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Para ponerse al día con el relato.
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– Me duelen las cervicales. – hizo una pausa – otra vez – su voz denotaba cansancio y hartazgo.
– Tío, ha estado guay la fiesta – Arturo se levantó del suelo del ascensor y como ya había hecho muchas veces, se puso detrás de Ernesto y le empezó a masajear los hombros. – No duermes nada, ni descansas.
– Pensaba que ibas a venir a casa – otra vez el cansancio y la decepción.
– No siempre se puede hacer lo que uno quiere.
– Tomás te necesita.
– Ahora te tiene a ti.
– Esto es un cuento de Navidad.
– También hay cuentos de Navidad tristes y negros. Y con finales no tan felices como cabría esperar.
– Yo me merezco un final feliz. ¿No me lo vas a dar?
– Ya tienes un final feliz. A Tomás, tienes a tus reaparecidos amigos de Mundo Maravilloso reencarnados para la vida normal. Y a Sergio, ese admirador… no sé como le pueden gustar tanto tus libros. – hizo una mueca para acentuar que se trataba de un pique.
– ¡Oye! No le quites mérito.
– Se está vendiendo la última novela como rosquillas.
– Sí, eso me dice Rosa.
– ¿Vas a dormir?
– Y dale, ya dormiré, necesito escribir más novelas, y escribir más cuentos, ahora tengo una familia. Y tendré que pagar a los abogados que me defiendan del acoso de tu tío. Por joder, va a intentar quedarse con vosotros. Lo huelo.
– Que le den.
– Sí, que le den, pero mira… sigue, sigue ahí, ahí donde estás ahora con el masaje… ¡ufffffffff! ¡Qué alivio!
– Deberías decirle a Doris, es más…
– Quita, quita ¿Sabes lo que duele? Esta mañana me ha hecho ver las estrellas.
– Pero te lo quita de golpe.
– Deja, deja.
– Debes descansar.
– Cuando estés en casa.
Arturo se levantó y anduvo por el ascensor. Ernesto entendió y eso le puso más triste.
– ¡Tío!
– Te llama Tomás.
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Ernesto levantó la cabeza y vio como se difuminaba el ascensor y como Arturo le sonreía mientras la terraza del hospital tomaba su lugar.
Se cerró el abrigo. Aunque era 15 de abril, la noche había refrescado y se había quedado frío. Y el cuello le seguía doliendo. Ahora todavía más.
– Tío, que todos se van y… tío, – Tomás lo miraba fijamente – estás mal.
– No, peque, no…
– Te duelen las cervicales. ¿Te doy un masaje como hacía Arturo?
Ernesto se quedó mirando a Tomás, dudando. Pero vio tantas ganas e ilusión, que al final aceptó.
– ¡Ah! ¡Vale! – dijo cantarín.
Ernesto se obligó a sonreír, a pesar de que en ese momento le estaban dando náuseas a causa del dolor. Se sentó en pequeño murete poniéndose de espaldas a Tomás, para que el chico pudiera hacer. Sus dedos empezaron a masajear los hombros. Primero dubitativos, pero poco a poco, iban cogiendo confianza. No tenía mucha fuerza en los dedos, pero el suave masaje le estaba produciendo mucho alivio a Ernesto.
– ¿Dónde me voy a quedar?
Le llevaba preocupando el tema toda la tarde. Ahora que era el momento de irse, ese desasosiego había vencido a la alegría de ver por fin a Arturo, aunque estuviera “dormido” en la cama de un hospital. Y de la fiesta, y de la gente, y de la comida buena, que echaba ya de menos, “es que el tío Germán es un desastre en la cocina. Hasta un filete le sale mal”. Los nuevos amigos, y encontrarse de nuevo con Darío, pero esta vez en el mundo real, o con Kevin, con los que había hecho buenas migas, aunque eran muy mayores.
– Te vas a quedar conmigo. Si quieres, claro.
El rostro de Tomás se iluminó.
– ¿Para siempre?
– ¡Para siempre!
El chico respiró tranquilo.
– Si tú quieres.
– Claro que quiero – Tomás bajó la mirada, tímido.
– ¡Vas a ser el benjamín de la cuadrilla! Te van a consentir, ya verás. Qué suerte tienes pelotudo – imitó el acento argentino.
– Debemos bajar a despedir a la gente ¿No? – apuntó suavemente Tomás.
Ernesto se levantó de repente y se dio la vuelta para mirarlo.
– Tienes razón. Muchas gracias por el masaje. Lo has hecho genial.
– ¿Mejor que Arturo?
– Todavía no – Ernesto sonrió mientras se agachaba y le daba un beso en la mejilla – Pero lo harás mejor, ya verás.
Tomás se sintió bien. Alargó los brazos y se colgó del cuello de su tío. Su tío lo rodeó con sus brazos y lo aupó.
– Eres ya muy grande para que te aupe.
– Diez años.
– ¿Hasta cuando piensas que te aupe? – Ernesto empezó a andar camino de la habitación de Arturo, y de la fiesta de Navidad.
– Hasta que quieras besos.
– Oye, eso es trampa. Besos siempre puedes darme. Y siempre los voy a querer.
– Mis amigos ya no dan besos.
– Porque son unos sosos.
– Es lo que hay, la edad – puso cara de pillo.
– Pero tú no eras un niño callado y tímido, que…
El chico se encogió de hombros mientras puso cara de bueno, y acomodó su cabeza en el hombro de Ernesto.
– Joder, la que me ha caído. Uno de diez que se sube en brazos, y uno de casi dieciséis que no le da la gana de levantarse de la cama. Menuda familia me ha tocado.
– Molona.
– ¿Molona?
– Vamos, que te enrollas, tío.
– Encima soy un rollo.
– Me ha gustado la novela.
Ya habían llegado al piso y salían del ascensor. Tomás se bajó de los brazos de Ernesto, lo que hizo sonreír a éste.
– ¡La has leído?- lo dijo entre preguntando y exclamando sorprendido y alegre.
– Rosa me ha regalado un ejemplar. Y mola lo del nombre.
– Lo que vas a presumir. ¿Pero la has leído entera? Si te ha tenido que dar hoy el libro…
Se volvió a encoger de hombros.
– No toda, pero la mitad o así.
Ya estaban llegando cuando se encontraron con María que iba hacia su despacho a coger sus cosas.
– Ya estamos…
– Ya era hora, nos íbamos.
– Na, que le he tenido que cuidar – dijo Tomás señalando a su tío.
– Te voy a dar el teléfono de un masajista profesional – dijo María – no puedes estar así siempre.
– Si durmiera algo… – apuntó su marido.
– Que bien te han calado, escritor – sonrió Rosa.
– Nosotros nos vamos – Darío interrumpió la conversación con los médicos – se hace tarde y vivimos lejos. Llevo a Kevin a casa.
– Yo como vivo aquí…
María miró a su paciente.
– Si estuvieras así de animado siempre, seguro que podrías estar en casa. Si es que hasta te ha cambiado el color… te voy a pedir una analítica.
– No, doctora… – Sergio suplicaba.
– Por si sale mal ¿no?
– Na, colega, saldrá de cine. Venimos mañana a apoyarte. – se ofreció Kevin.
– ¿De verdad?
A Sergio se le iluminaron los ojos, pero enseguida volvió a apagarlos. “Seguro que mañana no se acuerdan y no vienen, como los demás”.
– Si estos amigos te dicen que vienen, vendrán – Ernesto lo había leído todo en su mirada – no son como el resto. Y así vienen a ver a Arturo.
– Descarao, eso estaba en el planning.
– ¿Te vas a quedar con Arturo hoy?
Tomás lo preguntó muy bajito. Por un lado quería que se quedara, sabía que era lo que su tío había hecho desde el accidente.
– No me deja – la cara de Ernesto, que miraba fijamente a Tomás, era una mezcla de resignación y broma – dice que ya está hasta las narices de mí, que te toca a ti aguantarme.
Tomás primero se puso alegre, pero después se fue oscureciendo. Le gustaba estar con Ernesto, pero… su hermano lo necesitaba más. Y además, él era el único que tenía esa conexión tan especial con su hermano.
– Él te necesita.
– Y Ernesto necesita dormir. Y no lo va a hacer aquí. Hoy, las enfermeras cuidarán de él.
– Yo… yo me quedaré.
Todos se dieron la vuelta. En la puerta, los miraba una chica de unos casi quince, o casi dieciséis. Llevaba su pelo castaño colgando pizpireto por detrás, atado en una coleta con una goma. Facciones delicadas, pero decididas.
– Tú eres… no sé si nos conocemos.
– Jénifer – y se acercó a Ernesto para darle dos besos.
– ¡Jénifer! ¡Esa Jénifer!
“¿Qué Jénifer va a ser? Ésa no, ésta, y no sé a que viene todo esto”. Lo dijo todo con su mirada y con su cuerpo, sin emitir ninguna palabra.
– Tú y yo, señorita tenemos que hablar un día muy seriamente – Ernesto iba a seguir, pero sintió una colleja en el cuello, y prefirió callarse. Arturo estaba vigilante.
– No le hagas ni caso, me llamo Darío.
Todos fueron saludando a la chica y presentándose. Ella a algunos ya los conocía de nombre, al médico, a las enfermeras… ella también pasaba algún tiempo en el hospital.
– Mis padres están fuera, y piensan que estoy en casa de unas amigas. Se imaginarán que me voy de farra y a beber hasta las tantas. No hay problema.
Fue la respuesta a una pregunta que iba a hacer Ernesto.
– Cuídamelo.
Ella asintió muy seria.
Ernesto se giró muy serio hacia Arturo.
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– La odio, te va a apartar de mí, antes de que pueda tenerte para mí.
– Eres un caso, pesao, que no me aparta de ti. Si paso más tiempo…
– Ya, ya, ya veremos cuando despiertes.
– Eres… que te den, tío.
– Ya no me quieres, ya lo estoy viendo. Solo a la Jénifer ésta. La odio, que lo sepas.
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Ernesto se volvió un momento a mirar a Jénifer y la sonrió con todo el encanto de que era capaz. Seguido se volvió otra vez.
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– La echo cianuro en el café. Si, sí.
– ¿Estás celoso? Celos de padre.
– Pues sí.
– ¿Nos vas a adoptar?
Ernesto lo miró muy serio.
– Pues claro. Tu madre me cedió la custodia si pasaba algo. Y quiero que sea así. ¿Alguna pega?
Arturo se levantó de la cama y le dio un abrazo y una sarta de besos.
– Lárgate, que se están empezando a mosquear con las caras que pones y con que te quedes como un pasmao mirando la cama.
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Ernesto carraspeó y se volvió hacia los demás.
– Creo que me vendrá bien dormir una noche.
– O dos. – dijo quejumbrosa Doris – Usted no ha pegado ojo desde hace semanas, si lo conoceré yo.
Todos enfilaron el camino de la salida. Ernesto se giró por comprobar que todo estaba en su sitio, y la habitación recogida. Cogió una bandeja con pasteles, para dejarla en recepción y que las de la limpieza y las enfermeras del turno de mañana pudieran participar también de la Navidad de Arturo.
– Ernesto – Jénifer le llamó cuando ya estaba cerrando la puerta.
– Dime – se obligó a decir Ernesto, aunque por dentro se repetía… “la odio, la odio, la odio, no sé que verá en esta chica”.
– Quería felicitarte por el cuento de hoy, es muy bonito. He llorado mucho. Me recuerda tanto a Arturo…
– ¿Que cuento?
– El del diario. Seguro que con tanto ajetreo con la fiesta ni te acuerdas. Ha salido en el de diario de hoy.
La chica le tendió el periódico por una página abierta.
“Un cuento triste”, por Ernesto Ducas.
– Está genial lo leí esta mañana – apuntó Sergio que se había quedado junto al escritor.
– ¡Ah! Pues gracias. Se me había olvidado.
– Está genial – repitió Sergio – lo leí esta mañana.
– Ni me acuerdo cual es. Si no te importa, me lo llevo y… lo leo.
Jénifer no podía ocultar la sorpresa por la reacción de Ernesto.
– Ya sabes, estos genios, tienen la cabeza – Sergio acudió en ayuda de su ídolo, aunque él estaba tan alucinado como la chica.
Jénifer se volvió para la habitación sin decir nada más. Ernesto miró a Sergio.
– No le ha gustado tu explicación.
– Es que, tronco…
– Nooooooo, no digas tronco en mi presencia. ¡Lo odio!
– Vale, vale, colega, sin mosqueos. Decía que es que ya te vale que no tengas ni zorra de que relato es ni de que va.
– ¡Ah! ¡Ya! – Ernesto no sabía por dónde salir – Estoy… despistado. He escrito tantos últimamente… y a veces cambian el día de la publicación… o el título… ¡yo que sé!
Aunque una luz empezó a encenderse en su cabeza.
– Mañana nos vemos – le dijo a Sergio sin darle importancia.
Éste no pudo ocultar su alegría por ese anuncio. Aunque como antes había hecho, enseguida pensó que mañana todo se iba a diluir, y nadie se acordaría de él. Aunque la colleja que sintió en su cuello, le hizo recapacitar, sobre todo al girarse y no ver a nadie que se la pudiera haber dado.
– Algo no le ha gustado a Arturo – le dijo Ernesto con gesto serio – No le gusta que duden de mí. Seguro que has pensado que es mentira, que no voy a venir a verte mañana.
Ahora sí, Sergio pensó que a su escritor favorito, le faltaba un tornillo.
“Será por lo de que es un genio.” Se repetía en silencio una y otra vez camino de su habitación, mientras se frotaba el cuello.