¿Amor verdadero?

No lo puedo evitar. No puedo moverme de aquí. Llevo casi un mes sin salir. Casi un mes en que no soy capaz de levantarme de esta silla. Y no leo. No veo la televisión. Ni siquiera chateo con mis amigos ciber. El móvil está apagado. Al teléfono de casa le he quitado el volumen. Todo el tiempo lo dedico a pensar. A recordar.

A recordar aquel día. Jo, sin duda fue el día más feliz de mi vida. Pero como casi todos esos días trascendentes, no me di cuenta hasta más tarde de su importancia. Sí, le conocí a él. Perdón. Le conocí a ÉL. Pol.

He tenido que reconstruir ese día poco a poco. Yo entonces no estaba en la mejor época de mi vida. Todo era un desastre. Mi relación de varios años con Andrés, acabó abruptamente. Se fue. Huyó. Casi ni se despidió. Fueron años de desengaños, de obsesión por él. Luché por él como en mi vida he luchado por mi. Ni por nadie de mi familia. Pero él, no sabía lo que quería. No sabía qué era. Él creo que me amaba. Pero amar a un hombre, no entraba en sus esquemas. Y encima unos años mayor que él. Y para más INRI, no siendo nada especial, ni un adonis, ni el más listo, ni el que más dinero ganaba del mundo… Y luchó con todas sus fuerzas contra ese sentimiento de amor que, creo, tenía por mí. Fueron tiempos de esperar, de esperar que me dedicara unos segundos, una mirada, un café. Fueron años de no separarme del teléfono. Con la esperanza de que un día sucumbiera a sus sentimientos, y se decidiera a quererme, a amarme. Pero, perdí la batalla, perdí la guerra. Para no sucumbir, acabó yéndose a la otra punta del país.

Y tantos años obsesionado, tantos años viviendo sólo por la esperanza de que esos pequeños momentos de cariño, de complicidad, de amor, pasaran a ser un continuo sentimiento de compañía, de cariño, de complicidad, de amor, que me hundí. Nada tenía sentido. Mi vida era la nada. Si hubiera sido valiente, quizás me hubiera quitado de en medio. Pero hasta para eso hay que tener un punto de valentía. Siempre puedes iniciar una escalada de autodestrucción. Siempre puedes empezar a beber, a no cuidarte, a comer sin medida, a darte de puñetazos con el primero que te mira de reojo al pasar, o el que te empuja en la disco.

No me di cuenta cuando Pol me recogió del suelo. Fue un viernes. Ni me acuerdo que hora era. Ya estaba borracho. Me había peleado con unos que me habían ofendido gravemente. Sí, me habían pedido que les dejara pasar. Yo estaba en medio de la puerta. Y no me gustó el tono. Y fue suficiente para iniciar una pelea. Y claro, me dieron hasta en el carné de identidad.

Lo siguiente que soy capaz de recordar es estar tumbado en mi cama. Estaba desnudo. Pol estaba allí, curando mis heridas. Con delicadeza. Vio como abrí los ojos y me sonrió. Y como agradecimiento, en ese momento no se me ocurrió otra forma que… vomitarle encima. Después volví a cerrar los ojos.

Desperté ya entrado el día siguiente. Joder, tan entrado que era la hora de comer. Había por toda la casa un maravilloso olor a… ¿sopa? Y a un ¿asado?. No era posible. En mi casa hacía dos años que no se cocinaba. Dudaba de que hasta la cocina funcionara. Apareció él, en la puerta. Llevaba una de mis camisas. Era casi como un camisón. Le estaba enorme. Me incorporé levemente, mi cabeza no me permitía más movimientos de momento. Recordé vagamente la vomitona. Pero no había rastros de ella ni en mi cuerpo ni en ningún lado de la habitación. Me volvió a sonreír. Yo, agradecido por sus atenciones, le espeté:

– ¿Quién coño te ha dado permiso para ponerte mi camisa?

Creo que fue una buena forma de hacerle sentir el agradecimiento que anidaba en mi espíritu. Como vi que no hacía efecto, le volví a dar las gracias:

– ¿Quién te crees para entrar en mi casa, y limpiar mis heridas, y limpiar mi mierda? Si tienes ganas de hacer caridad, vete a la puta iglesia. Yo no necesito caridad.

Intenté levantarme para mostrarle ya de una puñetera vez que se podía ir a la puta mierda. Que yo no lo necesitaba, ni a él ni a nadie. Pero me fallaron las fuerzas, la cabeza empezó a dar vueltas y caí al suelo. Él se acercó, me sujetó del brazo y me ayudó a tumbarme otra vez en la cama. Cogió un paño húmedo que tenía en la mesilla y me lo pasó por la cara, suavemente, acariciándome. Siempre sonriéndome, mirándome a los ojos.

– No te muevas, voy a la cocina para traerte un poco de comida.

Y se inclinó y me dio un beso en la frente.

No me rendí. Seguí durante unos días demostrándole de todas las formas posibles que se fuera. Que me dejara en paz. Pero él era más constante que yo. No desfalleció en ningún momento. No perdió su sonrisa. Pero es que con esa sonrisa, que iluminaba toda su cara, que iluminaba toda la casa, era imposible seguir por mucho tiempo resistiéndose.

Consiguió, no se muy bien como, que al lunes siguiente estuviera preparado para ir a trabajar. Preparó mi ropa, pero lo más importante, me preparó a mi.

Y cuando volví de trabajar, me encontré la casa completamente limpia, ordenada… la cena en la mesa… Ya con las ideas más claras, y sin resaca, hablamos. Perdón hablé. Le dije que no estaba preparado para una relación. No quería volver a sufrir. Y él era mucho para mi. Yo no merecía tanto. Es que es tan bello, tan joven, tiene un cuerpo… Yo tenía miedo. Estaba empezando a romper mis barreras. Pero era tanto al lado mio.

Y no se rindió. Y yo sí. Cayeron todas mis defensas. Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que hicimos el amor. Como nos besamos. Como recorrimos cada rincón de nuestros cuerpos. Primero con las manos. Después con los labios. Nuestras lenguas también exploraron. Y como nos mirábamos a los ojos en los pequeños descansos de nuestras caricias. Y como bebí por primera vez su leche. Y como él bebió la mía. Y como la compartimos y la mezclamos en nuestras bocas. Y con que pasión saboree su agujero. Primero con mis labios. Después con la lengua. Mi pene acabó ahí, dentro. Y quiso quedarse a vivir en esa nueva casa. Y mi culo hizo los honores a su polla. Que bonita era. Y nos amamos esa noche durante horas. Y nos dormimos desnudos, abrazados. Y desde aquella noche, no volvimos a dormir…

– ¿Vins?

– ¿Sí mi amor?

– Me duele la espalda.

– Voy, espera. – me levanté de la silla. Fui a la cama. Le rodeo la cara con mis manos, me inclino sobre él y le doy un beso en la boca. – ¿Qué tal has dormido?

– He soñado.

– Sí te he notado inquieto. Relájate, estoy aquí. – Fui dándole la vuelta y le empecé a masajear la espalda con el aceite que tenía en la cómoda.

– Vins, tenemos que hablar. Debes hacer caso a todos. No debes cargar conmigo. No me sentiría bien… – le he puesto el dedo en la boca. Para que callara. – Mis padres ya se ocuparán de mi – No me queda más remedio que besarle para que se calle. Saboreo una vez mas sus labios, en este caso resecos. Pero me encantan. Pol se zafa de mi beso.

– Enciende los teléfonos. Escúchales a todos. En la Residencia esa estaré bien.

– Pol, vamos a aclarar las cosas. Y no, no digas nada. ¿Crees que podría vivir sin ti? ¿Crees que puedo concebir en mi mente otra forma de vida que no sea junto a ti? ¿Crees que después de lo que luchaste por conquistarme, por salvarme, me voy a rendir ahora? Conquistaste mi corazón para siempre. Y no te sacaré de él nunca. Si te sacara, moriría. Eres mi hombre. Eres mi vida. Me da igual que estés condenado a una cama o con suerte a una silla de ruedas de por vida. El accidente no ha cambiado nada. Te amo. Y siempre será así. Y mi vida la quiero pasar junto a mi amor. Junto a ti.

No he separado mis ojos de los suyos ni un momento. Este es el momento que temía desde que Pol tuvo el accidente. Sabía que me iba a pedir que le abandonara. Como toda la gente de nuestro alrededor. Pero no. No era posible. No era posible que yo renunciara a él, aunque no pudiera levantarse nunca de la cama. Había preparado estas palabras desde que hace tres meses tuviera el accidente. Ya cuando le llevé a casa, después de dos meses de hospital, estaba esperando este momento.

Le dejo un instante. Voy al armario. Busco en la chaqueta el paquete que compré el otro día, en el único momento que salí de casa. Me acerco otra vez a Pol. Con mi mano izquierda le cojo la mano. Le miro a los ojos. Sonrío. Cojo aire. Y lo digo:

– Pol, ¿te quieres casar conmigo?

Le acerco el paquetito. Lo abre. Son dos anillos de oro blanco. Como cientos de veces me dijo que le gustaría. Le miro a los ojos. Y en ellos veo su respuesta. Y en ellos veo que asoman las lágrimas. Y detrás de ellas, veo que me ama. Sí, nos casaremos. Sí. Me inclino de nuevo. No puedo dejar de besarle una vez más. Me separo un poco, para poder mirarle a los ojos de nuevo. Mi amor. Quiere hablar, pero no le dejo. En su lugar, hablo yo:

– Gracias.

 tatojimmy

Este chico quiere arreglarse.

Seguramente habrá quedado, es viernes. No, no lo ha hecho conmigo.

No, no me va a invitar a café. Ni a una tila siquiera.

Pero se lo perdono, porque me ha inspirado una historia.

No, no os la voy a contar. Se va a convertir en una novela.

Hala.

La compraréis ¿no?

Actualización:

Qué bonito, acabo de ver la visita número: 111.111.  No me negaréis que es bonita.

Y el chico es majete ¿no? Otro día si eso, lo desnudo. Pero no aquí… pillines…

¿Habéis visto un poco de relax por alguna parte? Es que no sé en dónde lo dejé.

Estaba leyendo un capítulo de un relato que estoy escribiendo, y a pesar de ser ya la séptima vez que lo hago, se me ha encogido el corazón. Eso parece buena señal, eso quiere decir que funciona.

También quiere decir que estoy demasiado predispuesto a “sentir”. Y eso sería mejor que lo controlara.

Porque una vez que se me encoge el corazón, es difícil para mi quitarme esa sensación del cuerpo. Es como cuando discuto con alguien. No me quito la mala leche en días. En cuanto tengo un hueco en la cabeza, me vuelve y vuelve la escena, y la repaso, y corrijo lo que dije, y… en general me entran ganas de asesinar al contrincante. Y si me aguanto y no discuto, me pasa lo mismo.

Es lo mismo con la tensión, con los nervios de intentar hace muchas cosas. O encender el ordenador y saber que puedes decidirte por 6 cosas que hacer, las 6 que te placen. Pero al final, no las puedes hacer todas, y lo más probable es que picotees de todas, y no consigas avanzar en ninguna.

El caso es que hay que relajarse, pero a veces es difícil.

Una vez escuché a alguien decir que había personas que se estresaban al tener que elegir unos zapatos, aunque fueran entre dos pares. Me imagino a aquella mujer del dictador que estuvo muchos años en Filipinas, y que ahora no recuerdo como se llamaba, que tenía cientos de pares de zapatos. Esa sí que debía estresarse al elegir que par ponerse.

Muchas amas de casa, y amos, se inquietan al elegir el menú de cada día. Y más si tienen pareja e hijos. Juntar el que les guste, con lo que es bueno para ellos, para mantener el equilibrio de la alimentación, con lo que tienes tiempo de hacer, y ajustándote a un presupuesto, causa más de un ataque de ansiedad.

No, no os riáis. Yo he escuchado a algunos mofarse de estas cosas. Elegir, decidir, para muchos, es un gran problema, aunque solo sea elegir un CD para el coche, o una canción para el MP3.

Quizás ayude el que andamos corriendo permanentemente. No sabemos andar despacio, o sentarnos a escuchar música, sencillamente. El otro día al llegar a casa, en lugar de encender el ordenador y escribir, o preparar fotos para un post, o chuminear en el Face o en el Tuenti, o en el MSN, me senté en el salón, y en silencio, y leí. Me relajé como nunca. Dormí como hacía semanas que no conseguía.

Porque esto del internete, también estresa. Y hacer un blog. Porque vamos a ver:

¿Qué foto pongo mañana? Ya me he puesto de los nervios.

¿Y qué escribo mañana? Ya no voy a poder dormir…

¿Y qué pongo de comer mañana? Taquicardia.

Tengo que ir a hacer la compra el sábado… ¡¡Que estres!! ¿¡Qué compro para la semana!?

Y el cine… ¿Qué película voy a ver?

Y… ¡¡Joder!! ¿Es que nadie me quiere ayudar un poco?

¿Y por qué cojones hay que estar pendientes de lo que piensan los demás? ¿De agradar? ¿Sabes lo que eso estresa y el dolor de estómago que produce?

Yo he hablado mucho de empatizar con los demás, de lo bueno que es. De que todos deberían practicarlo. Y no estaría mal, no. Pero visto que los demás no lo hacen ¿No será mejor que los que en algún momento lo hemos intentado, lo dejemos para dentro de 38457 vidas? ¿Por qué tengo esa manía de meterme en la piel de los personajes de las historias que leo, o de las que escribo? O de las que conozco. Y en el cine me pasa lo mismo… ¡Quiero ser un hombre duro y fuerte, insensible, que se la refanfinfle las cosas que les pase a los demás!

No quiero llorar con mis personajes, leñe. Acabaré por no escribir.

¿A alguien le sobra una coraza? ¿y un poco de tiempo? ¿Y una miaja de tranquilidad, paz y sosiego?

¿Alguien tiene el teléfono de mi futuro novio? Es guapo, listo, inteligente (que no es lo mismo) con mucho arte, un cuerpo de infarto, cariñoso, y me va a cuidar y a hacer reír la leche. Y tiene mucho dinero con lo que me va a retirar. Pues si alguien tiene su teléfono, por favor, que le diga que ya le vale, que le estoy esperando desde hace la hostia de tiempo. ¿Ves? Ya es que me hace hablar hasta mal.

Una buena mañana para correr (62).

Un hombre paseaba por una calle oscura. Llevaba sombrero y gabardina. Era invierno, y llovía intermitentemente. Hacía frío, mucho frío. Se paró de repente, al lado de una farola cuya luz parpadeaba amenazando con apagarse definitivamente en cualquier momento. Sacó un cigarrillo del paquete de Pall Mall que acababa de sacar del bolsillo derecho de la gabardina. Acercó el pitillo al Zippo, abrió la tapa con un estudiado movimiento de muñeca, a la vez que pasaba el pulgar por la ruedecilla y se prendía la llama.

Cualquiera que le hubiera mirado desde una ventana, hubiera podido ver, entre sombras y la parpadeante luz de la farola, y la vacilante llama del Zippo, la cicatriz que le atravesaba la mejilla izquierda, y el gesto de altivez y desprecio al mundo que llevaba soldado en la cara. Esa misma persona que por casualidad hubiera apartado el visillo para observarle mejor, tendría indefectiblemente el impulso animal, irracional, de volver a correr las cortinas, y bajar la persiana lo más silenciosamente posible, para que el hombre de la gabardina y sombrero, y ahora con un pitillo en la boca, no se percatara de su presencia curiosa en la ventana.

Esa persona, la de la ventana y ahora la persiana bajada, al meterse en la cama, y acurrucarse debajo del edredón nórdico hecho en China, y alejarse de su mujer que solía tener los pies fríos, y él necesitaba calor, fantasearía, si es que podía conciliar el sueño y podía evitar el insomnio como compañero de viaje en esa noche, por los mares oscuros y procelosos de las visiones, ineludiblemente con la muerte, la misma que el hombre de la gabardina, a la sombra de una farola, llevaba impresa en tinta indeleble en esos ojos azabaches que miraban a todas partes a la vez.

El hombre que charló con la muerte en sus ensoñaciones, si hubiera tenido valor para quedarse un poco más observando al hombre de la gabardina y el sombrero y el pitillo encendido con un Zippo, hubiera visto como había inspirado profundamente, consumiendo casi de una calada el Pall Mall que había sacado de un paquete que a su vez, había sacado del bolsillo derecho de la gabardina, y había reanudado su cansino caminar hacia el extremo de la calle. La farola que tartamudeaba hasta hacía un momento, dejó de iluminar la calle en cuando el hombre dio el primer paso, e igual iba pasando con todas las farolas según él las iba dejando atrás.

Si esa mujer que se asomó a la ventana unos pasos adelante, para fumar un cigarrillo, Ducados, encendido por un Bic normal, un mechero, no el bolígrafo, hubiera tardado unos minutos más en querer fumarse ese cigarro, o su marido no hubiera sido de la liga anti-tabaco, radical furibundo, no hubiera entrado en trance al mirar directamente a esos ojos azabaches, inyectados en sangre, que la miraron sin pestañear durante lo que parecieron horas, pero que solo fueron breves instantes, nunca superiores a un par de segundos. Y no hubiera tenido el irrefrenable impulso de tirarse por la ventana, un tercero, y estrellar su cabeza contra los adoquines que quedaron deslucidos para siempre impregnados del rojo y plata de los diversos líquidos que salieron con decisión primero, y luego pausadamente, al ir llegando la sangre que el corazón, que tardó unos minutos en enterarse, iba mandando a dar una vuelta por las alcantarillas de esa calle oscura, cada vez más oscura, según el hombre de la gabardina iba avanzando por ella, y las farolas apagándose al ritmo de su lento caminar.

Su marido, enfadado porque se había quedado helado sentado mientras veía el partido de fútbol que tocaba ese día, se levantó echando pestes “maldita puta manía de esta condenada mujer de fumar, la puta de ella” en contra de ese maldito vicio que tenía su mujer, y que le iba a llevar al divorcio seguro, ya se lo decía todas las noches cuando ella iba a fumarse el único cigarrillo que fumaba en todo el día en la ventana, cuidando de echar el humo a la calle, por la rendija que abría.

El marido, al llegar a la ventana y no ver a su mujer, y la ventana abierta de par en par, y el cigarrillo cuidadosamente puesto sobre el cenicero, echando el humo dentro de la cocina, se puso como un basilisco, y recorrió toda la casa buscando a su mujer (“puta mujer, puto tabaco”) la que fumaba un cigarrillo en la ventana todas las noches, porque a él no le gustaba que fumara. Cuando no la encontró, no sabiendo muy bien si enfadarse o preocuparse, y llegando a la ventana de nuevo, fue a cerrarla, pero vio al hombre de la gabardina mirándole con esos ojos de muerte, y la misma muerte grapada en su rostro, y vio esa cicatriz que ahora, resultaba más grotesca si cabe, al unirse a una sonrisa macabra que se le había instalado en sus labios, cuarteados, secos, muertos.

El marido de la mujer que fumaba, se quedó con la boca abierta, y dejó de sentir frío. Al contrario, le entraron de repente unos calores propios del Caribe en verano, aunque no sabía muy bien si en el Caribe tenían verano o era siempre verano. Y no pudo evitarlo, se quitó la camiseta de tirantes que odiaba su mujer, porque le daba un mayor aspecto de garrulo, si es que eso era posible, y de hombre antiguo y sin ningún atractivo, con el cual se había casado en un momento de ofuscamiento y ante el soniquete continuo de su madre de que “te vas a quedar para vestir santos; busca un buen marido”, y no iba a encontrar un buen marido, algo que debía hacer una mujer honrada y limpia como ella, “No debes dejar pasar ni un día más”, repetía su madre por la mañana, por la tarde, en la merienda y en la cena. No dejó pasarlo, y se casó con el hombre que odiaba que fumara, y que vestía camisetas abanderado de tirantes, que le hacía parecer más garrulo de lo que ya era, y le quitaba cualquier atractivo, si es que ese hombre hubiera sido capaz de tener alguno, ni siquiera cuando le miraban con los ojos cerrados, y tapones en los oídos, para no escuchar ese desagradable tono de voz que empleaba hasta cuando hablaba en silencio mientras dormía..

Se quitó también de un golpe esos gayumbos cochambrosos, desgastados y con algún roto, y que no quería tirar, porque todavía se podían usar, y total, como no los iba a ver nadie, y mira, “mujer, hay que ahorrar un poco”. Y así desnudo, con sus carnes macilentas desparramadas, con su miembro empequeñecido, porque el hombre de la camiseta de tirantes tenía sudores, pero su miembro era más listo y sentía el puto frío que hacía esa noche, y que le daba de lleno, sus huevos colgando, pero no mucho, porque ni su miembro ni sus huevos habían sido nunca nada del otro mundo, se subió al alfeizar de la ventana, abrió los brazos, y fue a la búsqueda de su mujer, bajando los tres pisos, igual que ella, sin ascensor, y sin cansarse en bajar por la escalera… y fue a estrellarse justo al lado de su mujer, a la cual nunca había querido en realidad, pero al día siguiente de morir su madre, necesitó buscar una mujer que le zurciera los calcetines, y que le hiciera la comida, aunque nadie iba a cocinar como su madre, desde luego. Quedó con el culo levantado, enseñando a todo el que quisiera ver, como a veces la depilación no era una opción, si no una necesidad para el bienestar estético del mundo en general. Eso pensó el Sr. Ernesto, que bajó a tirar la basura, y se encontró semejante espectáculo al salir del portal. De la impresión, no volvió nunca jamás a bajar la basura, convirtiéndose, sin pretenderlo, y con mucho asco, en un practicante del síndrome de Diógenes, que no era como el de Andrómeda, según le dijo el vecino de arriba, aunque nadie sabe decir muy bien por qué surgió esa comparación. Sería porque son síndromes los dos, y uno tiene una película. ¿O era otra Andrómeda?

– Fermín, me voy.

Éste levanto la cabeza súbitamente, sobresaltado por María, a la que no había oído entrar en su despacho.

– Deberías irte tu también, ya es hora. Eso puede esperar al lunes.

“Campaña de marketing para Estados Unidos”. Era la carpeta que tenía en la mano Fermín, y sobre la que llevaba apoyado desde las 4 de la tarde.

– Tienes razón, pero me apetecía echarle un vistazo y pensar sobre ello con tranquilidad. Si en realidad es solo un proyecto sin fechas.

– Pues vete, hombre. ¿Tomas un vino? Estamos todos en…

– Na, deja, otro día. No soy buena…

– No digas sandeces, Fer, vente, y tomas un vino…

Pero María leyó en su cara que no iba a cambiar de opinión. María sabía que si insistía un poco más, Fermín le diría que sí, pero iría a la fuerza. Aunque estos últimos días Fermín había vuelto a trabajar como antaño, había vuelto a ser el hombre eficiente y con una capacidad de trabajo enorme, ella notaba que su estado de ánimo no era el jovial típico de él, antes de ese bajón que dio hacía unos meses.

Fermín no le contestó. La miraba sin saber que decir, buscando una disculpa, pero todavía “el hombre de la gabardina con un Pall Mall en la boca”, llenaba sus procesos mentales.

– Otra vez será – dijo al final María, sonriendo triste, y dándose por vencida. – Me debes una.

Fermín asintió sin atreverse a mirarla directamente.

– Te debo muchas – acabó contestando tragando saliva.

– Pero vete a casa, hazme caso en eso. O a dar una vuelta por Burgos. O quédate a dormir en Lerma, a lo mejor te viene bien un cambio.

– Enseguida me voy a casa, no te preocupes.

María se despidió de él levantando su mano, a la vez que soltaba la puerta para que se fuera cerrando lentamente.

Fermín se recostó en su butaca giratoria, e intentó volver “al hombre de la gabardina”, “al culo peludo y asqueroso del marido de la mujer que fumaba en la ventana por las noches”, pero se le había ido su inspiración.

– Es una pena – dijo en voz alta – me estaba quedando una historia de puta madre. Otra día la escribo.

Se levantó de improviso, como siguiendo un impulso.

Se puso el abrigo, y apagó la luz de su despacho. Se pensó en coger la carpeta de la propuesta de su campaña en USA, pero al final la dejó encima de la mesa, a la vista. En realidad estaba pensado y repensado. No podría mejorar el plan.

Se montó en el coche, y mientras volvía a Burgos, iba pensando a dónde iría a tomar una copa.

De vez en cuando miraba la pantalla de su móvil, pero por mucho que lo hacía, Gervasio no llamaba, ni enviaba un mensaje.

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Historia completa seguida.

Historia por capítulos.

Arthur Sales: Nuestro alcalde saliente.

Recordáis que Arthur fue elegido como nuestro alcalde, en las elecciones celebradas allá por mayo. Ha cumplido muy bien su cometido, representando a este blog en todo evento en el que se nos ha requerido. Ha puesto la cara, las piernas, el pecho… todo.

Pero ya toca relevarlo. Y creo que lo mejor es hacerlo cuando no haya otro tipo de elecciones en España que puedan quitar relevancia y protagonismo a estas, que son, desde luego, mucho más importantes. (Para no iniciados, nótese en estas palabras un cierto tono irónico).

Así pues, si os apetece proponer candidatos, este es el momento. Eso sí, como único requisito, no debe haber salido antes en «El rincón». Así que no puede ser Alejandro Rodríguez, o Luke Worrall, o Ash Stymest. Ni Francisco Lachowski. Luego no digáis que si podría haber puesto a éste o aquél. Si no proponéis, yo elegiré los candidatos. Sí se puede proponer a los candidatos de las elecciones de mayo que no salieron elegidos.

Y mientras tanto, deleitaros con estas fotos que he escogido de Arthur Sales, solo para vosotros. Porque solo vosotros podéis disfrutar de ellas. Para que luego digáis que no os cuido, ni os tengo en cuenta. con lo mal que me tratáis… ains. (Nótese, para no iniciados, un cierto tono jocoso y de coña marinera)

Habla ahora, por Dios.

Y Arthur Sales, tampoco me ha invitado a un café.

Otros post con Arthur Sales:

Arthur, elegido.

Más Arthur Sales, salteados con palabras y pensamientos. Y algunos listillos.

Otra vez Arthur Sales.