó la lengua de medio lado para remarcar la pulla.

– ¿Podemos seguir? – dijo de repente Ernesto haciendo caso omiso de la provocación. – Ya sabes que…

– Vale, que coñazo, tronco… – insistió con el tronco para devolverle lo de “crío de catorce”.

– Me estás picando, pero no voy a entrar en tu juego. Me vengaré. En cuanto te despistes, ahí estaré para machacarte. Porque soy un chaval, tienes suerte de tener un tío joven, lozano y con una imaginación alucinante.

– ¿Es una amenaza?

– No, es una afirmación, pura y dura.

– Tira, tira, seguimos, que me estoy calentando.

– ¿Estás pensando en Jenifer?

Arturo tardó un rato en entender el giro que había dado su tío.

– ¡Joder tío! ¡Qué fuerte con el juego de palabras! Mis labios están sellados, soy un…

– Caballero sin caballo – acabó Ernesto – Un Príncipe.

– El Príncipe Arturo – levantó el mentón en plan Príncipe.

– Anda, tira, que me da la flojera. Y debo acabar, sabes, la pasta…

– Joder, cincuenta y seis veces…

Movía la cabeza como signo de desesperación, a la vez que se aprestaba a seguir escribiendo lo que su tío le dictara.

La historia de Tinet.

A veces parece que la vida quiere jugar contigo. Quiere que cuando eres feliz recuerdes que la felicidad no dura eternamente. También a veces, la vida, cuando las cosas están jodidas, te hace un guiño y te regala un pequeño momento de dicha.

Pero, ¿qué es esa vida o quién es, esa, esa que juega contigo como si fueras un monigote, como si fueras una marioneta cuyas guías están en sus manos? ¿Es ese Dios al que invocan muchos? ¿Es el destino? ¿O es… el aleteo de esa mariposa que es capaz de mover enormes cantidades de tierra en el otro lado del mundo?

Tinet se apretaba las sienes queriendo desentrañar ese misterio que ahora le flagelaba las carnes de su alma. De nuevo.

Hacía ya un tiempo, la vida jugó con él por primera vez. Era un estudiante aplicado, feliz, el alumno modelo del colegio. Un día, con el sol en lo alto, el sudor recorriendo su espalda, llegó a casa presuroso, dispuesto a jugar un rato con sus hermanos pequeños, ayudarles con las tareas y ponerse a estudiar. Cuando abrió la puerta de su casa, se paró de repente, asustado. Todo estaba oscuro, silencioso. Su padre salió a buscarlo al oírle entrar. Se miraron. La sonrisa y la alegría de Tinet se fueron diluyendo en los ojos acuosos de su padre. El sudor se le quedó frío. No fue un proceso largo, apenas un par de minutos, aunque al chico le parecieran horas. Tenía 15 años, y su madre se moría.

Fue un sopapo que le dio la vuelta a su existencia.

Se quedó mirando a su padre. Éste le explicó y él escuchó. No pudo reaccionar. Su padre intentó abrazarlo torpemente, no era muy de esas cosas. Para eso estaba su madre.

Sus hermanos estaban en casa de la tía Candelas. “Para que no sufran”. Su madre estaba en la habitación, en la cama.

Tinet tardó en decidirse a ir a verla. Varias veces se dio la vuelta en el pasillo. Le entraba la congoja, las lágrimas jugaban en sus pómulos una competición por ver cual de ellas llegaba antes al suelo. Volvía a intentarlo, después de respirar hondo, reposado, de coger fuerzas.

Otro intento, otro fallido.

Al final lo consiguió. Llegó a la habitación de sus padres entero. La vio en la cama, entre almohadones. Ella lo miraba y sonreía. Era triste la sonrisa, pero era una sonrisa. Y era ese amor en los ojos, ese amor que desde que Tinet tuvo conciencia de lo que pasaba a su alrededor, había visto cada día, a cada momento, hasta cuando le reprendía porque había hecho algo mal, o no había hecho lo que debía.

Otra vez lloró, pero esta vez en el pecho de su madre. Ella le hablaba lentamente, le consolaba, le animaba, sonreía, lloraba también, lo acariciaba.

– Eres especial Tinet. No eres como los demás, mi niño. Vas a sufrir, pero… encontrarás el camino, lo sé. Te dirán que no puedes ser como eres, pero debes ser persistente, fuerte y no renunciar a ti.

Él no sabía a qué se refería, pero no preguntó. Solo escuchó, besó sus mejillas y se acurrucó a su lado, como un perrillo faldero.

No duró mucho la agonía. En el mundo de la calle, apenas unos días. En el mundo de Tinet, fue algo más largo, como un par de eternidades. Se secaron sus ojos y su gesto se mudó adusto y serio, del risueño que hasta esa maldita tarde de un día caluroso del mes de mayo, a todos encandilaba.

Dejó el colegio y mudó los libros por las cajas de frutas, y los madrugones para estudiar, por los madrugones para ir al mercado a comprar género. Primero acompañaba a su padre, luego él se encargó en solitario de esa faena. Como de cuidar de sus hermanos pequeños.

La vida fue pasando cansinamente. Al principio le costó mucho olvidarse de aquellos sueños que le llevaban a la universidad y luego a trabajar en una gran empresa de ingeniería o algo así. A viajar por el mundo dominando muchos idiomas… aunque a eso, por su cuenta, seguía dedicándose con interés y aprovechamiento. Francés, inglés, alemán… se le daban bien.

Pero cuando ya había perdido las esperanzas de que alguna parcela de sus sueños se hicieran realidad, apareció Jordi en su vida. Fue como un juego de magia, abacadabra, y el mago da un golpe de barita, y cuando Tinet levantó la vista en el puesto de fruta del mercado de la Barceloneta, para dar las vueltas a la Sra. Canella, lo vio a su lado. Se quedó mudo durante unos instantes, y casi se le olvida darle un caramelo a la hija de la Sra. Canella, una rubita de cuatro años que gracias al premio de Tinet, dejaba en paz a su madre mientras compraba la fruta y el pescado en los puestos de alrededor. “Si te portas mal, Tinet no te va a dar el caramelo”, le decía su madre guiñándole un ojo a Tinet.

La Sra. Canella se dio cuenta. Los miró alternativamente y se sonrió. Un segundo después movió la cabeza con pesar, adivinando las penurias que iban a pasar los dos jóvenes por ese amor que acababa de nacer delante de ella.

Ahora, Tinet, sentado en su habitación, mirando todavía la puerta por la que acababa de salir su padre después de aplastarle de nuevo la vida, repasando toda su andadura de apenas un par de meses con Jordi, sus encuentros furtivos, sus mensajes en clave, sus besos robados, sus miradas embelesadas, cayó en la cuenta de que la Sra. Canella ya adivinó este momento. U otros peores.

Por mucho que disimularon, o pensaron ellos que lo hacían, sus padres acabaron por enterarse. Jordi era de una de las mejores familias de Barcelona. Y eso no era posible. Corrían los años 60 y eso de que un heredero de la mejor familia se enamoriscara de un chico que vendía fruta en el mercado, con la camiseta llena de sudor… un chico además, una herejía o algo peor, antinatural e impropio de gentes de bien. Tinet tenía la duda de qué era lo que indignaba más a la familia de Jordi, su condición de hombre o su condición social. “Un frutero, por Dios”, se imaginaba diciendo a la madre de Tinet, toda remilgada y estirada mientras su marido, con el gesto adusto se estiraba el bigote con la mano.

La familia bien no se ensuciaba las manos. Para eso tenían a sus abogados y otros empleados con otras ocupaciones más rotundas, si fuera preciso. Y a eso se encomendaron esa tarde. Por un lado, una visita a su padre, por otro lado, unas ruedas pinchadas en la furgoneta con la que trasladaban el género todas las mañanas. Un dinero costaría ese arreglo que debería salir de la comida de todos los días, o de la ropa que deberían comprar a sus hermanos para el verano.

– Así están las cosas, Tinet. Debes dejarlo. No puedo perderte también a ti. Esta gente habla en serio. Y si no lo dejas, nos destruirán.

– Pero lo amo, padre, soy así, madre lo sabía… me dijo que…

– Tu madre lo sabía, como muchas otras cosas. Pero no está, y bien que lo lamento, porque yo no sé… estas cosas era ella… ella hubiera sabido que hacer.

Se miraron, callaron.

– Debes dejarlo. Olvidarlo. Casarte con una buena mujer y olvidar. Olvidar – repitió.

– Padre… – suplicó con la palabra, con la mirada. Con las lágrimas, se arrodilló y entrelazó los dedos de sus manos…

Joan salió de su habitación dando un portazo. De la casa salió dando otro portazo.

Fuera sonó un trueno. Tinet escuchó las primeras gotas caer sobre la tejavana del patio. Otro trueno y otro más, cada vez más fuertes. Un suave toque en su puerta. Otro trueno.

La puerta se abrió de repente y Guerau, su hermano pequeño corrió a refugiarse en sus brazos. Andreu no tardó en venir también.

– ¿Perquè estàs trist germà? – preguntó Guerau en un susurro. – A mí me cae bien Jordi.

Tinet lo miró y no pudo evitar una sonrisa. Los abrazó de nuevo y los pegó a su cuerpo.

– Em fas mal – se quejó Andreu consiguiendo que Tinet aflojara su abrazo.

Los truenos se sucedieron. Parecía que iba a ser una noche agitada. Llovía a ratos, pero ni los relámpagos ni los truenos cesaban ni un instante.

La puerta se abrió de repente. Su padre venía con la Sra. Canella.

– Ten – le espetó sin preámbulos ni saludos – éste es un billete para el tren que sale para París. Aquí tienes el pasaporte, te lo ha tramitado un amigo. Coge la ropa que puedas y no pierdas tiempo. Esa gente te aplastará, los conozco bien.

Tinet la miraba con la boca abierta, sin decidirse a hacer lo que le indicaba.

– ¡Vamos! No tienes tiempo que perder. Debes salvarte y salvar a tu familia, tu negocio. No lo dejarán pasar, te lo aseguro. Hasta los pequeños corren peligro.

– Anem, fill. – le urgió su padre.

– Pero no… ¿como va a poder… el negocio? ¿Y mis hermanos? Renunciaré a Jordi, no…

– Eso ya da igual, vamos, te juegas la vida, hazme caso. Tu padre sabrá componérselas. Y tus hermanos le ayudarán, ¿verdad niños?

Andreu y Guerau la miraban asustados, sin saber que decir. Hasta que el primero asumió sus trece años.

– Jo ajudaré al pare, ves Tinet.

Todo fue rápido. La maleta, la ropa, un poco de dinero, para los primeros gastos. Unos rápidos abrazos con los pequeños y un torpe abrazo con su padre.

– Y no contestes si te hablan en catalán – advirtió la Sra. Canella. – Sort a la vida, Tinet. Ten – le tendió un sobre que el joven se guardó sin prestarle atención en el bolsillo interior de la chaqueta. – Ábrelo en París.

Corrió hacia la estación de Francia. Tuvo suerte que apenas le llovió mientras corría por las calles de Barcelona. Cuando llegó a la estación, empezó a caer con ganas, mientras los relámpagos y los truenos rasgaban el cielo sin cesar. Buscó el andén, y se metió en el tren corriendo, porque a pesar de la cubierta de la estación, parecía que llovía más dentro de ella que fuera.

Buscó un departamento vacío y se metió en él. Puso la maleta en la balda de equipajes y se sentó mirando hacia atrás. Tuvo ganas de volver a llorar, pero se contuvo. Pensó en su padre, en sus hermanos… “Debería haber sido más prudente, debería haber pasado de Jordi. ¿Qué será de los niños? Era lo que más quería en el mundo. ¿Qué será del negocio? ¿Y si lo destruyen por mí? ¿Cómo vivirá mi familia?

Qué distinto todo de apenas hacía una semana.

Una mañana alegre, un cielo límpido y brillante, había llenado de gozo el espíritu de Tinet. Madrugó como todos los días para ir a comprar el género de la frutería. Compró el mejor género al mejor precio. Los mayoristas se lo guardaban, porque se había ganado su confianza y simpatía. Bromeaba con ellos, regateaba, hablaban de fútbol, de su Barça querido. Compraba, pagaba, le ayudaban a cargar el furgón y se encaminaba hacia el mercado de la Barceloneta.

Saludaba a la Señá Manuela, y a la Señá Agnès, la panadera, que se dejó mangar por Tinet el bollo de todos los días mientras lo sonreía moviendo la cabeza de lado a lado. Luego, cuando volvió a pasar por allí, Tinet la sorprendió con un beso en la mejilla que la Señá Agnès agradeció como siempre, con una suave colleja dada con todo el cariño del mundo.

Su padre le ayudó a descargar el furgón. Colocaron el género mientras atendían a las primeras clientas. Las mejores familias de Barcelona iban a comprar sus verduras y frutas al puesto de Joan. Apenas una semana antes, su padre le propuso cambiar el nombre. “Frutería Joan y Tinet”. Tinet lo miró con la boca abierta y lo abrazó. Le dijo que no, que la frutería era suya que él… y no siguió. Bajó la cabeza y se avergonzó de lo que iba a decir. “El quería que cuando sus hermanos pequeños crecieran un poco y le pudieran ayudar, él quería volver a estudiar.” Su padre lo abrazó y le dijo que “eso da igual, quiero que aparezca tu nombre ahí, junto al mío”.

Ese día hicieron una comida especial. Su tía Anna preparó un estofado con una carne de vaca vieja que había conseguido a buen precio. Era difícil todavía conseguir buena carne, y menos a un precio que pudieran pagar. Lo guisó como sabía, con esas cebolletas, y esa zanahoria, y con ese toque que nadie sabía como lo hacía… “mamá lo hacía igual”.

Y brindaron con una botella de vino del Penedès que Joan guardaba para las ocasiones especiales. Y ese día era especial para ellos. Era un día cualquiera que habían convertido en un día especial: el día que Joan encargó a Climent que hiciera un cartel nuevo para la frutería: “Joan y Tinet”.

Pasó el revisor para el billete. Lo miró un momento, lo que incomodó a Tinet. Pero el revisor solo se había fijado en las lágrimas y en la profunda tristeza del frutero. Movió la cabeza de lado a lado preguntándose cuándo dejaría de llevar su tren, a personas que huían, por mil motivos distintos, pero huían.

– ¿Por qué huirá este chico? Parece buena persona. – Movía la cabeza negando, siguiendo su camino por el pasillo del vagón.

Tinet se quedó traspuesto. Fue un sueño muy inquieto, se imaginaba a unos hombres con la cara tapada tirando el género de la frutería, acorralando a sus hermanos y a su padre que al ir a defenderlos, fue golpeado por uno de ellos con el dorso de la mano, haciéndole sangrar del labio. Y se imaginó a Jordi, en una cuneta molido a palos porque había desafiado a su padre y éste lo había repudiado y desheredado. Y para que no olvidara lo que eso suponía, había enviado a sus hombres para darle una lección. Él se defendió y esto enfureció a los hombres que se pasaron un poco de las instrucciones que habían recibido.

Se despertó en la frontera de Francia. Amanecía. Estaba sudoroso e inquieto, y mucho más agotado que antes de adormilarse. Cambió de tren. No hubo problemas con el pasaporte y la Guardia Civil, aunque eso le hubiera dado igual. En ese momento le daba todo igual. Morir hubiera sido casi una liberación. Había tenido que dejar atrás todo lo que amaba. Su padre, sus hermanos y… Jordi. “Eres especial Tinet.” Se echó a llorar de nuevo recordando a su madre.

Se sentó en el nuevo tren mirando atrás, otra vez, en un departamento vacío. Empezó a pensar en lo que haría al llegar a París. No conocía a nadie ni tenía dónde ir. Al menos hablaba francés. De repente se acordó del sobre que le dio la señora Canella cuando salía por la puerta. Al abrirlo, se dio cuenta de qué había unos cientos de francos y un papel con un nombre y una dirección.

– Es mucho dinero, se lo devolveré – se prometió a sí mismo Tinet, emocionándose al comprobar una vez más que había gente buena.

Nada más bajar del tren en París, respiró profundo. Se sintió bien de repente. Al fin y al cabo, uno de sus sueños era viajar, conocer otras ciudades, otros países. Era su primera salida de la provincia de Barcelona.

Empezó a caminar sin rumbo. Era todo tan distinto a lo que estaba acostumbrado en Barcelona… Mucha gente alegre, hablando por las calles sin preocuparse de que nadie las escuchara, las tiendas llenas de género… y de repente, se encontró con la torre Eiffel, allá en lo lejos.

Pensó en acercarse, pero se dio cuenta de que el tiempo había pasado y era conveniente que fuera a esa dirección que ponía en el sobre que le había dado la señora Canella.

Preguntó a una viejecilla todo peripuesta que pasaba a su lado.

Estaba un poco lejos y era un poco complicado, pero llegó. Empezaba a sentir hambre. Esperaba que en ese sitio, le indicaran dónde podía comer algo y que no fuera demasiado caro. Aunque el dinero que venía en el sobre era una cantidad respetable, le debía durar lo máximo posible. No sabía los problemas que se iba a encontrar ni cómo ni cuando se iba a poder empezar a ganar la vida.

Era una casa antigua, pero parecía bien conservada. Pintada de rojo arcilla, con las molduras alrededor de las ventanas de color más claro, pero en el mismo tono. Las ventanas y las puertas de los balcones eran blancas. El portalón estaba abierto, así que pasó y subió por la escalera hasta el tercer piso.

Llamó un poco inquieto y pensando en la explicación que iba a dar, pensando si estarían avisados de que llegaba, si serían amigos de su benefactora o simplemente era una pensión que conocía. Oyó pasos dentro. Oyó descorrerse el pestillo. La puerta se abrió.

– Tú debes ser Tinet.

Le recibió una sonrisa abierta y alegre, de una señora de mediana edad, con el pelo recogido en un moño y una bata de esas que se ponían las señoras para hacer las labores de la casa.

– Soy Adela, soy amiga de Marta.

Tinet se quedó un poco descolocado hasta que supuso que se refería a la señora Canella.

– Pasa.

Se puso muy nervioso, de repente. Se quedó sin palabras. La señora le cogió la maleta y la apoyó en el suelo. Se giró para mirarlo y sonrió de nuevo. Se acercó y le dio dos besos, lo que supuso otro motivo para que Tinet se pusiera nervioso, porque no atinó a devolver los besos, estaba completamente desubicado. Se quedó mirando al suelo, estirando la chaqueta que llevaba. De repente fue consciente de que no sabía siquiera como comportarse, dónde poner las manos, a dónde mirar, qué decir para no estropearlo todo.

Oyó los pasos de otra persona que se acercaba presuroso. Pensó que sería el marido de la señora que le había abierto y de la cual no recordaba ya el nombre, aunque sabía que se lo había dicho. Los pasos se pararon cerca de él. Se fue convenciendo de que no podía comportarse como un maleducado y debía saludar al marido de su anfitriona. Tendió la mano y levantó la cabeza poco a poco, haciendo un esfuerzo por afrontar toda esta situación nueva para él. Estaba seguro que no era una pensión que era la casa de esos señores, y no sabía… no le gustaba estar molestando, pensó que debería buscarse rápido un trabajo para poder irse a vivir por su cuenta y dejar de molestar, y que debería ahorrar el dinero que le había dado la señora Canella cuyo nombre de pila también había olvidado ya…

– Has trigat molt, el meu nen. Creia que t’havia passat alguna cosa.

La señora Adela les dejó solos. Tinet tardó unos minutos en reaccionar. En reconocer la voz y en abrir los ojos para mirar, no solo para ver. Todo era muy confuso en su cabeza, no acertaba a entender por qué esa voz que tanto añoraba estaba allí. Pensó que sus deseos le estaban jugando una mala pasada, que estaba en un estado de duermevela y que mezclaba la realidad con su imaginación. Se asustó pensando a quién recurriría en una ciudad tan grande y desconocida como París para que le ayudara a superar ese estado. Pensó en que debía hacerse el tonto, porque le había advertido la Señora Canella que no debía responder si le hablaban en catalán…

Notó unos dedos en su cara, unos dedos que eran conocidos, unos dedos que le cogía la barbilla como se los cogía Jordi. Y notó como se acercaba una boca, de esa forma que tan bien recordaba.

Y notó unos labios sobre los suyos, unos labios secos, porque Jordi estaba al menos tan nervioso como él por el encuentro.

No supo como pero perdió el conocimiento. Al vuelo pudo cogerlo Jordi para que no estrellara su cuerpo contra el suelo. Le llevaron a la cama. Llamaron al medico que dictaminó que lo único que necesitaba era descansar. Y le hicieron caso.

Jordi se quedó velando su sueño, leyendo de vez en cuando, mirándolo otras veces, incluso inclinándose y besando su frente, sus mejillas, sus labios. Pasando un trapo húmedo por la frente y mojando sus labios.

Una vez que perdió su atención por la ventana, mirando a la gente pasar, al volver a mirar a Tinet, se encontró con esos ojos marrones, oscuros y expresivos, abiertos como platos. Sonrió y se levantó de la silla. Le besó la mejilla, la frente, le acarició el cuello y se tumbó a su lado. Buscó sus manos y cuando las encontró, las entrecerró con las suyas.

Siempre le sonreía.

– Tot està bé, el meu amor. t’estimo. Vull passar la meva vida al teu costat.

Tinet sonrió y cerró los ojos, fuerte, fuerte. Los volvió a abrir y se encontró de nuevo con la sonrisa de Jordi. Y esa mirada.

Repitió la operación.

– Je t’aime.

Repitió la operación.

– Te amo.

Repitió.

Jordi sonrió pícaro:

– I love you.

Tinet sonrió. Suspiró. Y supo que de verdad, “Tot està bé”.