El vecino del 2º, concretamente el derecha aunque eso dependía de la perspectiva, si subes por las escaleras venía siendo el izquierda, pero si lo hacías por el ascensor, era el derecha, venía por la calle paseando, después de haber intentado ligar con la camarera del tugurio al que iba todos los miércoles, y los jueves, y los viernes. Pero la zorra de ella, una mujer entrada en carnes y en años, le había dado puerta tal y como lo había hecho el martes, y el miércoles y el jueves anteriores, y el martes de la semana anterior, también. Porque también había ido el martes, solo que poco.
El vecino del 2º, del que estaba encaprichado Carlitos, el hijo de la mujer que fumaba en la ventana a escondidas de su marido y que junto a éste adornaba en ese momento la entrada al portal, él mostrando al mundo la conveniencia de la depilación a tiempo, y de que el hombre, no por ser más peludo era más sexy, y más macho, y más todo, caminaba despreocupadamente por la acera cuando vio acercarse al hombre de la gabardina, y del Pall Mall en los labios. Él vecino del 2º izquierda no lo sabía, pero el Pall Mall del hombre de la gabardina, era el mismo que se había encendido hacía ya tres partes del relato. Llevaba ya apagadas el Pall Mall al menos 47 farolas. No es que las apagara el puto cigarrillo, como hubiera dicho el hombre del 3º, cuyo culo en pompa y desnudo, vestido solo con su abigarrada pelambrera, era motivo de susto a todo el que pasaba por allí y lo veía. Sencillamente había vivido el apagón mágico de 47 farolas, todas las que el hombre de la gabardina se había encontrado a su paso.
Tardó en aparcar. Era época de cenas de Navidad, reuniones de amigos y esas cosas. Todo el mundo parecía estar en la calle, o en los locales celebrando las fiestas por anticipado. Al final se decidió por hacer cola en uno de los aparcamientos subterráneos y tuvo suerte, y no tuvo que esperar demasiado.
Subió por el ascensor. Se abrieron las puertas y el aire del norte le hizo estremecer. Se subió los cuellos del abrigo, y se ató la bufanda. Miró a los lados, como si eso le pudiera ayudar a decidirse a ir a un sitio en concreto. Pero cuando empezó a andar, todavía no lo tenía claro.
El vecino del 2º, Pepe para los amigos, al que recordemos, quería beneficiarse el hijo del matrimonio del tercero, de la fumadora compulsiva, y del tío que llevaba camisetas de tirantes abanderado, iba pensando en que a lo mejor podía convencer a la chica esa del 5º para tener otro “affaire”. Era mucho más guapa y joven la del 5º, donde iba a parar, pensaba Pepe, pero el jodido, desde muy pequeño, le dio por las mujeres feas y gordas, y con pelo en los sobacos. Todo lo contrario de la chica del 5º. Pero la tonta del bote estaba coladita por los huesitos del marica del 3º. “Maricas… ¡¡puaffffffff!!”, dijo entre dientes Pepe, el del segundo derecha, según subes por el ascensor.
Pepe había ya olvidado que de joven, en el colegio le llamaban “pollito marica”, porque nadie en el mundo mundial, había visto a un hombre con tanta pluma como Pepito de joven. Pero su padre, a base de hostias, y con mucha perseverancia y esfuerzo, todo hay que decirlo, por parte de Pepito, dejó la pluma en el colchón, y a partir del verano de su 16 cumpleaños, se convirtió en el devorador de hembras, y en el hombre más brusco y macho de la ciudad. Escupía como nadie, se tocaba el paquete de esa forma, como ninguno. Y pegaba hostias con una soltura, digna de Chuck Norris.
Pepe seguía caminando dando vueltas al coco a todos los acontecimientos que le habían sucedido en el intento de conquista de la mujer barbuda (en realidad lo de barbuda era una exageración, solo tenía un poco de bigote, y una patillas un poco descuidadas) del garito a dónde iba, solo con la intención de conquistar a la señora fea y gorda y con bigote y patillas descuidadas, cuando quiso darse cuenta estaba al lado del hombre de la gabardina. Aunque Pepito iba con la cabeza gacha, la aparición súbita de una luz cegadora en la punta del Pall Mall que el hombre de la gabardina llevaba en la comisura de los labios desde hacía 47 farolas, hizo que levantara la vista y se encontrara con esos ojos sin vida, fríos como el hielo. En un primer momento, la buena educación que le inculcó su padre, a parte de quitarle la pluma cuando tenía 15 años, hizo que sonriera y le saludara con un “Buenas noches tenga Vd”. Era una expresión muy de comedia de los años veinte, un poco trasnochada, pero a él le gustaba ser un poco trasnochado. Creía que eso le daba un aire un poco bohemio y soñador, como si fuera un escritor buscando el éxito por los rincones de la gran ciudad. Porque los escritores bohemios buscan el éxito en las tabernas, en los jardines, y cantando canciones chorras bajo los balcones de las bellas señoritas de alta alcurnia de las grandes ciudades. Es un hecho que de todos es sabido. En los pueblos y en las ciudades pequeñas, se les apedrearía al grito de: ¡al gañán! ¡es el loco del pueblo! Eso sí; esa labor estaba encomendada a los niños, que ya se sabe que en ciertas circunstancias es la mejor forma de dar suelta a la locura de los mayores, sin que se note mucho. “Los niños, ya se sabe” decían los hombres bebiendo, de un golpe, el chato de tintorro en la taberna de la plaza del pueblo. “Estos chicos” decían las mujeres sentadas a la puerta del corralón, moviendo la cabeza de lado a lado, mientras tricotaban alegremente poniéndose al día de las últimas andanzas amorosas del señó Martínez, y la mala suerte que había tenido la pobre Felisa de que su hijo mayor, Eusebito, le saliera invertido, y le tuviera que mandar a la capital para alejar de la familia la vergüenza de este sucedido.
El local estaba a rebosar. Pero a Fermín le dio igual. Se guardó la bufanda en uno de los bolsillos del abrigo, y avanzó trabajosamente hacia la barra. La música le atronaba los oídos y todos cantaban la canción:
La de años que tenía esa canción y todo el mundo parecía volverse loco cuando la ponían, que era casi todos los días. Al final consiguió llegar a la barra y pedir su Coca-cola con vodka. Pegó un sorbo. Se dio la vuelta para observar a la gente bailar y cantar. Dos hombres se besaban al lado suyo. Y un grupo de chicos y chicas bailaban haciendo el tonto entre ellos. Al fondo, un grupo grande de personas muy heterogéneas, hacían que se lo pasaban en grande, aunque por algunos gestos ocasionales de algunos de ellos, parecía que estaba esperando las circunstancias apropiadas para perderse del resto del grupo. Se quedo libre una silla cerca suyo, y Fermín aprovechó y se sentó. Empezaba a sentir mucho calor, y se quitó el abrigo, apoyándolo sobre sus piernas.
Pepe se quedó con la boca abierta, y los ojos más abiertos todavía, al entrar en contacto con la mirada del hombre de la gabardina. Nada se dijeron, o al menos este cronista no tiene constancia de ello. El hombre de la gabardina siguió su caminar apagando las farolas de la calle, mientras Pepe, el vecino del 2º, se había quedado como traspuesto. Es su cabeza iban pasando todas las imágenes de su vida anterior, y de la futura que le esperaba. También pasó por su cabeza, así rápido, la imagen de la señora del tercero, que fumaba en la ventana, y la de su marido, mostrando ese culo peludo y asqueroso a todo el vecindario. Pepito recordó en apenas unas décimas de segundo, todas las hostias que había dado a todos los maricas invertidos a los que se había encontrado en su camino, que cuando más fuerte les diera, más imagen de macho daría al resto del mundo. Aunque él por las noches, sin que nadie lo supiera, se vestía con el traje de faralaes en casa, con las ventanas bien cerradas y las persianas bajadas. Pero fuera de esas noches de locura, en las que la casa acababa llena de plumas de todas las especies plumíferas del mundo, Pepito era el rey de la hombría, y machacaba cabezas maricas si era menester. Y levantaba un poquito el mentón cuando se cruzaba con alguno sospechoso.
Menos con Carlitos.
Algo cambió en su cabeza. En la de Pepe. Puso cara de embobado, y… no, eso no es lo distinto que tenía Pepito. Cara de bobo, tenía siempre. Hasta su madre, que en paz descanse, lo decía siempre: “mi hijo tiene un poco cara de bobo”; “Está mal que lo diga, yo que soy su madre, pero tampoco vamos a pensar que su expresión es de un hombre super inteligente”. Luego, la vida le hizo no necesitar tener cara de listo, le tocó la primitiva, y punto pelota. Todo el mundo le veía cara de super – listísimo e interesante. Aunque a todos los que le halagaron, les dio igual, porque Pepito además de cara de bobo, era de un agarrado superior, y a nadie soltó ni una sola peseta, mucho menos un solo euro.
Alguien le tocó la espalda llamándolo. Se giró y le vio. No se acordaba de su nombre, pero estaba seguro de haber follado con él. El segundo copazo y la música demasiado alta y que él estaba en el mundo que estaba creando, no le dejaban encajar todas las piezas. Le sonaba a sexo duro, quieras o no quieras. No conseguía oírle casi nada de lo que decía. Al final le hizo gestos como que no le oía y que además pasaba de él, porque estaba esperando a alguien. Le dio la espalda, y siguió a lo suyo, mirando a la pista, siguiendo el ritmo de la música con el cuerpo y perdido en su mundo.
Pepito caminó decidido, por la acera que estaba a oscuras, hacia su casa. Se encontró con el culo en pompa del vecino del segundo, lo cual le hizo pensárselo unos minutos. Pero al fin al decidió seguir con lo que iba. Subió por las escaleras, para no perder tiempo, y llamó al piso de Carlitos, el tercero de la mano de enfrente, la derecha subiendo por las escaleras. Carlitos le esperaba expectante y casi con la manilla en la puerta, perdón, con su mano sobre la manilla de la puerta, y la otra manilla, la suya, no la de la puerta, sobre su miembro, que ya palpitaba, una vez recuperado de su récord con Jesusito, su amigo del alma, al que arrancó la ropa a bocados apenas hacía unos días antes.
Carlitos abrió la puerta instantes antes de que Pepe pulsara con afectación y nervios el timbre de la casa de Carlitos, que hasta hacía unos momentos, compartía con su madre la fumadora compulsiva, y con su padre, el de las camisetas abanderado, roñosas y amarillentas, y con el culo peludo y feo, el cual mostraba al mundo en esos momentos junto al portal, como si fuera un macetón de esos que algunas comunidades ponen de adorno, y que a veces, hacen el mismo efecto que el culo asqueroso y peludo del marido de la mujer fumadora, y padre de Carlitos, el marica del tercero.
Carlitos y Pepe se miraron apenas una décima de segundo, y se lanzaron uno contra el otro buscando sus bocas. Pero al hombre de la gabardina se le había olvidado darles instrucciones precisas de lo que debían hacer en esos momentos, y no fue fácil que en los nervios del momento, encontraran sus bocas a la primera. Carlitos Saltó a los brazos de Pepe, que no se lo esperaba, y que se había lanzado haciendo morritos a la búsqueda de la boca de su repentino amor de toda la vida. Así que Carlitos acabó dando una patada en los morros de Pepe, el que se ponía los faralaes por la noche en su casa, con las ventanas y las persianas cerradas a cal y canto.
Los dos acabaron en el suelo del descansillo, uno quejándose de la patada en los morros, el otro de la herida que se había hecho en el dedo meñique de su pie izquierdo, que fue el que impactó directamente en labio de Pepe.
Pero esto no los desanimó. En apenas una décima parte que el cronista tarda en contarlo, los dos se pusieron de acuerdo sin mediar palabra, y encontraron los labios del contrario, poniendo todo su ardor en un beso que, por las trazas, iba también a batir todos los récords hasta ese día. Revolcaronse por el descansillo, sus manos palpaban, las de Carlitos intentaba quitar la ropa del vecino del 2º, con el que había soñado desde los 16 años, Pepe palpaba las estupendas curvas de Carlitos, que para ahorrar tiempo ya estaba desnudo cuando se había acercado a la puerta de su casa. Eso facilitó a Pepe el comprobar así de reojo si el culo del Carlitos se parecía siquiera en un poquito al de su padre. Respiró tranquilo, y se entregó al desenfreno con su nuevo amante.
El hombre de antes volvió a intentarlo. Esta vez se acercó más a él, casi se pegó a su cuerpo. Fermín intentó apartarse sin brusquedad, pero con firmeza. El hombre no parecía ser de los que aceptan un no por respuesta. Fermín se levantó de la silla, cogió su bebida y se fue a la otra esquina del local. Apoyó el abrigo en una pequeña repisa, cerró los ojos, y empezó a bailar suavemente.
Carlitos y Pepe estuvieron con sus juegos amorosos al menos 7 horas y 23 minutos. Lo hicieron en el descansillo, en la cocina, colgados de la barra de la cortina de la ducha, encima de un armario, debajo de la fregadera, encima de un radiador eléctrico encendido a toda mecha, en la escalera, en el descansillo del segundo, en la terraza del tercero, en la cocina del portero, que había salido a atender al servicio de limpieza que quería llevarse a la señora fumadora, y a su marido, el del culo en pompa, peludo y asqueroso.
De repente notó que alguien se había acoplado a él por detrás, como si fuera una segunda piel. Notaba su bulto menearse al rozarse con su culo. Se giró bruscamente: era él de nuevo. Sonreía de esa forma, con ese aire superior y de saberse irresistible. Le hacía indicaciones con su mano para que se acercara a él.
– El otro día gritabas con esto, y no te cansabas de recibirlo por tus agujeros – y se llevó la mano al paquete.
– Eso fue el otro día.
Fermín se puso su abrigo, y se encaminó hacia la puerta.
Ya se les acababan los sitios donde innovar. Ya tenían todo su cuerpo irritado de tanto roce, mete y saca, y la garganta un poco perjudicada, porque los tíos gritaban cuando se corrían, y la verdad, llevaban ya unas cuantas, y eso afecta a la garganta, y tanto chupar y lamer, secaba la boca, lo cual no era lo mejor para que la garganta no sufriera, y otros temas colaterales, pero que exceden los términos del presente relato.
Salió a la calle. El portero le llamó la atención, porque con sus prisas por salir, se llevaba el vaso con la bebida. Le ofreció un vaso de plástico, pero Fermín pegó un trago largo a la bebida, y le dejó el vaso. Le pidió disculpas otra vez, y se puso el abrigo.
Sonó el móvil: un mensaje:
“Fer, te he mandado un mail. Cuando lo leas me llamas. Ok? Te amo”
Fermín sonrió. Respiró hondo, encogiendo los hombros, y sonriendo. Se quedó mirando, sin ver, el otro lado de la calle.
Pepe tuvo la idea.
Pepe agarró la mano de Carlitos.
Pepe echó a correr con Carlitos agarrado de la mano.
Pepe sacó las llaves de su coche de no preguntes dónde.
Pepe salió a la calle, en una mano llevaba las llaves, en la otra la mano de Carlitos.
Pepe corría hacia el coche, que estaba aparcado al otro lado de la calle.
Carlitos corría detrás.
El hombre de la gabardina debajo de la farola en dónde se había encendido el Pall Mall, al lado del coche de Pepe.
El hombre salió del local. Miró a los lados, buscando.
Le vio justo delante.
Fermín sacaba de nuevo el móvil para releer el mensaje de Gervasio.
Sonreía.
Un coche.
– Te creerás muy guay o algo así, hijo de puta. El otro día bien querías más polla. Te crees que puedes ir por ahí calentando pollas, y sin atenderlas hijo de la gran puta.
El portero se acercó a él para que se callara.
Fermín ni siquiera le había oído.
Fue en un segundo. El hombre en un par de zancadas, se puso a la altura de Fermín. Le obligó a girarse.
– Ni mi puta madre me da la espalda cuando la hablo, hijo de puta.
Fermín casi no era consciente de lo que pasaba. Estaba en el móvil, y estaba con Pepe y Carlitos… “¿Qué decía ese?” Pensó.
– Contéstame o te inflo a hostias.
El portero se acercó de nuevo, esta vez más decidido. Agarró al hombre por la espalda. Pero éste se giró bruscamente y se soltó, a la vez que le daba un puñetazo. El grupo de gente que estaba fuera, se apartó para ver mejor el espectáculo, y no sufrir las consecuencias.
En el mismo gesto del puñetazo al portero, que éste esquivó, se volvió de nuevo hacia Fermín, que le miraba con gesto sorprendido.
– Que pacha, hijo de puta.
Y le empujó.
Y Fermín, para no perder el equilibrio, dio un paso hacia atrás.
Un coche.
No frenó.
Dos golpes sordos.
Pepe y Carlitos volando agarrados de la mano.
Primero subieron
Luego bajaron.
El primer golpe las piernas. El segundo la cabeza contra el parabrisas.
El hombre de la gabardina tiró la colilla de su Pall Mall al suelo.
La pisó. La volvió a pisar.
Las farolas de la calle se encendieron.
El frutero corrió hacia los bultos que había en medio de la calle.
Unas sirenas.
Una señora empezó a llorar.
Una mujer se abrió paso entre las personas que se arremolinaban. Le tomo el pulso, le hizo la respiración… masaje cardíaco. Le limpió las vías respiratorias de los dientes que se habían roto.
Llegó la policía.
Llegó la ambulancia.
Era noche cerrada. Cada vez que se abría la puerta del pub, la noche se llenaba de música para bailar. Pero en la calle, nadie tenía ganas de bailar.
Un grito desgarrado rompió el silencio.
De repente la música del pub cesó.
Un ¡ohhhhhhhhhh! De los que quedaban dentro. Algunas imprecaciones, algunos insultos.
El pincha decidió poner algo más acorde con lo que sucedía en la calle.
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