Cuento: «El escritor y los cuentos de Navidad» (25).

Para ponerse al día con el relato.

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Ernesto apartó el iPad. Echó la cabeza hacia atrás pegándola a la pared del ascensor y dando suaves golpes en ella. Le dolía el costado y le molestaba el resto del cuerpo a causa de las posturas extrañas que había tenido que adoptar para seguir escribiendo con su sobrino recostado sobre su pecho. Arturo respiraba tranquilo. Parecía que seguía durmiendo, aunque Ernesto no se fiaba. Las piernas le empezaban a dar calambres. Poco a poco fue apartando a su sobrino y lo recostó sobre su bandolera. Lo tapó de nuevo con el abrigo y le dio un beso en la mejilla.

Se puso de pie con esfuerzo y empezó a desentumecer las piernas. Luego comenzó a caminar los dos pequeños pasos que le permitía el tamaño del ascensor. Su cabeza era un hervidero. Sentía que su próximo destino era, enfrentarse a la gente, eso que tanto odiaba y lo que había evitado hacer durante toda su vida. A la gente y a la vida en general. No podía seguir viviendo solo en y para su “Mundo maravilloso”.

El peso de la vida, de repente, le hundió los hombros. Le hundió el ánimo. Tenía ganas de golpear con sus puños las paredes de su cárcel. Paredes levantadas con cuidado por él mismo en lo que él creía que iba a ser su salvación y se había convertido en su condena. Y todo por los niños, por el guión que alguien había escrito para él y el reto de los personajes que lo circundaban.

– Estás a tiempo de que la cadena perpetua sea condonada.

Lo murmuró en tono dramático.

– Es que esto es dramático – volvió a murmurar. – Puro dramatismo.

Sus hombros se hundieron un poco más.

Pensó en salir corriendo. Su espalda recupero la verticalidad y la prestancia. “Eso es, que le den a todo”. Pensó en dejarlo todo, dejarlos a todos sin mirar atrás. Incluso pensó en renunciar a su profesión, a su pasión, que era escribir, que era crear esos mundos ficticios en los que los demás pudieran perderse y olvidarse de sus problemas, de sus miserias, de su dolor; como él mismo hacía. “Trabajaré de obrero en una fábrica, sin levantar la cabeza, sin soñar”. Lo pensó un instante, pero vio removerse inquieto a Arturo en el suelo, y sus hombros volvieron a hundirse otra vez por la vida y su peso.

Gritó para sí, desesperado. Maldijo el día en que esos niños aparecieron en su vida y se convirtieron en algo imprescindible. Entraron en su corazón, cosa que nadie había hecho nunca. Ni siquiera Germán al que había dedicado algún que otro soneto de amor en sus primeros meses, loando su amor por él, sus virtudes innegables y mil sandeces más, y las mariposas que con solo pensar en él, volaban sin descanso por las arterias de su cuerpo. Una ilusión que logró levantar a base de tesón y de mantener los ojos y los oídos cerrados. Pero llegado ese momento, ahí en el ascensor, determinando el camino a seguir, debía reconocer que, lo mismo que Germán nunca había estado enamorado de él, él mismo, nunca había sentido nada… nada por su novio. Solo fue la niebla que le protegió de los fantasmas que rondaban el ánimo desde que tuvo uso de razón.

– Otra mentira más en mi vida. Una mentira al menos al día. Voy a patentar la frase. Me haré de oro. “Pon una mentira al día en tu vida. O dos”. “Al día, una mentira en tu vida”. “Tu vida en una mentira”.

No le convencía ninguna de las versiones. “Ya pensaré en ello.”

Arturo volvía a estar inquieto. Ernesto se arrodilló y rozó su mejilla con el dorso de su mano.

– Estoy aquí, no me he ido, estoy contigo, pibe.

Sonrió, porque sabía que a su sobrino le fastidiaba que le llamara “pibe”. Como a él le fastidiaba lo de “tronco”. Se lo imaginó levantándose como un basilisco y echando espumarajos por la boca. Tardes de lluvia sentados sobre la alfombra de casa, leyendo todos, o jugando al Cluedo, o al parchís, picándose a base de “troncos” y “pibes”. Tomás e Irene les miraba resignados a esas batallas eternas, solo rotas por planes irresistibles propuestos con vehemencia por alguno de ellos, y que conseguían que todos corrieran al cine, o a la pizzería, o al parque a jugar a las canicas entre las montañas de nieve.

Pero esta vez el “pibe” consiguió que de nuevo, Arturo se relajara y dejara de moverse inquieto. Eso sí, no se levantó a echárselo en cara.

Ernesto se levantó de nuevo para desentumecer completamente sus piernas, para relajarlas del todo y poder sentarse de nuevo a acabar la historia.

– Esta es la vencida, todo debe acabar. Ahora. Hoy. Bien o mal, pero debe acabar.

– Joder, ya era hora, tío, que pesaooooooooo.

Arturo ni siquiera abrió los ojos. Mientras Ernesto se sentaba a su lado, él se incorporó un poco, lo justo para acomodar la cabeza en la pierna de su tío, y apartar la bandolera.

– Jodido pibe.

El chico le enseñó el dedo corazón con decisión, a la vez que con el brazo libre abrazaba la pierna de su tío. Tragó saliva, y volvió a quedarse dormido.

.

– Te odio, tío.

Germán cogía a Tomás de un brazo y lo agitaba de delante a atrás.

– Te aguantas, jodido. Tu madre no está, así que no te queda otra. Y olvídate del idiota de Ernesto, olvídate porque no lo vas a ver en la vida. ¿Me oyes? En la vida. Se acabaron las tonterías contigo. Vas a hacer lo que a mí me de la gana, que soy tu tío. Estás solo conmigo.

– Te odio y me odias. Como odias a Arturo y a todos a los que no entiendes.

– Estúpido crío, di lo que te de la gana…

Tomás dio un manotazo y se soltó de su tío.

– Tomás, ni se te ocurra, no vas a volver… ¡¡Tomás!!

Pero Tomás no se paró ante las llamadas de su tío. Corrió escaleras abajo y salió a la calle. Casi ya anochecía. Corrió sin pensar a dónde le llevaban su huida. Su intención era poner la mayor distancia posible entre su tío y él. “Lo odio, lo odio, lo odio”, se repetía mientras las lágrimas corrían por sus mejillas para perderse en el suelo que lo veía pasar a velocidad de vértigo.

Llegó un momento en que se sintió desfallecer. El aire no le llegaba a los pulmones, por más que intentaba respirar más deprisa. Se paró y se dobló por la cintura, apoyándose en sus rodillas, que apenas lograban sostenerlo. Una luz se aproximaba con rapidez, y el sonido de un claxon lo acabó de desorientar. Levantó la cabeza y vio dos faros aproximándose, y el ruido de la bocina cada vez más cerca. Quiso empezar a correr de nuevo, pero sus piernas no le respondían, y sus pulmones apenas recibían el oxígeno necesario. El sonido del claxon fue sustituido poco a poco por el de los frenos que intentaban detener la furgoneta a tiempo de no llevárselo por delante. Pero el vehículo seguía acercándose irremisiblemente. No había espacio.

– ¡¡Esmiralión!!

Un torbellino lo envolvió y una mano lo agarró de su abrigo. Tomás giraba al ritmo del aire mientras gritaba asustado.

– Vamos, el Príncipe te necesita – Roberto lo miraba apremiante – no puedes quedarte ahí como un pasmarote. Y de nada, es mi misión, vigilar a los del “Mundo maravilloso”, para que no hagan tonterías. El escritor me nombró.

– ¿Dónde está? Lo necesito.

– Ahora es más importante el Prínc… ¡Cuidado!

Roberto lo empujó para tirarlo sobre el suelo de nubes blancas sobre el que estaban apoyados, mientras él mismo se tiraba al suelo pero hacia el otro lado. Un rayo negro pasó entre ellos, estrellándose en el suelo y abriendo un enorme boquete que los separaba.

– Es el mismo Fantasma negro el que nos ataca. Vete al castillo a defenderlo; mientras yo despistaré al malvado.

Tomás le hizo caso sin pensar en que hacía un rato le faltaba la respiración ni que había estado a punto de ser atropellado por un coche. Sí que quizás durante unos segundos se le pasó por la cabeza que a lo mejor, todo había acabado en esa calle, cerca de ningún sitio, atropellado por una furgoneta de un pintor de brocha gorda que volvía de ayudar a la mudanza de su cuñado.

– ¡¡Vamos!! – insistió Roberto. – ¡Apresúrate! No tenemos todo el día.

Tomás montó en su escoba, hurgó en el bolsillo de su chaqueta, sacó su gorra azul descolorida, se la puso en la cabeza con la visera hacia atrás y salió disparado hacia el castillo del Príncipe. Los acólitos del Fantasma Negro, continuamente le disparaban rayos negros que apenas acertaba a esquivar. Zigzagueaba continuamente, aunque no podía evitar que alguno de los rayos impactara cerca de él y desestabilizara su carrera.

– Aquí estoy – Teresa apareció a su lado, y sentada al revés en al escoba, mirando hacia atrás, iba lanzando ella misma rayos rojos, que atravesaban el cielo en busca de sus enemigos.

– El castillo – gritó Tomás.

– Di a María que abra el mirador.

– Deberemos crear una burbuja protectora, para que…

– No te preocupes, me ocupo de ello.

– No lo conseguiréis, el Príncipe morirá de todas formas.

El cielo se oscureció completamente como consecuencia de la llegada del Fantasma negro. Solo él era capaz de anular la luz de esa forma.

– Yo me ocupo de él, entrad vosotros.

– ¡Kevin! Qué alegría – saludó Teresa – Creía que habías caído en la lucha.

– Ya ves – dijo lacónico – he estado en otras cosas. ¡Vamos! Entrad.

Kevin se paró dando la espalda al castillo, y agito la barita con decisión, incluso con furia, apuntando al cielo. Una gran burbuja protectora fue naciendo de ella y cubriendo esa parte de la fortaleza.

– Rápido, no lograré contenerlos mucho tiempo.

Teresa y Tomás se apresuraron y entraron por el mirador. María cerró rápidamente las puertas del balcón y bajó las persianas.

– Está muy débil.

Teresa se precipitó al lecho en donde reposaba el Príncipe. Tomás en cambio se quedó como paralizado al pie de las ventanas. Cientos de rayos empezaron a impactar directamente sobre el edificio. Pequeños trozos de escayola se iban desprendiendo de las paredes y de los techos. Tomás hizo un hechizo para reforzar las defensas del castillo, pero apenas conseguía nada. Era tanto el poder de las fuerzas del mal, que miró impotente a María y Teresa. Ahí se dio cuenta de que María apenas era una sombra transparente, incorpórea. La miró interrogándola, aunque sin atreverse a preguntar directamente.

– Mi tiempo acaba, como el de Joaquín.

– ¿Me llamabas?

Joaquín estaba todavía más débil. Rodeó con su brazo la cintura de María, y aunque era patente que las fuerzas le abandonaban, en su mirada había una luz que indicaba triunfo. María lo entendió y lo besó en la mejilla.

– Estará bien, ya lo verás.

– Lo quiero tanto…

– Tu fuerza lo acompañará, verás.

– Tomás, acércate. Formemos con nuestras varitas unos arcos de protección.

Corrió hacia la cama y se puso al lado contrario al que estaba Teresa. Miró al Príncipe, y no pudo evitar un grito de sorpresa y angustia.

– ¡Es Arturo! ¡Mi hermano!

Pero no dio tiempo a nada más, porque hubo una enorme explosión debajo de ellos que hizo temblar las paredes y el suelo. Todo vibraba y les hizo perder el equilibrio, cayendo al suelo. Apenas tuvieron tiempo de protegerse de los cascotes y escombros que les llovían por doquier.

El suelo empezó a resquebrajarse. La cama del Príncipe se inclinó, primero a al derecha, para después nivelarse de nuevo, pero unos centímetros por debajo del suelo. Hasta que un enorme boquete se abrió debajo de ella, precipitándose al abismo.

– ¡¡Arturo!!

Tomás apuntó la barita por el agujero, pero no tenía poder suficiente para detener su caída a los infiernos.

– Ahí no le puedes ayudar, si es necesario, nosotros le ayudaremos si necesita encontrar el camino.

Diciendo esto, María y Joaquín se precipitaron por el agujero tras el Príncipe.

Tomás grito una y otra vez el nombre de su hermano.

– No, tú no, eres lo único que me queda…

Solo se escuchaba ahora en el castillo el llanto desgarrado de Tomás. Los fantasmas negros se habían retirado triunfantes. El sol brillaba en lo alto. Incluso se podía escuchar a algún pájaro cantando.

Kevin, Teodoro, Teresa, Roberto, Darío… todos rodeaban a Tomás, impotentes ante el desgarro del alma de su amigo. Darío se decidió, con lágrimas en los ojos, a acercarse a él y apoyar la mano en su hombro.

– Confía en el escritor – susurró.

Tomás levantó su mirada llorosa. Mirada llena de odio hacia el mundo, y de incredulidad ante la afirmación de su amigo.

– ¿Dónde está? Llevo días llamándolo y no responde – escupió, más que dijo Tomás – Es un mentiroso.

Y Tomás volvió a esconder por enésima vez su cara entre sus brazos, para poder llorar a gusto.

Darío intentó…

.

– ¡Joder!

Arturo se levantó de un salto, pegándose a la pared. Lo mismo hizo Ernesto, soltando su ipad.

– ¿Qué ha sido eso? Parece que se ha movido.

– Serán los técnicos que vienen a arreglarlo.

Otra vez se movió, cayendo unos centímetros.

– Joder, tío, estoy acojonado.

– Ven, ven, acércate – Ernesto estaba paralizado.

Pero volvió a caer, esta vez más. El ascensor se balanceaba en el vacío.

– ¡¡Eh!! ¡¡Estamos aquí!! – gritó Ernesto.

Se calló un segundo intentando escuchar una respuesta.

– ¡¡Eh!!

– ¡¡Ahggggggggggggggggggggggggg!!

El grito cambió. Pasó de ser una llamada de atención, a convertirse en un grito lleno de miedo y ansiedad. Ernesto y Arturo se buscaron con la mirada. Se dijeron muchas cosas en esos escasos segundos en que el ascensor tardó en estrellarse contra el fondo, llenando de oscuridad y silencio sus espíritus.

Un pensamiento en “Cuento: «El escritor y los cuentos de Navidad» (25).

  1. Hace años estudié como funciona un ascensor y los mecanismos de seguridad que lleva… Al fondo del foso hay unos topes amortiguados que… Bueno vamos a dejarlo. Me has dejado con un ¡Ay! en los labios, espero que pronto nos saques de dudas…

    Un abrazo.

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