Los regalos perdidos: un cuento de Navidad (y 3)

No estuvieron demasiado. La abuela estaba cansada y a las dos y media decidieron volver.

Al llegar a casa, el abuelo quiso adelantar trabajo y mientras su mujer preparaba un chocolate para entrar en calor antes de irse a la cama, él subió al desván. Ebro subió tras él, asustado, pensando en lo que diría de todo el desorden que habría, y de encontrarse a sus amigos. Pero todo estaba normal.

Ebro pensó en que todo podría haber sido un sueño.

– Qué despiste tiene tu abuelo, Ebro. Me hago viejo. No recuerdo haber subido el bastón aquí. Y mira, esa botella se ha roto. ¿Cómo se habrá caído?

Y se agachó para recogerlo.

– Voy a por una escoba, abu.

Ebro sonrió pero no dijo nada sobre el bastón.

Y al día siguiente empezaron con los preparativos. Y con los ensayos.

Llegó Enrique, el hermano de Ebro. Al principio miraba todo con mucho escepticismo. Y cuando Ebro empezó a contarle la historia, empezó a tomarle el pelo, y llamarlo crío. Pero cuando llegó a la parte del Príncipe y su historia de amor, fue cambiando su actitud. Y acabó escuchando con atención. Su hermano comprobó que algo en su mirada había cambiado. Y se implicó al máximo. Incluso se pidió el personaje del Príncipe.

La abuela haría los personajes del Paje y de la bailarina. Sus nietos estaban fascinados con la forma que tenía de transformarse con las marionetas en su mano, las voces que ponía, el sentimiento que imprimía a los movimientos de los personajes, la cadencia de su voz… nunca la habían visto en esa actividades. Las representaciones habían acabado poco después de nacer Enrique.

El abuelo haría el personaje del Bello durmiente y el Mosquetero. Dominaba también la escena… era claro que a ninguno de los abuelos se les había olvidado actuar.

– Se lleva en la sangre – le decía sonriente a Enrique cuando le comentaba ese tema – Si habéis salido a la familia lo vais a hacer muy bien.

Ebro haría de él, claro. Y dirigía, ya era bastante.

Para la ambientación musical se apuntaron un grupo de chicos y chicas del pueblo que estaban estudiando música y que habían hecho un pequeño conjunto. Buscaron para ellos unos trajes de época.

Los decorados quedaron en manos de la abuela, y de sus amigas del pueblo. Era divertido estar en sus reuniones para coser y probar los vestidos de las marionetas. Se reían, y contaban las anécdotas de muchos años atrás, cuando hacían eso todos los años. Solo planeaba una sombra de tristeza al acordarse del tío Ernesto, que había sido el alma de todos aquellos montajes.

El abuelo y sus amigos, Remigio y José Luis, se dedicaron a preparar las luces, el salón, las sillas…

– ¡Cómo en los viejos tiempos! – repetían sonriendo cada vez que paraban a tomar un vino que eran más veces de lo que le hubiera gustado a la abuela.

Llegaron los ensayos.

Ebro se descubrió como un director exigente. Tenía tan claro lo que debían hacer los personajes, y lo que sentían en cada momento, que ninguno dudó. El abuelo estaba especialmente sorprendido de la actitud de Enrique. Delante de algunos decía con desprecio “Mira el criajo este, por medir 3 metros se creerá…”, porque el hermano pequeño de repente era más alto que el mayor. Pero su mirada decía otra cosa. Siempre había tratado a Ebro con distancia y un poco de desprecio. Pero en esta ocasión, le hacía caso en todo, y lo escuchaba con toda la atención del mundo. Y hablaban como si lo hubieran hecho toda su vida. Nadie diría que hasta entonces, apenas lo habían hecho más que para insultarse.

Su madre llegó el día 5.

– Pero mírale, si ya ha crecido otra vez – le dijo a Ebro a modo de saludo, señalando sus pantalones que ya no tapaban completamente los tobillos.

– Ya lo decía yo, pero nadie me hace caso – apoyó la abuela.

Teresa veía todo con distancia y escepticismo. Cuando los abuelos le habían contado por teléfono los planes de su hijo, no estuvo de acuerdo.

– Es remover viejas heridas, papá – le decía.

– No he visto a Ebro tan ilusionado por algo en la vida. Es otro, Tere. Tus hijos no tienen la culpa de nuestro dolor. Y a tu tío le hubiera gustado.

– Pero el tío está muerto, papá.

– ¿Has olvidado todo lo que te enseñamos? ¿Has olvidado todo lo que hacías junto a tu tío?

– Pero él sufrió toda su vida, papá. Sus alegrías eran…

Teresa iba a decir que Ernesto, el tío Ernesto era un amargado que se refugiaba en divertir a los demás para huir de su propia tristeza, pero no se atrevió a expresarlo en palabras. Pero su padre conocía a su hija lo suficiente para saber lo que quería decir y callaba.

– Él siempre quiso que todos fuéramos felices. ¿Hay algo de malo? ¿Tendría que arrepentirse de algo? Yo creo que no Teresa, hija. La vida le privó de amar, y le sumió en un dolor íntimo e insuperable, pero se volcó en que todos a su alrededor fuéramos felices. No hay nada de malo. Y ahora que tu hijo quiere recuperar algo de su espíritu ¿Somos alguno quienes para impedírselo? Si le vieras… y si vieras a Enrique…

– No debiste dejar que viera las piedras.

– Pero las vio.

– ¿Y si… ?

Quedó la pregunta en el aire.

– Tere, estás pensado en ti, no en tu hijo. en tus hijos. hasta se llevan mejor. Creo que últimamente se te ha olvidado pensar en los demás, no ver todo a través de tus ojos.

Teresa no respondió, solo se quedó mirando a su madre, que era quién le había hablado así.

Y llegó la representación. Los músicos en sus puestos, los actores en los suyos. Las marionetas en las manos… las luces preparadas, los decorados también… el salón del Ayuntamiento a rebosar.

Las luces se apagaron… la música empezó a sonar… y poco después la voz del narrador:

Hacía ya un rato que los fuegos artificiales parecían haber acabado. La noche había recuperado el silencio que se la presupone, y más si estás en un pueblo pequeño”.

La sala estaba en silencio. Los niños sentados delante. Muchos no habían podido hacerlo por falta de sillas, pero estaban de pie llenando todos los huecos por detrás.

Se movió en la butaca para cambiar un poco de posición. Pero al hacerlo, no se dio cuenta y el libro que estaba leyendo se cayó al suelo haciendo mucho ruido”

Ploff – Remigio, el encargado de los efectos especiales golpeó con un libro la mesa que tenían de apoyo.

Rápido se agachó sin levantarse de la butaca, para recogerlo. Cuando lo tenía en las manos, escuchó un ruido parecido al que había hecho el libro al caerse unos instantes antes. Miró a su alrededor un poco asustado”.

Entró de un salto, con su mazo en alto, y las piernas dobladas y en tensión, preparadas para saltar en cualquier dirección. Nunca lo había hecho, pero había soñado decenas de veces viéndose en el papel de héroe, supliendo a los personajes de los libros que leía o a los que él mismo se inventaba. O héroe de las situaciones que aparecían en las noticias, o en la vida…”

El público reía. Estaban todos metidos en la historia.

La música cesó, y Ebro y la bailarina de la caja de música se hicieron una pequeña reverencia mientras sonreían satisfechos”

Los niños aplaudían y reían de lo exagerada que habían hecho la reverencia.

El bello durmiente miró. No vio nada más que a su Príncipe. Sonrió y se incorporó despacio… se miraron, sonrieron… nada existía a su alrededor… solo ellos dos.

– ¡Por fin, mi Príncipe! – dijo con voz temblorosa, ronca y aflautada a la vez. A Ebro le recordó su propia voz esa noche”

– ¡Ohhhhhhhhh! Gritaron parte de los asistentes.

Todos en el salón se levantaron y aplaudieron. Era emocionante la historia, sencilla… el amor es sencillo, aunque a veces lo hagamos muy complicado. Los niños estaban viviendo un cuento, una historia de Príncipes y bailarinas, y mosqueteros. Para los mayores tenía un toque especial, por los recuerdos. Ernesto y Juan planeaban por el salón. Era una historia que todos conocían, aunque nadie hablaba de ella. Desde que mataron a Juan por “marica”, muchos años atrás, tácitamente quedó relegada al reino del silencio. Nadie volvió a tratar el tema. Cuando Ernesto volvió al pueblo, nadie dijo nada tampoco. Le recibieron como si se hubiera ido a trabajar unos años fuera, no a salvar el pellejo.

Ernesto por su parte se los ganó a todos con su simpatía, su buen corazón. El era así. La gente sabía que sufría, pero nadie decía nada. Muchos hubieran querido darle ánimos, o… pero no sabían como. Lo dejaron correr, hasta que murió en ese accidente. Y hoy de la mano de su sobrino-nieto, volvía a revivir de alguna forma en sus corazones y en sus conciencias.

Y el Príncipe y el bello durmiente montaron en sus caballos, y se fueron galopando para vivir su vida de amor, y comer perdices, como dicen los cuentos. La bailarina ocupó su lugar en la caja de música, que era uno de los regalos que el Paje perdido del Rey Persifo, el olvidado, debía entregar. Dieron cuerda a la caja de música, y allí en el centro, con una luz que salía de forma mágica, bailaba ella la danza que había aprendido con Ebro, su pareja de baile. El mosquetero proscrito por los contadores de historias, tomó el camino de su aldea para casarse con Esmeralda, ahora que ya podía exhibir el hecho de haber cumplido una misión para el Príncipe enamorado.

– ¿Y qué haré yo? – preguntó triste el paje del Rey, mirando a Ebro.

– Si de verdad eres un paje del Rey Mago, tendrás magia. Sigue la magia. Ebro abrió los brazos para indicar lo sencillo de la respuesta.

Los ojos del Paje perdido se iluminaron. Extendió su mano izquierda, y una luz blanca con destellos azules empezó a salir de ella, hasta que lo envolvió por completo. Sonrió, y haciendo una reverencia de agradecimiento a Ebro, desapareció como por ensalmo.

Ebro se quedó parado durante unos minutos, mirando el lugar en dónde había estado el Paje perdido. Se encogió de hombros y bajó de nuevo al salón. Se sentó en su butaca, cogió de nuevo su libro, y siguió leyendo:

Athos reflexionó algunos segundos, y comprendió el artificio de Artagnan, que habiéndose adelantado mucho al principio…””.

– Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Durante unos segundos se hizo el silencio en el salón. Estaban todos subyugados por la magia de la historia. Los niños fueron los primeros que se levantaron y aplaudieron en cuanto se encendieron las luces. Poco a poco se fueron incorporando al aplauso los mayores, según acertaban a secar las lágrimas con disimulo.

Salieron a saludar, Enrique “el Principe”, la abuela “Bailarina”, el abuelo “Paje”, y Ebro.

Teresa estaba en una esquina atrás del todo. Lloraba sin consuelo. Era… era el espíritu de su tío. Había sido su tío preferido, y ella su sobrina predilecta. Ella siempre estaba ahí, en donde ahora estaban sus padres y sus hijos. Pero la muerte del tío Ernesto, cubrió su corazón con una manta impermeable imposible de penetrar siquiera para ella.

El abuelo la buscó con la mirada. Se quitó las marionetas de sus manos, y se fue hacia ella. La abrazó fuerte, muy fuerte. Y ella lloraba y lloraba. Tenía muchas lágrimas guardadas desde hacía quince años. Ya era hora de sacarlas. Quizás era hora de poner sus dudas en palabras, esas que le atormentaban por mucho que ella intentara que no fuera así.

– Papá, ¿Y si el tío…?

Miraba suplicante a su padre. Lo intentaba, pero no podía acabar la pregunta.

– No, Teresa. Tu tío no nos hubiera dejado nunca por propia voluntad. Y eso lo sabes – y señaló su corazón – lo sabes aquí. Y sabes lo mucho que te adoraba, porque era lo que sentía por ti, lo sabes Tere, lo sabes… Tere…

Y Teresa hundió su cabeza en el pecho de su padre, mientras los aplausos arreciaban hacia el resto del elenco que intentaban mantear a Ebro.

Como siempre después de un estreno, hubo una fiesta. Rufina la tabernera se estiró e invitó a todos a naranjada y a dulces.

– Rufina, que te ha dado una fiebre – le tomaba el pelo José Luis uno de los amigos del abuelo. Rufina pensó en estrangularle, pero se conformó con lanzarle una de sus famosas miradas asesinas.

Ebro era feliz. No recordaba otro momento igual. Por primera vez se sentía que encajaba en algún sitio. Sobre todo sentía que encajaba consigo mismo. Todos le felicitaban por su imaginación, por su arte. Y él contestaba:

– Si está basada en hechos reales.

Y la gente reía con la ocurrencia. Y él sonreía y se encogía de hombros.

Llegó la hora de irse a casa. Teresa agarró a sus hijos, cada uno de un brazo, y caminaron hacia la casa. Les escuchaba contar las aventuras que habían tenido esos días para tenerlo todo preparado. Los abuelos caminaban detrás, abrazados y satisfechos. La abuela de repente, se paró y exclamó:

– ¡Los Reyes! Con todo este jaleo se nos han olvidado los Reyes.

Se quedaron callados mirándose todos. Hasta que a Enrique se le ocurrió decir:

– A lo mejor el Paje perdido ha encontrado el camino, y tenemos los regalos en la chimenea. ¿eh Ebro? – y le dio un codazo a su hermano.

Rieron todos la ocurrencia y siguieron caminando.

– ¿Quién se apunta a un chocolate antes de dormir?

– ¡¡Yo!! – gritaron al unísono los hermanos y su madre.

Los mayores se fueron a la cocina, y los chicos se fueron al salón para sentarse y poner la televisión. Encendieron la luz y se quedaron los dos parados.

– Abuelo, Mamá… ¡Los Reyes! – gritó Ebro.

– Pero que vacilada nos han metido, tío – le dijo Kike a su hermano dándole un codazo – ¿O habrá sido el Paje perdido del Rey Persifo?

– No, no, no es posible – el abuelo venía hablando solo – nos est…

Pero allí vio unos paquetes envueltos en brillantes papeles.

– Teresa, que es verdad…

– Ya estás otra vez bromeando, Demetrio. Es que eres peor que los críos…

Se quedaron todos a un par de metros de las cajas mirándolas fijamente. Al final, Enrique fue el primero que se acercó al distinguir un paquete con su nombre.

– Pues yo lo pienso abrir, no me voy a quedar mirándolo toda la noche.

Se sentó en el suelo, y se puso a romper el papel de envoltorio.

– ¡Hostia!

Sostenía en la mano una locomotora de tren de vapor antigua, de metal. La daba vueltas fijándose en todos los detalles, haciéndola rodar en el suelo…

– Mamá… te acuerdas mamá, se lo pedí a los Reyes cuando tenía seis años. Y cuando tuve siete. Y a los ocho también. Pero nunca me la trajeron.

Su madre lo miraba desconcertada. Era cierto, se acordaba perfectamente. Pero siempre resultaba el juguete descartado.

– Mamá, aquí hay un paquete con tu nombre – le dijo eufórico Enrique, mientras se lo acercaba – Ábrelo. ¡Es enorme!

Teresa miraba a todos preguntándoles con la mirada quién había sido. Pero todos parecían sinceramente sorprendidos por lo que estaba pasando. Al final se decidió, y empezó a romper el papel. Era una caja de madera oscura, con filigranas labradas en la madera con unos esmaltes incrustados en los laterales. Miró a todos que se había arremolinado alrededor suyo.

– ¡Ábrela! – le dijo impaciente Ebro.

Al hacerlo, una música empezó a sonar. Y una bailarina daba vueltas sobre sí misma al compás de la melodía. Ebro puso cara de susto, porque esa bailarina, en una de sus vueltas, le había guiñado un ojo… estaba seguro. Como lo estaba de que era su bailarina, la del desván, la de la obra de teatro.

Teresa se tapó la boca con la mano que tenía libre. Siempre le habían gustado las cajas de música, pero desde aquella que se rompió en una de las discusiones que tuvo con su marido, no había vuelto a tener otra. Mil veces había hecho propósito de comprar una, pero mil veces lo había dejado correr.

– ¡Cómo se mueve la bailarina! ¿Te has fijado? – le dijo su madre.

Ebro sonrió satisfecho. Sus prácticas de baile habían tenido éxito, según veía.

– Demetrio, mira. Hay un paquete con nuestro nombre.

La abuela estaba agachada, pero no acababa de decidirse. Su marido se puso a su lado y alargó el brazo para cogerlo. Empezó a rasgar nervioso el papel. Era un marco de fotografía que estaba al revés. Le dieron la vuelta y nada más ver la foto, se abrazaron llorosos. Era una foto antigua. Había dos hombres jóvenes sonriendo. Estaban sentados. Uno tenía apoyada la cabeza en el hombro del otro. Y medio tapado por un abrigo, podían verse sus manos entrelazadas.

– Mirad, el tío Ernesto y Juan… que guapos eran… – dijo la abuela entre sollozos mostrando a los demás la foto.

– Y esta foto ¿Quién la tendría? – dijo el abuelo – el tiempo que estuve buscando fotos de ellos, y nunca encontré ninguna.

Quedaban dos paquetes.

Uno pequeño llevaba también el nombre de Enrique.

– Mírale, él tiene dos. Esto no es justo – se quejó en bromas Ebro – Ábrelo, pesao.

Enrique dudaba de abrirlo. Todos estaban pendiente de él y en ese momento esa atención le pesaba como una losa. El hecho de tener más regalos que los demás le abrumaba. Y eso era raro en él que siempre se estaba quejando de que Ebro era un “enchufado”.

– ¡Venga! – le animó su madre.

Y Enrique con un gesto rápido y brusco, rasgó el papel. Era una cajita de madera, que parecía tener muchos años. Y al abrirla, apareció un colgante de oro: una rosa.

– ¡Joder! – se le escapó a su madre – el que haya sido, menuda pasada.

– Hablas peor que tus hijos – le regañó la abuela acercándose para ver mejor el colgante.

Ebro se agachó para verlo de cerca, y comprobar que era el mismo colgante que llevaba el “Bello durmiente”.

– No esperes dormido toda una vida a que llegue tu Príncipe – le susurró a su hermano en el oído.

Enrique le miró desconcertado y un poco asustado. Estaba dispuesto a pelearse con su hermano, pero comprobó que no se estaba burlando de él. Ebro sin decir nada más, le cogió el colgante y se lo puso en el cuello.

– Te sienta muy bien, Kike – le dijo su abuela.

– Y queda el tuyo. Hala, como los importantes, el último. Como es el director…

Todos rieron la ocurrencia del abuelo.

Ebro cogió su paquete. Fue quitando el lazo despacio, con cuidado. Estaba nervioso por saber lo que descubriría. Viendo los regalos de los demás, se temía cualquier cosa. Daba vueltas a todo lo que había pasado en esos días, a sus regalos olvidados. Pero no veía nada, o recordaba nada.

Al final se decidió, y quitó el papel.

– ¡Un libro! Quién haya elegido el regalo, lo conoce bien.

Pero no era un libro normal. Encuadernado en tapa dura de tela, cuando Ebro lo abrió despacio, con sumo cuidado, empezó a sonar una música que no se sabía muy bien de dónde salía, pero que lo hacía.

– Es Bach – exclamó su abuelo.

– Pero ¿cómo suena?

– Es un libro mágico ¿es que no lo entendéis? – les dijo entre bromas Ebro.

– Y tiene un espejo en la contra solapa.

Ebro se miró en el espejo, y vio reflejado en él toda una serie de personajes de cuentos, de famosos, super-héroes. Casi todos con su cara. E imágenes de él, sin ser él. Al final, se quedó únicamente su reflejo, tal cual, desnudo.

Esta vez fue Kike, que era el único que había podido ver la sucesión de imágenes, el que se le acercó y le susurró:

– No esperes toda una vida a ser tú mismo y escribir tu libro, el libro de tu vida.

Se quedaron mirándose un rato

– Y saluda a tus amigos en la ventana – le indicó otra vez su hermano.

Ebro levantó la vista y pudo ver al Príncipe que rodeaba con su brazo al Bello durmiente al que le faltaba el colgante que ahora lucía Enrique; vio también al Paje perdido, al Mosquetero olvidado, a los músicos, a los enanitos, Fue a levantar la mano para saludarles, pero se dio cuenta que sus abuelos y su madre todavía estaban allí. Optó por sonreírles.

– ¿Y tú como sabes…?

Y su hermano como única respuesta, se encogió de hombros, sonrió y dijo:

– ¿Y ese chocolate abuela?

– Vamos, vamos, sí…

Ebro se retrasó del resto. Miró a la ventana. Solo estaba el Paje del Rey Persifo. Parsimoniosamente inició una reverencia, que Ebro imitó. Se sonrieron los dos, y el paje se dio la vuelta para irse.

– Ebro, ¿Vienes o qué? – gritó su madre desde la cocina.

– ¡Voy!

Y apagó la luz del salón, no sin antes echar un último vistazo a la ventana, y ver como el Paje se iba alejando de la casa. Ya podía volver a su tierra, porque había entregado los regalos perdidos.

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Sota una estrella de Sopa de Cabra. Versión de Gossos.

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Este cuento de Navidad, se lo quisiera dedicar a Didac y a todos los que como él, están dispuestos a sentir la música de las palabras con el corazón, a dejarse llevar por las historias, a ser cómplices de los personajes. Muchas gracias por todo.

Los regalos perdidos: un cuento de Navidad (2)

Entró de un salto, con su mazo en alto, y las piernas dobladas y en tensión, preparadas para saltar en cualquier dirección. Nunca lo había hecho, pero había soñado decenas de veces viéndose en el papel de héroe, supliendo a los personajes de los libros que leía o a los que él mismo se inventaba. O héroe de las situaciones que aparecían en las noticias, o en la vida…

Se fue incorporando poco a poco… no había nadie en el desván…

De repente, a su derecha escuchó el roce de una tela por el suelo… se giró y volvió a tensar su brazo, con su mazo en ristre, que había empezado a bajar instantes antes.

– ¡No te muevas! ¿Quién eres? – gritó a la vez que buscaba a tientas el interruptor de la luz.

Su voz temblaba. No era como lo soñaba, no era lo mismo cuando se imaginaba… y esa mierda de voz que le salía, que parecía cualquier cosa menos la de un héroe… ¡quién le iba a tener respeto con esa voz!

– ¡No me pegues!

Fue solo un susurro, pero eso le atemorizó un poco más. En su fuero interno esperaba que todo efectivamente fuera fruto de su imaginación y que esa sombra se diluyera como los ruidos antes. Pero parecía que todo tenía un algo de realidad…

– ¡Sal y que te pueda ver!

Esta vez controló mejor la voz, y al menos no tembló, aunque seguía sonando muy rara… ¿Por qué precisamente esa noche?

De detrás de una caja grande, al lado de donde estaba el escenario de los títeres que sus abuelos utilizaban para sus representaciones, salió una figura indeterminada, con una especie de turbante en la cabeza. Iba vestido con lo que parecía una capa.

– ¿Quién eres? – preguntó Ebro intentando mostrarse decidido.

– No te voy a hacer nada, baja ese martillo – contestó la figura con voz temblorosa – Por favor.

Ebro se giró buscando los interruptores de la luz que antes no había sido capaz encontrar, y los dio todos. Hasta entonces solo estaba encendida una bombilla justo en la puerta, la que siempre tenía su abuelo prendida para ver el último escalón que estaba detrás de la puerta. No es que fuera una luz cegadora, pero al menos las otras tres bombillas que estaban repartidas por la estancia dieron una ligera penumbra y le permitía ver con algo de claridad.

– Soy un paje de los Reyes Magos. Me he perdido… y estoy cansado… no quiero…

– ¡Un paje de los Reyes Magos!

Ebro había pronunciado esas palabras con sorpresa y estupor y una cierta dosis de cachondeo. Pensó que le estaba tomando el pelo. “Seguro que es un amigo de mi abuelo y me han preparado esta broma”. Caminó rápido para verle a la cara al supuesto paje perdido. Lo cogió de un hombro y lo empujó debajo de una bombilla. Pero no vio ninguna cara conocida del pueblo, ni ninguna cara de los nietos de los amigos de su abuelo, porque el paje era muy joven.

– ¿Qué años tienes, paje perdido?

– Los pajes reales no tenemos edad…

– Pareces un crío.

– Pues tú no pareces ser muy mayor – dijo con un tono medio ofendido el paje.

– Yo al menos sé los años que tengo, Paje perdido.

– Chico desconocido, yo al menos te he dicho quién soy – le dijo desafiante.

– Yo soy Ebro – contestó con aplomo – Tengo doce años. ¿Y cómo te perdiste?

– Iba a llevar estos regalos… – y sacó una saca de tela de debajo de la capa – pero me despisté, y… no puedo volver sin encontrar a sus destinatarios… me echaría la bronca y me quitarían del servicio del Rey Persifo.

– Los Reyes Magos no echan la bronca… ¿El rey Persifo? No hay ningún rey Mago que se llame así.

– ¡Huy! ¿Y quién ha dicho eso? También algunos pretenden decir que no existe ningún Rey Mago, pero eso es falso, claro está. El Rey Persifo es el Rey olvidado, pero existir, existe, como los otros tres y es el que hace el trabajo sucio, los otros son los relaciones públicas y se dedican a ir de cabalgata en cabalgata. El trabajo lo hace el Rey Persifo. Y tiene muy malas pulgas.

Ebro lo miraba escéptico.

– Ven conmigo y volvemos sin entregar los regalo, y ya verás… ya verás… – el Paje perdido movía su mano libre de arriba a abajo con rapidez.

– Es cierto – dijo una voz a su espalda.

Ebro se dio la vuelta y se volvió a poner en guardia. No necesitó ver quién era, puesto que ella, porque era una chica vestida de bailarina de ballet, parecía como si irradiara una luz que la hacía perfectamente visible.

– Soy la bailarina de la caja de música.

– ¿Y… ? – Ebro iba a preguntar, pero ella siguió hablando como si no hubiera dicho nada.

– Necesito una pareja para aprender a bailar. ¿Quieres bailar conmigo Ebro de doce años?

– Ebro Juvenal Ibarra, ese es mi nombre. – no le gustaba eso de “Ebro de doce años”

– Ebro Juvenal Ibarra ¿quieres bailar conmigo?

– ¡Yo no sé bailar¡ El paje… ¿Por qué no te enseña el paje?

– No, yo no… – el paje al intentar alejarse de la bailarina, se trastabilló con la capa, y cayó al suelo.

– ¿Ves como no puede ser el paje? – dijo ella mirándolo con desprecio – Los pajes reales solo sirven para acarrear sacas de regalos, y éste ni para eso.

El Paje perdido fue a protestar, pero Ebro habló antes:

– Pues yo soy un patoso al que nadie quiere en su equipo. ¿Y por qué eres una bailarina de una caja de música si eres humana? ¿Qué clase de…?

– ¿Dónde está el bello durmiente? ¿Quién es el dueño de esta posada?

– Éste, éste – el paje señaló a Ebro, mientras se guarecía detrás del teatrillo.

Un muchacho ataviado con el uniforme de los mosqueteros del Rey y con la espada desenvainada, miraba altivo y desafiante a Ebro.

– ¿Y tú quién cojones eres? – le espetó Ebro, al que la actitud del recién llegado, había conseguido sacar su orgullo oculto, a parte de que le había molestado que le interrumpiera su conversación con la bailarina.

– Soy René, el quinto mosquetero, el olvidado.

– ¿Otro olvidado? Además no hay un quinto mosquetero. Estoy precisamente leyendo su historia…

– Zagal, mi soldado no miente. ¿Cómo osas dudar de su palabra? Es el mosquetero del que nadie se acuerda, y punto.

Detrás del supuesto mosquetero, había aparecido un hombre con pose y vestimentas de Príncipe, cuando menos de caballero. Sus ropajes parecían de buen paño y cortados con destreza por algún sastre de fama.

– Busco al bello durmiente – el supuesto caballero intuyó que el zagal al que se refería iba a hacerse valer y se adelantó.

– ¿Quién coño… ? – Ebro recapacitó sobre todo lo que sucedía… parecía una broma pesada… – Esto es una broma… seguro. ¿Quién eres? – Le espetó con dureza al Príncipe, quién parecía tener más autoridad que el resto – Además, en todo caso será la bella durmiente, porque era…

– ¿Osas llevarme la contraria a mí también, descarado zagal? ¿Acaso piensas que no sé a quién amo, y a quién he buscado desde hace una eternidad? El Bello durmiente, el olvidado por los contadores de cuentos. Ese es mi amor, y quién hará florecer esta rosa – señaló el príncipe una flor ajada y seca que llevaba cuidadosamente guardada en una caja de cristal – cuando con un beso, logre que despierte y sonría.

El Príncipe bajó la cabeza y se giró ligeramente para ocultar la lágrima que había aparecido en su ojo izquierdo. “Un Príncipe no llora” le repetía su padre martilleándole la cabeza. Pero solo fue una gota de agua salada. Una.

– Bello príncipe – dijo melosa la bailarira – si me enseñas a bailar, yo te mostraré al Bello durmiente

– Mis bailes están ocupados hasta el fin de los días, bella dama. Pero mi guardián, el mosquetero olvidado quizás…

– Mi Príncipe sabe que mi corazón está comprometido con la bella Esmeralda…

– Este bello joven, seguro que se prestará a enseñarte a bailar – dijo seguidamente el Príncipe, buscando una salida a las necesidades de la bailarina, y de paso conseguir que le dijera el lugar en dónde el Bello durmiente, esperaba el beso reparador.

– Yo no bailo, y además…

– ¡Por favor! – suplicó la bailarina, que veía como nadie la iba a ayudar, y así, poder meterse en su caja de música y servir al fin con el que fue creada.

El Príncipe, viendo que Ebro no cedía, puso rodilla entierra, se quitó su sombrero mientras hacía un casi imperceptible gesto al mosquetero René para que le imitara, e hizo una fina filigrana en el aire con él, presentando sus respetos como si lo hiciera ante su Rey.

– Caballero, tenga a bien servir a esta bella dama, y de paso a este caballero desesperado que durante cientos de años ha recorrido el mundo en busca de su amor, el bello más bello del mundo, un alma pura dentro de un cuerpo perfecto y al que busco con ahínco… se me acaban las fuerzas, adalid de las causas perdidas… tienes un alma generosa, lo veo en tus ojos… préstanos este servicio, y serás recompensado.

– Yo no se bailar, soy un patoso… – intentó quejarse Ebro.

– ¡Mentira! – apuntó decidido el paje perdido saliendo de su escondrijo – Yo lo vi recorrer este palacio con agilidad desusada, y empuñar el mazo con habilidad y prestancia.

El Príncipe fijó su mirada en Ebro. Éste pasaba la suya de uno a otro, buscando una escapatoria a la situación… no quería bailar y menos delante de tanta gente.

– Yo te indico – se ofreció el Príncipe.

– Pero yo… – intentó disculparse de nuevo Ebro, pero la mirada de todos estaba fija en él y no se atrevió a continuar.

Soltó la maza que todavía sostenía con fuerza y se acercó a la bailarina que se puso colorada de la emoción y también un poco de la vergüenza. Tantos años de espera… por fin podría cumplir su misión en el mundo… la misión para la que fue creada.

El Príncipe indicó a Ebro que extendiera el brazo derecho hacia arriba y hacia un lateral, con la mano extendida hacia abajo. La bailarina posó su mano izquierda sobre la mano del joven, y de repente, en el escenario del teatrillo, aparecieron seis chicos con sus instrumentos, y empezaron a tocar.

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.

– Y vuelta, y vuelta…

El Príncipe iba animando a los bailarines y estos poco a poco iban afinando el baile. Al principio se chocaron, se pisaron… “Perdona” decía azorado Ebro cada vez que pisaba a la joven y ésta le miraba con rubor, cerrando ligeramente los ojos, cada vez que era al revés…

La música cesó, y Ebro y la Bailarina de la caja de música se hicieron una pequeña reverencia mientras sonreían satisfechos y el resto de los asistentes prorrumpían en aplausos.

– ¡Bravo zagal! – arengaba el Príncipe que había olvidado por un momento sus ansias de encontrar al amor de su vida, en una historia olvidada por los contadores de cuentos.

Pero la bailarina no se había olvidado de su promesa, y con un gesto teatral, estirando el brazo lentamente, señaló al otro lado de la estancia, en donde en una cama con un dosel bermellón con finos bordados de motivos florales en oro y plata que se iba iluminando mágicamente, tapado por finas sábanas de seda, dormía plácidamente un bello joven de cabellos largos y negros. De su cuello y en una cadena de oro, exhibía una imagen también en oro, que representaba una rosa, con pequeños diamantes a modo de estambres.

“¡Cómo la rosa que lleva el Príncipe!, pensó ilusionado Ebro.

Todos pudieron sentir la emoción que de repente embargó al Príncipe y le vieron dirigirse hacia la cama, con paso calmo y tembloroso, muy alejado de la seguridad que había exhibido minutos antes al hacer su entrada en el desván. El miedo le atenazaba: miedo de que fuera una aparición creada por el hada malvada, la misma que había conjurado a las fuerzas del mal para que no pudiera vivir con su amor hacía no menos de 850 años.

Los músicos que no habían abandonado el escenario del teatrillo, tocaron a redoble.

– ¿A qué es bello mi amor? – dijo el Príncipe cuando llegó al lado del durmiente, quedándose arrobado contemplando sus facciones que debido al tiempo transcurrido, apenas recordaba. Delicadamente, recorrió con su mano enguantada, las suaves curvas de su rostro, sus pómulos, sus ojos cerrados, su frente, su mentón… sus labios. Estaba nervioso… “¿y si fallaba el conjuro y no se despertaba?” Moriría en ese instante, pensaba…

Ebro se conmovió con él. Recordó la historia de su tío abuelo Ernesto y de Juan, su amante. Veía como dudaba… como el miedo le atenazaba. El miedo al futuro, al rechazo, a tantas cosas… a no ser como lo había soñado durante una eternidad. Tuvo un arranque y se acercó a él. Le puso la mano en el hombro. Se miraron a los ojos. Ebro hizo un pequeño gesto como para invitarle a que le diera el beso. El Príncipe asintió levemente. Respiró profundo, y cerrando los ojos, se agachó. La bailarina de la caja de música se acercó también, y el mosquetero olvidado por los contadores de historias. Los músicos en segundo plano, cambiaron el redoble por una suave melodía que invitaba al amor.

.

.

Lentamente se fue agachando. Su boca estaba seca, lo notaba. Pensó en beber un vaso de agua, pero… no se atrevió a romper el encanto. Posó sus labios resecos sobre la frente de su amado.

– ¡En los labios! – le indicó el Paje perdido del Rey Mago olvidado.

Volvió a respirar, se pasó la lengua por sus labios, en un vano intento de humederlos. Y con los ojos cerrados, besó sus labios suavemente.

En el desván reinaba el silencio. Los músicos cesaron su música. Todos contenían la respiración. Miraban.

De repente, la nariz del Bello durmiente, se movió ligeramente. Sus labios le siguieron. El cuerpo se fue poniendo en tensión, y al cabo de unos instantes eternos, sus ojos se abrieron al fin, despacio, deslumbrados por la claridad que irradiaba la cama.

La bailarina se tapo la cara con sus manos. Unas saladas resbalaron por sus mejillas. El Paje perdido saltó de alegría y el Mosquetero respiró profundo: el periplo había acabado. Ebro seguía pendiente del Príncipe, que por un momento estuvo a punto de desmayarse. Pero el chico lo evitó sujetándole por el brazo.

El bello durmiente miró. No vio nada más que a su Príncipe. Sonrió y se incorporó despacio… se miraron, sonrieron… nada existía a su alrededor… solo ellos dos.

– ¡Por fin, mi Príncipe! – dijo con voz temblorosa, ronca y aflautada a la vez. A Ebro le recordó su propia voz esa noche.

Y se abrazaron. Y se volvieron a besar. Y se miraban, y se abrazaron, y se miraban, y sonreían… Y en la mano del Príncipe revivió rutilante la rosa ajada de la caja que portaba en una de sus manos.

Unos enanitos que aparecieron por el escenario, les trajeron agua y alimentos. Los músicos tocaron bonitas piezas de fiesta, aplausos, lágrimas… la bailarina llevada por la emotividad del momento besó suavemente a Ebro en los labios, el Paje perdido saltaba, el Mosquetero bailaba… era una fiesta

Una explosión que venía del pueblo, hizo que Ebro se quedara parado de repente. Los demás siguieron con su celebración.

– ¡Mis abuelos!

De repente los echó de menos, y se sintió mal por haberles dejado solos.

– Me tengo que ir.

Y salió corriendo sin despedirse. Debía llegar a lo que llamaban la “segunda tirada”.

Bajó la escalera en una exhalación. Abrió la puerta de la calle y salió disparado. De repente se dio cuenta de que no se había puesto el abrigo, y volvió de nuevo. Todos sus nuevos amigos estaban en la escalera, sonriendo. Él fue a decirles algo, pero el Príncipe le hizo un gesto para que corriera.

Y él corrió. Ni siquiera cerró la puerta.

Quería ver los fuegos con sus abuelos. Si él estaba de fiesta, bailando y saltando con los amigos del desván, más lo debería hacer con las personas a las que quería. Debía hacer feliz a lo que más quería en el mundo, que era su abuela. Quitarla esa sombra que su negativa a acompañarlos le había dejado en su mirada. Corrió por el camino… allí les vio, bajo el soportal de la plaza.

– ¡Abuela! – gritó Ebro.

Ella apartó la atención de la conversación que estaba teniendo con una amiga y lo miró. El gesto triste que tenía cambió radicalmente cuando vio a su nieto correr hacia ellos. Su abuelo la apretó el brazo y sonrió también.

– Ven que va a empezar – le gritó ella haciendo gestos con la mano.

Otra explosión de una de las bombas anunciadoras. Solo quedaba una, pero ya estaba allí, al lado de sus abuelos.

Se abrazaron los tres. Ebro les besó con “besos de abuela”.

– ¿Qué ha pasado? – preguntó extrañado el abuelo ante semejante cambio en apenas una hora.

– Abu, estaba pensado que el día de Reyes, podríamos hacer una representación, como hacíais antes.

Su abuelo se quedó mirándolo más sorprendido aún por la respuesta de su nieto.

– Pero…

– Di que si abuelo, por fa – y Ebro puso esa cara a la que sabía que sus abuelos no se podrían resistir.

– Pero debería ser el día 5 para seguir la tradición. Y no tenemos tiempo de preparar nada, habrá que traer el teatrillo al salón del Ayuntamiento…

– Abuelo, si nos lo proponemos, saldrá bien.

– Pero tenemos que pensar una historia…

– Yo la tengo, abuelo – y Ebro se señalaba la cabeza con el dedo.

– Ya empiezan – gritó la abuela interrumpiendo la conversación, y mientras el tercer aviso subía al cielo y estallaba con un ruido sordo y atronador.

No duraron mucho, pero los disfrutaron. Eran fuegos sencillos, “caseros”, pero para ellos casi fue la mejor sesión de fuegos en mucho tiempo.

Y luego vino el baile.

Y el nieto sacó a bailar a la abuela.

– ¡Estás más alto! – dijo en un momento su abuela.

– ¡Qué va abuela!

– Estás cogiendo catarro, tienes la voz rara.

– Será la pólvora – y se encogió de hombros.

Pero la abuela estaba segura de que Ebro estaba más alto que cuando le besó al despedirse de él en casa. Y que tenía la voz distinta. Todo en apenas una hora.

Los regalos perdidos: un cuento de Navidad (I).

Previo:

Se me había olvidado deciros que este relato bebe de una historia que publicó en su momento el amigo Saiz en su blog, que fue fruto del juego de tres amigos en una noche de verano, y que di por titular «El arcón de los sueños perdidos» y que podéis leer pinchando aquí.

Y sin más, ahora sí, empezamos:

____________

Hacía ya un rato que la primera tanda de los fuegos artificiales parecían haber acabado. La noche había recuperado el silencio que se la presupone, y más si estás en un pueblo pequeño.

La segunda tardaría aún una hora.

Su abuela se había enfadado porque no había querido ir con ellos al centro del pueblo. Allí, todos los vecinos y sus familias se juntaban para hacer su particular despedida del año. Un niño vestido de ángel, golpeaba con un mazo el gong artesanal, al que algunos mal pensados y con poco sentido del humor hubieran llamado: “paellera”. Después, la primera tanda de fuegos. De los que se compran en las tiendas. “De los caseros” como decían algunos, para dotarlos de cierto empaque.

Y a la una, la segunda tanda, por lo de Canarias y por aquellos que preferían ver la televisión comiendo las uvas.

Y luego el cava, el baile, las risas, los ligues, los chicos corriendo por el pueblo…

A Ebro no le apetecían todos esos fastos y divertimentos. Precisamente, si se había decidido a pasar el fin de año con sus abuelos, era por escapar de la asfixia a la que su madre le había querido someter, y el hecho constatable de que el año anterior lo había conseguido. Parecía empeñada en que ni él ni su hermano Enrique sintieran en nada que sus padres se habían separado. Les programaba infinidad de cosas divertidas, maravillosas, rodeados de amigos, de familiares, de regalos… Lo que habían conseguido es que su hermano se hubiera buscado un viaje a Alemania con cualquier excusa y que él se hubiera decidido por visitar a los abuelos desde el 28 de diciembre hasta que tuviera que volver a las clases.

Sus viejos se habían divorciado y ya estaba. Punto. Estaba superado… y esa ilusión, la de que siguieran siendo una familia feliz y unida, ya estaba encerrada en “El baúl de los sueños perdidos”. “No problem” le decían los dos a su madre cuando volvía con la matraca. Ebro y su hermano Enrique era de hecho en lo único que estaban de acuerdo. El resto de temas o situaciones que compartían variaban entre la indiferencia supina y la pelea a puñetazos eso sí, la mayor parte de las veces verbales.

Su madre no entendía nada. Miraba a su hijo y pensaba que su melancolía era debida a eso. Estaba tan centrada en asumir que su matrimonio había fracasado, que se creía que eso mismo, lo que a ella la agobiaba, era lo que preocupaba al resto del Universo. Pero éste era demasiado grande para que ese nimio problema de uno de sus habitantes, fuera lo que apesadumbrara al resto de sus moradores.

Ebro se volvió a sentar en la butaca al lado de la chimenea. Los reflejos de las llamas jugaban con las sombras de la noche, formando curiosas figuras, como si fueran un ballet y estuvieran interpretando “El lago de los cisnes”.

.

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Ebro había empezado a estudiar música ese año. Solo llevaba unos meses con el solfeo. Posiblemente estudiaría violín. Su madre le decía que mejor era que aprendiera a tocar la guitarra, porque luego en las fiestas, con los amigos, era como más «cool» que tocara un par de canciones a la guitarra, que eso levantaba cualquier fiesta y le haría popular. Pero él pensaba tocar bellas baladas irlandesas o gallegas, en las que el sonido desgarrado del violín, penetraría por cada uno de los poros de los que estuvieran escuchando. Aunque alguna vez se había visto en sus sueños tocando la trompeta y levantándose como en las orquestas esas americanas. Incluso a veces se había visto tocándola con sordina…

Además, Ebro no tenía amigos ante los que tocar, ni guitarra, ni violín. Ni siquiera trompeta, la cual armaba demasiado estruendo para estar practicando a todas horas. Entonces, no debía preocuparse porque fuera mejor recibido entre sus amigos con una guitarra que con un violín.

– Violín – le dijo seguro a su madre, llevándola una vez más la contraria. Su madre refunfuñó y volvió a pensar que su hijo tenía esa actitud por el divorcio.

Ya habían pasado tres años desde que se encontrara con “El baúl de los sueños perdidos” en el desván de sus abuelos. Aquello fue una liberación, pero solo momentánea. Luego se dio cuenta de que otras muchas cosas aturdían su ánimo. Y ya no podía guardarlas en otra piedra. A parte de que pensaba que no eran “guardables”.

Al final del pasado curso, el profesor de lengua lo felicitó por una redacción que había escrito. Era de tema libre, y él había sido tan libre con el tema, que simplemente se había dejado llevar. Le mandó que la leyera delante de toda la clase, para que sus compañeros aprendieran “cómo se escribe”. Eso sí, después lo llamó a su despacho, porque estaba preocupado por las cosas que decía en ella. “¿Te pasa algo?” le preguntó sinceramente interesado. Él lo negó, puso su mejor sonrisa, y dijo que todo era imaginación. “¿Y en qué te basaste, Ebro?” “En un chico del barrio” contestó rápidamente Ebro. Su profesor sabía de sobra que no tenía amigos en el cole, así que era fácil suponer que en el barrio tampoco. Que jugaba de vez en cuando con algunos, pero eran relaciones sociales. No pegaba con sus compañeros. Así que dudó inmediatamente de lo del “amigo del barrio”. El profesor no se rindió,y le preguntó si le acosaba alguien, o si el divorcio de sus padres… “otra vez el divorcio de mis padres” pensó Ebro, sin atreverse a exponer en voz alta su hastío por el tema. Ebro sonrió de nuevo a cada posibilidad que apuntaba su profesor de lengua, hasta que éste desistió, al menos en ese momento. Ebro sabía que no lo había convencido. Pero le dio igual. Y era consciente de que el profesor lo seguía con la vista cuando lo veía en el patio, o en los pasillos.

Así que el único momento en el que se sentía a gusto, comprendido, sin necesidad de fingir, era en los brazos de su abuela, sobre todo cuando llegaba al pueblo. Y cuando su abuelo, más estoico en los saludos físicos, lo miraba de esa forma especial. El abuelo pensaba que si lo besaba o lo abrazaba, él se sentiría mal, como casi todos los chicos de su edad. Y de hecho, con los demás así era. Hacía años que no se había dejado besar por ninguno de sus padres, por ejemplo. Pero con sus abuelos era diferente. Ahora, ahí, sentado en su butaca, con “Veinte años después” abierto boca abajo, sobre su regazo, recordó cuando el abuelo fue a buscarlo al autobús. Cómo le puso su mano en el hombro y lo miró de esa forma… Ebro se abrazó a él, y le dio tres besos seguidos en la mejilla, como siempre hacía cuando era más pequeño. Su abuelo lo abrazó entonces con decisión, y eso sí, ya no le pudo besar en la coronilla, porque había crecido mucho. Era muy alto para su edad y aunque el abuelo todavía era unos centímetros más alto, no le daba para darle un beso en la coronilla. Se los tuvo que dar en la mejilla.

– ¿Vas a jugar al baloncesto? – le dijo sonriendo cuando rompieron de mutuo acuerdo su abrazo.

– He empezado sí. Pero soy muy patoso. No te rías abuelo – se quejó Ebro ante la cara de mofa que puso.

– Eso es hasta que te acostumbres a tus nuevas medidas. Si cada mañana cuando te levantas te encuentras con medio metro más de pierna, es normal que no atines…

– ¡Exageraoooo!

Ebro se encogió de hombros mientras sonreía y miraba a su abuelo.

Y llegó a casa, y su abuela lo estrujó entre sus brazos y lo comió a besos, besos de abuela. Muchos, seguidos, con breves paradas para echarle un vistazo e ir comprobando los cambios desde la última vez. “Está más alto y más fino” “Le han empezado a salir espinillas en la barbilla” “La nariz le está cambiando de niño a hombre”… “Y esa tristeza sigue ahí, dentro, más intensa incluso”. La abuela era capaz de ver todo eso entre tandas de besos. Y algunas cosas que se callaba.

– Mañana pan de hogaza tostado, con mantequilla para desayunar.

– ¡Bien abu! ¡Te quiero tanto! – y Ebro aprovechaba para volverse a abrazar a su abuela, estrujándola ahora él a ella.

Allí, en su habitación, le esperaban como siempre los nuevos libros. Ellos sabían que le gustaba leer, así que cada vez que iba al pueblo, le regalaban libros. Esta vez había tocado Dumas. Le gustaban esas historias de aventuras, de espadachines, o piratas… para la siguiente vez, el abuelo le había dicho que a lo mejor, el “duende de los libros”, porque según él no eran sus abuelos los que le ponían los libros en la mesilla, le dejaban alguna novela de barcos, las de Patrick O’Brien, “Master and Commander” y las siguientes.

– A lo mejor – dijo nuevamente su abuelo, dándole un pequeño coscorrón.

Pero hoy, Nochevieja, su abuela se había enfadado con él. Y estaba un poco triste por ello. Y así se habían ido los dos hacia la plaza del pueblo. Al menos pudo convencerlos de que se fueran. La abuela era remisa, pero el abuelo, la convenció de que le dejaran solo.

Pero es que no le apetecía ir a la plaza a tener que fingir de nuevo. Ninguno de los chicos del pueblo tenían nada en común con él. No se sentía a gusto jugando a las consolas, o al fútbol. Si acaso les hubiera gustado el baloncesto… pero además él se sentía muy torpe ahora, y no le apetecía que se rieran de él por lo patoso. No le apetecía que se enteraran sus abuelos, y pensaran que tenía un nieto medio bobo. Porque otra de las cosas que más le gustaban del pueblo y sus abuelos, es que estos no le veían en situaciones comprometidas, en las que su dignidad se pusiera a prueba.

Se movió en la butaca para cambiar un poco de posición. Pero al hacerlo, no se dio cuenta y el libro que estaba leyendo se cayó al suelo haciendo mucho ruido. Rápido, se agachó sin levantarse de la butaca para recogerlo. Cuando lo tenía en las manos, escuchó un ruido parecido al que había hecho el libro al caerse unos instantes antes. Miró a su alrededor un poco asustado, pensando que ya había roto algo que había golpeado sin darse cuenta, como muchas veces en los últimos tiempos. El “medio metro” de más que decía su abuelo.

Pero no vio nada.

Se volvió a recostar en la butaca, y retomó la lectura, aunque en realidad estaba atento a lo que sucedía a su alrededor…

Athos reflexionó algunos segundos, y comprendió el artificio de Artagnan, que habiéndose adelantado mucho al principio…”

Pero Ebro era el que no se había dado cuenta del artificio ni de Artagnan, ni de Aramis, o de Mazarino, o de la princesa de Éboli. Volvió atrás, y empezó a leer… pero entonces escuchó un ruido como de pasos…

– ¿Abuelo? – preguntó titubeante. – ¿Abuela?

Pero nadie respondió. Ebro podía escuchar perfectamente el crepitar de la chimenea. Sin dejar de mirar a su alrededor, vigilante, hizo como si se metiera en la lectura de su libro otra vez:

Athos obedeció haciendo una cortesía. El lacayo iba a retirarse, más una seña de Athos le obligó a detenerse”.

Ebro soltó el libro y soltó un pequeño grito. Lo había oído perfectamente. Una persona estaba andando por la casa. El libro cayó otra vez al suelo, y el ruido que hizo fue seguido por otro parecido, casi como si fuera el eco. Pero en esa casa no había eco.

– ¿Quién está ahí? – gritó titubeante – ¡No me hace ni puta gracia la broma! ¿Abuelo?

Ebro se estaba enfadando. Se sentía indefenso, inútil. Pensaba y pensaba… quizás era su hermano que había venido y no se había enterado y le estaba tomando el pelo. Enrique iba a ir unos días antes del fin de las vacaciones.

– Sí eres tú, Kike, maldita la gracia.

Pero nadie respondía.

Ebro decidió que tenía que sobreponerse.

– Eres idiota, Ebro – se decía en voz queda una y otra vez – siempre soñando que eres un héroe, y ahora estás cagado.

Poco a poco salió del refugio en el que se había resguardado sin querer: detrás de la butaca. Fue caminando casi de puntillas hacia el otro lado del salón. Al pie de la escalera, se quedó escuchando atentamente. Parecía que del piso de arriba venía un ruido como de un carrusel antiguo, o como si fuera una caja de música… como la de su madre…

 

Ella tenía una en su habitación. Cuando tenía apenas 6 años se solía colar en el cuarto de sus padres para escucharla una y otra vez. Se tumbaba en la cama, abría la tapa… y… cerraba los ojos.

Ebro volvió a dar un pequeño grito. Claramente, había oído algo que caía al suelo en el piso superior y se rompía. Echó a correr escaleras arriba; recorrió todas las habitaciones sin apenas respirar… abriendo puertas, encendiendo todas las luces… pero allí no había nada fuera de lo normal.

Empezaba a temblar sin poder evitarlo. Su arranque de valentía había acabado tan de repente como había empezado. Volvió a la escalera, y se quedó quieto mientras intentaba recuperar la respiración. Prestó otra vez atención, pero no se oía nada.

Fue recuperando la tranquilidad y volvió a pensar que todo eran imaginaciones suyas. Se sonrió al imaginarse unos minutos antes, corriendo atemorizado por toda la casa de sus abuelos.

– Ebro, estás un poco pallá – se dijo entre risas nerviosas.

– Estás un poco pallá – repitió un poco más alto.

Su voz sonaba distinta.

– Estás un poco tonto.

Se encogió de hombros pensando que le estaría cambiando ya la voz. Era un poco más grave, pero sonaba como si tuviera un pito en la garganta.

Empezó a bajar las escaleras hablando consigo mismo en voz alta, para escucharse. “O a lo mejor ha sido el susto, o que estoy cogiendo catarro”.

– ¡Pum!

Se quedó entre dos escalones. Otra vez callado. Los músculos en tensión, y su corazón empezó a golpear otra vez fuerte en su pecho. Retrocedió lentamente, intentando no hacer ruido. Ahora era claro que el ruido venía del desván. Desde aquella vez que tuvo el encuentro con “El baúl de los sueños perdidos”, no había vuelto a subir. Ni se le había pasado por la cabeza. Cuando iba a pisar el primer peldaño de la escalera que le llevaría al desván, vio el bastón que su abuelo cogía a veces cuando iba a caminar campo a través. Sin dudarlo, lo cogió. Lo empuñó con decisión como lo había hecho con un bate de béisbol, aquella vez que había acompañado a su hermano al entrenamiento del equipo al que se había apuntado hacía un par de años.

Subió despacio, echando hacia atrás el bastón, preparado para asestar un golpe fuerte a quien quisiera que estuviera rondando por allí. Mientras, iba imaginando que eran unos ladrones, y que su actuación le granjeaba la admiración de sus abuelos, y de sus padres, y que su hermano, por una vez, no lo miraría como a una rata molesta que había venido al mundo a quitarle el trono de rey de la familia. Les perseguiría por toda la casa, porque intentarían escapar, pero él conseguiría detenerles golpeándoles en las piernas, y al último, lo derribaría tirando el bastón contra sus piernas y conseguiría que se trabara y cayera al suelo. Le pediría clemencia… era un hombre rudo, con la cara picada de viruela, a medio afeitar, y le faltaba un ojo que lo había sustituido por una canica de varios colores…

Ya había llegado a la puerta; respiró profundamente, puso la mano izquierda en el pomo, y con la izquierda blandía lo que en su imaginación había pasado a ser un mazo digno de los gladiadores que salían a morir al circo romano. “Vas a morir” murmuraba entre dientes, metido de golpe en el papel de gladiador desafiante.

Contó en voz queda:

– Uno, dos y…

El tres le costaba un poco… pero respiró profundo y…

– ¡¡Tres!! – gritó en voz alta a la vez que abría de golpe la puerta.

Cuento de Navidad (y II).

Para leer el principio:

Cuento de Navidad (I)

Sonó el móvil: un mensaje.

Jorge se desperezó en la butaca. Miró hacia la ventana, se había hecho noche cerrada. Miró alrededor… estaba solo… no estaban ni los niños, ni Tamara, ni Manolo, ni Juan, ni Álvar… Álvar… ese chico le gustó cuando se lo presentaron… Pero estaba con Jesús, y lo dejó pasar… ¿Por qué se juntó con Jesús? Llevaba días intentando recordar qué le llamó la atención de él… ¿Y por qué Álvar había aparecido de repente en su sueño, si hacía más de un año que no lo veía? De hecho solo lo había visto ese día.

Sacó el móvil para ver el mensaje.

“¡Feliz año nuevo!”

Era de Tamara.

Encendió una lámpara que tenía en una mesa auxiliar. Todo estaba en silencio, salvo por algún petardo que sonaba en la calle de vez en cuando, preparando la sesión de fuegos artificiales caseros y la mascletá que a partir de las 12, se distribuirían por toda la ciudad, con los padres distribuyendo juego entre los hijos, para luego poder decir “con estos chicos, no hay quien pueda, mira que les gustan los petardos”. Aunque luego la sombra que ves que se agacha para poner la traca y prenderla, tenga 57 años cumplidos hace ya algunos.

Se sonrió pensando en las discusiones que habían tenido Jesús y él sobre los petardos de Nochevieja. En este caso Jesús era partidario, mientras Jorge no lo era. La verdad es que Jorge siempre había tenido miedo a los petardos y a los fuegos artificiales. Por eso le molestaban.

Se levantó despacio… todavía no se había despejado del todo y estaba desorientado.

Fue a la cocina para comer algo. Sería lo primero que picaba en todo el día, salvo el café que había tomado por la mañana en el bar de Jose, y el bizcocho que le había dado a probar Isabel, su mujer. Era un trozo grande… era de yogur con manzana, extraordinario… lo había comido despacio… saboreándolo… masticando concienzudamente para que le llenara algo más el estómago… él con su traje, su corbata, su camisa con gemelos en los puños, elegante… para cualquiera que lo viera, dispuesto a comerse el mundo en una nueva jornada de trabajo… con cara de extasiado masticando y relamiéndose con la que probablemente fuera la única comida del día. Porque a pesar de los gemelos en los puños, y del aire decidido, ni había trabajo, ni nada que comer.

Abrió el frigo. Tenía para elegir un trozo de pizza del día anterior, o una manzana.

Eligió la manzana.

La puso debajo del agua, para limpiarla un poco antes de pegarle un mordisco.

Por el patio, se oía música clásica… no sabía por qué, esa música le puso más triste… hasta se le empañaron los ojos…

Era un vals. Sería de Strauss, pensó. Se recordaba bailando éste u otro parecido con Maripi. Eran otros tiempos en los que no necesitaba fingir ser quien no era. Tiempos en los que no sentía la necesidad de esconderse de sus amigos, o de sus vecinos. Él siempre había sido alguien alegre, cercano a todo el mundo, con mucha facilidad para hacer amigos, para hacerse querer. Sin darle importancia al hecho de ser algo o alguien.

Pero esa facilidad para hacer amigos, no la tenía para “hacer amores”. Algo fallaba en él. Pero no atraía a la gente. Alguna vez le dijo a su amiga, en esas noches de confesiones delante de una botella de licor de manzana, que los hombres preferían ser su amigo a ser su pareja. No le consideraban en ningún momento como una persona candidata a ser su novio.

Esa a lo mejor fue la razón de que, al aparecer Jesús con un aparente interés por él, en un aspecto diferente al de la simple amistad, se entregara a él de lleno.

Se conocieron en una fiesta que organizaba Tamara. Rápidamente congeniaron, parecían almas gemelas; intereses comunes, gustos parecidos, mismo sentido del humor… en cuestión de un par de meses, Jesús se trasladó a casa de Jorge.

Y Jorge, sin darse apenas cuenta, fue renunciando a muchas cosas por él. Porque no eran tan parecidos como al principio parecía. Sería que se engañó, o sería que interpretó mal, o que vio lo que necesitaba ver en ese momento… o que le engañó. O todas un poco. Nada suele tener una razón única, ni suele ser blanco y negro.

Pero en aquel momento, no dio importancia a esas diferencias sobrevenidas. Tampoco pensaba que fuera necesario estar con una réplica de sí mismo. Eso sería hasta aburrido. Creyó que era necesario hacer un esfuerzo por adaptarse, por hacer que Jesús estuviera cómodo a su lado, limar esas diferencias que empezaban a aparecer. Al fin y al cabo, en una relación, siempre hay que ceder un poco en nuestras preferencias y gustos. Y además, no podía perderlo, ahora que había encontrado a un novio. Debía “luchar por la relación”, como a veces le insinuaba veladamente el propio Jesús.

Poco a poco se fue separando de sus amigos: no le caían bien a su pareja, la mayoría. Fue dejando de hacer reuniones y comidas en casa. Jorge siempre había querido que su casa fuera un recinto abierto a todo el mundo. Pero Jesús era más celoso de su intimidad, le gustaba estar en su casa a gusto, sin gente, y sobre todo sin niños… los hijos de Tamara: les detestaba. Desde que nacieron, se convirtieron en sus “sobrinos”. A Jorge le encantaban los niños, y además, se le daban bien. Incluso dedicó una habitación de su piso para que se pudieran quedar a dormir. Ese cuarto fue motivo de discusión en numerosas ocasiones. Pero en eso, no cedió. El cuarto estaba como siempre. Incluso había dado instrucciones a la mujer que iba a hacer la limpieza tres veces por semana, que cambiara de vez en cuando las sábanas, y la limpiara, aunque ya hacía muchos meses que no venían… Las últimas veces que les vio, fue en casa de Tamara y Juan, para no importunar a Jesús.

Y también hacía muchos meses que no venía la señora que limpiaba. No se lo podía permitir.

Un día lo despidieron. Le pilló desprevenido. Era la víctima de un superior que no tenía ni idea de lo que se llevaba entre manos. Oponerse a sus decisiones en las reuniones de departamento, al final, le costó el puesto. Tamara no le defendió, o si lo hizo, no consiguió nada. Ella sabía que ese tal Ramírez, aunque se acostaba con él en aquella época, era un inútil. Pero los jefes le respaldaban. Al fin y al cabo lo habían fichado de la competencia hacía un año, dándole un sueldazo. Y le habían dado carta blanca para hacer y deshacer en el departamento. Tenían que defender su decisión ante el Consejo, y no podían contradecir su forma de trabajar al cabo de unos pocos meses. Entonces quizás, el puesto que hubiera peligrado era el de aquellos que contrataron a este personaje.

Tamara siempre había sabido bailar al son que tocaba en cada momento. Y no dudaba en utilizar su cuerpo para conseguir sus propósitos. A parte, ella necesitaba un plus de sexo. Su marido ya sabía como era cuando se casaron. Tuvieron una conversación antes de comprometerse: Tamara se casaba con él, porque estaba enamorada, pero… él renunciaba a la exclusividad sexual, y ella a cambio, le daba tres hijos, que en un principio no estaban en sus planes, de los que luego, eso sí, se encargaría principalmente Juan. Jorge nunca acabó de entender esa postura de ninguno de ellos. Pero era claro que se querían. Tamara le confesó un día, que uno de sus amantes la propuso que se casaran. Pero ella por nada del mundo dejaría a su Juan. Una cosa era el sexo, y otra el amor. Y ella estaba enamorada de Juan, a su manera, pero lo estaba. A parte, de momento, ella solo había cumplido en parte su trato de casamiento: faltaba un hijo. Estaban Dani y Raúl.

Dio un respingo… el timbre de la puerta. Algún día, cuando tuviera dinero, Jorge pensó que cambiaría por otro menos estridente.

No dio un paso. No le apetecía ver a nadie. Sabía que tenía que salir de este círculo en el que se había metido, de mentira tras mentira. Porque además, el contacto con la gente, y disfrutar de sus amigos y conocidos, era algo que echaba enormemente de menos. No sabía por qué se dejó convencer por Jesús de que mintiera al respecto, que fingiera que todo iba normal. Sería por lo de “luchar por la relación”. Él le decía que, si la gente se enteraba de que estaba parado, le mirarían con lástima… y “ellos no querían eso ¿verdad?”.

Llamaron otra vez. No hizo caso.

El hecho es que él cedió nuevamente. “Luchando por la relación” una vez más. Aunque a partir de ese momento, empezó a ser consciente de que cada día que pasaba esa lucha era inútil. Aquello parecía que iba cuesta abajo. Aunque a todas estas dudas les puso una sonrisa y un “pa’lante”, y se las quitaba de un manotazo.

Y otra. Esta vez, quien fuera, llamó un buen rato.

Hasta que hacía cosa de un par de semanas, llegó a casa una tarde. Venía cansado y aburrido de esconderse en cualquier lugar para seguir con el teatrillo de que seguía trabajando. Y Jesús le esperaba muy circunspecto en el salón. No le dejó ni sentarse. “Mira, esto no puede seguir, yo no puedo seguir luchando solo por nuestra relación, mira… creo que es el momento de dejarlo, antes de que la cosa se deteriore más y nos hagamos daño…”

Jorge se sonrió pensando la cara de estúpido que se le puso en ese momento. Sobre todo al ver como al cabo de 10 minutos escasos, llamaban a la puerta unos amigos de Jesús a los que apenas había tratado en los dos años de relación con él, que en una hora escasa, había arramplado con todas sus cosas, y por cierto, incluidas algunas de Jorge. Pero no le apetecía discutir por una lámpara o por alguna lámina, o un libro.

“Espero que seamos buenos amigos”.

Esa fue la despedida. Y después, dejó las llaves en el cestillo de la entrada, y cerró la puerta.

A él, le dio tanta rabia, que se gastó el poco dinero que tenía en cambiar la cerradura de casa al día siguiente. Porque recordaba que Jesús tenía dos juegos de llaves.

Y ahora, al que fuera que estuviera en la puerta de su casa, se le había quedado el dedo pegado al timbre.

Jorge cambió la tristeza, casi agónica, a la que había llegado a causa del devenir de sus cavilaciones, por la rabia, casi furia, que le producía la insistencia de quien estaba llamando.

– ¡Qué hostias…! – espetó con tono de mal humor sin siquiera esperar a ver quien era.

– ¡¡Tíoooooooooooooooo!! Ya era hora, estaba llamando al 112 para que viniera rápidamente a tirar la puerta abajo. Cielo, ¿Cómo estás?

– Pero Carlos… – Jorge había cambiado la furia por el estupor, mientras Carlos entraba en su casa dándole dos besos a modo de saludo.

– Vienen Pablo y los demás ahora. Es que yo ya sabes que no debo cargar pesos…

– Tienes un morro… ¿pero qué es eso de “los demás”?

– Por cierto – Carlos hizo como que no había escuchado la pregunta – parecías enfadado cuando has abierto la puerta.

– No…

– Ya sabes que tienes dos opciones, maricón: o sonríes y disfrutas, o te amargas y te jodes.

– No…

– Y no digas nada, que a lo mejor lo estropeas, que estamos todos muy enfadados contigo… Mira ahí llegan Pablo con Juan y los niños.

– ¡Tíooooooooooooo……..!!!

Los niños salieron corriendo del ascensor hacia Jorge. Éste se agachó olvidándose del mal humor y de su perplejidad ante lo que parecía se le venía encima, y abrió los brazos para recibirlos. El pequeño, Raúl se colgó de su cuello, mientras el mayor le abrazaba a la altura del pecho y se pegaba a él. De la fuerza con que lo hicieron, acabaron los tres en el suelo.

– Cuidado que voy cargado.

Álvar llevaba una caja entre sus brazos.

– Es la tele que no tienes – dijo Tamara apareciendo detrás de su cuñado – Niños, apartaos un poco que hay que meter muchos trastos.

– ¿Trastos?

– Calla, mejor será, que nos tienes…

– ¿Ya es la hora? – dijo doña Rosa asomando por la puerta.

– Aquí estamos nosotros – Manolo y Juliana bajaban cargados de bandejas.

– ¿Estas mesas dónde las dejamos? – era Pablo quien pedía indicaciones.

– Ahí en el centro irán bien – señaló María – Carlitos, no te escaquees, y ponte a hacer algo, que una bandeja de langostinos bien puedes sacar del ascensor. Y tú – dijo señalando a Jorge – no te vayas muy lejos, que en cuanto suelte estas cosas, te vas a enterar.

– ¿Se puede?

– ¡¡Darío!!

– Jorge se abalanzó sobre él y le abrazó. Perdona que…

– Na, tío, tranki. Estabas a lo tuyo, tranki.

– ¿Qué tal vas con…?

– De momento bien, resisto. Pero no es fácil, ya sabes… la heroína es… Pero he vuelto a estudiar…

– ¿Y los tíos?

– ¿Mis viejos? Guay, como siempre. Pesados y eso. Aunque con la guerra que les he dado…

– Viejos, viejos… juventud… ¡Hola sobrino! No le hagas caso a este hijo mío… que es un mangarrana desconsiderado. Estás muy delgado – La tía Enriqueta se separó de su sobrino para verle en perspectiva. – Mañana vienes a comer a casa, y así hasta que cojas los 7 kilos que te faltan…

– Tía…

– Hola sobrino ¿Estas bandejas dónde las dejo? – preguntó su tío Ubaldo.

En unos minutos el salón y el resto de la casa se llenó de personas. Apartaron los sillones y pusieron una mesa enorme en el centro, con sillas a los lados. En unos minutos, la mesa estaba llena de bebidas, de bandejas de marisco, de canapés, de jamón ibérico, de mini sandwich, de patés… de la cocina empezó a salir olor a pan tostado… Doña Rosa trajo una bandeja enorme de sus croquetas, sabía que a su vecino le chiflaban. Juliana se había encargado de hornear un par de capones rellenos. Jose, el del bar, subía con huevos rellenos, pimientos de marisco, y sus famosas rabas. Su mujer había hecho rosco de reyes casero. Así cogía práctica, dijo, para el día de reyes.

– Ahí lo tienes – dijo Tamara a Maripi.

– Vergüenza te debía dar, intentar engañarme así – recriminó Maripi a su amigo.

– Se abrazaron fuerte… fuerte. Eres idiota… ¿Lo sabes?

Jorge se encogió de hombros. Tenía los ojos acuosos… de vez en cuando se pellizcaba para comprobar que no se había vuelto a dormir en la butaca, como esa tarde.

Los niños le habían abrazado las piernas y no le soltaban por nada del mundo. Solo su tío Álvar era capaz de llevárselos por un rato.

– Este cuadro que tenías en el cuarto de los trastos, estaba antes aquí ¿verdad?

Jorge asintió, mientras Juan lo colgaba en su sitio.

-Perfecto – dijo separándose de él para ver si estaba derecho – Tu madre pintaba muy bien.

A Jorge se le humedecieron los ojos, al pensar en su madre.

Juan, Tamara, Darío y los tíos de Jorge, estaban sacando las cosas que almacenaba éste en el cuarto de los trastos, para colocarlos en los sitios en que estaban antes de que Jesús los fuera apartando para poner sus cosas.

– Vamos, que ya es hora de cenar… ¡a la mesa!

Carlos ejerciendo de maestro de ceremonias.

– Señora Rosa, no mire así a mi novio, que es mío.

– Pero que cosas dices, joven – respondió la mujer, con gesto de falsa indignación.

– Niños, al lado del tío George. Lo siento Maripi y Tamara, y María, y Álvar… te gusta el tío George ¿verdad?

– Pero mira que eres…

– Soy Carlos, y ya sabéis como las gasto. Así que no sé por qué te sorprendes…

E hizo una pequeña genuflexión con reverencia a los que concurrían en esa reunión.

– Chicos, chicas… – con las manos pedía un poco de calma.

– Todos se fueron callando.

– Hoy estamos aquí…

El sonido de un mensaje interrumpió el discurso.

– Para mí, perdón – Jorge levantó la mano, mientras con al otra sacaba el móvil del bolsillo.

– Venga, leelo, anda.

– Es de Jesús.

– Será maricón el idiota ese…

Jorge dudaba si abrir el mensaje. No quería que nada le enturbiara ese momento que empezaba a ser maravilloso… Y tampoco le gustaba que todos estuvieran pendientes de lo que decía, y de la cara que pondría al leerlo.

– Tía, ábrelo de una puta vez, y acabemos con esto, que tengo el discurso a medias.

Jorge hizo caso a Carlos, y abrió el mensaje:

– Espero que tengas un feliz 2011. Me gustaría tomar un café contigo. He estado pensando y creo que me precipité al dejarte. Te echo de menos.

Cuando acabó de leer, se quedó mirando como hipnotizado la pantalla de su móvil. Millones de ideas y de sensaciones chocaban en su cuerpo. Incluso durante unos instantes, su cuerpo llegó a temblar.

Un flash. Un pronto, y una decisión. Jorge escribió la respuesta en unos segundos. Cerró la tapa de su móvil estruendosamente, respiró hondo y se quedó mirando a Carlos.

– Tía, o haces el discurso, o me lanzo a las croquetas de doña Rosa, que me están guiñando un ojo.

Carlos carraspeo.

– Oye, tía. Lo menos que puedes hacer es decirnos que le has contestado al hijo puta ese – María le miró recriminándole – Tía, lo siento, no se me pone en el coño disimular más lo mal que me cae el estreñido ese. Si además es un… put… vale, me callo.

Jorge volvió a sacar el móvil.

– ¡Feliz año 2011!! Espero que seas muy feliz con Julio. ¿O era Fernando? Besos – leyó en voz alta.

– ¡¡Yepaaaaaaaaaaa!!!

Todos empezaron a aplaudir. Y Álvar, por primera vez desde que sonó el móvil de Jorge, levantó la cabeza.

– Bueno, chicos, que este hijo de puta me ha jodido hasta el discurso. Quiero deciros que… na, solo te digo una cosa, idiota – Señalaba a Jorge con el dedo índice de su mano derecha – Cómo vuelvas a darnos la patada, y a engañarnos como lo has hecho en los últimos meses, juro que te estrangulo con mis medias de seda. Y después te machaco el higadillo con mis zapatos de aguja.

Levantó su copa, y todos le imitaron.

– Por tí, maricón. Porque si no supiéramos que eres cojonudo, si no tuviéramos todos tantas cosas que agradecerte, maricón… vaya, que te queremos, idiota.

Y levantó su copa…Y levantaron todos sus copas… y brindaron…. y bebieron…

– ¿Por qué no le damos los regalos ahora? – propuso Tamara, dando palmas con las manos, como si fuera una niña.

Uno por uno fueron acercándose a él y dándole su regalo. Jorge estaba como en una nube. Apenas le salían ya las palabras de agradecimiento… le daba la impresión de que no era capaz de transmitirles lo contento que estaba por todo lo que estaban haciendo por él, y lo que le estaban haciendo sentir, sobre todo después de cómo se había portado con ellos en los últimos tiempos.

– Mi regalo es – Tamara era la única que faltaba ya – Antes decirte que Mario y Dani están fuera y no han podido venir, pero, cuando vuelvan se acercarán a darte una colleja. Y Alba, Estela y Joaquín, están con sus cosas de la Asociación y andan por Egipto o no sé donde.

– Y Ricardo está de pedida en Valencia, dónde viven sus suegros – apuntó Maripi.

– Vale, vale, ya me contará alguien quién ha organizado todo esto… no sé si para matarlo o para…

– Yo.

Todos levantaron la mano al unísono. Y todos rompieron a reír.

– Échame a mí la culpa, jovencito – dijo doña Rosa – total ya soy vieja.

– Doña Rosa…

– Qué manía con el doña, que me haces vieja.

– Pero si ha dicho antes…

– Que no me lleves la contraria, a ver ese regalo que falta, Tamara hija, que nos tienes en ascuas.

– Pues… – Tamara se acercó a Jorge por detrás – no tengo paquete, ni envoltorio, ni siquiera… nada… – diciendo esto enseñaba las manos en alto para que todos comprobaran que no había nada – Lo que yo te quería regalar es nuestro cariño, y a mis hijos durante un par de días… ¡¡hala!!

– Bien, ese regalo me gusta – dijo alborozado Jorge, abrazando a sus “sobrinos”.

– Si lo llego a saber, bueno, que no es ese el regalo, vale, ahora que lo pienso… me acabas de dar una idea…

– No te líes Tama – le reprendió cariñoso su marido.

– Vale. Jorge, si quieres y te parece, el día 10, lunes vuelves a tener trabajo.

– Todos gritaron alborozados… daban palmas… todos se levantaron para abrazarle, para besarle…

Tardaron unos minutos en volver a callarse y sentarse en sus sitios.

– Pero Tamara, de qué serviría volver si…

– Perdona, se me ha olvidado decirte que le han despedido hace unos días. Vuelves, para ocupar su puesto, no el que tenías antes.

Jorge arrugó la nariz, una idea se le ha cruzado por la cabeza.

– Esto… ¿No lo sabría…?

– Claro, se lo dije hace un par de días. Se lo dije para picarle.

Jorge puso cara de entender…

– No me digas que has pensado por un momento que el mensaje de Jesús iba de buen rollo… y era absolutamente desinteresado…

– No, daba igual, no hubiera vuelto nunca con él… – miró de reojo a Álvar – pero… – se quedó pensativo.

– Da igual maricona, haz los honores y empieza a comer, que mira Raúl como ya ha empezado a la chita callando, y me está dando una envidia el condenado…

– Pues a cenar…

Al cabo de un rato, se unieron Valva y Dani, los del 1º, con sus hijos, Rebeca, Guille y Mauri. También se dejó caer Joaquín, que se había vuelto antes de lo previsto y no quiso dejar pasar la ocasión de gorronear, como el mismo decía de coña constantemente.

Los platos sobre la mesa fueron cambiando según se iban acabando unas cosas e iban siendo sustituidas por otras. Cambiaban de sitio, unos hablaban con otros…

Llegaron las 12 de la noche.

Uvas unos, gominolas otros. Moras rojas y negras en concreto.

– No, no, que son los cuartos – Manolo controlaba en ese momento que todo saliera bien a la hora de comer las uvas.

– Una, ahora sí…

– Dos

– Tres

– Cuatro

– Cinco

María se atragantó al mirar a Pablo y verle con la boca llena a punto de explotar y todo colorado.

– Seis

– Siete

– Ocho

– Mamá, se me han caído las uvas – Rebeca se quejaba amargamente a su madre.

– Nueve

– Diez

– Once…

– ¡¡¡DOCE!!!!!!!!!!!

– ¡¡¡Feliz 2.011!!!!!!!!!!!!!

El salón se llenó de ruido de matasuegras y silbatos. Por la ventana abierta empezaron a llegar desde la calle el ruido de los petardos. Justo enfrente de la casa de Jorge, unos vecinos empezaron a tirar fuegos artificiales. Se apelotonaron en la ventana para verlos mejor…

Jorge aprovechó para ir al servicio y refrescarse un poco la cara.

Al volver, se quedó apoyado en el quicio de la puerta y observó un rato la escena. Los niños gritaban alegres cuando una flor de fuego y ruido estallaba en la calle, los mayores hablaban y reían… bebiendo un sorbo de cava, o mordiendo una marquesa, o un trozo de turrón.

– Qué distinto a tu Nochebuena ¿verdad?

– Jorge giró el cuello para mirar a Maripi.

– ¿Cómo sabes como fue m…?

– Es largo de contar.

– No sé como pedirte… pediros a todos perdón, y daros las gracias… hoy me habéis hecho el hombre más feliz de la tierra.

– ¿Ha sido por los regalos?

– Tonta – Jorge le dio un pequeño codazo en el costado – Sabes… hasta esta noche, no me he dado cuenta de lo gilipollas que he sido estando con Jesús. Renuncié a tantas cosas, me dejé manipular de tal…

– Ahora no te machaques, Jorge. Amor de ése, es lo único que te faltaba. Era normal que lo hicieras prevalecer… ¿se dice así? – Jorge asintió con la cabeza – prevalecer sobre los que ya tenías. Amigos no te faltan, y de los buenos. Para eso tienes buena mano.

– Para lo otro no… está claro.

– No sé, ese Álvar está muy bueno, y parece buena gente. Además, no te ha quitado ojo en toda la noche.

– ¿Sí? No me he dado cuenta – la cara de Jorge cambió rápidamente de color.

– Ya, ya…

Carlos levantó una copa vacía y empezó a golpear en ella con una cucharilla.

– Chicos, chicas, ahora que han acabado los fuegos artificiales con los que nos han obsequiado los vecinos de esta ciudad, antes de que pierda el sentido en los brazos del alcohol, yo creo que deberíamos decir al “anfitrión a la fuerza”, que nos dedique unas palabras.

– No, Carlos, por favor…

– Sin favor, maricón. Dale a la hebra.

Jorge paseó su mirada por todos los que estaban en el salón. Se sonrió…

– Solo quiero deciros que… que sois cojonudos. Sois mi familia. Casi la pierdo. Casi me pierdo yo. Pero vosotros me habéis encontrado. Y me habéis salvado. Cuando os tenía a todos a mi lado un día sí y otro también, no os valoraba. Me cegué buscando un amor que me parecía que era lo más en esta vida. Pero… me cegué y perdí la perspectiva.

Hizo una pausa para recuperar el resuello.

– Sabéis – continuó Jorge – esta tarde me quedé dormido en la butaca, y soñé. Soñé con una escena parecida a esta que estamos teniendo… según han ido pasando las cosas que he soñado esta tarde, se me iba poniendo cada vez más cara de gilipollas…

– Esa siempre la tienes

– Calla, Carlos, por dios, por una vez… – le dijo su novio – sigue anda, así podremos llorar de una vez.

– Acabo…

Jorge buscaba las palabras para expresar lo que quería decir… pero no le venía a la mente algo que fuera lo suficientemente bueno para que todos supieran lo que significaba esa noche vieja del año 2010. Al final empezó a ponerse nervioso, y continuó hablando.

– Pues sabéis, que me habéis hecho muy feliz. Que habéis conseguido cumplir un sueño, y no he tardado más que un par de horas en cumplirlo. Que sois geniales, que… os quiero a todos.

Jorge levantó su copa y les miró a todos.

– Por vosotros. Os quiero

– Y chocaron las copas y bebieron.

– ¡¡Feliz 2011!!

– ¡Yujuuuuuuuuuuuuuuu!

– No has atendido debidamente a Álvar. Yo creo que deberías ir a hablar con él.

– ¿Dices? – Jorge levantó las cejas al contestar a Tamara, a la vez que le entraba un ligero tembleque en las manos.

– Sí, pero ya te sostengo yo la copa, no vaya a ser que se la tires por encima.

– Sería una buena escusa… – dijo poniendo cara picarona.

– No, hoy no. que los niños duermen contigo. Y es mi cuñado, un poco de respeto – Tamara le guiñó un ojo.

– Pero no tengo…

– Lárgate a hablar con Álvar.

– Pero…

– Y una cosa, por cierto, compórtate o no te hago tío del tercero. Ni del cuarto.

– ¿Qué? – Jorge estaba desorientado.

Tamara solo sonreía.

– ¡Hostias! ¿Estás embarazada? – Y como un acto reflejo, puso la mano sobre su estómago, como había hecho con los anteriores – pero no entiendo lo del tercero y el cuarto. ¿Vas a tener otro?

– Es que son gemelos.

– ¡Joder! ¡joder!

– Pero no te despistes, a por Álvar.

Jorge se fue a regañadientes. De repente se acordó de una cosa y volvió hacia Tamara.

– Y te he dejado fumar estando embarazada.

– ¿Fumar? Hoy no he fumado… – Tamara le interrogaba con la mirada.

– Perdón, es que eso fue en el sueño.

– ¿Sueño?

– Sí… ese que he dicho antes que tuve esta tarde… Pues… – Jorge iba a explicarle la historia de esa tarde.

– Está bien tu intento de despistar… – Tamara le cortó – ¡A por Álvar!

Jorge intentó protestar, pero el gesto decidido de su amiga no le dejó otra opción que ir hacia Álvar. Según se iba acercando le iban temblando más las manos. Intentó darse la vuelta, pero su amiga no le perdía ojo, y tenía esa mirada asesina, lo cual le convenció de que era mejor seguir adelante. Al girarse de nuevo… él juró y perjuró durante toda la noche que no lo vio, que fue Manolo el que se puso en medio, pero el caso es que golpeó con su codo la copa de cava de Manolo, y con su otra mano, golpeó el plato que llevaba a doña Rosa, que se había sentado en una de las butacas, con una buena ración de rosco de reyes relleno de nata, yendo a parar todo, el cava, el rosco, la nata, y las frutas escarchadas, a la cara y camisa de Álvar.

– Perdón… yo… perdón… – sacó un pañuelo del bolsillo e intentó limpiarle la camisa, pero lo único que hacía era extenderlo más…

Tamara se desesperaba.

– Bésale ¡coño! – gritó su primo – Ni los hermanos Marx esos.

– Álvar miró a Jorge, y éste a Álvar.

A su alrededor se hizo el silencio. Todos estaban pendientes de ellos. Jorge se quedó casi paralizado, al igual que le pasaba a Álvar, que tampoco se movía un ápice de la posición en que estaba. Los dos se miraban fijamente y sus mejillas se pusieron de un rojo bermellón preocupante.

Sin saber como, fueron aproximando sus bocas… y al final, acabaron juntando sus labios.

– ¡Bravo! ¡Al fin! ¡otra, otra!

La casa se llenó de risas y de aplausos.

– ¿Donde estabas, Álvar? Desde ese día del que no me acuerdo ahora…

– ¿Y tú?

– Feliz año.

– Feliz año – contestó Álvar.

– No te pierdas otra vez… ¿sí?

Álvar se encogió de hombros y sonrió.

Cuento de navidad 2010 (I): con introducción.

En contra de mi costumbre cuando publico un relato, voy a hacer un par de breves comentarios.

Algunos dirán que ya no es momento de poner un cuento de navidad. Pero… ¿No estamos siempre hablando de romper con los convencionalismos? Pues este es mi granito de arena.

Tengo la impresión de que últimamente fallo a la hora de transmitir lo que quiero decir cuando escribo.  El post anterior de la navidad gay es un buen ejemplo. Quizás deba utilizar menos el sarcasmo y la ironía. Creo que pensaré en ello en los próximos días.

Y chicos, chicas, ahora sí, os dejo con la primera parte de mi cuento de navidad de 2010. Espero que os guste. No es apto para diabéticos, aviso. Es un cuento, y es por navidad, así que haceros una idea.

Cuento de navidad:

– ¡¡Feliz Navidad!!

– Feliz año nuevo, Jorge.

Jorge caminaba sonriente camino de su casa, portando multitud de bolsas de tiendas de ropa, de regalos, de delicatessen…

– Señora Encarna – y levantó una de sus manos cargadas para llamar la atención de la mujer.

– Feliz año nuevo, hijo – le contestó ella.

– Está usted guapísima, como siempre, pero hoy más.

– Halagador y embustero – contestó entornando los ojos coqueta, protestando pero a la vez recibiendo con gusto los piropos.

Jorge llegó al portal. Dejó las bolsas en el suelo, y sacó la llave. Pero el vecino del 5º salía en ese momento, y le abrió la puerta.

– Menuda fiesta vas a montar esta noche, con todo lo que traes.

– Hay que aprovechar, Manolo. Solo es noche vieja y año nuevo una vez al año.

– Dale recuerdos a Jesús, que hace tiempo que no lo veo.

– De tu parte.

Montó en el ascensor, y le dio al 4º.

Abrió la puerta de su casa.

Cerró.

Dejó las bolsas en el suelo de la entrada, y apoyo su espalda en la puerta, respirando hondo, buscando relax y descanso de la tensión que le suponía en los últimos tiempos, salir a la calle.

Al cabo de unos minutos se puso erguido de nuevo, y fue a colgar su abrigo al armario empotrado que tenía en el mismo hall.

Ya no sonreía. Sus hombros estaban hundidos, no como apenas hacía unos minutos, ahí fuera.

Entró al salón y paseó su mirada por la habitación.

Se fijó en los huecos vacíos de las paredes, en donde hasta hacía unos días había cuadros y fotografías. Miró las estanterías también medio vacías. El lugar en dónde antes estaba el televisor.

Volvió a la entrada y cogió las bolsas que había traído. Las llevó al cuarto de los trastos, un cuarto pequeño que tenía al fondo del pasillo en el que almacenaba un montón de cosas. Las puso junto a otras que había traído el día anterior. Todas llenas de nada, de papeles arrugados para hacer bulto, de cajas vacías cuidadosamente envueltas en papeles brillantes de regalo. Fue a encender la luz, y recordó que Jesús se había llevado esa lámpara también el día en que se fue. La había comprado él, dijo. Jorge no se acordaba; le daba igual. Cogió una pequeña escalera, y entró en su dormitorio. Se subió a ella, y desenroscó una de las bombillas. Volvió al cuarto de los trastos, y la puso en el casquillo vacío. Dio al interruptor y así pudo observar los huecos que había… Jesús.

Sonrió con tristeza. Hacía un par de meses, casi no cabía nada en él. Estuvieron hablando incluso de alquilar un trastero en algún lado o de llevar las cosas que ya no iban a utilizar a Cáritas. Ahora se alegraba de que no lo hubieran hecho. Al menos recobraría alguna de las cosas que tenía puestas antes, para rellenar esa casa fantasma en que se había convertido su hogar. Quizás serviría para recuperar algo del Jorge que en los últimos tiempos se fue diluyendo en la nada.

Miró el reloj: era casi la hora de comer. Pero no tenía apetito. Se fue al salón y se sentó en una butaca. Puso los pies sobre una silla que tenía al lado, y cerró los ojos. Una cabezada estaría bien.

Sonó el teléfono. Lo sacó del bolsillo del pantalón: Maripi. Estuvo por no cogerlo, pero pensó que luego debería devolver la llamada, y tendría que inventarse algo para no haber contestado en su momento. Y ya no sabía que escusa inventarse, o que mentira idear; su repertorio se estaba acabando.

Así que contestó. Estuvieron hablando casi media hora. Maripi quería contarle lo bien que le había ido una entrevista de trabajo que había tenido esa misma mañana. Jorge se alegró de verdad por ella. Se lo merecía. Lo había pasado mal en los últimos tiempos. Un accidente de coche la había dejado postrada en un hospital durante meses. Aprovechando la circunstancia, su novio la dejó: no estaba preparado para afrontar esa situación, dijo. Perdió un trabajo que tenía apalabrado. Y lo peor: perdió las ganas de vivir.

Jorge se volcó con ella: era su amiga del alma, su confidente. Desde niños. Tuvo muchas discusiones con Jesús por ello. Pensó que en algún momento tuvo celos. Pero era lo que tenía que hacer. Maripi estuvo a su lado cuando tuvo sus dudas sobre su sexualidad, cuando perdió a sus padres con pocos meses de diferencia. Le cogía su mano en las primeras desilusiones amorosas que tuvo. En sus inseguridades. Dio la cara por él. Alguna vez pensó que podría concebir su vida sin pareja, pero no podría hacerlo sin ella. Grotesco, pensó, es tan importante para mí, y hace unos minutos dudaba si contestar su llamada, y de las mentiras que idearía en caso de no hacerlo.

– ¿Estás bien? ¿Me vas a contar que te pasa?

De repente Maripi había cortado en seco su parloteo. Jorge juró y perjuró que nada le pasaba, que todo estaba bien. Cansado y eso por tanto trabajo en esos días, y por preparar la navidad.

– Ya sabes que a Jesús no le gustan estos preparativos – sentenció con el fin de convencerla.

Ella se calló unos instantes al otro lado del teléfono.

– Esta tarde tomaremos una copita ¿no?

Jorge se disculpó como pudo. Los preparativos, tenía que meterse en la cocina “ya sabes” y no iba a tener tiempo… pero la llamaría cualquier día para tomar un café y charlar. Jorge vio que sus disculpas iban perdiendo fuerza, y al final se escudó en que tenía otra llamada que debía responder. Ya hablarían, dijo.

– Besos muchos.

– Muchos besos.

Y colgó.

Jorge se acomodó en la butaca. Cerró los ojos, e hizo un repaso mental de cómo había cambiado su vida en los últimos meses. Perdió su trabajo justo antes del verano. Y perdió a su pareja justo antes de Navidad. Parecía que Jesús no podía soportar que su hombre no fuera un triunfador. Esos meses en el paro, fueron testigos del progresivo deterioro de su relación, sin que hubiera ninguna otra causa que lo justificara, al menos que Jorge supiera. En algún momento llegó a pensar que Jesús estaba midiendo los tiempos para que pareciera que la cosa no funcionaba por otros motivos, y así tener una escusa plausible al irse. A parte de Julio, claro. Julio sí tenía trabajo, y buena posición social. “Pero Julio era un aburrido”, pensó Jorge. De alguna forma debía consolarse. Y se sonrió.

Llamaron a la puerta.

El timbre lo sobresaltó y se incorporó de un salto. Miró a su alrededor desorientado… se debía haber quedado adormilado imbuido en sus pensamientos.

Volvieron a llamar.

Pero esta vez produjo el efecto contrario: se volvió a recostar en la butaca. Tenía la boca seca… pero no le apetecía ir a la cocina a beber un vaso de agua. Volvió a entornar los ojos…

El timbre sonó otra vez.

Estuvo tentado un segundo de ir a abrir… pero esa idea solo le duró eso: un segundo.

Otra vez.

– ¡Ya va!

En esta ocasión Jorge se dio por vencido y se levantó, más que nada porque el que estaba llamando se había olvidado de separar el dedo del botón del timbre y si seguía así, posiblemente lo quemara.

– ¿Tamara? – dijo sorprendido al abrir la puerta

– Sí la misma. ¿Puedo pasar?

Jorge se quedó mirando como entraba decidida en casa.

– Jesús no te ha dejado gran cosa – dijo casi a modo de saludo.

– ¿Cómo…? – Jorge pensaba a toda velocidad las intenciones que llevaba su amiga.

– A Jesús te lo presenté yo ¿recuerdas? – aclaró Tamara para explicar por qué sabía que Jesús le había dejado.

Jorge asintió despacio con la cabeza.

– Lo conozco desde peques. Por eso me extrañó que durara tanto contigo después de lo del trabajo.

– ¿Qué tal las cosas en la empresa? – Jorge intentó llevar la conversación por otros derroteros.

– Bien, bien. Parece que las cosas se arreglan. Por cierto, a Ramírez le han dado puerta.

Jorge enarcó las cejas interesado por el último comentario de Tamara. Pero ella no siguió hablando. Entró en el salón y se sentó en la butaca que poco antes ocupaba Jorge.

– ¿No me vas a contar nada? – preguntó Jorge, deseoso por saber más noticias de su antiguo trabajo, y de cómo había quedado estructurado el organigrama después de que ese hombre fuera despedido.

– ¿Vendrás a cenar con nosotros?

Jorge negó con la cabeza y dio la dio la espalda dirigiéndose hacia la cocina a beber ese vaso de agua que antes había echado en falta, cuando había estado sentado en la butaca que ahora ocupaba Tamara.

– ¿Por qué eres tan orgulloso? Antes de Jesús no eras así – Tamara levantó la voz para que su amigo le oyera desde la cocina.

– No soy orgulloso.

– Sí lo eres, no has dejado que te ayudemos.

– Pero es que no necesito… – contestó con vehemencia Jorge mientras volvía de la cocina, todavía con el vaso en las manos.

– ¿Y compañía?

– Y la tengo…

– ¿Con quien cenas esta noche?

– No hay por qué cenar con nadie… la Navidad es para…

– A ti te gustan las navidades

– Pero no éstas.

– Que le den a Jesús. Pasa de él.

– No es Jesús…

– Sí es Jesús. Y el trabajo, claro.

– Eso sí me jodió. Ese puto… – Se calló antes de… Tamara estuvo liada con él un tiempo, y no sabía muy bien cómo habían quedado.

– No hay nada entre nosotros ya, puedes ponerle a parir. Antes también podías… creía que lo sabías. ¿Puedo?

Levantó el paquete de tabaco… Jorge asintió acercándole un cenicero.

– ¿Juan?

– Bien, como siempre. Y los peques también. Te echan de menos.

– Ya iré un día a verlos.

– ¿Cuándo?

– ¡Ay!, no sé, Tamara. No me apetece mucho ver gente últimamente.

– Me han comentado en el bar de enfrente que trabajas mucho.

Jorge que se había apoyado en el brazo del tresillo, bajó la cabeza.

Llamaron a la puerta de nuevo. Jorge se levantó resignado a abrir.

– Hola vecino – dijo Manolo entrando en la casa sin dejar opción a Jorge a impedírselo. – Mi mujer ha hecho cena para un regimiento, se debe creer que los niños están todavía en casa. Así que te traigo unas cosillas para que cenéis… te lo dejo en la cocina.

– No hace falta – intentó protestar Jorge.

– Aunque si lo prefieres, puedes subir a cenar con nosotros. A Juliana le gustará.

– No…

– Tengo una idea mejor – apuntó Tamara – Podrían bajar Vds. a cenar aquí.

– No Tamara, no tengo… creo que deberías irte – Jorge se sentía cada vez más incómodo.

El timbre volvió a sonar.

Jorge miró al techo desesperado, mientras un “joder” silencioso brotaba de su cabeza.

– ¡¡Tíoooooooo!!

Dos niños se colgaron de un salto del cuello de Jorge.

– ¿Ya no nos quieres? – dijo el pequeño.

– No cariño – dijo mientras le comía a besos – Es que…

– Es que es un poco bobo tu tío – interrumpió Tamara, su madre. – ¿Papá? – preguntó a Dani, el mayor.

– Ahora sube con la tele.

– ¿Tele? – Jorge miró muy serio a Tamara.

– Claro, no tienes tele. Nos han regalado una nueva con muchas cosas, y enorme, y nos sobraba la que compramos para el mundial, así que te la hemos traído.

– Pero… ¿Cómo sabes…?

– Jesús es amigo mío, te recuerdo. Y el otro día estuve charlando largo y tendido con él.

– Pero – Jorge bajó la cabeza – yo no tengo…

– Es nuestro regalo de Navidad.

– No, no puedo…

– Sí, sí puedes.

– No…

– Esta discusión la tuvimos, al revés, cuando te quedaste con los niños el año pasado, durante un mes, cuando Juan y yo nos fuimos a ese viaje… y no quisiste que te…

– Eso es distinto…

– Para mí es lo mismo. A parte, así me sentiré mejor por no haberte defendido cuando te echaron. Pero eso también lo he arreglado…

– Paso, que no veo, que esto pesa un poco – Juan llegaba cargado con la tele.

Se apartaron todos y Juan fue directo al lugar en donde estaba antes el aparato. Un chico venía detrás de él con una mesa para ella.

– Juan, espera que pongo la mesa.

– Es mi cuñado Álvar. ¿Te acuerdas de él? Ha venido para quedarse.

– Hola, nos conocimos aquel día en la boda de… – le extendió la mano para saludarlo.

– Sí, sí, lo recuerdo… ¿Cómo me iba a olvidar? – Jorge se arrepintió de lo que acababa de decir.

Tamara sonrió.

– Hola ¿se puede?

María asomaba por la puerta.

– Pero… ¿qué haces aquí?

Jorge se acercó a ella y la abrazó. Hizo las presentaciones… María era una amiga a la que no veía hacía un tiempo, porque no le caía bien a Jesús, y ella se apartó para no inmiscuirse en la relación.

– Venía a cenar contigo.

– Bien, cuantos más seamos, mejor lo pasaremos.

– Bajamos a por la comida – dijeron Juan y Álvar.

– ¿Comida?

– Voy a decir a mi mujer que se prepare y cenamos todos aquí.

– ¡Qué animado está esto!

– ¡Joder! – exclamó desesperado Jorge.

– Oye, si no somos bien recibidos, nos vamos…

Carlos tenía los brazos abiertos hacia arriba, y movía la mano como si fuera una reina cualquiera saludando a la concurrencia.

– Hola Tamara ¿Cuánto tiempo? Pablo está ayudando a un señor que sube para aquí con unos bultos. Ahora vienen. Yo ya sabes que no puedo cargar… la espalda…

– Mucho morro tienes – Jorge se acercó sonriendo a darle dos besos.

– Yo… siempre, ya sabes – dijo sonriendo el interpelado – mira, ahí vienen.

– Pero qué jaleo tenéis.

La vecina de al lado, una señora de unos 70 años, salió al descansillo al escuchar tanto trasiego de gente al que no estaba acostumbrado.

– Doña Rosa, perdone, pero es que esta gente es lo peor – Jorge puso cara de falsa indignación …

– Ya, ya, hijo, te lo perdono, por ser tú ¿eh? Me gusta verte contento. No como últimamente que parecías estreñido.

– ¿Yo contento? Que dice doña Rosa… estoy que echo humo por las orejas, no ve la que…

– Deja de doña y esas pamplinas, que me haces vieja, que te lo he dicho muchas veces. Y no intentes dármela, que soy vieja, pero no tonta. Solo hay que mirarte la cara…

– Pase a cenar con nosotros, d… Rosa – Jorge retuvo a tiempo el doña

– No quiero molestar…

– Que vas a molestar, mujer. Mi Juliana baja ahora, precisamente la iba a buscar. ¿tienes un plan mejor?

– Pero tengo estos pelos…

– Está estupenda señora – Carlos se acercó a ella y la cogió de la cintura

– Oye jovencito, que no nos conocemos de nada ¿Y esas confianzas?

– Los vecinos de mis amigos, son mis vecinas… me llamo Carlos…

– Y la plantó dos besos, que recibió gustosa la señora.

– Paso, paso…

Pablo y Jose, “el señor de los bultos”, llegaban cargados de sillas, un par de tableros plegables, y una caja de cava.

– Jose – Jorge se puso colorado…

– Sí, el mismo que viste y calza, que te crees que soy bobo y no me di cuenta de lo que pasaba. Sobre todo cuando el idiota de tu novio fue con su nuevo ligue al bar y le contó todo delante de mí.

– Pero, ¿por qué no me…?

– ¿Y por qué no me lo contaste tú?

– Pero todas las mañanas…

– Voy a hacer unas croquetas que sé que te gustan – dijo dirigiéndose a Jorge – me empolvo la nariz, y paso – dijo Rosa.

– ¿La puedo ayudar? Así me fijo en como las hace, a mí no me salen ni a tiros – se ofreció Tamara.

– ¿Apartamos esas butacas? – dijo Álvar.

(continuará)