Hay días en que si hace sol o nubes, o llueve o nieva es indiferente. Apenas nos damos cuenta de ello. Si nos mojamos por la lluvia, llegamos a casa y nos cambiamos de ropa, como si fuera lo más normal. Si hace calor, nos quitamos la chaqueta y no nos quejamos del bochorno que hace y de que “no hay quien aguante esta canícula”…
Otros días nos fijamos en ello, tomamos notas, y así luego podemos hablar en el ascensor del sol, de que este año viene lluvioso, o de que el anticiclón de las Azores ya no es lo que era. Antes todos hablaban de él, ahora apenas se le nombra. Lo hemos cambiado por las «ciclogénesis explosivas».
A Pablo hoy le daba igual el tiempo, las Azores y el incendio que se podía divisar desde la terraza del hospital.
Se llevó el cigarrillo a los labios y aspiró. Retuvo el humo durante unos instantes mientras miraba como la punta del cigarrillo perdía su fulgor lentamente. Con decisión, con rabia incluso, tiró la colilla al suelo y la pisó con saña.
Cogió la cajita que había apoyado en la barandilla y emprendió el camino.
En el ascensor una señora le sacó el tema del incendio. Él la miró como si fuera extraterrestre. “¿Qué incendio?”. “Si huele a humo”, contestó indignada la señora.
En el rellano de la planta tercera, unas enfermeras le saludaron. Apenas pudo insinuar un pequeño gesto de respuesta. Él no lo vio pero las enfermeras se callaron y le siguieron con la mirada un rato. Había pena en ellas. Resignación.
Llegó a la habitación 317. Respiró hondo, ensayó una mirada y entró decidido.
Su hermano se levantó como un resorte.
Leía.
Su padre no se movió, estaba dormido.
Soñaba.
Su hermano le contó, le dijo, le informó, pero Pablo no le hizo ningún caso. Lo miraba como si lo escuchara, pero sus pensamientos estaban muy lejos, tan lejos que nadie había llegado nunca hasta allí.
– A la noche vuelvo, dijo él.
Pablo se encogió de hombros y sonrió con tristeza.
Se fue.
Pablo se quedó con la vista fija en la puerta. Sin ver.
Poco a poco giró el cuello hacia la cama. Poco a poco fue cambiando su expresión autista por una sonrisa cálida. Dio lentamente los tres pequeños pasos que le separaban de la cama, se inclinó, y le pasó el dorso de la mano por su rostro.
– ¿Lo has traído?
– Pero como sabes que soy… si estás… si no has abierto siquiera los ojos.
– ¿Lo has traído? – insistió.
Ahora sí lo miraba. Con decisión, con mala uva.
– Sí – contestó dulcemente.
Su padre intentó incorporarse, pero las vías que le ataban casi a la cama y su falta de fuerzas convirtieron su torpe intento en fracaso rotundo. Pablo dio al botón de la cama que levantaba la parte del cuerpo. Le ahuecó la almohada y lo ayudó a acomodarse.
Pablo le sonreía.
– Ten.
Su padre puso las manos abiertas sobre la caja. Parecía que pensaba si abrirla o no, o si… quizás tenía reparo a enfrentarse a lo que había dentro.
– Todavía recuerdo el manotazo que me diste cuando me pillaste jugando de pequeño con ella.
– Y seguro que faltará alguna – dijo en un tono de voz inequívocamente malencarado – Es mi vida y nadie tenía derecho a manosearla.
– Papá…
Pero su padre le hizo un gesto para que se callara. Se quedó mirando la caja pensativo. A Pablo le pareció ver que los ojos de su padre se humedecían.
– Pablo, eres mi preferido, siempre lo he dicho, aunque no me has creído nunca.
– Papá…
– Eres el único con el que puedo contar.
– No…
– Ponte a leer o lo que quieras…
– Creía que me ibas a contar la historia de cada…
– ¿De cada entrada? No, hijo, no tenemos tiempo… y son recuerdos muy… no sabría como contártelos ¿sabes? Si sabes mirar, quizás cuando muera, tú podrás leer en ellas.
Pablo miraba como su padre abría la caja y sacaba una entrada.
– “Al Este del Edén”. La vi con tu madre. Le gustaba James Dean. Me hubiera dejado por él… Na, son bobadas, no te enfades. Aquel día llovía, la tía Felisa se había quedado con tu hermano, tendría entonces… 6 años… no, 7; Con los dos, que ya había nacido el ausente. Qué cabeza tengo, si ya tenía 3 años… Era 1957… tu madre estaba guapísima, tu madre era guapa ¿sabes? Sabes la confundían con Joan Fontaine – el hombre revolvió la caja y sacó una foto – mira…
– Mamá.
– No, Joan Fontaine.
Su padre sonreía orgulloso.
– Tú te pareces a ella.
Pablo quiso mostrar su desacuerdo, pero su padre no le dejó.
– Pero…Cuando éramos novios y se estrenó “Rebeca” los amigos le decían: “Te hemos visto en el cine, estabas guapísima…” Y ella contenta, porque le hubiera gustado ser artista, pero los tiempos… no era bien visto para una chica de bien, y al final se casó conmigo y … destrocé su vida y sus ilusiones… sus ambiciones, tampoco podía hacer mucho más, eran otros tiempo…
Esta vez si que se echó a llorar… no pudo más… Pablo no sabía que hacer, no estaba acostumbrado a verlo así… no sabía si mirar a otro sitio, si darle un beso, o abrazarlo…
– Siéntate, Pablo, a tus cosas, déjame a mi con las mías… – su padre se secaba las lágrimas.
– Pero yo quiero…
– No Pablo… cuando me muera quiero que te quedes con esta caja. Quiero que… ahora que lo pienso, si a los demás no les importa, como no les importo yo, ni siquiera vienen a verme…
– Hombre, papá, Teo se acaba…
– Porque estamos en el hospital… fíjate los días anteriores, el caso que nos hizo… y sus hijos, ¿Dónde están mis nietos?
– Papá, no… – quería decirle que no le dijera nada, que ahora lo necesitaban, que no se enfadara… pero una vez más no le dejó.
– Tu hermano siempre parece enfadado, y el otro, es como si no existiera.
Permanecieron en silencio un rato.
– Me siento entonces – Pablo suspiraba rendido.
Se sentó y sacó el libro que llevaba de la bandolera: “Ocultos”, de Jordi Sierra. Y con una lágrima en los ojos y repartidos estos entre el libro y su padre, se puso a leer.
Por el ojo que le correspondía a su padre, podía verle sacar infinidad de entradas de cine de afiches, de fotos… le veía llorar o reír, o mirar con tristeza, o despectivamente, o… cada entrada tenía un gesto distinto. Cada afiche, cada foto… llegó una en la que se le volvió a iluminar la cara.
– Mira, otra de tu madre – se rió pícaramente girando la foto para que Pablo pudiera verla.
– Sí – contestó sin muchas ganas.
Pablo puso la guía en la página del libro, y sacó sus pañuelos. Uno lo dedicó a secarse las lágrimas, y el otro a despejar sus fosas nasales.
– Y todavía lo que me queda – murmuró.
Lo que pasa es que todavía no era consciente verdaderamente de todo lo que le quedaba.
Y mientras, su padre seguía recorriendo su vida a través de sus entradas de cine.