El poli y el ladrón.

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Modelo: Adam Senn

Pasó el último control. Se sentó en el locutorio y esperó.

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Música: Henri Dutilleux: Au gré des ondes (escogida por Dídac)

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En el otro lado de la ventana apareció él. Se acomodó en la silla con desgana, mirando con un cierto gesto de chulería, de sobrao, como si le hiciera un favor por dedicar un rato a hablar con él.
– Si quieres no vengo más – le espetó Javier que había entendido perfectamente su lenguaje corporal.
Se lo dijo con brusquedad, dejando las cosas claras. Javier era de cosas claras pero no era de expresarlo con brusquedad. Estaba cansado de esa especie de escudo que exhibía con él cada vez que iba a verlo. Estaba cansado de luchar con él y con los que no entendían su preocupación por Ghillermo.
– A tu bola. – acompañó a la respuesta con una mueca de desprecio.
Javier se levantó de inmediato y no miró atrás.
Era un mal día y no tenía el cuerpo para tonterías. Las miradas jocosas de los funcionarios de la prisión, las discusiones por el tema con su novio, la incomprensión de sus compañeros en la Comisaría, y luego, el desapego del joven en sus visitas. Cuando detuvo a Ghillermo, se hizo la promesa de hacer lo posible porque su estancia en la cárcel fuera más llevadera. Al menos le haría compañía un par de días de visita. Si era necesario tiraría de influencias para poder hacerlo con más asiduidad de la permitida. Pero Ghille, no le había puesto las cosas fáciles desde el primer día. Se mantenía chulo, como si la vida no le hubiera dejado tirado desde que su madre le parió. Como si él controlara todo lo que se movía, cuando en realidad es que se había mecido siempre al ritmo de la respiración de cualquiera que se había cruzado en su camino. Le habían dado tortas por la derecha y por la izquierda. Apenas si sabía leer y mucho menos escribir. Lo hacía como si todavía anduviera por los 5 años, cuando ya tenía 21.
– Has estado poco – le dijo Juan, el Guardia Civil de la puerta – A ver si nos vemos un día fuera de aquí y nos tomamos algo.
– Nos llamamos – contestó Javier, a la vez que lo saludaba con la mano.
Llovía. Se subió el cuello de la americana e intentó taparse lo mejor que pudo antes de dejar el resguardo de la pequeña tejavana que cubría la entrada. Miró unos minutos al cielo, siguiendo las gotas que llegaban a su altura. Bajó la cabeza y se apresuró camino del coche. Pulsó el mando mientras corría y se metió en él de un salto. Ahora arreciaba la lluvia; apenas podía ver nada por el parabrisas.
Ghillermo le había ganado el corazón. Su vida llena de desgracias, de meteduras de pata, de soledades. Cuando lo detuvo por aquel robo que le salió tan mal y en el que casi mata al guarda de seguridad, se sintió mal. Era la primera vez que le pasaba. No llevaba mucho tiempo como policía, aunque siempre se había sentido así. Su padre lo era, y de los buenos y él le enseñó todo. Lo que se aprende en la academia y lo que se aprende en la calle. Con apenas once años, veía a su padre interrogar a los detenidos y luego comentaban lo que había pasado.
– Fíjate en los ojos. Y en la forma de poner el cuerpo. Fíjate en los gestos, en las manos, en como las mueve y no tengas prisa por hablar. Deja que hable él, que se ponga nervioso, que el silencio le golpee en el cogote y le haga vomitar todo lo que tenga dentro. A veces el silencio es más fructífero que el mejor paripé de poli bueno y poli malo. Además con la tele ya se lo sabe todo el mundo, es una bobada.
Y le guiñaba un ojo cuando se lo decía. Y se reían. “Estos de la tele…”
Una vez, casi con dieciocho, le dejó interrogar a uno. Parece una locura, pero nadie se atrevió a decirle a su padre que eso iba contra todas las normas. Llevaba muchos años saltándoselas y nadie levantó ni siquiera una ceja para impedirlo. Quizás porque todos lo respetaban y lo querían. Quizás porque entendían que era la única forma en que podía pasar más tiempo con él: Mariola, su mujer, murió cuando Javier tenía apenas cuatro años. Al salir del colegio iba a la comisaría y se metía en alguna sala a hacer los deberes. Todos le ayudaban, le corregían. Era un poco de todos. Y él era un niño que sabía repartir sonrisas y besos y a todos dejaba contentos. Y era muy observador. Once años tenía cuando un día, escuchando a unos cuantos comentar un caso, de repente levantó la voz:
– ¿Estamos tontos? – así lo decía su padre cuando se daba cuenta de una obviedad que llevaban pasando por alto días y días – ¡La tarjeta que se encontró en el callejón donde murió! Era ese mismo dibujo. – y señaló el corcho dónde habían colgado distintas fotos con los indicios encontrados.
Se hizo el silencio en la sala. Miraban al chico y miraban la pared con las fotos. Eulalia sacó de una carpeta otra foto, la de la tarjeta en el suelo, mojada y pisada, a unos metros del cadáver.
– Lo es. ¡joder! – exclamó Carlos, el ayudante de su padre – Es la mujer, la jodida, ella lo mató.
– Buen trabajo Javi – Ramón chocó los puños con el chaval, mientras su padre cogía el teléfono y daba las órdenes oportunas.
Como premio, ese fue el primer interrogatorio que vio desde la pecera. Fue duro, pero al final consiguieron una confesión, espoleada también por las pruebas que todo el equipo fue encontrando, ahora que ya sabían quien había sido. Al final la acusada se derrumbó y cantó todos los detalles.
Su primer interrogatorio también fue una especie de premio. Otro caso atascado y que él vio como desmadejarlo mucho antes que nadie. Fue algo grande. Todos andaban atando cabos. Y un caso pequeño, quedó un poco apartado. Era un hombre que habían detenido por un robo de un coche. Le pillaron con algo de droga encima. Ese fue el objetivo de su interrogatorio.
Entró en la sala con una ligera sonrisa. Se sentó enfrente del detenido. Normalmente los interrogadores llevaban una carpeta con datos y algunas de las pruebas que habían encontrado. Eso también servía como atrezzo. Un escudo también. Él no llevaba nada.
Se sentó y lo empezó a observar. El detenido empezó a reírse de su juventud, a burlarse. Javier no hizo ninguna intención de contestarle, ni se hizo el ofendido. En un momento dado solo le dio la razón: “Es cierto tío, qué puta razón tienes!” Lo hizo sin mover un músculo, salvo el de los ojos que iba repasando y archivando en su cabeza cada gesto, cada palabra, las señales en su piel, la forma de hablar…
De repente levantó el mentón, endureció su gesto y soltó su pregunta:
– Háblame del robo del Banco de Valencia, hace un par de semanas, el 3 de marzo.
La cara del acusado cambió rápidamente. No se esperaba eso. Apretó los puños y tensó los músculos del cuerpo.
– Te creía más listo, Rubiales. Que siquiera hayas pensado en saltar sobre mí, sabiendo que detrás del espejo hay al menos 6 personas dispuestas a machacarte el hígado y una cámara grabando, es de gilipollas. Y pensar que hemos tardado dos semanas en pillarte, siendo tan bobo… es lamentable por nuestra parte.
– A lo mejor es que soy más listo que todos vosotros.
– A lo mejor es que sabes a quién chupársela. Se comenta que lo haces genial.
Ahí fue cuando saltó. Pero Javier apenas tuvo que dar un pequeño paso atrás para ponerse fuera de su alcance y Ramón y Carlos que estaba al otro lado de la puerta lo sujetaban ya y lo obligaban a sentarse.
Ramón se encargó de tomarle declaración final.
– Joder, tío, pero… ¿cómo se te ha ocurrido?
– Ha hecho un gesto que me recordaba al de la cámara de seguridad. Y si te fijas, en el cuello tiene una marca de nacimiento, salía también en el vídeo.
Con Ghillermo le pasó al revés. Vio rápidamente que solo era culpable de una parte de los delitos que él mismo se auto-inculpaba. Quería quitarse de en medio. Tenía miedo a que llegara un día en que de verdad hubiera podido cometer todo eso que decían de él. Incluso temía tener que matar a alguien. O hacerlo por error. Pensó que en la cárcel al menos estaría a cubierto, protegido de sí mismo.
Le dio pena. Por alguna extraña razón le sintió cerca de él. Y quizás le hizo ser consciente de la suerte que había tenido. La madre de Ghillermo murió como la suya, cuando era pequeño. Y su padre murió poco después. A él le duró un poco más, pero justo cuando se incorporó a su puesto en la Comisaría, le dio un ataque al corazón que le dejó fulminado. Había tenido suerte porque con el trabajo de su padre, tan absorbente, podía haber estado solo en la calle todo el tiempo. Le había enseñado su afición, que era su trabajo, pero en el resto de las atenciones que un niño necesita, había sido muy parco e ineficaz. Javier era un poco hijo de toda la comisaría, que habían mitigado esas carencias en la forma de ser de su padre. Si en lugar de a la comisaría lo hubiera dejado en casa, solo o con algún vecino, la cosa podría haber sido distinta. Podía haber sido como Ghillermo, de no haber tenido un poco más de suerte.
Cuando sus compañeros entraron en la sala de interrogatorios y se lo llevaban camino del juzgado, se propuso echarle una mano. Intentar conseguir que la suerte de su existencia cambiara. Le buscó un buen abogado y se preocupó porque estuviera bien. Y de vez en cuando lo iba a visitar. El de vez en cuando era al menos una vez a la semana, cuando no dos, o tres… aquella vez que tuvo una pelea y le patearon la cabeza.
Hasta ese día.
Miró el reloj. Debía irse, aunque seguía lloviendo a mares. Arrancó el coche y le dio a los limpias a toda velocidad. Apenas se podía ver nada, pero había quedado a comer con la familia de su novio.
Sonó el móvil. No conocía el número. Pensó en no contestar pero al final lo hizo.
– Tío, soy el Ghille, joder tío que soy un cagón y la he cagado, tío. Que joder, que sorry o como se diga y que molan tus visitas. Nadie viene, joder, y… eres un buen tío, molas.
– ¿Desde dónde me llamas?
– Un colega que tiene un movil de estranjis, no jigas nada, joder, que se porta bien y tal.
Se callaron. Los dos. Ghillermo pensaba mientras, en la posibilidad de que el Javi se chivara a los guardias y le requisaran a su colega el móvil. Javi pensaba en lo que le iba a costar la llamada a Ghille: “Una mamada, fijo, vestido con unas falditas”.
– Tío, ¿estás ahí?
Javier se giró hacia el asiento de atrás. Vio que su paraguas seguía ahí. Miró al reloj y se encogió de hombros.
– Voy; en diez minutos estoy contigo.
– ¡Guay!
Javier movió la cabeza de lado a lado. A veces pensaba que todo esto era una locura. Esta atención a Ghille le costaba numerosas discusiones con Jules, su novio. Y por otro lado, sabía que era más fácil que saliera mal y que Ghille acabara muy mal en cuanto saliera de la cárcel.
Pero el tono del “Guay” cuando le había dicho que volvía dentro, solo eso, valía el esfuerzo y el peligro de pasarlo mal si la cosa se torcía.
Abrió la puerta y abrió el paraguas y se lanzó corriendo al resguardo de la tejavana.
– Pues sí que has tardado mucho en volver – bromeó el Guardia Civil de la entrada.
Y la sonrisa que vio cuando estuvo de nuevo frente a Ghillermo, aunque esquiva y parca, sin duda porque la vida no le había enseñado a hacerlo mejor, también valía el esfuerzo de intentar dar un golpe en la mesa de su devenir e intentar enderezar su rumbo.

rincon061214-alex dunstanModelo: Alex Dunstan

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