Una buena mañana para correr (80).

El coche de la policía que le llevaba, giró para enfilar la Av. Manuel Rivera. Era la tercera vez que tenía que visitar los juzgados. Posiblemente, la jueza decretaría su libertad, ya que nada había que le pudiera incriminar, por mucho que la fiscalía y la policía intentara alargar su prisión para amedrentarle, o hacerle que se cansara, o con la esperanza de que un milagro se cerniera sobre ellos y pudieran demostrar alguna de sus acusaciones.

Ahora, Carlos debería pensar en qué hacer.

Otra vez su tío había salido en todos los medios de comunicación, pidiendo su encarcelamiento definitivo. Para él, estaba claro que había matado a su hermano. El resto de la familia no importaba, porque en realidad, a su cuñada no la soportaba, y a su sobrino, ni siquiera sabía que existía. En Burgos, según le había contado Joan por teléfono el otro día, había salido en todas las radios y televisiones, y en todos los periódicos. La detención, al ser de la forma que fue, levantó mucha expectación en la gente. Qué mejor que una bonita historia de un asesino detenido, antes de Navidad. Presunto… presunto asesino, dirían todos los periodistas. Pero al fin y al cabo, al dar la noticia y poner su foto, ya estaban condenándole.

Y el resto de su familia callaba. Eso también le molestaba. No lo entendía. Parecía como si pensaran que fuera culpable, pero al ser familia se sintieran mal si le apuntaban con el dedo directamente. O cuando menos no estaban seguros de él. Ni siquiera lo llamaban para ver como estaba. Ni lo apoyaban en ningún momento. Seguro que si un día quedaba libre de toda sospecha porque encontraran al verdadero asesino, aparecerían todos a darle palmadas en la espalda.

Le habían llegado algunas propuestas para ser entrevistado en diversos programas. Por una parte había tenido tentaciones de salir a la palestra y defenderse, y dejar claras las cosas, sobra algunas mentiras que se estaban propagando. Pero su abogado siempre se lo había desaconsejado. A él tampoco le apetecía demasiado. Cuanto menos hablara menos posibilidades había de complicar el tema. Pero eso equivalía a dejar vía libre a esa parte de su familia a que le destrozara su vida, y debiera cambiar otra vez de ciudad, de amigos.

Diego.

Ese era uno de los obstáculos. Diego. Le había llamado un par de veces. En realidad le había llamado más, pero había coincidido con alguna declaración, y no habían podido hablar. Habían estado los dos muy cortados. Cualquiera que le viera, tan fiero con la policía, con la gente, con su familia… y tartamudeando sin saber que decir, hablando por teléfono con él. Como los locutorios son públicos, otro de los internos, un niñato que iba de listo, de super-caco, sacando pecho de sus hazañas robando a viejas a la salida del banco, había intentado mofarse de él, y sobre todo con el hecho de que su chica fuera un chico. Le costó un par de hostias bien dadas en los riñones (para que no se notaran), el que entrara en razón. Eso sí un manotazo del gilipollas ese se perdió en su ceja. La condenada empezó a sangrar como si fuera la herida de un cerdo en la matanza de su pueblo.

Ya se oían los gritos.

– ¡Asesino!

– ¡¡Culpable!!

– ¡¡Pena de muerte!! ¡¡Pena de muerte!!

No había más remedio que pasar por delante de toda esa gente. Esto ya era suficiente condena. Entrar esposado una y otra vez, y siempre con cámaras de televisión y periodistas. Sus tíos se ocupaban de eso organizando esas movidas, y anunciándolas convenientemente a los medios. Así que salvo que hubiera un maremoto en la ciudad, cosa alto improbable, desplazaban a la entrada del juzgado de menores a sus cámaras y micrófonos. Raro era el día en que su tío o su tía no salían haciendo declaraciones. Y encima contando las evidencias que según la policía, tenían contra él. Y las contradicciones en que entraba Carlos.

Normalmente había entrado medio cubierto por la capucha, o por una manta de viaje que le echaba uno de los policías en la cabeza. Pero ya estaba cansado de esa pantomima. Él no tenía que esconderse de nadie. Además, después de la detención en “La Bolera”, eso era ya completamente innecesario. Todos conocían su cara.

– ¡Asesino!

– ¡Asesino!

Solo estaban a unos metros. Los gritos le atravesaban el cerebro. Y mirarles a la cara, el odio, que demostraban sus gestos, su mirada, esos ojos inyectados de odio. “¿Por qué?” Se preguntaba a veces. “Si no me conocen, ni conocían a mis padres”. “¿Qué sabrán ellos, porque parece que debo ser culpable?” “¿Y cuando encuentren al asesino? ¿Desaparecerá ese odio hacia él?”Estas cosas era una de las que le animaban a declararse culpable y acabar con todo eso.

– ¡Pena de muerte!

Había más gente que otros días. Parecía que querían demostrar al mundo su disconformidad con su puesta en libertad. “¿Ninguno de estos se planteará que a lo mejor soy inicente, y por eso no hay pruebas en contra de mí?”. “Si ya saben todos lo que pensáis” Carlos los miraba con atención, pero con un punto de desidia. Ahí vio a su tío Marcelo, y a su tía Genoveva. Era curioso como cambiaban las cosas. Antes del asesinato de sus padres, esos dos no se trataban para nada, a pesar de ser hermanos. Ni siquiera por Navidad se preocupaban de cubrir las apariencias. Y nadie en la familia recordaba, ni las abuelas, la época en que Marcelo y Genoveva se hablaban. Y mírales ahora, siempre juntos y abanderando la lucha en contra de su sobrino.

Siempre creía discernir entre todas las voces que gritaban, la de su tía. Esa voz de pito que tenía era inconfundible. Aunque él pensaba que posiblemente, lo que la hacía verdaderamente inconfundible, era el odio enraizado en lo más profundo de su alma, y que parecía destilar por cada uno de los poros de su cuerpo cada vez que pronunciaba el grito de guerra:

– ¡Asesino!

Ahí estaban. Los dos en primera fila. Buscaban su mirada en el cristal tintado del coche. El policía que viajaba detrás con él le intentó subir la capucha, pero él le hizo un gesto de que no era necesario.

– Gracias – le dijo con una medio sonrisa.

El policía le contestó con una mueca mientras se encogía de hombros.

– Si no te tapas vas a salir en todos los periódicos mañana.

– ¿En alguno que no haya salido? Da igual. Llevo dos años con esto. No saldrá mi cara entrando y saliendo del juzgado, pero salen fotos de hace dos meses, o de hace un año… ¡Qué más da! Llevo dos años cumpliendo condena sin haber sido declarado culpable por ningún juez. Estoy cansado de agachar la cabeza y de ocultarme. Y después de lo del otro día… ¿Alguien no sabe la cara que tengo?

– Chico, eres joven. En unos días esto se habrá olvidado.

– El mundo en general sí. ¿Y mis compañeros de facultad? ¿Esos lo habrán olvidado?

– Si son amigos…

– ¿Amigos? ¿Cuantos amigos tiene Vd? De los que no darían importancia a una cosa así.

– Ahí tienes uno.

Carlos dirigió su mirada hacia dónde señalaba el copiloto. Era Joan. Se había cortado el pelo… lo llevaba casi rapado al cero. Estaba si cabe, todavía más guapo. Y más morboso. Joan había querido venir a buscarle para llevarle de vuelta a Burgos. Habían discutido por eso, porque Carlos no quería. No quería que le vieran en esa situación. Pero Joan fue taxativo en ese tema. Le dijo que ya que había elegido ser amigo suyo, con aquella disyuntiva que le planteo casi cuando se conocieron, ahora tenía que apechugar con su decisión.

– Deberías haberme propuesto follar. Así ahora no seríamos amigos, y no te iría a buscar a la puerta de la cárcel.

– Tócate los cojones, Sam – le contestó Carlos simulando enfadarse.

– Así hablamos tranquilamente – sentenció.

– Pues nada, reserva una habitación que nos damos un revolcón. Que tengo ganas…

– Ya no es posible. La oferta perdió su vigencia. ¡Lástima! Porque ahora que eres famoso, follar contigo tendría doble premio, por el morbo de follar con un asesino in-confeso.

Carlos no pudo evitar recordar esa conversación con Joan, y sonreír.

– ¿Y como sabe que… es amigo mío? – le interrogó al policía.

– La policía lo sabe todo – contestó el copiloto, guiñándole un ojo.

Carlos iba a seguir preguntando, pero llegaba el momento de hacer su entrada. El conductor del coche había estado dando vueltas hasta que habían llegado más efectivos anti-disturbios para proteger la entrada de Carlos. Pero ya todo estaba preparado.

– ¿Y si me paro un momento a charlar con mis tíos? Para felicitarles las fiestas y esas cosas – preguntó Carlos.

– Tú verás. Hay mucha gente. A lo mejor se ponen de uñas.

El que iba a su lado salió por su puerta. Dio la vuelta al coche, mientras el copiloto salía también. Éste último puso la mano en la manilla de la puerta, y cuando su compañero estaba al otro lado de la puerta, la abrieron. La gente intentaba arremolinarse, y echarse sobre los policías y Carlos. Pero los anti-disturbios les mantenían a raya. Marcelo y Genoveva, arreciaban en sus gritos. Esta vez Carlos no agachó la cabeza. No se tapó. Les miró directamente a los ojos. Su tía se calló un segundo. Su tío hizo un amago de lanzarse sobre él, cosa que era imposible, porque tenía a dos anti-disturbios justo delante de él. Pero así daba el pego. Con un poco de suerte las cámaras lo recogerían y reafirmaría su discurso. Carlos caminaba despacio, sin apartar su mirada de ellos en ningún momento. Se paró delante de ellos. Fue solo un segundo.

– Cuando queráis, ya que tenéis tanto interés en el caso, hablamos de “la Cobachera”.

Carlos siguió caminando, con los policías del coche a cada lado. Sus tíos se quedaron unos segundos callados. En la foto que salió al día siguiente en la prensa, todos pudieron observar que tío Marcelo, como ya le llamaban en los medios, no había encajado muy bien ese comentario de su sobrino. No solo lo había descolocado, sino que había hecho aflorar en su mirada un toque de preocupación. Solo duró unos instantes, porque enseguida reanudaron sus gritos:

– ¡Asesino!

– ¡Pena de muerte!

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Historia completa seguida.
Historia por capítulos.

4 pensamientos en “Una buena mañana para correr (80).

  1. En estos temas no hay compasión…Por mucho que digan «presunto» se les trata desde el principio como culpables.
    Me alegro que aquí no exista la pena de muerte y me parece terrible que se siga aplicando en otros países.

    • virginia, la verdad es que si, Hemos llegado a un extremo en que cualquiera que sea acusado de un delito, ya es juzgado y condenado por los telediarios. Y no son pocos los culpables que al final resultan ser inocentes.
      Pero… ¿quién les devuelve su vida, su anonimato?
      No sé.

      besos.
      muchos.
      envueltos.

  2. Que fácil es levantar a la gente contra una persona con mentiras y calumnias, la pena es que mientras, en la realidad de este país, otros salen impunes de pruebas evidentes que les incriminan…

    Un abrazo,

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