Modelo a petición: Nicholas Madrid.

Un lector de este blog me ha pedido por correo que dedicara un post a este chico.

Es modelo y se llama Nicholas Madrid.

Es de Estados Unidos. Y poco más sé de él. Mide 1,80 cm. Rubio con ojos color avellana, lo que viene siendo marrones. Ya, las fotos son en blanco y negro, pero… a lo mejor a alguno le da por coger las pinturas y colorear… para que sepa que tonalidad escoger.

Como siempre os digo, si alguien sabe más de él, que comente. Así aprendemos todos.

Esperando, una historia.

Hace calor. Me acabo de quitar mi camiseta. Espero.

Viniendo hacia aquí he visto a otras personas esperando. Algunas lo hacían tranquilas, otras mostraban impaciencia, miraban el reloj cada poco. Una señora entrada en años despotricaba en voz alta, con nadie en particular que le escuchara, contra su hija a la que esperaba desde hacía al menos media hora. Aunque al cabo de unos minutos, añadía: “A lo mejor es que le ha surgido una urgencia, es que es médica”. Lo añadía con un innegable toque de orgullo.

Un niño de pocos años esperaba a la puerta de una academia de esas de verano. Tenía una consola de esas en las manos, pero apenas la prestaba atención. No dejaba de mirar a los lados por si venía su padre, o su madre. Miraba los coches que pasaban. Luego volvía a la consola, una de esas, aunque apenas unos instantes después, levantaba otra vez la vista, porque había visto por el rabillo del ojo que se acercaba un hombre a paso rápido. Una mueca de disgusto apenas disimulada, indicaba que ese hombre no era su padre.

Ahora soy yo el que espera.

Hace calor y me he quitado la camiseta.

Un suave aire me recorre la piel refrescándola.

Miro a izquierda, a derecha. Miro mis chanclas y mis pies ligeramente sucios del polvo de las calles.

Miro a derecha; a izquierda.

Un hombre. Por la izquierda.

Se me acerca. Despacio. “Hola”. “Hola”. “¿Eres de aquí?” “Pues sí”. “Hace buen día”. “Pues sí”. Un carraspeo. Otro. Traga saliva. Al final se decide y pregunta por la iglesia que tenemos en frente. Le sonrío. Aparta la mirada. Él y yo sabemos que es una disculpa tonta para acercarse a mí. Que le interesa la iglesia lo mismo que a mí la organización de un hormiguero. Si es directo y se la sopla que le pueda rechazar, tardará menos de medio minuto en proponer un polvo. Si es tímido o no está seguro, esperará que lo proponga yo.

Sonrío y le entrecierro los ojos, de esa forma.

Traga saliva. Carraspea de nuevo. Intenta humedecerse los labios. Vano intento, porque no tiene ni gota de saliva en la boca. Baja la mirada. Balbucea algo y se va, sin volver la cabeza.

Me apoyo en la puerta. Lo veo irse, trastabillando de vez en cuando, con la cabeza gacha, seguramente jurando por su falta de decisión, o por su mala suerte.

Espero.

Se nota que empieza a bajar la temperatura. El olor de mar es más penetrante. La brisa hace su labor y eso anima a la gente a salir de casa.

Llevo ya aquí hora y media.

Nada.

Me fijo en una vieja. Le pesa la vida. Sus hombros no pueden ya con ella. Camina despacio, sin apenas levantar la vista del suelo. No mira a ningún lado, aunque yo sé que me observa. Saca un pañuelo de tela de la manga de la blusa y se lo pasa por la nariz. Echa un vistazo alrededor, como buscando algo. A lo mejor solo busca un camino por dónde seguir. Se fija en mí, como por casualidad, pero no hace intención de acercarse. Va a guardar su pañuelo de nuevo en la manga de la blusa, pero se le cae. Nadie de los que se cruzan con ella parece darse cuenta, nadie se agacha a ayudarla. Empieza ella misma a agacharse, pero yo soy más rápido.

Me mira, me sonríe.

– Abuela – digo arrastrando las sílabas.

– ¿No han venido?

Niego con la cabeza.

– ¿Cuándo vas a dejar se esperarlos?

Me encojo de hombros. En lugar de responder, pregunto:

– ¿Por qué todos se van de mi lado, abuela?

– Yo no me he ido – Sonríe pícara antes de seguir – de momento – y me da un codazo.

Sonrío.

– Te invito a un helado, de esos se stratitela o como se diga.

Sonrío.

– ¿En el puerto?

– Y nos sentamos en ese banco… – añade ella.

Sonrío y la cojo del brazo. Perece que ahora puede levantar los hombros un poco más. Parece que la vida le pesa un poco menos. Le gusta que la coja del brazo cuando paseamos.

– ¿Por qué se van todos? – repito como para mí, porque aún del brazo con mi abuela, sigo pensando.

– No van a volver, aunque vuelvan, Manuel. Deja de esperar.

Se para y me mira mientras me roza la mejilla con sus manos ajadas por el trabajo y la edad, pero a la vez suaves y amorosas.

– ¿Y si vuelven?

Sus hombros se hunden un poco otra vez.

– Te haces daño, Manuel.

– Mañana vendré a esperar – digo decidido, obcecado.

– Deja de vivir ayer, vive hoy y prepara mañana.

– Pero… – intento replicar.

– Es ayer.

Me mira.

– Y nada, Manuel – se desespera.

No me gusta que se enfade mi abuela. Es lo único que tengo. Estoy solo… solo con ella.

Beso a mi abuela, con besos de abuela. Muchos, seguidos y sonoros. La sonrío y ahora soy yo quién la acaricia las mejillas. Cuando paso la mano cerca de su boca, mee la agarra suavemente y la acerca a sus labios, y las besa, como solo me besa ella.

– Vamos a por el helado – digo tirando de ella en dirección al puerto.

Andamos en silencio. Pasamos por delante de la academia, una de esas de verano, y el niño sigue sentado en las escaleras con una consola de esas. Aunque ya no juega. Tampoco mira. Al suelo quizás sí mire, aunque no ve.

Me paro. Me quedo mirando.

Mi abuela se gira y sigue mi mirada.

– Ahí empezaste a esperar tú también. Te acuerdas y eras tan pequeño…

Estira la mano y rápida, recoge una lágrima que se me escapaba por el ojo derecho.

– Hoy y mañana, recuerda. Deja “ayer” que se escape.

Ahora es ella quien me coge del brazo y tira de mí. De repente se gira.

– Niño, vente a tomar un helado – grita mi abuela.

Nos mira con indecisión.

– Tengo que esperar a mi padre – contesta apesadumbrado.

– Llevas muchas horas aquí. Vamos, le llamaremos para que no se preocupe – le digo.

Se levanta y se sacude los pantalones.

– No tengo dinero – dice, pero se acerca lentamente.

– Ni yo – contesto.

– Otra vez estoy de ronda, ya veo – la abuela socarrona – Yo me pido de chocolate y fresa.

– Yo de stratitela o como se diga.

Lo miramos.

– Dulce de leche – contesta muy bajito.

– Marchando – decimos a la vez mi abuela y yo a la vez que le despeinabamos con la mano.

Y marchamos.

Por hoy se han acabado las esperas.

 

Él.

Siempre estaba en su cabeza. No podía olvidarlo. ¿Quería? ¿Quería pasar página?

Era una pregunta que no estaba en la lista de preguntas a realizarse. Otras preguntas sí estaban:

¿Por qué?

¿A dónde?

¿Quién?

Ese día en que Bruno hizo las maletas y se fue sin decirle siquiera a dónde iba. Sin darle una explicación. Sin decirle si acaso que le había dejado de querer.

Esas preguntas sí las hacía.

Pero no hoy, ahora. Ahora tocaba recordar. Sentir.

Apartaba la sábana de su cuerpo, para sentirse libre, para sentir el contacto del aire directamente sobre su piel. Cerraba los ojos y solo con ese gesto, ya se le ponía dura. Dura, dura.

Se retorcía en la cama restregando sus muslos, su espalada, su culo sobre la cama. Así hacía con él. Él le iba rozando con sus dedos, aquí, allí, un poco más abajo, y él se retorcía. Luego le echaba una gota de vino en el ombligo, y bebía, otra gota en el pecho, y bebía, una más en la frente «No te muevas que te va a los ojos», y él esperaba y esperaba, y desesperaba: le notaba a su lado, notaba su respiración, podía sentir su sonrisa aunque tuviera los ojos cerrados. Y cuando la gota empezaba a moverse camino de uno de los ojos el se abalanzaba con su lengua fuera para recogerla en su caída. Y aprovechaba y besaba los ojos que seguían cerrados, y… ya empezaba a recorrer su cuerpo. Daniel no se movía, o mejor dicho, no hacía nada, mantenía los brazos hacia arriba, dejando expuestas sus axilas, sus manos hacia arriba mientras Bruno buscaba respuestas en su cuerpo, buscaba sabores con la nata, con el sirope de chocolate, con el vinagre en la ensalada, con su miembro palpitante… duro, duro y Daniel restregándose para aumentar el placer… los ojos cerrados… sintiendo la respiración de Bruno…

No podía olvidarlo. Es más, le gustaba recordar. Ahora debía cambiar un poco la rutina, esa rutina tantas veces repetida y gozada. Ahora era él quien debía bajar uno de sus brazos hasta su miembro y masajearlo suavemente. Y bajar la otra mano, y rozar su pecho, los párpados, las orejas, sus pezones, juguetear con su ombligo…

Pero todavía era pronto. Tenía toda la tarde.

¿Por qué Bruno?

River Viiperi: repasando trabajos.

Vuelvo a traer aquí a River Viiperi. Ya sabéis que es español, alto, guapo y que trabaja mucho.

Tiene Facebook con un montón de seguidores, debe tener club de fans, y ha abierto hasta una página web. Pero las mejores fotos están aquí, pincha y lo comprobarás.

Por cierto, un Facebook en el que no escribe ni una sola palabra en español. River, anda, una de vez en cuando… tampoco pasaba nada ¿eh? Me lo dedicas si eso. 😉

Actualización: Hoy, River me ha hecho caso y ha escrito una palabra en español en su Facebook: «compañeros». Para que veáis. Porque aunque no me lo ha dedicado, yo sé que ha sido un guiño… sip. 😉

¡Gracias River!

 

Una buena mañana para correr (94).

– Su amigo tiene un carácter un poco peculiar. He visto pocas personas que levanten tanta mala hostia entre mis compañeros.

Joan no pudo por menos que sonreír, pero no dijo nada.

– Efectivamente tiene Vd. amigos importantes. Pocos consiguen lo que Vd. Pero no se equivoque, esto de momento no cambia nada.

– Lo único que pretendo es que alguien con otra perspectiva estudie el caso, y vea otras posibilidades. Yo las veo. Y mis detectives también.

– Déjeme a mí…

– Se lo dejo todo a Vd., no me malinterprete. Solo le expreso mi opinión. Vd. tiene la documentación oficial, y yo le entrego la que ha recopilado mi detective. Quiero añadir que parte de esa documentación no la encargué yo, quiero decir, que el detective lo hizo por otros motivos y para otras personas. Cuando conocí a Carlos, la investigación me la encontré ya hecha. Solo hemos lo completado con algunas averiguaciones más, que creo, al menos, que dan otras vías de investigación.

– El equipo de profesionales que ha llevado este caso es uno de los mejores – afirmó el policía.

– Lo sé. De eso también me he informado.

– Yo con sus investigaciones también me hubiera decantado por su amigo Carlos.

– Eso si no hubiera otros detalles que han despreciado. O cuando menos no los han tenido en cuenta. El carácter de mi amigo, ayuda a ese empecinamiento.

– Espero que el polvo valga la pena de sus desvelos.

Joan levantó las cejas mostrando la sorpresa que le producía el comentario del Inspector.

– Inspector, ya sé que parece difícil encontrar a alguien que se preocupe por otra persona sin sacar nada a cambio. Y que lo más evidente es que me lo folle, ya que no me puede ayudar a mejorar mi posición económica. Pero eso no es así. Y mira que está bueno el tío – Joan no dejaba de mirarlo fijamente mientras le hablaba, se había dado cuenta de que el Inspector le estaba provocando – Tengo otros amantes aunque acabo de darme cuenta hace unas horas que voy a dejarlo todo por una persona que se ha colado en mi corazón. Y le puedo asegurar que no es Carlos, que tiene los huevos bien cogidos por ese chico que está a su lado, gordito y que parece poca cosa, pero no sabe usted lo que es capaz de hacer por las personas que quiere. Y parece que le quiere. Así que yo no osaría meterme en medio en estos momentos.

Joan se quedó callado, mirando al policía.

– Pero eso ya lo saben ustedes, porque nos han investigado a todos. Y usted no me hubiera recibido sin leer toda la información del caso. Así que no le cuento nada nuevo.

El policía sonrió.

– No es habitual encontrar a un joven como usted, con ese aplomo, salvo los trepas de algunas empresas…

– Quiere decir que un inculto como yo, que tiene su dinero porque es viudo de un hombre muy rico y con influencias, salido de las cloacas de la sociedad, no suele hablar de tú a tú con alguien como usted. ¿O lo que le sorprende es que parece que me he preparado esta entrevista, y no vengo de farol? Porque a estas alturas ya es usted consciente de que lo que digo, tiene su respaldo. Yo también me sorprendo a veces, nunca me había imaginado hablando con un Inspector enviado directamente de la Unidad Central de Madrid para investigar el caso del asesinato de la familia de un amigo mío, al que unos compañeros suyos están empeñados en dar por culo, siendo unos homófobos de mierda. Porque eso también lo sé.

Joan se calló unos segundos, porque se estaba empezando a acelerar, y eso no convenía a Carlos.

– Pero es lo que hay. Y mi marido me enseñó muchas cosas, entre ellas a afrontar todo tipo de situaciones. Y en el arroyo antes de mi marido, me dieron tantas hostias, y me dieron tantas veces por muerto, que me hace tener poco respeto por casi nada. Respeto como sinónimo de miedo, de temor.

– No hace falta que se ponga así, D. Joan…

– Inspector Barriuso, usted me está poniendo a prueba. Así abreviamos. Tengo a mi amante esperándome para culminar lo que la llamada de mi amigo, indignado porque algunos de sus compañeros pensaban que les estaba engañando y le pensaban detener por auto-amenazarse de muerte, me ha interrumpido. Y estoy en esa fase en la que todo puede salir adelante o irse a la mierda. Y ese chico me interesa como acompañante hasta que lleguemos a ser viejecitos y mirar el mar en unas sillas de ruedas, con una mantita sobre las piernas. Y recordando estos momentos emocionantes.

– Es usted directo, Sr. Vilaseca. – el policía le seguía mirando con ojos escrutadores.

Joan decidió que era mejor que acabara la entrevista, porque no estaba seguro de que no diría ninguna inconveniencia. Se estaba poniendo tenso con el Inspector, y eso que en parte era el que estaba de su parte. Empezaba a entender un poco la actitud desafiante de Carlos.

– Si no le importa, me gustaría tener una entrevista con D. Carlos Menéndez…

– Por supuesto, Inspector, pero no me tiene que pedir permiso.

– No le estoy pidiendo permiso, le estoy informando. O echando, como prefiera – el inspector sonrió de medio lado sin apartar un ápice su mirada de los ojos de Joan.

Éste se levantó de la silla porque esta última fase de la conversación le había sacado definitivamente de quicio. Sería muy buen detective, el mejor, según decían, pero desde luego, no le gustaría estar en el pellejo de los allegados de las víctimas de un crimen. Le tendió la mano mirándolo a los ojos, mano que el detective estrechó con decisión, aunque con uno de sus dedos, le rozó ligeramente el dorso de su mano. Ese ligero gesto en otras ocasiones quería decir mucho y si el que lo recibía se daba por enterado, podía suponer un preludio de otro estadio en la relación entre esos hombres. Pero en este caso, y como suponía que era una de esas pruebas del detective, la ignoró por completo, aunque si cabe, endureció más su gesto.

Se dio la vuelta para salir, aunque cuando casi había traspasado la puerta, no pudo contenerse:

– ¿Y en sus relaciones fuera del trabajo se comporta de la misma forma?

– ¿De qué forma? – el policía lo miraba divertido.

– Poniendo a prueba constantemente, provocando. Como un capullo integral.

El inspector calló.

– Debe estar usted muy solo, Sr. Barriuso. Y no es usted mayor todavía para estar amargado completamente.

Y Joan cerró la puerta del despacho sin esperar respuesta.

– Por favor, indique a su amigo que pase – le dijo el inspector antes de que cerrara completamente la puerta.

Carlos y Diego le esperaban sentados en el pasillo. Se levantaron nada más verlo y Carlos salió disparado hacia él.

– ¿Qué te ha dicho? ¿Cómo lo ve? ¿Qué te ha parecido? ¿Está d…?

Joan levantó la mano para interrumpir la catarata de preguntas que le hacía Carlos.

– Quiere que entres a hablar con él.

– Yo voy con él.

– No sé si te van a dejar.

– Más que no no me va a decir, así que voy – y salió disparado hacia el despacho del que había salido Joan.

– Pero ven, hombre, tranquilo. Que no te vamos a poner unas esposas para que no vayas, no necesitas escaparte – bromeó Joan divertido por la reacción protectora de Diego.

Joan se quedó mirando a Carlos. Ese momento de hacer un millón de preguntas y los nervios que podían entreverse, ya se le había pasado. Se le notaba aplomo, serenidad, y como siempre, su punto de chulería.

– Abandona esa chulería Carlos, hazme el favor.

– Pero…

– Carlos, que soy yo.

El aludido hundió los hombros.

– Quisiera que respondieras con calma, y que no te dejaras llevar por las provocaciones. Lo va a hacer, como lo ha hecho conmigo. Si tú entras – se encaró con Diego – va a aprovechar para sacaros de quicio, diciendo que yo me tiro a Carlos, y que por eso me intereso.

– Pero… – Diego iba a protestar, pero una vez más Joan hizo el gesto característico que se estaba haciendo habitual de la casa, levantar la mano, y bajar con desgana la mirada, para indicar que callara.

– Diego, Carlos ha sido un culo veo, culo follo. Se habrá tirado a centenares de tíos. Yo me he tirado a algunos más que él, dicho sea de paso. Y todo eso lo sabe la policía. Pero solo quieren provocarle, y sacarle de sus casillas, y que cometa errores. O que les pegue y le den motivos para meterle unos días en un calabozo y que le de por pensar y confesar. A lo mejor se le ocurre acusar a Diego – miró directamente a Carlos a los ojos – de haberte ayudado, aunque no le conocías entonces. O a lo mejor sí os conocíais, vete tú a saber, pero sabéis, cuanto más os dejéis provocar, más difícil estará todo. Cuenta la verdad – le agarró de los brazos, pegándolos al cuerpo – lo que pasó, lo que sabes. Y si te pregunta lo que piensas, le cuentas lo que quisiste decir a tus tíos cuando entrabas en el juzgado de menores de Palencia.

Carlos enarcó las cejas.

– Había cámaras de televisión, y hay especialistas en leer los labios. Tus padres murieron Carlos. Tú hermano también. Alguien quiere que acabes en prisión, y te han amenazado de muerte. Tú mismo con tu cuerpo, pero que sepas, que de las decisiones que tomas, tú eres el responsable, pero que si te pasa algo, los demás también quedamos tocados.

Volvió a intentar decir algo, pero esta vez fue él el que se arrepintió. Se giró para encaminarse hacia el despacho. De repente se paró y se encaró con Diego:

– Mejor no entres, no quiero que…

– Pero yo…

– Diego, hazme ese favor. Luego te cuento todo con pelos y señales.

– Vente, Diego, vente conmigo. He quedado con Manu…

– ¡Ah! No, yo de carabina, lo que me hacía falta, ni hablar. Me quedo aquí esperando.

Carlos le besó en los labios, le dirigió una última mirada a Joan, dándole las gracias sin palabras, y se metió en el despacho.

– La va a cagar, ya verás, le pondrá de mala leche…

– Calla, calla, ni siquiera lo pienses… – le dijo en tono bromista Joan – Mantén tú la calma, que si no…

– Es que, joder, estos policías convencieron a Enrique de que era culpable. Y eso que estaba predispuesto. Seguro que a éste lo mismo, y…

– No seas pesimista, Diego.

Joan miró el reloj.

Tengo que irme. Me llamas si pasa algo.

Y sin dejar que Diego le contestara, le dio un beso en la mejilla y se fue a paso rápido.

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Historia completa seguida. (capítulos 1 al 75)

Historia completa seguida (capítulos 76 a final)

Historia por capítulos.