No estuvieron demasiado. La abuela estaba cansada y a las dos y media decidieron volver.
Al llegar a casa, el abuelo quiso adelantar trabajo y mientras su mujer preparaba un chocolate para entrar en calor antes de irse a la cama, él subió al desván. Ebro subió tras él, asustado, pensando en lo que diría de todo el desorden que habría, y de encontrarse a sus amigos. Pero todo estaba normal.
Ebro pensó en que todo podría haber sido un sueño.
– Qué despiste tiene tu abuelo, Ebro. Me hago viejo. No recuerdo haber subido el bastón aquí. Y mira, esa botella se ha roto. ¿Cómo se habrá caído?
Y se agachó para recogerlo.
– Voy a por una escoba, abu.
Ebro sonrió pero no dijo nada sobre el bastón.
Y al día siguiente empezaron con los preparativos. Y con los ensayos.
Llegó Enrique, el hermano de Ebro. Al principio miraba todo con mucho escepticismo. Y cuando Ebro empezó a contarle la historia, empezó a tomarle el pelo, y llamarlo crío. Pero cuando llegó a la parte del Príncipe y su historia de amor, fue cambiando su actitud. Y acabó escuchando con atención. Su hermano comprobó que algo en su mirada había cambiado. Y se implicó al máximo. Incluso se pidió el personaje del Príncipe.
La abuela haría los personajes del Paje y de la bailarina. Sus nietos estaban fascinados con la forma que tenía de transformarse con las marionetas en su mano, las voces que ponía, el sentimiento que imprimía a los movimientos de los personajes, la cadencia de su voz… nunca la habían visto en esa actividades. Las representaciones habían acabado poco después de nacer Enrique.
El abuelo haría el personaje del Bello durmiente y el Mosquetero. Dominaba también la escena… era claro que a ninguno de los abuelos se les había olvidado actuar.
– Se lleva en la sangre – le decía sonriente a Enrique cuando le comentaba ese tema – Si habéis salido a la familia lo vais a hacer muy bien.
Ebro haría de él, claro. Y dirigía, ya era bastante.
Para la ambientación musical se apuntaron un grupo de chicos y chicas del pueblo que estaban estudiando música y que habían hecho un pequeño conjunto. Buscaron para ellos unos trajes de época.
Los decorados quedaron en manos de la abuela, y de sus amigas del pueblo. Era divertido estar en sus reuniones para coser y probar los vestidos de las marionetas. Se reían, y contaban las anécdotas de muchos años atrás, cuando hacían eso todos los años. Solo planeaba una sombra de tristeza al acordarse del tío Ernesto, que había sido el alma de todos aquellos montajes.
El abuelo y sus amigos, Remigio y José Luis, se dedicaron a preparar las luces, el salón, las sillas…
– ¡Cómo en los viejos tiempos! – repetían sonriendo cada vez que paraban a tomar un vino que eran más veces de lo que le hubiera gustado a la abuela.
Llegaron los ensayos.
Ebro se descubrió como un director exigente. Tenía tan claro lo que debían hacer los personajes, y lo que sentían en cada momento, que ninguno dudó. El abuelo estaba especialmente sorprendido de la actitud de Enrique. Delante de algunos decía con desprecio “Mira el criajo este, por medir 3 metros se creerá…”, porque el hermano pequeño de repente era más alto que el mayor. Pero su mirada decía otra cosa. Siempre había tratado a Ebro con distancia y un poco de desprecio. Pero en esta ocasión, le hacía caso en todo, y lo escuchaba con toda la atención del mundo. Y hablaban como si lo hubieran hecho toda su vida. Nadie diría que hasta entonces, apenas lo habían hecho más que para insultarse.
Su madre llegó el día 5.
– Pero mírale, si ya ha crecido otra vez – le dijo a Ebro a modo de saludo, señalando sus pantalones que ya no tapaban completamente los tobillos.
– Ya lo decía yo, pero nadie me hace caso – apoyó la abuela.
Teresa veía todo con distancia y escepticismo. Cuando los abuelos le habían contado por teléfono los planes de su hijo, no estuvo de acuerdo.
– Es remover viejas heridas, papá – le decía.
– No he visto a Ebro tan ilusionado por algo en la vida. Es otro, Tere. Tus hijos no tienen la culpa de nuestro dolor. Y a tu tío le hubiera gustado.
– Pero el tío está muerto, papá.
– ¿Has olvidado todo lo que te enseñamos? ¿Has olvidado todo lo que hacías junto a tu tío?
– Pero él sufrió toda su vida, papá. Sus alegrías eran…
Teresa iba a decir que Ernesto, el tío Ernesto era un amargado que se refugiaba en divertir a los demás para huir de su propia tristeza, pero no se atrevió a expresarlo en palabras. Pero su padre conocía a su hija lo suficiente para saber lo que quería decir y callaba.
– Él siempre quiso que todos fuéramos felices. ¿Hay algo de malo? ¿Tendría que arrepentirse de algo? Yo creo que no Teresa, hija. La vida le privó de amar, y le sumió en un dolor íntimo e insuperable, pero se volcó en que todos a su alrededor fuéramos felices. No hay nada de malo. Y ahora que tu hijo quiere recuperar algo de su espíritu ¿Somos alguno quienes para impedírselo? Si le vieras… y si vieras a Enrique…
– No debiste dejar que viera las piedras.
– Pero las vio.
– ¿Y si… ?
Quedó la pregunta en el aire.
– Tere, estás pensado en ti, no en tu hijo. en tus hijos. hasta se llevan mejor. Creo que últimamente se te ha olvidado pensar en los demás, no ver todo a través de tus ojos.
Teresa no respondió, solo se quedó mirando a su madre, que era quién le había hablado así.
Y llegó la representación. Los músicos en sus puestos, los actores en los suyos. Las marionetas en las manos… las luces preparadas, los decorados también… el salón del Ayuntamiento a rebosar.
Las luces se apagaron… la música empezó a sonar… y poco después la voz del narrador:
“Hacía ya un rato que los fuegos artificiales parecían haber acabado. La noche había recuperado el silencio que se la presupone, y más si estás en un pueblo pequeño”.
La sala estaba en silencio. Los niños sentados delante. Muchos no habían podido hacerlo por falta de sillas, pero estaban de pie llenando todos los huecos por detrás.
“Se movió en la butaca para cambiar un poco de posición. Pero al hacerlo, no se dio cuenta y el libro que estaba leyendo se cayó al suelo haciendo mucho ruido”
Ploff – Remigio, el encargado de los efectos especiales golpeó con un libro la mesa que tenían de apoyo.
“Rápido se agachó sin levantarse de la butaca, para recogerlo. Cuando lo tenía en las manos, escuchó un ruido parecido al que había hecho el libro al caerse unos instantes antes. Miró a su alrededor un poco asustado”.
…
…
“Entró de un salto, con su mazo en alto, y las piernas dobladas y en tensión, preparadas para saltar en cualquier dirección. Nunca lo había hecho, pero había soñado decenas de veces viéndose en el papel de héroe, supliendo a los personajes de los libros que leía o a los que él mismo se inventaba. O héroe de las situaciones que aparecían en las noticias, o en la vida…”
El público reía. Estaban todos metidos en la historia.
“La música cesó, y Ebro y la bailarina de la caja de música se hicieron una pequeña reverencia mientras sonreían satisfechos”
…
Los niños aplaudían y reían de lo exagerada que habían hecho la reverencia.
…
“El bello durmiente miró. No vio nada más que a su Príncipe. Sonrió y se incorporó despacio… se miraron, sonrieron… nada existía a su alrededor… solo ellos dos.
– ¡Por fin, mi Príncipe! – dijo con voz temblorosa, ronca y aflautada a la vez. A Ebro le recordó su propia voz esa noche”
– ¡Ohhhhhhhhh! Gritaron parte de los asistentes.
Todos en el salón se levantaron y aplaudieron. Era emocionante la historia, sencilla… el amor es sencillo, aunque a veces lo hagamos muy complicado. Los niños estaban viviendo un cuento, una historia de Príncipes y bailarinas, y mosqueteros. Para los mayores tenía un toque especial, por los recuerdos. Ernesto y Juan planeaban por el salón. Era una historia que todos conocían, aunque nadie hablaba de ella. Desde que mataron a Juan por “marica”, muchos años atrás, tácitamente quedó relegada al reino del silencio. Nadie volvió a tratar el tema. Cuando Ernesto volvió al pueblo, nadie dijo nada tampoco. Le recibieron como si se hubiera ido a trabajar unos años fuera, no a salvar el pellejo.
Ernesto por su parte se los ganó a todos con su simpatía, su buen corazón. El era así. La gente sabía que sufría, pero nadie decía nada. Muchos hubieran querido darle ánimos, o… pero no sabían como. Lo dejaron correr, hasta que murió en ese accidente. Y hoy de la mano de su sobrino-nieto, volvía a revivir de alguna forma en sus corazones y en sus conciencias.
“Y el Príncipe y el bello durmiente montaron en sus caballos, y se fueron galopando para vivir su vida de amor, y comer perdices, como dicen los cuentos. La bailarina ocupó su lugar en la caja de música, que era uno de los regalos que el Paje perdido del Rey Persifo, el olvidado, debía entregar. Dieron cuerda a la caja de música, y allí en el centro, con una luz que salía de forma mágica, bailaba ella la danza que había aprendido con Ebro, su pareja de baile. El mosquetero proscrito por los contadores de historias, tomó el camino de su aldea para casarse con Esmeralda, ahora que ya podía exhibir el hecho de haber cumplido una misión para el Príncipe enamorado.
– ¿Y qué haré yo? – preguntó triste el paje del Rey, mirando a Ebro.
– Si de verdad eres un paje del Rey Mago, tendrás magia. Sigue la magia. Ebro abrió los brazos para indicar lo sencillo de la respuesta.
Los ojos del Paje perdido se iluminaron. Extendió su mano izquierda, y una luz blanca con destellos azules empezó a salir de ella, hasta que lo envolvió por completo. Sonrió, y haciendo una reverencia de agradecimiento a Ebro, desapareció como por ensalmo.
Ebro se quedó parado durante unos minutos, mirando el lugar en dónde había estado el Paje perdido. Se encogió de hombros y bajó de nuevo al salón. Se sentó en su butaca, cogió de nuevo su libro, y siguió leyendo:
“Athos reflexionó algunos segundos, y comprendió el artificio de Artagnan, que habiéndose adelantado mucho al principio…””.
– Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Durante unos segundos se hizo el silencio en el salón. Estaban todos subyugados por la magia de la historia. Los niños fueron los primeros que se levantaron y aplaudieron en cuanto se encendieron las luces. Poco a poco se fueron incorporando al aplauso los mayores, según acertaban a secar las lágrimas con disimulo.
Salieron a saludar, Enrique “el Principe”, la abuela “Bailarina”, el abuelo “Paje”, y Ebro.
Teresa estaba en una esquina atrás del todo. Lloraba sin consuelo. Era… era el espíritu de su tío. Había sido su tío preferido, y ella su sobrina predilecta. Ella siempre estaba ahí, en donde ahora estaban sus padres y sus hijos. Pero la muerte del tío Ernesto, cubrió su corazón con una manta impermeable imposible de penetrar siquiera para ella.
El abuelo la buscó con la mirada. Se quitó las marionetas de sus manos, y se fue hacia ella. La abrazó fuerte, muy fuerte. Y ella lloraba y lloraba. Tenía muchas lágrimas guardadas desde hacía quince años. Ya era hora de sacarlas. Quizás era hora de poner sus dudas en palabras, esas que le atormentaban por mucho que ella intentara que no fuera así.
– Papá, ¿Y si el tío…?
Miraba suplicante a su padre. Lo intentaba, pero no podía acabar la pregunta.
– No, Teresa. Tu tío no nos hubiera dejado nunca por propia voluntad. Y eso lo sabes – y señaló su corazón – lo sabes aquí. Y sabes lo mucho que te adoraba, porque era lo que sentía por ti, lo sabes Tere, lo sabes… Tere…
Y Teresa hundió su cabeza en el pecho de su padre, mientras los aplausos arreciaban hacia el resto del elenco que intentaban mantear a Ebro.
Como siempre después de un estreno, hubo una fiesta. Rufina la tabernera se estiró e invitó a todos a naranjada y a dulces.
– Rufina, que te ha dado una fiebre – le tomaba el pelo José Luis uno de los amigos del abuelo. Rufina pensó en estrangularle, pero se conformó con lanzarle una de sus famosas miradas asesinas.
Ebro era feliz. No recordaba otro momento igual. Por primera vez se sentía que encajaba en algún sitio. Sobre todo sentía que encajaba consigo mismo. Todos le felicitaban por su imaginación, por su arte. Y él contestaba:
– Si está basada en hechos reales.
Y la gente reía con la ocurrencia. Y él sonreía y se encogía de hombros.
Llegó la hora de irse a casa. Teresa agarró a sus hijos, cada uno de un brazo, y caminaron hacia la casa. Les escuchaba contar las aventuras que habían tenido esos días para tenerlo todo preparado. Los abuelos caminaban detrás, abrazados y satisfechos. La abuela de repente, se paró y exclamó:
– ¡Los Reyes! Con todo este jaleo se nos han olvidado los Reyes.
Se quedaron callados mirándose todos. Hasta que a Enrique se le ocurrió decir:
– A lo mejor el Paje perdido ha encontrado el camino, y tenemos los regalos en la chimenea. ¿eh Ebro? – y le dio un codazo a su hermano.
Rieron todos la ocurrencia y siguieron caminando.
– ¿Quién se apunta a un chocolate antes de dormir?
– ¡¡Yo!! – gritaron al unísono los hermanos y su madre.
Los mayores se fueron a la cocina, y los chicos se fueron al salón para sentarse y poner la televisión. Encendieron la luz y se quedaron los dos parados.
– Abuelo, Mamá… ¡Los Reyes! – gritó Ebro.
– Pero que vacilada nos han metido, tío – le dijo Kike a su hermano dándole un codazo – ¿O habrá sido el Paje perdido del Rey Persifo?
– No, no, no es posible – el abuelo venía hablando solo – nos est…
Pero allí vio unos paquetes envueltos en brillantes papeles.
– Teresa, que es verdad…
– Ya estás otra vez bromeando, Demetrio. Es que eres peor que los críos…
Se quedaron todos a un par de metros de las cajas mirándolas fijamente. Al final, Enrique fue el primero que se acercó al distinguir un paquete con su nombre.
– Pues yo lo pienso abrir, no me voy a quedar mirándolo toda la noche.
Se sentó en el suelo, y se puso a romper el papel de envoltorio.
– ¡Hostia!
Sostenía en la mano una locomotora de tren de vapor antigua, de metal. La daba vueltas fijándose en todos los detalles, haciéndola rodar en el suelo…
– Mamá… te acuerdas mamá, se lo pedí a los Reyes cuando tenía seis años. Y cuando tuve siete. Y a los ocho también. Pero nunca me la trajeron.
Su madre lo miraba desconcertada. Era cierto, se acordaba perfectamente. Pero siempre resultaba el juguete descartado.
– Mamá, aquí hay un paquete con tu nombre – le dijo eufórico Enrique, mientras se lo acercaba – Ábrelo. ¡Es enorme!
Teresa miraba a todos preguntándoles con la mirada quién había sido. Pero todos parecían sinceramente sorprendidos por lo que estaba pasando. Al final se decidió, y empezó a romper el papel. Era una caja de madera oscura, con filigranas labradas en la madera con unos esmaltes incrustados en los laterales. Miró a todos que se había arremolinado alrededor suyo.
– ¡Ábrela! – le dijo impaciente Ebro.
Al hacerlo, una música empezó a sonar. Y una bailarina daba vueltas sobre sí misma al compás de la melodía. Ebro puso cara de susto, porque esa bailarina, en una de sus vueltas, le había guiñado un ojo… estaba seguro. Como lo estaba de que era su bailarina, la del desván, la de la obra de teatro.
Teresa se tapó la boca con la mano que tenía libre. Siempre le habían gustado las cajas de música, pero desde aquella que se rompió en una de las discusiones que tuvo con su marido, no había vuelto a tener otra. Mil veces había hecho propósito de comprar una, pero mil veces lo había dejado correr.
– ¡Cómo se mueve la bailarina! ¿Te has fijado? – le dijo su madre.
Ebro sonrió satisfecho. Sus prácticas de baile habían tenido éxito, según veía.
– Demetrio, mira. Hay un paquete con nuestro nombre.
La abuela estaba agachada, pero no acababa de decidirse. Su marido se puso a su lado y alargó el brazo para cogerlo. Empezó a rasgar nervioso el papel. Era un marco de fotografía que estaba al revés. Le dieron la vuelta y nada más ver la foto, se abrazaron llorosos. Era una foto antigua. Había dos hombres jóvenes sonriendo. Estaban sentados. Uno tenía apoyada la cabeza en el hombro del otro. Y medio tapado por un abrigo, podían verse sus manos entrelazadas.
– Mirad, el tío Ernesto y Juan… que guapos eran… – dijo la abuela entre sollozos mostrando a los demás la foto.
– Y esta foto ¿Quién la tendría? – dijo el abuelo – el tiempo que estuve buscando fotos de ellos, y nunca encontré ninguna.
Quedaban dos paquetes.
Uno pequeño llevaba también el nombre de Enrique.
– Mírale, él tiene dos. Esto no es justo – se quejó en bromas Ebro – Ábrelo, pesao.
Enrique dudaba de abrirlo. Todos estaban pendiente de él y en ese momento esa atención le pesaba como una losa. El hecho de tener más regalos que los demás le abrumaba. Y eso era raro en él que siempre se estaba quejando de que Ebro era un “enchufado”.
– ¡Venga! – le animó su madre.
Y Enrique con un gesto rápido y brusco, rasgó el papel. Era una cajita de madera, que parecía tener muchos años. Y al abrirla, apareció un colgante de oro: una rosa.
– ¡Joder! – se le escapó a su madre – el que haya sido, menuda pasada.
– Hablas peor que tus hijos – le regañó la abuela acercándose para ver mejor el colgante.
Ebro se agachó para verlo de cerca, y comprobar que era el mismo colgante que llevaba el “Bello durmiente”.
– No esperes dormido toda una vida a que llegue tu Príncipe – le susurró a su hermano en el oído.
Enrique le miró desconcertado y un poco asustado. Estaba dispuesto a pelearse con su hermano, pero comprobó que no se estaba burlando de él. Ebro sin decir nada más, le cogió el colgante y se lo puso en el cuello.
– Te sienta muy bien, Kike – le dijo su abuela.
– Y queda el tuyo. Hala, como los importantes, el último. Como es el director…
Todos rieron la ocurrencia del abuelo.
Ebro cogió su paquete. Fue quitando el lazo despacio, con cuidado. Estaba nervioso por saber lo que descubriría. Viendo los regalos de los demás, se temía cualquier cosa. Daba vueltas a todo lo que había pasado en esos días, a sus regalos olvidados. Pero no veía nada, o recordaba nada.
Al final se decidió, y quitó el papel.
– ¡Un libro! Quién haya elegido el regalo, lo conoce bien.
Pero no era un libro normal. Encuadernado en tapa dura de tela, cuando Ebro lo abrió despacio, con sumo cuidado, empezó a sonar una música que no se sabía muy bien de dónde salía, pero que lo hacía.
– Es Bach – exclamó su abuelo.
– Pero ¿cómo suena?
– Es un libro mágico ¿es que no lo entendéis? – les dijo entre bromas Ebro.
– Y tiene un espejo en la contra solapa.
Ebro se miró en el espejo, y vio reflejado en él toda una serie de personajes de cuentos, de famosos, super-héroes. Casi todos con su cara. E imágenes de él, sin ser él. Al final, se quedó únicamente su reflejo, tal cual, desnudo.
Esta vez fue Kike, que era el único que había podido ver la sucesión de imágenes, el que se le acercó y le susurró:
– No esperes toda una vida a ser tú mismo y escribir tu libro, el libro de tu vida.
Se quedaron mirándose un rato
– Y saluda a tus amigos en la ventana – le indicó otra vez su hermano.
Ebro levantó la vista y pudo ver al Príncipe que rodeaba con su brazo al Bello durmiente al que le faltaba el colgante que ahora lucía Enrique; vio también al Paje perdido, al Mosquetero olvidado, a los músicos, a los enanitos, Fue a levantar la mano para saludarles, pero se dio cuenta que sus abuelos y su madre todavía estaban allí. Optó por sonreírles.
– ¿Y tú como sabes…?
Y su hermano como única respuesta, se encogió de hombros, sonrió y dijo:
– ¿Y ese chocolate abuela?
– Vamos, vamos, sí…
Ebro se retrasó del resto. Miró a la ventana. Solo estaba el Paje del Rey Persifo. Parsimoniosamente inició una reverencia, que Ebro imitó. Se sonrieron los dos, y el paje se dio la vuelta para irse.
– Ebro, ¿Vienes o qué? – gritó su madre desde la cocina.
– ¡Voy!
Y apagó la luz del salón, no sin antes echar un último vistazo a la ventana, y ver como el Paje se iba alejando de la casa. Ya podía volver a su tierra, porque había entregado los regalos perdidos.
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Sota una estrella de Sopa de Cabra. Versión de Gossos.
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Este cuento de Navidad, se lo quisiera dedicar a Didac y a todos los que como él, están dispuestos a sentir la música de las palabras con el corazón, a dejarse llevar por las historias, a ser cómplices de los personajes. Muchas gracias por todo.