No lo puedo evitar. No puedo moverme de aquí. Llevo casi un mes sin salir. Casi un mes en que no soy capaz de levantarme de esta silla. Y no leo. No veo la televisión. Ni siquiera chateo con mis amigos ciber. El móvil está apagado. Al teléfono de casa le he quitado el volumen. Todo el tiempo lo dedico a pensar. A recordar.
A recordar aquel día. Jo, sin duda fue el día más feliz de mi vida. Pero como casi todos esos días trascendentes, no me di cuenta hasta más tarde de su importancia. Sí, le conocí a él. Perdón. Le conocí a ÉL. Pol.
He tenido que reconstruir ese día poco a poco. Yo entonces no estaba en la mejor época de mi vida. Todo era un desastre. Mi relación de varios años con Andrés, acabó abruptamente. Se fue. Huyó. Casi ni se despidió. Fueron años de desengaños, de obsesión por él. Luché por él como en mi vida he luchado por mi. Ni por nadie de mi familia. Pero él, no sabía lo que quería. No sabía qué era. Él creo que me amaba. Pero amar a un hombre, no entraba en sus esquemas. Y encima unos años mayor que él. Y para más INRI, no siendo nada especial, ni un adonis, ni el más listo, ni el que más dinero ganaba del mundo… Y luchó con todas sus fuerzas contra ese sentimiento de amor que, creo, tenía por mí. Fueron tiempos de esperar, de esperar que me dedicara unos segundos, una mirada, un café. Fueron años de no separarme del teléfono. Con la esperanza de que un día sucumbiera a sus sentimientos, y se decidiera a quererme, a amarme. Pero, perdí la batalla, perdí la guerra. Para no sucumbir, acabó yéndose a la otra punta del país.
Y tantos años obsesionado, tantos años viviendo sólo por la esperanza de que esos pequeños momentos de cariño, de complicidad, de amor, pasaran a ser un continuo sentimiento de compañía, de cariño, de complicidad, de amor, que me hundí. Nada tenía sentido. Mi vida era la nada. Si hubiera sido valiente, quizás me hubiera quitado de en medio. Pero hasta para eso hay que tener un punto de valentía. Siempre puedes iniciar una escalada de autodestrucción. Siempre puedes empezar a beber, a no cuidarte, a comer sin medida, a darte de puñetazos con el primero que te mira de reojo al pasar, o el que te empuja en la disco.
No me di cuenta cuando Pol me recogió del suelo. Fue un viernes. Ni me acuerdo que hora era. Ya estaba borracho. Me había peleado con unos que me habían ofendido gravemente. Sí, me habían pedido que les dejara pasar. Yo estaba en medio de la puerta. Y no me gustó el tono. Y fue suficiente para iniciar una pelea. Y claro, me dieron hasta en el carné de identidad.
Lo siguiente que soy capaz de recordar es estar tumbado en mi cama. Estaba desnudo. Pol estaba allí, curando mis heridas. Con delicadeza. Vio como abrí los ojos y me sonrió. Y como agradecimiento, en ese momento no se me ocurrió otra forma que… vomitarle encima. Después volví a cerrar los ojos.
Desperté ya entrado el día siguiente. Joder, tan entrado que era la hora de comer. Había por toda la casa un maravilloso olor a… ¿sopa? Y a un ¿asado?. No era posible. En mi casa hacía dos años que no se cocinaba. Dudaba de que hasta la cocina funcionara. Apareció él, en la puerta. Llevaba una de mis camisas. Era casi como un camisón. Le estaba enorme. Me incorporé levemente, mi cabeza no me permitía más movimientos de momento. Recordé vagamente la vomitona. Pero no había rastros de ella ni en mi cuerpo ni en ningún lado de la habitación. Me volvió a sonreír. Yo, agradecido por sus atenciones, le espeté:
– ¿Quién coño te ha dado permiso para ponerte mi camisa?
Creo que fue una buena forma de hacerle sentir el agradecimiento que anidaba en mi espíritu. Como vi que no hacía efecto, le volví a dar las gracias:
– ¿Quién te crees para entrar en mi casa, y limpiar mis heridas, y limpiar mi mierda? Si tienes ganas de hacer caridad, vete a la puta iglesia. Yo no necesito caridad.
Intenté levantarme para mostrarle ya de una puñetera vez que se podía ir a la puta mierda. Que yo no lo necesitaba, ni a él ni a nadie. Pero me fallaron las fuerzas, la cabeza empezó a dar vueltas y caí al suelo. Él se acercó, me sujetó del brazo y me ayudó a tumbarme otra vez en la cama. Cogió un paño húmedo que tenía en la mesilla y me lo pasó por la cara, suavemente, acariciándome. Siempre sonriéndome, mirándome a los ojos.
– No te muevas, voy a la cocina para traerte un poco de comida.
Y se inclinó y me dio un beso en la frente.
No me rendí. Seguí durante unos días demostrándole de todas las formas posibles que se fuera. Que me dejara en paz. Pero él era más constante que yo. No desfalleció en ningún momento. No perdió su sonrisa. Pero es que con esa sonrisa, que iluminaba toda su cara, que iluminaba toda la casa, era imposible seguir por mucho tiempo resistiéndose.
Consiguió, no se muy bien como, que al lunes siguiente estuviera preparado para ir a trabajar. Preparó mi ropa, pero lo más importante, me preparó a mi.
Y cuando volví de trabajar, me encontré la casa completamente limpia, ordenada… la cena en la mesa… Ya con las ideas más claras, y sin resaca, hablamos. Perdón hablé. Le dije que no estaba preparado para una relación. No quería volver a sufrir. Y él era mucho para mi. Yo no merecía tanto. Es que es tan bello, tan joven, tiene un cuerpo… Yo tenía miedo. Estaba empezando a romper mis barreras. Pero era tanto al lado mio.
Y no se rindió. Y yo sí. Cayeron todas mis defensas. Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que hicimos el amor. Como nos besamos. Como recorrimos cada rincón de nuestros cuerpos. Primero con las manos. Después con los labios. Nuestras lenguas también exploraron. Y como nos mirábamos a los ojos en los pequeños descansos de nuestras caricias. Y como bebí por primera vez su leche. Y como él bebió la mía. Y como la compartimos y la mezclamos en nuestras bocas. Y con que pasión saboree su agujero. Primero con mis labios. Después con la lengua. Mi pene acabó ahí, dentro. Y quiso quedarse a vivir en esa nueva casa. Y mi culo hizo los honores a su polla. Que bonita era. Y nos amamos esa noche durante horas. Y nos dormimos desnudos, abrazados. Y desde aquella noche, no volvimos a dormir…
– ¿Vins?
– ¿Sí mi amor?
– Me duele la espalda.
– Voy, espera. – me levanté de la silla. Fui a la cama. Le rodeo la cara con mis manos, me inclino sobre él y le doy un beso en la boca. – ¿Qué tal has dormido?
– He soñado.
– Sí te he notado inquieto. Relájate, estoy aquí. – Fui dándole la vuelta y le empecé a masajear la espalda con el aceite que tenía en la cómoda.
– Vins, tenemos que hablar. Debes hacer caso a todos. No debes cargar conmigo. No me sentiría bien… – le he puesto el dedo en la boca. Para que callara. – Mis padres ya se ocuparán de mi – No me queda más remedio que besarle para que se calle. Saboreo una vez mas sus labios, en este caso resecos. Pero me encantan. Pol se zafa de mi beso.
– Enciende los teléfonos. Escúchales a todos. En la Residencia esa estaré bien.
– Pol, vamos a aclarar las cosas. Y no, no digas nada. ¿Crees que podría vivir sin ti? ¿Crees que puedo concebir en mi mente otra forma de vida que no sea junto a ti? ¿Crees que después de lo que luchaste por conquistarme, por salvarme, me voy a rendir ahora? Conquistaste mi corazón para siempre. Y no te sacaré de él nunca. Si te sacara, moriría. Eres mi hombre. Eres mi vida. Me da igual que estés condenado a una cama o con suerte a una silla de ruedas de por vida. El accidente no ha cambiado nada. Te amo. Y siempre será así. Y mi vida la quiero pasar junto a mi amor. Junto a ti.
No he separado mis ojos de los suyos ni un momento. Este es el momento que temía desde que Pol tuvo el accidente. Sabía que me iba a pedir que le abandonara. Como toda la gente de nuestro alrededor. Pero no. No era posible. No era posible que yo renunciara a él, aunque no pudiera levantarse nunca de la cama. Había preparado estas palabras desde que hace tres meses tuviera el accidente. Ya cuando le llevé a casa, después de dos meses de hospital, estaba esperando este momento.
Le dejo un instante. Voy al armario. Busco en la chaqueta el paquete que compré el otro día, en el único momento que salí de casa. Me acerco otra vez a Pol. Con mi mano izquierda le cojo la mano. Le miro a los ojos. Sonrío. Cojo aire. Y lo digo:
– Pol, ¿te quieres casar conmigo?
Le acerco el paquetito. Lo abre. Son dos anillos de oro blanco. Como cientos de veces me dijo que le gustaría. Le miro a los ojos. Y en ellos veo su respuesta. Y en ellos veo que asoman las lágrimas. Y detrás de ellas, veo que me ama. Sí, nos casaremos. Sí. Me inclino de nuevo. No puedo dejar de besarle una vez más. Me separo un poco, para poder mirarle a los ojos de nuevo. Mi amor. Quiere hablar, pero no le dejo. En su lugar, hablo yo:
– Gracias.
tatojimmy