Álex cerró el libro.
Se rascó la barba de varios días.
Sonreía.
Lloraba.
Le dolían los pies de tanto andar. El bolsillo de tanta Crisis. Le dolía la Historia, le dolía la bomba atómica sobre Hiroshima, y el alma. Había luchado por una ilusión en Los Ángeles más desabrido. Había pasado calor en los desiertos de Australia y en el verano de Nueva Zelanda. Había aprendido sobre música, se había sumergido en un intricado caso de asesinato, y en una intriga con el Vaticano por medio. Había sido familia de Mencía y de Lía. Había sido Lorién, Pere, Dídac, Josep, Virginia, Pucho. Lluis, Borja, Blanca. Mario. Y Jaime.
Incluso se había convertido en dibujo animado. Porque en su cabeza, los dibujos cobraron vida.
Miró la ventana. Fuera hacía sol. Y llovía. Eran las o,30 de la madrugada.
Suspiró.
Se levantó de la butaca y dejó cuidadosamente el gran libro de los libros sobre la mesa en la que reposaba cuando lo cogió.
Suspiró.
Vio su imagen reflejada en espejo que tenía sobre la gran mesa. En un momento se vio vestido de monje, de viajero, de señor formal, de chico informal. Se vio con 47 años, con 16, con 57. Con 22, con 36. Con 33. Con 26. Se vio con barba blanca y barbilampiño. Rubio y moreno claro. Con sombrero de habitante de los campos australianos o con sombrero de banquero del 29. O con corona de Príncipe, su Príncipe.
Se vio con cara de gato y con gabardina tres cuartos.
Se sintió enamorado y sufría por amor.
Suspiró.
Vio la luz de un faro.
El sol abrazador.
Tormentas.
Lluvia y oscuridad.
Se vio en Hiroshima, en Sidney, en Menorca, en Málaga, en Barcelona, en Egipto. En Los Ángeles.
Suspiró.
Miró el reloj: hora de irse a dormir.
Suspiró.
Cogió el teléfono y llamó a su amigo Mario:
– ¿Mañana un café?
…
– Sí, después de trabajar…
…
– Sí estoy bien, Ahora sí.
Colgó.
Y suspiró.
Se puso de frente al espejo y sintió la magia de los mundos que había leído. Y se sintió bien. Miró a su lado, en el espejo, y vio el reflejo de la ventana: un rayo de sol se colaba por una rendija de la persiana. En esta ocasión, el rayo acababa en él.
Suspiró y sonrió.
– ¡Y me lo quería perder!
Se fue desnudando camino de su cuarto. Se puso el pijama y encendió su equipo de música.
Suspiró mientras apagaba la lamparita de la mesilla.
Cerró los ojos y… soñó.
La vida no iba a cambiar por leer un libro o dos. O sí, porque hay libros que te cambian la vida. Hay personajes que te hacen pensar. Hay reflejos nuestros en muchas historias. Quizás no era el caso, pero seguro que, los libros, le hacían ver las cosas desde otro punto de vista. Le hacía soñar y olvidar. O comprender a un amigo, o a sus padres, o a sus hijos. Y solo por eso, merece la pena.
Alguien no hace mucho le dijo que debía vivir la vida en lugar de vivir la de las historias que pululaban alrededor. Debía vivir su vida, sí, pero no tenía por que renunciar a vivir la vida de los libros, de los que escriben otros, y de los que escriba él.
Álex volvió a encender la lampara. Cogió una libreta y un lápiz que tenía en la mesilla. Y escribió:
“Historia: un hombre viejo, triste e incomprendido. Desengañado del mundo, de la gente, de sus amigos – Llora solo en su casa – cierra los ojos y se siente Superman – Cierra los ojos y se siente Robinson Crusoe – Cierra los ojos y se ve presentando un libro en un salón enorme, nuevo, repleto de gente – Cierra los ojos y se ve rodeado de amigos – Cierra los ojos y se ve resolviendo un enigma – Cierra los ojos y se ve en un mundo lleno de ángeles y bellas damas tocadas de lindos y sencillos vestidos – Cierra los ojos y se ve enamorado y viviendo una historia de príncipes.”
Álex se quedó pensando un rato, apenas unos segundos.
“Cierra los ojos, y se quedó dormido”.
El viento sopla fuera.
Álex cerró los ojos, apagó la luz, y se quedó dormido.