Un mundo idílico.

Hay días que sueño con un mundo perfecto, situado allá arriba, en el cielo. Las nubes serían el suelo y los árboles crecerían sobre él. La gente estaría siempre contenta y no se dejarían llevar por las envidias ni las decepciones. No existiría la ansiedad, ni el estrés, ni el dinero. No habría pobres ni ricos y todos serían felices sin necesidad de estar por encima del resto de la gente. Todos serían como son. Sin necesidad de fingir otras personalidades ni estar pensando continuamente en como quieren los demás que sean.

En ese mundo ideal con nubes de algodón, el sol en lo alto junto con un bello arcoiris permanente sirviendo de arco del triunfo, estarían todos nuestros queridos. Los queridos que se han muerto y nos han dejado abandonados y solos, en un mar de lágrimas. Y los otros queridos que se amoldan a las circunstancias y sus intereses y dejas de pertenecer a su mundo vete tú a saber por qué causas. Aunque estos, bien pensado, tampoco merecería mucho la pena.

En ese mundo maravilloso, los muertos, mis muertos, enjuagan mis lágrimas y tienden su brazo para ayudarme a levantarme cada mañana. Me susurran al oído los ánimos que necesito para afrontar este mundo de tribulaciones y en el que cada vez, las cosas más insignificantes suponen un mundo para mí. Me sonríen con confianza, insuflan en mi ánimo energía y decisión.

Pero ese mundo maravilloso no existe. Podemos cerrar los ojos y sentir su presencia en nuestros recuerdos. Llorarlos, dependiendo del día que llevemos, acongojarnos por las cosas de las que te arrepientes y que tienen relación con ellos. Las cosas no dichas, las no calladas, esas cosas tan sin importancia cuando pensamos que somos inmortales, pero que cuando la vida te demuestra que no lo son, somos inmoratales, toman una relevancia indescriptible.

Podemos escuchar esto a otra personas, pero hasta que no lo vivimos, no lo asimilamos de verdad. Y ya es tarde, porque se fueron y no podemos arreglar nada de lo que hicimos o callamos.

Así, estamos condenados muchas veces, si tenemos algo de conciencia y somos algo sensibleros, a llorar de vez en cuando, acongojarnos y estrujarnos el corazón de remordimientos, ante la incomprensión de la mayoría. Y también estamos condenados a pensar que los muertos, nuestros muertos, son los que han estado a nuestro lado, acompañándonos, son los mejores; y los vivos, son los que no valen nada, los que no nos sirven para nada, los que solo están cuando a ellos les interesa. Condenado a pensar en que la gente viva no vale nada, sentirse raro entre los raros, solo, desubicado. Desengañado.

Amargado.

 .

Yago se ha estirado en la silla. Relee el texto. Parece satisfecho. Le ha costado mucho escribirlo. Ha hecho un gran esfuerzo para no echarse a llorar y estropearlo todo.

De repente, su memoria le juega una mala pasada. Escucha a su padre como si estuviera delante; a su amigo Javi, a su madre que además le sonríe y le observa de esa forma en que le miraba siempre. Ella sabía lo poco que valía su hijo, lo desvalido que se iba a quedar. Yago lo veía en sus ojos.

También está Virgilio, andando despacio, apoyado en su bastón, con su caramelo siempre en su boca, para mitigar la sequedad que le daban sus medicinas.

Y Julio Alberto, su amigo de la infancia, y que no sabe por qué, cada vez lo tiene más presente. Una amistad truncada por el destino, o quizás una historia de amor. Jugaban al tenis en la calle, a la puerta de su casa. Se fueron de vacaciones y al volver, Yago se encontró con que Julio Alberto no volvería más.

Y Álvaro, ese otro chico al que intentó conquistar apenas hacía unos meses, sin nada de suerte, con el que soñó muchas veces, con cuya esquela se topó de improviso ayer al pasar por delante de su casa.

Yago se acercó a la ventana. La abrió para que el aire frío de ese 1 de noviembre despejara su ánimo. Miró la calle, lejos, allí abajo, 10 pisos. Se inclinó hacia delante, cerró los ojos… y lloró.

Se sintió sin fuerzas. Sintió que el mundo se movía a su alrededor sin parar. Se sintió pesado, solo, amargado, como había escrito hacía un rato.

Se tambaleó.

Y se desplomó.

Tardó en recuperar la conciencia. Lo hizo sin duda, porque se había quedado helado. Antes de incorporarse, de abrir los ojos a la realidad, intentó teñirla con las características de ese mundo idílico que imaginaba a veces, cuando iba en el autobús para escapar de la tediosa rutina de todos los días, y que había intentado reflejar con poca suerte en su escrito. Era mucho más rico de matices en su cabeza. Pero la realidad era la que era y el agua que empezaba a colarse por la ventana abierta, consiguió que olvidara ese intento frustrado de vida alternativa y se levantara para cerrar la ventana.

Miró el suelo, allá abajo, 10 pisos.

Suspiró indeciso.

Se giró para ir a ponerse algo más de ropa, tomarse un té caliente, y llorar al lado del radiador. Quizás el día siguiente fuera un buen día y la luz de su vida se teñiría de verde esperanza. O de rojo pasión.

O de nada. Pero al menos, quedaría la esperanza de que eso pudiera ocurrir algún otro día.

2 pensamientos en “Un mundo idílico.

  1. ¡Qué lejos estamos de ese mundo idílico!

    Pero lo describes tan bien que creo que no puedo añadir ni una palabra. La naturaleza hace que el mundo pueda resultar cruel e incomprensible y la guinda de ese pastel somos los seres humanos que con nuestros continuos errores nos acabamos sintiendo solos, raros, desubicados, desengañados, amargados…

    Un abrazo.

  2. En la fe shintoista existe la creencia de que, cuando morimos, nuestros espíritus permanecen eternamente en los lugares en los que fuimos felices. Yo no tengo creencia religiosa alguna, pero ésta siempre me ha parecido una idea maravillosa, mejor incluso que la de cielos y paraisos, creer que algún día volveré a los sitios e instantes de felicidad que compartí con otros, especialmente con una persona muy especial que se fue muy pronto de mi vida.
    Hirokazu Kore-eda tiene una película maravillosa que ahonda en este tema ( After life, 1998). Plantea la historia de un chico que tras morir tiene que elegir su momento y no es capaz. De alguna manera siente que no amó ni fue amado, que nada en su vida valió la pena. Al final, es sobre todo una película para reflexionar sobre nuestra propia memoria vital, para hacernos conscientes de nuestros sentimientos y de los sentimientos de los que estuvieron a nuestro lado y para descubrir al fin, que todos tenemos recuerdos valiosos, pequeňos instantes de felicidad que, tal vez por estar dando demasiadas vueltas a nuestras carencias o porque soňábamos con imposibles, Pasaron desapercibidos.
    Muchas gracias por tu relato, tienes el don de hacer fluir los sentimientos, desde tus personajes a quien los lee.

    Muchos abrazos y hasta dentro de unos días

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